lunes, 26 de abril de 2021

Hablando de cobardes

 

Hablando de cobardes

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Cuando hablamos de cobardía todos imaginamos al soldado de la película que se queda escondido al fondo de la trinchera mientras sus compañeros salen a campo abierto, bayoneta en ristre, felices patriotas (o idiotas) al encuentro de la muerte. O a quien se echa a temblar cuando alguien más grande que él le pregunta la hora en una calle poco iluminada. Cuando hablamos de cobardía es como si esta “cualidad” se diera únicamente en el varón de la especie humana. Quizás esto ocurra porque a las mujeres no se nos exigen demostraciones de valor físico en el cuerpo a cuerpo.

Pero a lo que voy que me disperso. Entiendo la cobardía como la ausencia de ímpetu vital para afrontar las circunstancias de la vida; no es necesario imaginar ejemplos extremos, sino tan solo el día a día social, familiar o laboral.

Yo he sido cobarde –he pecado de pusilánime- cuando me he retraído ante un reto que se me presentaba complicado, cuando he tenido miedo de fracasar y he dado un paso al lado para que esa oportunidad pasara sin rozarme. Lo he hecho un par de veces en mi vida y no sé si me arrepiento de ello, pero lo que tengo bien claro es que entonces “no podía”; quizás ahora, “sí podría”, pero ese tren ya no tiene parada en mi apeadero.

¡Cuántas oportunidades no habremos dejado escapar por temor al fracaso! Algunas personas he conocido –era muy típico de los años 60/70- que no se decantaron por estudiar pudiendo hacerlo, pensando que era más cómodo (o menos cansado) ponerse a trabajar a los 16 años y tener dinerito fresco en el bolsillo. Luego pasaron los lustros y tuvieron que llorar porque sin una formación académica avalada por un título no pudieron acceder a un buen nivel laboral.

Personas que han transmitido a sus hijos esa pusilanimidad ante la vida, esa falta de arrojo y les han “arrojado” a una vida cómoda, sin sacrificios, en la que se les ha dado de todo menos el ejemplo de aprender, de esforzarse. Esos hijos se han hecho mayores siguiendo el ejemplo paterno: sin oficio y con poco beneficio, curiosos treintañeros que siguen picoteando del alpiste paterno a la vez que reprochan a sus padres que no les hubieran empujado a formarse adecuadamente; el bucle sin fin de echarle las culpas al otro.

Son cobardes también quienes se dejan aplastar por las circunstancias en vez de manejarlas adecuadamente; matrimonios forzados por culpa de un embarazo no deseado, destinos truncados por exigencia familiar de cuidados, subyugación a normas abusivas dentro del círculo privado. Porque no son valientes los que hacen las cosas movidos por la adrenalina o un ímpetu incontrolable, sino los que se arrancan las rémoras –sean estas cadenas o telarañas- y siguen su camino con la mente lúcida y el corazón abierto.

Me daba pánico en mi juventud pensar que algún día podría arrepentirme de cosas que no había hecho a pesar de desearlas ardientemente; era aquella una filosofía muy de moda. Ahora me doy cuenta de que me arrepiento de algunas decisiones que tomé en las que estuve profundamente equivocada, casi todas movida por la cobardía. ¡Ay, si hubiera luchado lo suficiente para poder  estudiar Periodismo! Pero no me atreví, preferí quedarme al socaire de la comodidad familiar y estudiar en Donostia algo que no me llenaba pero que tenía “salidas”.

Entre los valientes y los cobardes, me quedo con los “luchadores”. Y procuro que mis amistades estén formadas por ese tipo de personas para aprender, apoyarme en ellas y sentirme cómoda entre mis pares. De esa manera y con arduo trabajo creo que habré conseguido –más vale tarde que nunca- dejar por fin de ser cobarde.

Felices los felices.

LaAlquimista

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