miércoles, 29 de abril de 2015

¿Qué demonios es eso de "feminazi"?



Conozco a un hombre que las ha pasado canutas en su separación matrimonial. Con dos hijos de por medio, parece ser que ha tenido que batallar como un condenado en todos los frentes para conseguir hacer valer sus derechos como padre separado. Él siempre habla de las “feminazis”, aludiendo a una “ideología imperante” y yo me revuelvo ante el vocablo puesto que me parece asquerosamente peyorativo si es que intenta incluir en su contexto también a la mujer normal y corriente.

Así que me pongo a investigar un poco y encuentro que el vocablo es la mezcla de “feminista” y “nazi”, obviamente. Es decir, una forma de etiquetar a aquella mujer que tiene un comportamiento extremo y radical tanto en sus tesis feministas como en sus tesis nazis.

Aquí ya encuentro la tontería patente: el nazismo persiguió y condenó el feminismo alemán de una forma atroz, encarcelando a sus mayores defensoras. (Ver la historia, leer la historia). Hitler decretó que el aborto era un “crimen contra el estado” chocando frontalmente con las tesis feministas. La verdad es que no quiero extenderme más dando referencias que cualquiera puede encontrar en Internet (tan sólo hace falta saber inglés o alemán puesto que el tema no está abundantemente traducido a nuestro idioma).

El caso es que es muy fácil inventarse nuevas palabras y lanzarlas a los cuatro vientos como si fueran confetis. El “inventor” de la palabreja fue un locutor de radio llamado Rush Limbaugh quien, en 1990 lo utilizó para definir a las “feministas militantes extremas”. Es una palabra detonante; detonante porque nos explota en la cara a las mujeres que no somos ni feministas ni nazis (faltaría más) y que está siendo utilizada en abundancia –por colectivos masculinos mayormente- para etiquetar a aquellas mujeres que, en contenciosos de separación o divorcio con hijos de por medio, utilizan argumentos extremos, denuncias falsas, maltrato psicológico e incluso físico contra el hombre con el fin de obtener mejores condiciones económicas o quedarse con la custodia de los hijos en detrimento del padre, dando carta de naturaleza a toda una “ideología feminazi” alrededor de este comportamiento.

Es un término despectivo, criminalizante incluso, que me chirría cada vez que lo escucho o lo leo por ahí. También dicen –quienes lo utilizan- que esas “feminazis” son las responsables de miles de suicidios de hombre –esposos o padres- desesperados por haber sido arrojados a la calle o privados de sus hijos en un contencioso de divorcio o separación. Me envían información de que son MILES los hombres que han puesto fin a su vida: …” denuncias falsas, el síndrome de alienación parental, la exclusión social y el despilfarro de dinero publico magnificando unos datos orwellianos cada vez que hay una victima femenina. Datos del pensamiento único y lo políticamente correcto, pero mas falsos que Judas. Estamos en un mundo de ideología FEMINAZI donde 8.000 suicidios de hombres en exclusión social por procesos de divorcio no valen lo mismo que 43 victimas de violencia de género.”

¿Es esto cierto? ¿Se nos están ocultando las cifras de los hombres que se suicidan inducidos –de alguna manera- por estas “feminazis”?

¿Es la sociedad actual “feminazi”, favorecedora de la mujer en detrimento del hombre en situaciones de injusticia legal? ¿Puede la injusticia ser legal si la Ley es injusta?

La eterna pelea entre el hombre y la mujer –enfrentados a la debacle matrimonial- y donde jueces, leyes y costumbres hacen que haya víctimas y verdugos con posiciones muy difíciles de esclarecer y definir.

En este tema –como en tantos otros- cada uno contará la feria según le va en ella y este amigo mío –a quien valoro y respeto y ofrezco mi cariño- le ha tocado sufrir de una manera injusta y kafkiana. También a mí, en mis procesos de divorcio (año 1984 y año 1995) se me aplicó la Ley que estaba vigente en su día, lo que supuso menoscabo de mis derechos e intereses con respecto a la parte contraria –el hombre- que se llevó la parte del león porque así lo permitía la “interpretación” de la legislación en su momento. Las “triquiñuelas legales” siempre han estado ahí, de hecho, el conocimiento exhaustivo de la jurisprudencia –e incluso sentar una nueva- es lo que hace a los abogados que, en un momento dado, puedan llegar a ser “pequeños dioses” para decidir sobre el destino humano.

Los tiempos cambian, el ser humano evoluciona al ritmo de sus Leyes - o quizás sean más correcto decir que son las Leyes las que evolucionan al compás del ser humano- y en cualquier caso nunca estaremos todos conformes porque siempre habrá damnificados y víctimas. Eso por no hablar de los hijos que quedan en la mitad del campo de batalla.

Lo que importa para mí, y léase aquí, mi más profundo rechazo y firme protesta al uso y aceptación de la palabra “feminazi”. Me parece deleznable y terriblemente injusta. Porque ya puestos, lo mismo a alguien con mala intención se le ocurre inventar una palabra “portmanteau” con los vocablos “masculino” y “fascista” y acabamos de liarla.

En fin.

