¿Quién paga tu mal humor?
Cuando era una cría tenía que apechugar con el mal humor de mi madre, con el de mi padre, con el de las monjas y hasta con el del perro del vecino que me ladraba cuando nos cruzábamos en la escalera. Evidentemente, esta situación me ponía de mal humor y yo también buscaba alguna víctima propiciatoria entre mis compañeras de pupitre o mis hermanas pequeñas que –unas y otras- guardan buen recuerdo del mal genio que me gastaba cuando me apretaban los calcetines blancos.
A mí me parecía una cadena evolutiva natural eso de chillarle a alguien para compensar los gritos que me habían lanzado a mí; algo así como aquel marido que insultaba a la esposa, la esposa que arreaba zapatillazos al hijo mayor y este que la emprendía con los pequeños hasta que el benjamín, desesperado, le daba una patada al gato. Cosas de la vida, cosas de familia, educación franquista, qué voy a contar que no se sepa ya…
Pero ahora no hay excusas que valgan, ni justificaciones del pasado ni traumas sin resolver que exudan roña y telarañas emocionales. A estas alturas de la película ya no hay hijo de vecino que esté amparado por ninguna ley ni humana ni divina para tener bula y pagar con los demás su mal humor. Y si, a pesar de todo, se empeña en agredir –verbal, psicológica o físicamente- al prójimo (que casi siempre suele ser próximo) hay muchas herramientas para pararle los pies.
Sin embargo, no se hace, queda feo decirle a un jefe “mal follao” que se lo haga mirar y deje de machacar a sus subordinados; todavía quedan remilgos para pararle los pies a ese padre o madre anciano que trata a todo el mundo a patadas (figuradas, porque apenas le quedan fuerzas) y descarga su frustración a causa del abandono familiar o de la decadencia en quien está cuidándole previo pago.
Sigue habiendo mucha (demasiada) gente que paga su mal humor con los demás convencida de que es “normal” hacerlo así. Estoy pensando ahora mismo en esos hijos adolescentes bocachanclas que hablan a su madre o a su padre o a los profesores con un desprecio total y absoluto y que seguramente sean unos coitados que dan pena en el patio del colegio. También estoy pensando en la esposa quejicosa e infeliz que busca un culpable de su propia inestabilidad emocional; o en el marido que llega a casa asqueado de la vida que lleva, vida que por otro lado ha elegido libremente, con esas condenas hipotecarias de muchos lustros que lastran los sueños que alguna vez tuvo.
Mi mal humor lo pago yo. Al igual que me pago la comida, los zapatos y la gasolina del coche. Y como soy la única (por derecho) destinataria de mi mala leche, de los días de bajonazo y de esos coletazos de rabia que todavía me pegan un susto de vez en cuando, no me queda otra que reflexionar y atemperar mi carácter en “defensa propia”. A veces le pego cuatro gritos al espejo del baño; otras, me pongo a escribir afiebrada. Las menos, me como una pizza de las grandes. Todo sirve excepto jorobar al prójimo con las cuitas propias.
Obviamente, ya no hay la más mínima posibilidad, ni real ni hipotética, de que nadie me haga pagar su mal humor. Es un efecto colateral absolutamente maravilloso que me permite dormir siete horas como un bebé y me deja la piel lustrosa mejor que el hialurónico ese de las farmacias.
Felices los felices.
LaAlquimista
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