Pero resulta que no, que no es de recibo –aunque esté estatuido desde siempre- que una se levante con fiebre y malestar después de una “noche toledana” a preparar la comida para los que han salido de fiesta la víspera, que se derrumbe –o casi- lo doméstico si una no lleva fiel lista de lo que falta (papel higiénico, pan y leche, cervezas y naranjas); que la casa esté hecha unos zorros gracias a la alegría que aportan los hijos que vuelven, la familia que rinde visita y la general desidia de quien no se considera con más obligación que la de sonreír y dar unos cuantos kilos de abrazos sentidos.
Esta mañana me he despertado envuelta en sudores afiebrados y , para escarnio de mi inteligencia, mi primer pensamiento ha sido: y “qué pongo para comer”… Porque tengo la fea costumbre de creer –equivocadamente- que si no me ocupo yo de lo culinario me van a poner espaghettis con tomate, porque nos hemos arrogado la exclusiva de hacerlo todo nosotras para hacerlo bien y en el fondo lo que estamos haciendo es apuntalar la autoestima sobre la desfachatez de suponer a los demás menos capaces que nosotras, creando horrendos precedentes, educando de la peor manera posible, manteniendo un engaño ancestral.
Hace sol y frío desde mi ventana, pero con el plumón hasta la barbilla parece un día magnífico. Quizás alargue los brazos hasta el libro redentor o juegue un rato con las posibilidades del portátil. Pero lo más probable es que me quede en el limbo de los ensueños esperando a que aparezcan por la puerta mis hijas y –asombradísimas- descubran que hoy tienen el nada dudoso honor de ocuparse de todo. Incluso de mi persona.
Para que luego no digan que yo me creo que puedo siempre con todo y que tengo que aflojar las riendas, hoy reconozco que no sirvo para nada y pido ayuda. Un baño de humildad que sienta de cine. Seguro que van a estar encantadas.
En fin.
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LaAlquimista
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