Cháchara
B. y yo nos conocemos de toda la vida. Cuando marchó a trabajar a una ciudad lejana intentamos seguir la relación de amistad como podíamos, casi siempre por teléfono y nos veíamos cuando volvía a Donosti a visitar a su familia de siempre con la nueva que había formado. Desde hace tiempo tan sólo nos queda El Teléfono. El de ahora, el que se lleva en el bolsillo o incluso en la mano.
Invasión donde las haya, amigo de doble filo, rastreador espía de la poca libertad que le queda al individuo. Cuando las llamadas costaban lo que se decía que costó el Congo, todos éramos comedidos o llamábamos desde el trabajo, que pagaban otros. Pero ahora con lo de los planes planos ya no hay excusa y parece que tener un móvil es la carta blanca para cualquiera al que se le ocurra marcar nuestro número. No voy a hablar de vendedores a distancia –que a fin de cuentas están trabajando- sino de la cháchara por imperativo amistoso.
B. está ya jubilado y el tiempo se le va entre aburrirse y no hacer nada; sus nietos están lejos y no puede ir a buscarlos al colegio como le gustaría. Yo estoy divorciada y jubilada y tampoco puedo ejercer de abuela, así que el tiempo se me va en hacer cosas que me salven del aburrimiento típico de mi edad y condición. (O eso es lo que se piensa B.) Porque cree que no tengo nada en qué involucrarme, cuando me llama, con inusitada frecuencia, sé que me esperan larguísimos minutos escuchando. Porque llama para ahuyentar su soledad, para buscar compañía en esas larguísimas horas en que no tiene a nadie con quien hablar hasta que su pareja termine su extensa jornada laboral y regrese a casa para cenar en silencio viendo la tele o riñendo por cualquier tontería.
Por más que le explico que yo vivo feliz precisamente por eso, porque no tengo nadie con quien hablar (o discutir) B. no lo entiende; quizás me llame también en parte porque le doy un poco de pena, no lo sé y no se lo pienso preguntar por si acaso me dice algo que no necesito saber.
El caso es que el otro día se pegó veinte minutos de reloj contándome el peñazo que le da un conocido hablándole de sus cuitas, que le traen sin cuidado porque a fin de cuentas son las cuitas de alguien con quien no tiene desarrollado el sentido de la amistad. Me decía: “¿Qué puñetas me importa a mí si le faltan papeles para tramitar sus cosas? ¿Por qué me cuenta si su mujer esto o su yerno lo otro? ¡Que me deje en paz, que me aburre!”…
Y entonces yo le digo que esto es una rueda que no para de girar porque nos vamos transmitiendo unos a otros las historias aunque sepamos que estas no interesan a nadie porque – sencillamente –carecen de interés humano alguno. E intento hacerle ver que está en bucle contando la historia de un desconocido durante el tiempo que podría estar ocupando en hacer algo de mayor enjundia, no sé, como mirar al horizonte y ver lo bonito que está o leer un libro o darse un paseo por la orilla del mar.
Como el que yo –C.- esté repitiendo la misma cháchara insulsa, sin gracia y sin interés, poniéndola por escrito y compartiéndola con quienes se pasean un rato por este blog. Es una cadena de sin propósitos, -o con muchos despropósitos- me doy cuenta, nos repetimos obviedades, nimiedades, tonterías, cosas absurdas, cotilleos y pequeñas maledicencias continuamente. Por teléfono y por escrito; a la cara misma o a espaldas de la eventual víctima. No paramos de hablar por no callar, de escucharnos a nosotros mismos aunque haga eco la voz propia. Yo misma, tú, tantos…
También están esas personas antipáticas que, cuando un amigo les explica algo que les parece un rollo, se lo dicen, le cortan de raíz el discurso y marcan distancias. Esa gente se queda sin amigos más rápidamente que los que sabemos aguantar la cháchara que inunda el Universo porque la hemos incorporado a nuestras vidas como el silbar del viento o las sirenas de las ambulancias. Y porque la vida siempre ha sido más de “cháchara” que de conversaciones profundas.
Felices los felices. Y los que saben callar.
LaAlquimista
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