Día 22- (12 de Julio)
Me dormí en cama extraña con la
conciencia en paz, muy en paz conmigo misma. Quizás por ello no he extrañado
nada ni he tenido sueños extemporáneos: siete horas como un bebé. Acostumbrada
a andar sin prisas, no miro la hora en el móvil, tan solo sé que mi cuerpo pide
algo caliente y me tomo un té Earl Grey con doble de bergamota. Al minuto me
pongo contenta, agarro el “traje de faena” y me voy a la playa. Domingo por la
mañana: nadie. ¿Nadie? Algunos bultos aquí y allá llaman mi atención… ¡Es gente
durmiendo… la mona! Jóvenes, supongo, debajo de las toallas que cubren
malamente sus cuerpos y rostros. Viene a lo lejos el
tractor/rastrillador/limpiador y me da un vuelco el corazón; pero los operarios
conocen el percal –y sus posibles consecuencias- y hacen sonar una bocina que
parece una alarma antiaérea; se despiertan los durmientes sobresaltados y salen
escopeteados ante la algazara de los operarios madrugadores. Por allí han
quedado los restos de la fiesta: mucho plástico y bastante vidrio. Decido no
bajar tan pronto a la playa nunca más. Hay que dejar que el día retome su ritmo
sin forzarlo, o como diría mi amona Julia “no por mucho madrugar amanece más
temprano”. No obstante, me empeño en hacer mi media docena de kilómetros y
darme un buen baño antes de volver a desayunar. El entorno ha cambiado: ya no
tengo niño juguetón abajo, pero sí tengo vecinos que salen a la terraza a
charlar por teléfono en modo “manos libres”, cuestión de adaptarse con los
pinganillos y una buena pieza musical haciendo de parapeto. La señal wifi no
llega apenas, así que tengo que enlazar el pc al smartphone (bendita
tecnología, como siempre digo). Hoy he comido con una de mis hermanas: seis
meses sin vernos, desde el fallecimiento de la madre, casi nada. ¿En tu casa o
en la mía? Llevamos buen humor tirando a muy bueno en la mochila, eso está
bien. Los domingos son silenciosos en esta zona por imperativo social: la gente
se va a la playa aunque esté nublado –como es el caso- y comen tarde porque es
festivo. Luego, siestean largo y muy tendido y al caer la tarde se quitan las
chanclas y se van a tomar un helado al pueblo: paz y gloria hasta el anochecer,
benditas costumbres que aprovecho “en dirección contraria” para mi regocijo y
beneficio. Ayer me compré un libro: “La sinfonía del tiempo” de Álvaro Arbina.
Necesito leer algo ligero porque entre las dos semanas que estuve en casi
soledad y los últimos días intensos con la rubia, tengo que preparar “la base”
para los contactos familiares. Yo me entiendo; quiero decir que todos nos
entendemos. Ha sido positivo vernos las caras y abrazarnos (mascarilla
interpuesta) con mi hermana; no somos almas gemelas, pero nos queremos aunque a
veces sea “a nuestra manera” (y en qué familia no). Hemos desayunado, comido,
paseado y cenado juntas, una “sobredosis” de ADN aceptada con regocijo. Día
diferente que me enseña a ir adaptándome a las diversas circunstancias que nos
pone delante la vida y cierta adversidad (coronavirus dixit). ¿Mañana? Pues un
poco más de lo mismo, pero contenta. Felices los felices. (Fotografía: catamaranes al amanecer)
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