miércoles, 11 de noviembre de 2020

Sacrificios

 

Sacrificios

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Tengo que confesar que me he tenido que “sacrificar” en  situaciones contadas con los dedos a lo largo de los lustros consumidos; y no lo digo para ponerme medallas sino con la humildad de quien sabe que le han dado un premio equivocado. No me apunté al cuento de amargura que escribían algunas mujeres jóvenes de mi quinta que, por haber sido madres, se creían abocadas a un continuo sacrificio. A mí me parecían más “gajes del oficio” que penosos esfuerzos. Si acaso, cuando mi perrillo Elur comenzó su declive imparable, por estar a su lado hasta el final, “sacrifiqué” un viaje sabrosón,  pero fue por lealtad debida y amor, así que tampoco cuenta.

El concepto de “sacrificio” es un ramalazo religioso de la cultura costumbrista que nos cayó encima a los que nacimos a mediados del siglo pasado, que venía “de serie” en el pack femenino llegando a ser una especie de medalla de bronce que debíamos ganar en plena lucha contra nosotras mismas. Aflojábamos en el sprint final para que llegaran descansados a la meta aquellos que tenían reservada la medalla de oro y la de plata: cónyuge, descendientes y ascendientes, por ese orden.

Ahora pintan bastos. Las cosas ya no son como eran, sino mucho peores y las campanas que llaman al sacrificio comunitario repican sin cesar desde hace meses aunque la mayoría hagamos oídos sordos a ese requerimiento. “Que se sacrifiquen los demás, faltaría más” – pensamos poniendo cara de póker mientras vaciamos los estantes de la sección gourmet del súper.

Queríamos seguir yendo a bares y restaurantes porque pensábamos que es un sacrificio absurdo privarse de algo que ayuda a sobrevivir psicológicamente  y además lo justificábamos en aras de la economía de la hostelería. Cero dejación de derechos hasta que llegó el edicto fatal e impuso el sacrificio comunitario.

Como seguir yendo al cine, a comprar ropa nueva, de escapada de fin de semana  –después de haber disfrutado cumplidamente las vacaciones reglamentarias de verano- y a casa de los amigos a celebrar cumpleaños, aniversarios y cumpleaños de los hijos y/o nietos. Con la excusa de “burbujas”, “convivientes” o “reuniones de menos de seis personas” y “sitios ventilados”. Hasta que se ha impuesto un nuevo Mandamiento y ya no se puede “viajar” más que dando la vuelta a la manzana. Solo o en compañía de otros que compartan el baño contigo.

Pues muy bien. Aquí estamos ahora, discutiendo que si a las once o a las diez (de la noche) –cuando las tres cuartas partes de la población está a las nueve cenando en sus casas-; que si está bien o muy bien que sigan viniendo turistas extranjeros a nuestras islas soleadas, que si mejor la Universidad cerrada y los estudiantes todo el día dando vueltas por ahí sin saber muy bien qué hacer. Parecemos pollos sin cabeza alborotando el gallinero mientras el gallo sigue mirando hacia otro lado como si la cosa no fuera con él.

Antes de llevar a cabo el más mínimo sacrificio personal miramos por encima del hombro del vecino a ver qué está haciendo él. Y nos dejamos arrastrar por la riada social que a veces marca un buen camino y otras, las más, se desmarca de lo que supondría el beneficio común. Condición humana –dirán algunos-, o ignorancia individual, que en este país el más tonto hace aviones.

Los que no somos “convivientes” tenemos muchísimo menos sacrificio en perspectiva; los que no estamos “familiarizados” –de tener familia cerca- ya tenemos amortizado el sacrificio de la aceptación de mascar arena en el desierto de la soledad. No abrazar a hijos y nietos es el pan nuestro de cada día y, como a la fuerza ahorcan, las ausencias se transforman en callos que se liman de vez en cuando y ya. “Cada familia infeliz lo es a su manera”, ya lo dejó dicho el gran Tolstoi.

Habrá que volver a actualizar la cultura del sacrificio, aquella que pasó de moda cuando nuestras madres dieron un puñetazo encima de la mesa de la cocina a la hora de la cena. No sé cómo lo haríamos, de verdad.

Felices los felices.

LaAlquimista

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*** Banksy 2020 (Súper héroes de hoy)

 

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