Pedofilia
Me gusta mucho leer de noche en la cama; al ser una costumbre adquirida en la infancia, no me ocurre como a tantos lectores frustrados que, a la segunda página, se despeñan por el barranco del sueño. Como sé que puedo estar mucho rato abducida por la historia elegida, pongo cuidado en la elección del libro ya que los sueños reflejarán de alguna manera los estímulos a los que la mente sea expuesta en esas horas en las que, cansado, el cuerpo tiene la guardia baja.
Pero ayer me equivoqué totalmente. Tenía tanto interés en conocer la historia de Vanessa Springora sobre su relación a los trece años con el icono literario francés Gabriel Matzneff que lo empecé a las diez de la noche. Tres horas después, mi espíritu estaba revuelto y condolido. El sueño, como no podía ser de otra manera, no me ha proporcionado descanso alguno. Por la mañana, he terminado el libro y me he puesto a investigar, acuciada por la necesidad de conocer más.
Hay cientos de entradas en Internet sobre el caso Matzneff y su condición de pedófilo orgulloso de serlo, sobre sus libros autobiográficos en los que relata la seducción que llevó a cabo de muchísimas niñas púberes en aras de una “educación sexual” para ayudarlas a “hacerse mujeres” de la mano cariñosa y dulce de un depredador sexual que se vanagloriaba de sus viajes a Filipinas para gozar de niños de once años, obviamente previo pago.
El tema es morboso a la vez que estomagante, qué duda cabe, pero lo realmente terrible es cómo una sociedad tan admirada como la francesa de los años sesenta/setenta consintió y jaleó públicamente los desmanes de uno de sus iconos literarios. Sin olvidar los alegatos en contra de la penalización de las relaciones sexuales de adultos con adolescentes que firmaron tan tranquilamente intelectuales reconocidos de la época sin que les temblara el pulso.
En el libro “El consentimiento”, su autora, Vanessa Springora, narra el enamoramiento total y absoluto que padeció –y disfrutó hasta que se dio cuenta de la manipulación de la que estaba siendo objeto- sin haber cumplido los catorce años. Relata cómo su propia madre –divorciada de un padre ausente- aceptó y propició la relación de su hija con el escritor. Todo el mundo lo sabía y nadie hizo nada. Ni una denuncia a los Servicios Sociales de Protección al Menor, ni un intento de arrancar a una criatura de las garras del depredador con el que se fue a vivir a una habitación de hotel durante casi tres años.
¿Cómo es posible? Springora lo explica: porque hubo “consentimiento” y ahí quedaba sumergida y amparada la “libertad” de la persona aunque ésta no fuera legalmente responsable de sus actos.
Consentimos y miramos hacia otro lado como la cosa más natural del mundo. Consentimos como sociedad y como individuos. Nos llenamos la boca con frases ambiguas del tipo: “ya es mayorcita para saber lo que hace”, “él sabrá dónde se ha metido” o “cada uno es dueño de hacer lo que quiera con su vida”.
Pues sí…y no. Porque si hay gritos pidiendo ayuda al otro lado de la pared no vale subir el volumen de la televisión para no oírlos. Porque si hay un abuso flagrante de poder de alguien fuerte sobre alguien débil, no es de recibo mirar hacia otro lado apartando el grito de la conciencia a manotazos.
Vanessa Springora ha alzado su voz treinta años después de haber “consentido” ser el juguete sexual de un pervertido al que la sociedad de su tiempo protegió por ser alguien importante. Escribió su historia en 2020 y tan sólo porque son tiempos ahora en los que la moral va evolucionando y poniendo trabas a ciertas tropelías. La moral de nuestra sociedad… no de todas, desgraciadamente para los más débiles. Ojalá su testimonio valiente sirva para ayudar a otras personas que “consienten” sin atreverse a denunciar. Ojalá.
Felices los felices, aunque antes hayan sufrido.
LaAlquimista
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