Día 27.- (17 de Julio)
Si yo fuera presidenta del
gobierno de la nación no podría dormir por las noches (ni a ninguna hora). La
responsabilidad me haría un agujero por dentro y estoy segura de que mi salud
mental (y la de mi familia) acabaría arrastrándose por el suelo fangoso. ¿Qué
elegiría? ¿Añadir treinta mil muertos más a la cuenta de la Covid-19 o dos
millones de parados a las listas de la oficina de empleo? Menuda papeleta, vive
Dios. Esta mañana lo he visto muy claro al volver de mis abluciones matinales a
la orilla del mar: aquí estamos todos de vacaciones y el que no pueda es un pringao y al que le toque la china que
se j… y punto pelota. Los hoteles vomitan olores pestilentes a la hora del
desayuno (fritangas de las que no quiero ni imaginar la procedencia o los
componentes), no veo diferencia alguna con otros veranos anteriores, yo misma
formo parte de esa “masa” que tanto me molesta en ocasiones, no tengo arreglo,
soy una gota de agua sucia en el mismo charco en el que quiero chapotear.
Supongo que es muy difícil aprender a nivel colectivo; quizás a nivel
individual sea más sencillo realizar una toma de conciencia, pero yo misma debo
reconocer que me cuesta muchísimo no dejarme arrastrar por la marea común por
mucho que me dé el pegote a veces de que soy como los salmones y bla bla bla. Me
empiezo a desasosegar ante la idea de tener que volver a mi casa, dejando este
oasis de paz en el que me siento protegida por el hecho de estar fuera del
núcleo urbano, al pie de una larguísima playa a la que puedo acceder a la hora
del desayuno de las gaviotas y luego “confinarme” en la supuesta seguridad de
una pequeña comunidad de vecinos. Hoy he ido al pueblo en coche, he aparcado en
“carga y descarga” –jugándomela- para comprar un lienzo y unos pinceles nuevos;
después al Aldi que está en un descampado en medio de la nada y donde había
ocho coches en el aparcamiento a la hora del ángelus porque las familias, las
parejas y los jóvenes están abarrotando las playas a esa hora. He llenado la
nevera para otros diez días más y mucho me temo que voy a temblar mañana por la
noche pues tengo un compromiso para salir a cenar a un restaurante; ya no me
fío, en el mes de marzo nadie le vio las orejas al lobo, pero ahora hay que
estar muy distraído –o muy tonto- para no vérselas. Me he comprado una
mascarilla de esas que se pueden lavar frotándola con un poco de jabón –muy
cuqui y por 5,95€, en farmacia- y ahora uso el pintalabios para estar en casa;
prefiero consolarme que contagiarme. No me concentro en la lectura de la novela
ligera que me compré, así que prefiero recordar “El poder del ahora” que
siempre viaja conmigo. Si de esta no aprendo, no me lo perdonaré nunca. Felices
los felices. Fotografía: Amanecer en blanco y negro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario