Pero yo ando en otras batallas… concretamente la de posicionarme frente al azogue y hablarle a esa mujer que está ahí para decirle cuatro cosas que tengo guardadas desde hace mucho tiempo. Lo primero de todo que me ha ocurrido cuando he encarado el experimento es que me da la risa; una sensación de ridículo grande y absurda (obviamente estas cosas se hacen en la intimidad más íntima) llena todo el espacio. Pruebo a experimentar emociones: miedo, alegría, susto, tristeza, ira… y voy comprobando –con espanto y desconcierto- que el espejo refleja a una desconocida.
No me reconozco por mucho que lo intento. Tomo la palabra y le cuento alguna cosa intrascendente – a “ésa” que está ahí-, juego a la presentadora del telediario o le hago alguna pregunta capciosa del tipo -¿quién eres tú? o peor aún -¿qué quieres de mí? y ya no hay forma de evitar el subidón de adrenalina, el desconcierto envolviéndolo todo.
No nos miramos cómo somos, no nos vemos el gesto cuando hablamos, cuando discutimos, cuando nos enfadamos, en lo agrio, en lo amargo y les dejamos a los otros la triste carga de la imagen antipática de nuestro malestar… somos como Dorian Gray pero a cámara rápida.
Este pequeño juego me ha llevado una hora larga. Cuando, cansada y aburrida de mí misma y de lo que “veía” en el espejo, le he dado la vuelta a la moneda y he comenzado a poner caritas dulces, amables, acogedoras… comprendiendo la barbaridad que cometemos cuando proyectamos en los demás las miasmas del alma en vez del regalo que podemos hacerles si lo que expresamos son las luces cálidas de nuestro interior.
Uno de los desconocidos trabajos de Hércules para quien quiera enfrentarse a ese… maldito espejo.
En fin.
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LaAlquimista
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