Nunca es tarde para cambiar; ni siquiera aunque estemos convencidos de que es inútil intentarlo.
!Qué bien nos han domesticado y cómo lo hemos aceptado! Desde nuestra más tierna infancia, padres, maestros y educadores nos han ido mostrando el camino con sus piedras, cada una de ellas con el letrerito correspondiente a: pecado, prohibido, culpa, malo. Y un árbol con frutos difíciles de alcanzar: esfuerzo, deber, obligación, bondad. Entre ellos, la barrera infranqueable e ineludible del premio y el castigo. Un planteamiento simplista pero altamente efectivo, prueba de ello es que empezó a funcionar bien hace más de dos mil años y todavía siguen publicándose las mismas ediciones de ese libro del “bien y del mal” con el que nos enseñaron a comportarnos como “ellos” consideraban correcto.
Des-aprender lecciones profundamente enraizadas en el fondo de nuestro cerebro no es tarea fácil; un arduo trabajo para el que haría falta más de un hierro candente y más de dos amenazas de excomunión. Tan difícil es que pocos valientes se atreven a emprender la hazaña y de esa manera, el orden estatuido sigue en vigor y quienes mueven los hilos pueden dormir tranquilos sin lanzar soflamas que a ellos también les desgasta, por aquello de gastar energía en promover falacias sabiendo en lo más profundo lo que son: puras mentiras enmascaradas.
El juego de la domesticación del hombre adquiere su punto más álgido y retorcido cuando es el propio hombre el que ya es capaz por sí mismo, sin ayuda de nadie, de auto-domesticarse con éxito notorio. Se alcanza esta plenitud hacia el sexto mes de embarazo o cuando se paga el primer plazo de la segunda vivienda –o el segundo de la primera; no falla. A partir de ahí, todo va rodado, el ser humano ya no necesita de admoniciones ni de maestros que le marquen o recuerden el camino hacia la total y absoluta falta de libertad interior. De hecho, le importa bien poco o casi nada.
Afortunadamente, en toda historia que se precie existen disidentes que cuestionan y se rebelan frente al orden establecido y como ya no hay hogueras reales donde consumir -o consumar- la protesta, se va perdiendo (bien es verdad que muy poco a poco) el miedo atávico a separarse del rebaño, “dar la nota” o, simplemente, “cambiar”.
Cambiar lo que nos aprieta el alma y nos impide respirar aunque sea con dolor. Cambiar de ideas, de principios (o de finales), de opinión o de forma de ver las cosas. Cambiar de país, porque la patria se lleva dentro, de trabajo, porque el dinero huele igual en todas partes, de amante, porque hay amores que matan y aquí hemos venido a vivir.
Cambiar de amigos, cambiar de aspecto, cambiar de dieta, cambiar de familia o de credo, cambiar la playa por la montaña, lo negro por lo verde, los gritos por el silencio, el sentimiento trágico de la vida por una risueña y no tan quimérica intención de cambiar.
Porque nunca es tarde para cambiar; ni siquiera aunque estemos convencidos de que es inútil intentarlo.
En fin.
LaAlquimista
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