Dentro de ese “sibaritismo” social, que algunas veces me llevó a pensar que ella no tenía amigas dado el alto nivel de exigencia que enarbolaba, estaban excluidos por derecho propio cualquier tipo de animal que tuviera más de dos patas. (Aunque hubo una excepción con los hamsters cuando se pusieron de moda.) Y así crecí yo, mirando a la gente con el prisma de mi madre hasta que fui capaz de construir el mío propio.
Pero cuando cumplió los ochenta, mi madre empezó a bajar el listón. Y lo bajó tanto que fue capaz de “sugerir” que le gustaría tener “un perrito”. ¡ A buenas horas mangas verdes ¡ ¡Con lo que nos hubiera gustado tener un perro durante nuestra infancia, contando con que vivíamos en un duplex de grandes terrazas…! Así que se tomó nota del pedido y para la Navidad de 2008, mi mamá tuvo su perrito.
Me temo que habla con él de todo lo habido y por haber; de lo divino y de lo humano, -interesante situación sin derecho de réplica-, le canta canciones del siglo pasado y esta última semana han montado en comandita el belén de tropecientas figuritas; mi madre colocando los pastorcillos y el perro gruñéndoles con ahínco. Su carácter se ha dulcificado –el de mi madre- un par de puntos más de lo habitual en estas edades en las que el pasado se envuelve en brumas voluntarias y de repente empieza a tomar fuerza el tiempo presente, ése que a nosotros, los que todavía no tenemos ochenta años, nos cuesta aprender a reverenciar.
“Elur”, se llama. Es un alma cándida con pelaje blanco y sedoso que sorprende con sus ojillos dulces. Cuando está dormido parece de peluche. Mi madre, cuando duerme, también. Que duren mucho los dos juntos.
En fin.
*Post escrito hace tres años. ¡Elur vive conmigo ahora!
http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50
LaAlquimista Foto: Amanda Arruti
Por si alguien desea contactar:
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