Siempre me he preguntado dónde reside el impulso que a una persona le hace ser generosa y a otra le impide serlo absolutamente. Se podrá decir que es algo educacional, que quien lo ha mamado lo reproduce, pero también hay muchísimos casos en los que el ejemplo recibido no tiene nada que ver con la disposición natural a disfrutar de los bienes o enterrarlos bajo tierra.
Hay quien sufre gastando y eso está más allá de cualquier entendimiento; el avaro lo es por naturaleza y poco más hay que añadir. Allá él y sus miserias que también encuentran su disfrute a la luz de una vela en un cuarto oscuro contando monedas roñosas.
Luego están los tacaños en general; esa especie que mira el céntimo –o el chocolate del loro- a la hora de hacer cualquier gasto, pero que no son personas con economías escasas, sino normales e incluso holgadas. (Ser pobre y tacaño ya tiene que ser la repera). Siempre compran lo más barato, aunque para ello tengan que gastar en gasolina yendo al quinto pino a por la oferta del mes; lo más barato que no siempre es lo mejor, pero con lo que consiguen un disfrute que quieren compartirnos con una especie de “superioridad”, como diciendo, “mira qué listo soy yo y que tonto eres tú que no sabes comprar bien y barato”. Es esa gente que decide para los restos que la merluza congelada es igual o mejor que la merluza fresca, que el vino del año (de cualquier año) está igual de bueno que los crianzas DO, que se pasa igual de bien en el pueblo “de gratis” que en un crucero o que –esto es lo peor- que las flores de tela hacen el mismo efecto que las naturales.
No se te ocurra llamarles tacaños, hasta ahí podríamos llegar, cuando les ves pedir una pizza para dos y agua del grifo o llevar a la oficina un bizcocho de polvos hecho en casa para celebrar el cumpleaños. Ni cuando te invitan a la barbacoa en su jardín y siempre toca cerdo a cambio de las chuletas que tú pusiste la última vez o llegan las navidades y traen regalos en paquetes caseros con objetos que vete a saber tú de dónde han sacado, pero de una tienda, no, desde luego.
Pero los que rizan el rizo son los rácanos (también llamados ratas). Son esos a los que se les queda enganchada la mano en el bolsillo cuando les toca pagar la ronda –si no se han marchado antes con prisas -; los que nunca te invitan a cenar a su casa aunque de buen grado vayan a la tuya pero con las manos vacías y una disculpa de “no sabía qué traer”. Los que hacen sopa de pescado con cualquier tipo de sobras, los que guardan los papeles de regalo por si los pueden volver a usar, los que rellenan la botella de Chivas que les regalaron una vez con güisqui del barato del que viene en la cesta de la empresa (cuando había cestas de empresa); quienes tienen el frigorífico lleno de restos de comida que comerán haciendo de tripas corazón “porque aquí no se tira nada”. (Este papel casi siempre reservado a la madre de familia)
¿Me olvido de alguien? Ah, sí, de los que nunca llevan a sus hijos al cine, ni a merendar por ahí, ni les compran un huevokinder, porque antes no han invitado a su pareja a un baile, a un restaurante, ni le han regalado jamás flores o una colonia con olor a tabaco. Los que compran toallas nuevas (de oferta) y las guardan sin estrenar en el armario, los que cogen un mueble “en perfecto estado” de las basuras y lo enseñan a las visitas, (a las que nunca ofrecen nada), los que tienen un trastero o un garaje lleno de restos de mil naufragios (por si acaso) y que no tiran ni los aparatos que han dejado de funcionar.
De la gente generosa no hace falta hablar; ellos brillan con luz propia.
En fin.
LaAlquimista
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