martes, 7 de abril de 2015

Relaciones Madre/hija. (Como madre)



El tema de las relaciones madre/hija ha provisto a psicólogos y psiquiatras de un vasto campo de cultivo del que nutrirse para sus estudios del alma humana femenina. Historias sobre la “madre mala” o “madrastra” siguen estando a la orden del día, y si abordo el tema es porque me lo han solicitado, no porque sea uno de mis favoritos.

Soy madre de dos bellas hijas adultas -34 y 24 años- que viven y se desarrollan sanas y felices. La “buena suerte” que he tenido con ellas –pocos disgustos me han dado, la verdad, creo que más les he dado yo-, se debe principalmente a mi actitud.

Pero esto viene de atrás, claro está; cuando yo era pequeña no recuerdo haber jugado con muñecas ni haber suspirado con niñitos como la susanita de Quino; más bien era una mafalda que cuestionaba todo lo que le me rozaba con un espíritu que quería ser critico, pero que –descubrí después- no era más que ganas de llamar la atención. En cualquier caso, mi “instinto maternal” no se desarrolló parejo a mi crecimiento físico, mental y espiritual.

La idea de tener hijos prendió en mí alrededor de los veinticinco años –cuando ya llevaba tres de casada- como una especie de rayo que te atraviesa de parte a parte en mitad de lo inesperado. De repente me di cuenta de algo muy, pero que muy importante, una especie de revelación a la que me sometí agradecida.

Tener hijos podía suponer tener a alguien a quien amar durante el resto de mi vida…No una garantía total, pero por lo menos la adquisición del compromiso íntimo y personal de involucrarme ad aeternum en dar la vida, proteger y amar a otro ser humano.

¿Es lícito este planteamiento o se queda en absurdamente egoísta? No lo sé, pero fue –y sigue siendo- el mío.

Tuve a mis hijas consciente, voluntaria e intencionadamente. Fueron buscadas y deseadas –tanto por mi parte como por parte de su padre- y su nacimiento fue motivo de gran alegría y felicidad. Con el tiempo, los caminos paterno y  materno se separaron por cuestión de cultura, evolución divergente y sobre todo los afectos, que dejaron de ser compartidos. Es decir, que eduqué a mis hijas sin la participación directa de sus progenitores porque les ofrecí hogares monoparentales.

Casarse dos veces y divorciarse las dos; dos bodorrios, dos Libros de Familia, dos familias políticas de quita y pon, dos traumas, -que no fracasos-. No fueron naufragios con supervivientes, sino decisiones tomadas en libertad. Así elegí yo que fuera mi vida y llevé a mis hijas conmigo.

 El hecho de vivir sola con una niña pequeña a mi cargo me supuso un reto inesperado, pero que no dudé en asumir. Una mujer sola con una niña no ven el mundo de la misma manera que en una familia tradicional. La mujer sola vuelca en su hija su forma de ver la vida con una intensidad que incide en la personalidad de la criatura como si estuviera grabada a fuego. Para bien y para mal. Y existiendo estas dos opciones, es obvio indicar cuál fue la elegida.

Quince años después, volví a encontrarme sola, pero con dos hijas: una de quince y otra de cinco. Tres mujeres frente al mundo. Frente a un mundo que no era más difícil ni más cruel que el que soportaban otras niñas con padre y madre en la misma casa, sino…diferente.

Mis hijas son mi tesoro en esta vida (y en la otra si la hubiera de alguna manera). Estamos absolutamente convencidas de que ellas me han elegido a mí como receptáculo para venir al mundo y esa responsabilidad de “madre de alquiler” no me pesa en absoluto.

Nunca he sentido el llamado “instinto maternal” que tienen muchas hembras que no por eso AMAN a sus cachorros (o a sus hijas). Yo eso no sé qué es, de verdad.

Lo que sí siento es un amor que fluye hacia una relación sana y limpia, que nos enriquece a las tres en el día a día porque nos amamos sin necesidad de saberlo, tan sólo sintiéndolo. Nos queremos sin urgencia de conocer los porqués. Vivimos separadas desde hace bastantes años y sin embargo estamos unidas por un cordón tan sagrado como el de plata…

He asumido las responsabilidades típicas de una madre para con sus hijos. Alimentar, vestir, educar, cuidar y apoyar. Pero eso lo hace cualquiera, no es tan difícil… NADA es difícil para una madre que ama a sus hijos. Ese “supuesto sacrificio” al que se agarran tantas y tantas mujeres, ese discurso patético del: “todo lo que he hecho por ti”, que no es más que un inmundo reproche, me es completamente ajeno.

Nunca he sentido que sacrificaba nada por mis hijas porque hacía lo único que sentía en mi interior que tenía que hacer. Ni me quejé de las noches sin dormir (que tampoco hubo tantas) porque aun en el llanto las amaba; ni guardé en mi corazón las pequeñas afrentas (qué humano no las infiere) porque no me salía a cuenta sembrar futuros reproches. He sido generosa sin saber que lo era (ellas lo dicen) porque su felicidad y bienestar me procuraba felicidad y bienestar a mi misma. ¡Bendito egoismo!

No las echo de menos, ni las necesito cuando están lejos (que es casi siempre) porque viven la vida como yo quiero vivir la mía: en libertad y llenas de amor. Sigo sus afanes, acompaño su caminar hacia sus logros, lleno mi corazón de paz al saber que son amadas y que ellas mismas aman, sonrío ante su ausencia de ambiciones y vanidades sociales –eso lo han heredado de mí-, me alegro con sus alegrías y comparto llorando sus tristezas. Si tuviera que pedir algo para ellas, -que lo pido muchas veces- tan sólo quiero que sean felices. No espero que triunfen profesionalmente –aunque lo estén haciendo muy bien-, ni que hagan buenas bodas. Más me gusta verlas fuera del camino de la feria de las vanidades, dedicándose al desarrollo de su espíritu y su mente para compartirse con los demás y que vivan en una plenitud generosa con el resto del mundo.

Sé que soy una madre atípica; he ayudado a que crecieran sus alas y les he empujado a desplegarlas. ¡Quería que volaran más alto, más felices de lo que yo nunca pude volar!

Me siento madre porque les he dado la vida. Me siento madre porque al nacer esas vidas fueron ellas las que renovaron la vida en mí. Jamás soñé que pudiera amar tanto a otro ser humano. Tan sólo por eso, por lo que yo recibo, ha valido la pena la maternidad y sé que ellas, como hijas, viven en el mismo círculo amoroso. En la búsqueda del amor con mayúsculas, encontré mi sendero…

LaAlquimista

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