Lo discutía el otro día con alguien más joven que yo pero que sigue aferrado a la idea de que la vida de sus propios hijos depende de alguna manera de sus buenos oficios, cuando estos chavales llevan ya varios años yendo a votar y tienen clarísimo que van a hacer de su vida lo que les dé la real gana, se ponga como se ponga el progenitor de turno.
Y no es porque a nosotros nos cercenaran de cuajo –que en algunos casos ocurrió- el libre albedrío o la libertad elemental para elegir nuestro camino en la vida, sino porque como ahora, con el paso de las décadas, uno se da cuenta de todos los errores que cometió cuando pudo haber elegido mejor y eligió mal, no queremos que nuestros hijos comentan el mismo error y por eso se tiende a una sobreprotección que acaba ocasionando –en la mayoría de los casos- el efecto contrario al pretendido.
Ahí están, esos hombres y mujeres (porque no voy a decir chavales) de entre veinte y veinticinco años dando tumbos por la vida, sin decidir todavía si “estudian o trabajan”, pasando de empleos eventuales y sin futuro a crisis existenciales sobre el presente porque no tienen nada que les dé seguridad… más que saber –y rabiar por ello- que los padres están ahí detrás para ayudarles, sacarles del atolladero y sufrir junto a ellos las consecuencias de la falta de responsabilidad ante la vida propia y la ausencia de un proyecto vital.
Jugando al juego terrorífico de seguir fomentando en sus padres un sentimiento de culpabilidad, como si no fueran ellos los únicos responsables de sus propias vidas. Y muchos padres, dudando entre el amor y la debilidad, dejan de vivir sus propias vidas encadenados a las de sus hijos. Como suelo decir y a nadie le hace gracia: carne de psicólogo.
En fin.
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LaAlquimista
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