Por lo que veo alrededor sigue vigente la mala costumbre de ir corriendo a todas partes, deprisa, deprisa, desde que sale el sol hasta que se agotan las pilas, ya muy tarde, demasiado casi siempre para intentar dar marcha atrás. Desde el profesional bien asentado y ausente de miedo de no cobrar la paga de Navidad hasta el que, sabiendo que no tiene ni ésa ni va a tener otra, alimenta la pauta de este tiempo que consiste en seguir manteniendo el mismo nivel de ansiedad y ritmo acelerado. Porque no se puede hacer otra cosa.
Y uno acaba perdiendo la conciencia de las horas, como si el tiempo fuera eterno en esta vida antes que en la otra que nos prometieron y cuya promesa todavía somos dados en creer, acto de fe estúpido donde los haya después de que todas las mentiras de los hombres han demostrado que somos seres indignos de confianza los unos para con los otros, esa conciencia del tiempo que amalgama los lunes con los jueves en una vorágine de la que se salva el viernes para añorar el sábado y deprimirse el domingo, víspera ya, de nuevo, de las fatigas por venir.
Ni siquiera mirarse en un espejo o por la calle de refilón en algún escaparate, como hacen las personas presumidas o pendientes de llevar bien puesto el abrigo, dar la espalda a los cristales de los ascensores negando el propio rostro, ahuyentando la imagen propia en un acto inane de no verse y no querer reconocerse para evitar el trabajo de preguntarse quién es ése, quién soy, el del reflejo, el de la sombra que se adivina detrás del envoltorio de carne y tela, poco más.
Estar un cuarto de hora más en la cama y empezar el día con ansiedad, bebido de pie el café en la cocina de mala manera y salir corriendo, acostumbrando al cuerpo a las agresiones cotidianas, darle agua caliente y jabón por fuera y el vacío por dentro y seguir corriendo, para no demorarse en emprender la rutina con conciencia de lo que significa otro día más, uno nuevo, a estrenar…
Un día que también puede empezar con conciencia del regalo de vivirlo mientras se mastica tranquilamente una deliciosa rebanada de pan tostado con un chorrito de aceite y se van tomando pequeños buches de té o café y mirando por la ventana, buscando el mundo que despierta con nosotros, decidiendo no dejar pasar la oportunidad, si es que aparece hoy, cualquiera que ésta pueda ser, siempre llegará alguna y habrá que estar atentos para que no se sienta decepcionada por la falta de interés por nuestra parte.
Pelear con el resto de los humanos desde el interior del tanque que es el automóvil o fundirse en una amalgama de carne desilusionada, mal alimentada y con cara adusta en el transporte público. Qué lujo quienes pueden y quieren tomarse el tiempo de caminar cada mañana, inaugurando otra vez las calles, camino de sus quehaceres cotidianos, con el cuerpo bien cuidado por dentro y por fuera, la sonrisa en la cara, que difícil resulta no sonreir cuando se ha desayunado bien...
¿Por qué no probar a dejar que nos adelanten, que lleguen antes que nosotros a esa ninguna parte donde vamos todos los días, con el ansia o la angustia de no llegar los últimos?
¿Por qué no probar a quedarse quince minutos menos en la cama y prepararse con calma y placer para la inauguración del nuevo día? De esa manera consciente, permitir que la mente “entienda” lo que el cuerpo está haciendo y regalarle al espíritu el pequeño placer de “sentir” algo que, quizás, estaba siendo ignorado y disfrutado.
Total, por probar no se pierde nada, ni siquiera los quince minutos citados…
En fin.
LaAlquimista
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