miércoles, 25 de noviembre de 2020

La plaza donde jugaba de niña

 

La plaza donde jugaba de niña

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El barrio donde crecí no está lejos de donde vivo ahora; de hecho, tengo que atravesarlo para llegar hasta el centro de la ciudad y lo hago con paso raudo y con la vista al frente como si me crecieran unas espontáneas anteojeras que harían las delicias de un profesional de las terapias psicoanalíticas. Pero ayer me desvié de la avenida principal y me metí en la plaza de mi niñez y pre adolescencia: la plaza del Sauce. Yo he cabalgado el paso de los años con cierto donaire, pero el sauce ha envejecido mal, está muy “perjudicado”, como tantos adultos mayores que batallan con el mazazo del calendario de la peor manera posible.

Nada me hacía más feliz que bajar a la plaza a jugar. Mi madre no compartía ese gozo y se enfurruñaba por que saliera a la calle “como perro sin amo”, repetía. Yo me escapaba en las tardes de verano aburridas hasta la náusea y me juntaba con otras niñas como yo, anhelantes de alguna emoción que desplazase el tedio impuesto. Así que las emociones las inventábamos entre nosotras jugando a jugarnos el tipo haciendo equilibrios inestables y colgándonos como murciélagos de unos “juegos infantiles” hechos de hierro con mucha propensión a la roña.

Los chavales acudían encantados a vernos “las fotos” y de paso escupirnos desde lejos a ver quién daba en el blanco. Nosotras chillábamos y les tirábamos puñados de la arena poco higiénica en que estaban clavados los balancines, columpios y “hierros”. Cuando ellos se aburrían de “hacernos caso” se iban a dar patadas por ahí a algún balón o a las piedras de las calles, tanto daba.

Nosotras jugábamos a lo nuestro: a saltar a la goma, a tabas, a cromos y al brilé, que era un juego que me fascinaba porque había movimiento, carreras, posibilidad de chillar y soltar la energía que, si volvía con ella a casa, tenía que reprimir por miedo a infringir las severas normas de silencio que imperaban en el claustro familiar. Lo llamo así porque crecí bajo la férula de una madre “de salud delicada”, aunque no supiera el significado hasta que me hice algo mayor. Paradójicamente la que más gritaba era ella misma, supongo que harta de reprimirse (ella no bajaba nunca a la plaza) ya que cohabitábamos en un piso seis mujeres y un hombre cada uno intentando saber cuál era su lugar en la vida: menuda lucha.

Para compensar mi tendencia natural al zascandileo me llevaron a un colegio de monjas, al “Bartolo”, así llamado porque estaba situado en el cerro de San Bartolomé, donde me obligaron a aprender de memoria la lista de peligros a los que estaba expuesta si no me reciclaba en algo parecido a una niña “como Dios manda”. O quizás fuera al revés, que me escapaba de casa para equilibrar la balanza de la educación monjil y la familiar estrictamente religiosa con un poco de aire fresco. Al final, mis padres tiraron por la calle del medio y me metieron interna en un colegio de la Compañía de María en un pueblo del Alto Deva.

El sauce dividía la plaza en dos zonas claramente diferenciadas y la chavalería de un lado no se mezclaba con la del otro…en mi caso, por orden de la superioridad. Por supuesto que yo hacía de mi capa un sayo, pero mis amigas eran pacatas, muy temerosas de los zapatillazos maternos y los sordabirones paternos. A unas nos arreaban más que a otras –supongo que en función de la infelicidad parental-, pero se nos pasaban pronto las lágrimas sin saber que estábamos trabajando el sedimento de futuros traumas.

La plaza tenía vida propia o acaso era la que le regalábamos quienes en ella gastábamos horas y días inventando un lugar feliz entre columnas de cemento, paredes de ladrillo, con árboles raquíticos, sin plantas ni flores, con cuatro bancos cutres y un sauce en el medio.

En aquella plaza viví mi primer amor sin enterarme de nada; un chaval de doce años me machacaba desde lejos –demasiado lejos como para agarrarle- lanzándome bolas de papel masticado con un tirachinas. Mis amigas decían que era porque “se gustaba de mí”. Al cabo de los años entendí el sistema utilizado y ya no acepté esas “declaraciones de amor”.

Paseando ayer por la plaza del Sauce no sentí ni nostalgia ni tan siquiera un temblor ligero en los aledaños del corazón. Aquel lugar cumplió su cometido mostrándome los retoños de los humanos que más adelante seríamos; ninguna amistad he conservado de aquellos años, no recuerdo a nadie y nadie me recordará a mí. La plaza, sin embargo, sigue albergando las historias de otros niños a los que ayer vi jugar contentos en un entorno limpio y homologado por la UE. Pero no jugaban solos como lo hicimos nosotros sino con sus preceptivos “guardaespaldas”. Cómo ha cambiado todo…

Felices los felices.

LaAlquimista

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