lunes, 26 de abril de 2021

Hacerse daño a uno mismo

 

Hacerse daño a uno mismo

No han sido pocas las veces que he tenido que escuchar de boca de quien me quería la dichosa frase: “No te hagas daño a ti misma”. Ocurría en situaciones en las que yo estaba metiendo la pata hasta el corvejón, obcecada y emborricada -casi siempre por cuestiones de amor/pasión-; aunque mi GPS emocional andaba al pairo y los papeles se me habían volado me resistía a tascar el freno y ponerme en modo avión para reflexionar.

Porque ahí precisamente estaba el truco, en pararse a reflexionar. En realidad, si tú no lo haces (lo de pensar con dos dedos de frente) la vida y la realidad te van a dar un buen meneo –en el mejor de los casos- o te irás de cabeza al barranco de la depresión si te cae encima la Ley de Murphy.

Dicen –y doy fe-, que la experiencia llega cuando ya no sirve para casi nada, pero aun y todo, bienvenida sea. Bienvenida la memoria mantenida que recuerda los errores cometidos; los que estragaron lo cotidiano y deslucieron la alegría de una juventud que se pierde irremisiblemente por mucho que se quiera hacer creer a los de cuarenta que siguen siendo jóvenes y a los de sesenta que nunca llegaremos a viejos.

La gran paradoja es que una de las formas más sutiles y dolorosas de hacerse daño a uno mismo es cuando aceptamos seguir los “buenos consejos” o “sugerencias bienintencionadas” de personas cercanas que dicen querernos mucho, cuando damos carta de naturaleza al criterio ajeno por encima de lo que nos dice el instinto. Esas voces cariñosas “que quieren lo mejor para nosotros” y que, a la postre, esconden un egoísmo terrible. Con ejemplos esto se entiende mucho mejor aunque sean políticamente incorrectos a pesar de ser reales como la vida misma.

Se repite desde hace unos meses –desgraciadamente- el posicionamiento inflexible y autoritario de aquellos hijos que ordenan y mandan a sus padres –entendiéndose que los hijos son adultos y los padres más adultos y mayores- que “se cuiden mucho” y para ello les conminan a no salir de casa, a abandonar el núcleo relacional que tantos años había costado tejer y rizando el rizo se escudan detrás del “cariño” que les tienen para no ir a visitarlos. Habrá muchos casos en que sí, pero lo que me huelo es que detrás está el egoísmo de: “cuídate tú para que no te tenga que cuidar yo” o “para no sentirme culpable”.

La cruel paradoja de cuando por pretender un bien se consigue un mal. Un daño del que no se puede culpar al otro porque es un daño que nos hacemos a nosotros mismos.

Con tristeza enumero en silencio las mujeres que han desarrollado una enfermedad cruel por desgaste físico y anímico por haberse dedicado “en cuerpo y alma” al cuidado santificado y esclavizado de algún familiar, bien sea un marido enfermo crónico o unos padres ancianos en situación terminal. Esas actitudes generosas y entregadas que se asumen con el convencimiento de que es “lo que hay que hacer en conciencia” y puede que detrás de esa decisión haya ocultos susurros sibilinos.

Desde quien expresa su negativa a ser cuidado por personas extrañas –y de esa manera esclavizan a las cercanas-, hasta quienes exageran su dependencia para no sentirse abandonados por el círculo familiar que, -¿quién lo dudaría?- está muy acostumbrado a ejercer el chantaje emocional sin rubor alguno.

Bien es cierto que esas decisiones, tomadas en plena posesión de (casi) todas las facultades, en algunas ocasiones, nos harán mucho más mal que bien. Ahí está el truco y hay que fijarse bien en las manos del “mago” en cuestión para darse cuenta de que cuando alguien te dice: “esto es por tu bien”, igual está diciendo “esto es por mi propio bien”, pero consigue crear la ilusión de que la paloma que sale del sombrero nunca había estado antes ahí.

Y picamos. Vaya que sí se pica. Pero cualquier momento es bueno para darle un giro al timón y dejar de hacernos daño a nosotros mismos.

Felices los felices.

LaAlquimista

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