Día 29.- (19 de Julio)
Hoy me he despertado, como
siempre, al filo del amanecer mediterráneo –las siete menos veinte- y viendo
que me costaba ponerme en marcha he recordado que ayer trasnoché y bebí más de
lo habitual (que suele ser poco tirando a poquísimo), así que dejándome llevar
por un sentimiento apuntalado en la lógica cartesiana, he hecho una rapidísima
visita al baño, y vuelto a la cama a toda pastilla, temerosa de perder el hilo
que me ataba a la maraña del sueño profundo de una mañana de resaca. De siete a
ocho he soñado que estaba en la cama de Jesús el navarro, mi amigo fallecido en
cuyo apartamento estoy alojada por obra y gracia de la amistad que me unió a él
y a su familia. Mezclada la realidad con el ensueño he atravesado la línea –no
sé si roja- que separa lo que fue de lo que pudo haber sido sin pudor alguno. A
las ocho me he vuelto a despertar sobresaltada escuchando la voz de Jesús que
me hablaba en susurros cariñosos y me decía no sé qué de cuánto me había hecho
de rogar. El ojo izquierdo lo he abierto, pero el derecho se ha negado a seguir
a su compañero y he permanecido ronroneando en ese sopor que a todos nos ha
invadido alguna vez, en el que estamos muy a gustito aunque un timbre al fondo
del cerebro suene para intentar hacernos volver a la vigilia consciente.
Asustada, me he levantado y me he tomado un café bien cargado a ver si se me
iba la tontería; he salido a la terraza y allí estaba una toalla color granate
que no era mía, de las que había varios juegos en los armarios del apartamento
y que no me atreví a tocar. ¿Estoy haciendo cosas sin darme cuenta de que las
hago? El café me ha dado más sueño todavía –como suele ocurrir antes de que el
organismo procese la cafeína- y me he vuelto al dormitorio, he mirado la cama
(“su cama”) y he sentido una fuerza y
una necesidad total y absoluta de dejarme llevar, de dejarme caer, en sus
brazos, en el colchón gastado, en mis sábanas blancas y limpias. Y he soñado un
batiburrillo raro y espeso de imágenes sensuales, no ocurridas en vida de mi
amigo porque nuestra amistad nunca tuvo roce físico alguno, ni aparente ni
oculto, que me ha llevado a despertarme sobresaltada sin saber ni dónde, ni
cómo, ni con quién, ni a qué hora. Las doce y diez. Algo no funciona bien –he
pensado- ¿serán los primeros síntomas del coronavirus o los últimos del vino
blanco de ayer y el mojito? He leído mucha literatura sobre casas embrujadas o
en las que el espíritu de un fallecido sigue durmiendo por las noches al fondo
de un armario. Como soy racionalista de las que podría vivir envuelta en cálculo
binario he debido darme un meneo y espabilarme: normal, digo yo, si me han
dejado el piso con su ropa en los armarios, su almohada en su lado de la cama,
sus papeles en los cajones; si estoy comiendo en sus platos y bebiendo en sus
vasos y duchándome en su bañera y… no sigo. ¿Nos contactan los muertos? ¡Pues
claro que sí! Pero a través del walkie-talkie que los vivos tenemos activado
para “recibir” sus mensajes. Que a mi perrillo Elur lo oigo ladrar algunas
noches y siento que viene tras de mí cuando paseo por el parquecillo donde
íbamos todas las tardes a la caída del sol. Pues ni tan mal, Jesús, aquí estoy
viviendo unas semanas de vacaciones extrasensoriales a tu cuenta. Gracias por
los buenos ratos que pasamos en vida…y por los de ahora. (Si se lo cuento a
Iker Jiménez seguro que me da una explicación que no me apetece conocer). He
pasado el día holgazaneando entre el jardín, la piscina y la terraza con un
reseco descomunal; si hubiera sabido que iba a tener tanta sed hoy, habría
bebido más ayer… Vaya día más raro, como para no contárselo a nadie. Felices
los felices. Fotografía: el sol del atardecer...o la mirada de mi amigo.
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