miércoles, 11 de noviembre de 2020

Gente amable

 

Gente amable

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No todo va a ser quejarse y buscarle tres pies al gato, así que rompo mi lanza hoy por todas esas personas que, atendiendo a un cliente, asesorando a un ciudadano, dando hora para una cita previa, informando sobre solicitudes o, simplemente, cobrando en la caja del colmado de la esquina, tratan a sus semejantes con una amabilidad rayana en la entrega amistosa.

Cuando llamo al ambulatorio para pedir que mi doctora de cabecera me llame por teléfono -porque cita presencial no me van a dar excepto que me esté muriendo- me atiende (siempre) una voz femenina que me infunde calma y esperanza, asegurándome que me llamarán en unos pocos días, en cuanto haya un hueco libre, que no desespere. Y me lo dice con tanta amabilidad que, a pesar de que la frustración tendría lugar y razón de ser, cuelgo el teléfono con la sensación de que hay alguien que vela por mí. Sin ironía alguna lo cuento.

He cambiado de coche estas últimas semanas; mi auto-rojo había cumplido dieciséis años y me tentaron los cantos de sirena de las subvenciones ofrecidas por el Gobierno que me gobierna y el Gobierno que nos zarandea a todos (plan Renove autonómico y estatal). Fui al concesionario de mi marca y, a pesar de tener cita previa, conseguida después de “llorar” durante quince días, cuando llevaba esperando veinte minutos sin que me hicieran ni repajolero caso salí por la puerta en un arranque de los míos y me metí en el concesionario de al lado del que salí con un coche “envuelto para llevar” gracias a la amabilidad de una vendedora que me trató como si fuera una amiga. (O una amiga de su madre, por edad). No sé si la nueva marca por la que me he decantado será mejor o peor que la anterior, pero lo cierto es que no sólo me han vendido un coche sino que me han facilitado toda la burocracia añadida, además de hacerme sentir como alguien especial, porque es especial comprarse un coche nuevo, a ver si no…

Las cajeras y reponedoras del colmado de la esquina me saludan por mi nombre al entrar –el único chico/cajero, también-; favorecen mi compra, me lo empaquetan todo, me desean feliz día y me sonríen con los ojos (que la mascarilla tapa sus bocas). Son amables porque sí, porque quieren, dudo mucho que lo hagan como requisito laboral, que me consta que tienen que “aguantar” lo que no está escrito por parte de clientes maleducados o desconsiderados.

Hay mucha gente amable, muchísima. Y es de agradecer y hay que saber valorarlo en todos los niveles en que esto ocurre. Desde el camarero que te sirve el café con sonrisa hasta el repartidor que te deja un paquete en el suelo delante de tu puerta y hace un gesto como de “ya lo siento, de verdad, pero…”.

Aprovecho para dar las gracias desde aquí -por si acaso me están leyendo- a los vecinos que me riegan las plantas cuando me da la furia de marcharme de viaje o al que me ofrece su clave wifi porque sabe que no tengo Internet en mi otro mar. Gracias también a quien me hace favores tan sólo con sugerirlos, a las amigas que cambian sus planes para estar conmigo, a quien me trae unas magdalenas porque han hecho muchas… y quiere que yo también engorde.

Lo que también se puede comprobar es lo contrario: que si pedimos las cosas de mala manera, si utilizamos un tono de voz agrio al hablar o si torcemos el gesto cada vez que nos dirigimos al prójimo, esa amabilidad de la que hablo es bastante difícil que venga de vuelta.

¿Son amables conmigo porque yo soy amable también? ¿Me sueltan un bufido cuando pido las cosas de mala manera? ¿Es la interacción humana producto de lo reflejado en un espejo? No lo sé seguro, pero me inclino a creer que sí. Por si acaso seguiré siendo lo más amable que pueda con los demás porque me interesa que me traten bien a todos los niveles, que una no tiene ya edad como para hacer nuevos enemigos…

Felices los felices.

LaAlquimista

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