Intentando comprender el fútbol
A mis veinte años tuve un novio que era socio de la Real Sociedad y que no se perdía un partido en Atocha (primigenio campo y cantera del equipo donostiarra). El caso es que –enamoramiento interpuesto- me afilié a las huestes seguidoras del equipo futbolero para demostrarle a mi chico lo comprometida con una causa que podía llegar a ser –aunque “la causa” ni fuera mía ni me importara un comino.
La emoción me duró una temporada justita; el tiempo en que comprendimos Juanito y yo que no estábamos hechos el uno para el otro y, sobre todo, porque a mí me ponían de los pelos los alaridos y la energía violentísima que se desarrollaba en el graderío. Al poco, aquel chico guapo y simpático falleció en un accidente de moto en una de las curvas tristemente famosas de nuestra geografía. Se cerraron dos capítulos de golpe en mi vida.
Muchos lustros después, un sábado por la noche de toque de queda y algo de aburrimiento, decido conectar la televisión –algo insólito en mi rutina de vida- y ver una reñida final futbolera entre dos equipos vascos: el de mi ciudad y el de la de al lado, los dos “enemigos íntimos”, como se ha dado en llamarles.
Fue una pelea sin público que les jaleara debido a la prohibición de aglomerarse el personal en ningún sitio por aquello de los contagios virulentos; prohibición que, todo hay que decirlo, es tomada por el pito del sereno por demasiada gente, pero ese es otro tema.
No tenía demasiada gracia imaginar a miles de ciudadanos sentados en el sofá, mirando la televisión y crispándose el ceño con una cerveza en la mano y los restos de una pizza en la mesa pequeña (imaginaciones mías de lo que es una sesión televisiva); no tenía gracia la cosa como no la tiene poner la música a tope y ponerse a dar saltos sin más compañía que los bafles o pegarse una comilona en la soledad de la cocina.
Creo que me di cuenta de que si el fútbol arrastra multitudes es precisamente porque es en el meollo de la aglomeración, allí donde el individuo deja de serlo y se convierte en masa más o menos amorfa (o aforma), donde uno tiene el visto bueno comunitario para sacar a pasear al monstruo que todos llevamos dentro (y que Fraga llevaba por fuera), pegando alaridos, saltos, vociferando hasta el desgarro de las cuerdas vocales y soltando juramentos y maldiciones contra los que corren tras el balón o el que pega pitidos corriendo tras los que corren tras el balón.
Ni siquiera cuando Oyarzabal convirtió en gol el penalti que les hizo ganar el partido se me escapó una voz de alegría; no me sentía partícipe de esa gesta ni compartía el momento con otros seres humanos: estaba sola –como casi siempre- en el sillón de la sala, haciendo la digestión de la cena y sin más actividad neuronal que seguir con la vista a los jugadores de la pantalla. ¡Qué poca cosa!
Me fui a la cama con el runrún en la mente y sabiendo que el “momento sueño” iba a retrasarse. ¿Qué nos mueve a juntarnos para expresar las más elementales emociones que quedan paralizadas cuando estamos en soledad? ¿Sentían lo mismo los ejércitos literarios de “Canción de hielo y fuego” cuando se dirigían al combate? Por hablar de guerras imaginarias y no meterme en la charca de las confrontaciones bélicas reales.
¡Qué distintos somos cuando estamos solos de cuándo formamos parte del grupo! Ya que no es lo mismo moverse en rebaño o manada que ir en solitario mirando donde pone cada uno los pies; que hay mucho menos esfuerzo (mental) que realizar si “te dejas llevar” que si hay que pensar las cosas que se hacen y pintar cada uno su propia pancarta.
Al final, me dio lo mismo quien ganara, si los de azul o los de rojo porque se me quedaron en la retina las imágenes violentísimas precedentes al partido protagonizadas por los hinchas en las calles de Bilbao. Ahí debió estar la madre del cordero: que hay una energía negativa llamada violencia que el fútbol, como deporte de masas seguidoras- saca del interior de unos seres para que sean otros quienes la padezcan. Creo que seguirá sin gustarme nada de esto.
Felices los felices.
LaAlquimista
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