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martes, 28 de abril de 2015

La autoestima y los implantes mamarios

 

Salo hace un tiempo a los medios el escándalo del fabricante francés P.I.P. que vendía implantes de silicona de baja calidad a bajo precio con posibilidades más que certeras de “autodestruirse” y arrastrar consigo la salud de la paciente que las lleve en su seno. (Me ha salido la ironía sin querer, lo juro). El ministerio de la Salud francés se ofreció a retirar las prótesis de esta marca y sustituirlas por otras no dañinas corriendo los gastos de hospitalización y nueva reconstrucción mamaria a cargo de las arcas del Estado. Como tiene que ser, faltaría más. El Estado es el último Responsable de lo que autoriza, de aquello para lo que da licencias, de todo por lo que cobra impuestos; que sea capaz o no de gestionarlo bien, controlarlo y regularlo es obligación suya, que para eso están los Ministerios y sus Ministros.
 
Hasta aquí vamos bien. Una noticia más con su morbo añadido y su polémica servida. Y al leerla, muy poca gente cae en la cuenta de que estamos hablando de miles y miles de mujeres que han tenido que implantar en su cuerpo un asqueroso trozo de silicona en forma de prótesis mamaria porque han padecido un CANCER de seno que a ello les ha obligado. Que parece que hablamos de modelos, actrices, faranduleras y culibobas en general que se hacen una “escultura pectoral” a medida porque forma parte de su trabajo y no les queda otro remedio. Que tampoco hablamos de esos miles de mujeres normales y corrientes que sufren complejos por tener los pechos pequeños y a las que la sociedad (en forma de un compañero intransigente y nada respetuoso) les empuja a “abrirse el pecho” –literalmente- para poder equilibrar su autoestima y dar gusto –visual y táctil- a los demás y sentirse mejor, más felices y más seguras ante la vida.

Porque no todas las mujeres que llevan un implante mamario lo llevan “por necesidades del guión”, es decir, como consecuencia de una horrible y traumática mastectomía que socava, sin lugar a dudas, cualquier moral, cualquier autoestima, cualquier gana por vivir que pueda quedar después de ello. Son muchas más las mujeres que han recurrido voluntariamente a la cirugía para “verse más guapas” que las que han arrastrado su cuerpo por mesas de operaciones intentando salvar la vida, sencillamente. Y no me parece justo. No me parece justo que la sociedad eleve a la categoría de culto los pechos de las mujeres, instándolas –subliminal o directamente- a creerse “menos” o “más” en función de la talla del sujetador.

Reían algunos (y algunas) en mis años adolescentes con chistes del tipo “campeona de natación: nada por delante, nada por detrás”. Se hicieron habituales –entre adolescentes estúpidos que luego serían adultos estúpidos también- las frases “más vale tener que desear” y “más lisa que una tabla de planchar” y las altas y delgadas no teníamos con qué competir frente a las bajitas y rechonchas como no fuera una natural inteligencia, una desbordante simpatía y nos quedábamos en la lapidaria frase de: “la suerte de la fea la guapa la desea”, entendiéndose por “fea” la que tenía las tetas más pequeñas, faltaría más.


Pero de aquellos polvos –no literales- vinieron estos lodos y ahora resulta que se habla de las prótesis mamarias como si fueran zapatos para no ir descalzas, como si aquellas mujeres que no fueron capaces –que no lo son todavía- de mantener su autoestima al nivel del mar, creyendo que serían mejor aceptadas por el hombre, por el espejo, por la sociedad y por ellas mismas si tenían una talla 110, fueran a pasar por la vida “de rositas” frente a todas aquellas que han sufrido una amputación traumática y la prótesis forma parte del mínimo paliativo necesario para volver a recuperar la sonrisa.

Porque el escándalo no viene únicamente del abuso y negocio del fabricante P.I.P. vendiendo porquería a cuatro euros (o cuatrocientos) sino que lo que se cuestiona es si la Seguridad Social tiene que correr con los gastos de arreglar el entuerto en las mujeres afectadas. Pues faltaría más, pues claro que sí, incluso para las que pasaron por el quirófano por cuestión puramente estética, que de estos desaguisados –y de muchos otros- somos responsables civiles subsidiarios todos sin excepción. Por la parte que nos toca o nos pueda tocar en el futuro. Y al que le vuelva oir lo de “ante la duda, la más tetuda” me lo como crudo por imbécil y desconsiderado.

En fin.

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domingo, 26 de abril de 2015

Se me cae la cama encima

 

No, el título no es una errata digital –de mis dedos-, no, no he tecleado la “m” en vez de la “s”, es la cama la que me pesa desde el canapé hasta el relleno nórdico, pasando por los sueños que habitan debajo de la almohada y los reflejos de la bombilla que me provee de luz para leer. Llevo ya un mes entero durmiendo en la misma cama y me ha surgido la inquietud al filo del amanecer, propiciada quizás por una granizada violenta que nos ha sobresaltado –a Elur y a mí- cada uno a un lado de la puerta. Él queriendo entrar y yo queriendo salir…

Me vuelve el espíritu nómada a susurrar al oído y me alienta las ganas de respirar otro aire; soy fuerza dentro de mi piel, energía desde la punta del último cabello, ilusión que vuela desde el corazón hasta las manos que teclean, acarician, cocinan con amor. Llevo treinta días esperando a que se abra la última orquídea de mi cumpleaños, treinta días enteros retando a la vida cada mañana cuando ha hecho falta –durante la enfermedad y convalecencia de mi perro Elur-, treinta noches y dos lunas llenas que pesan como las piedras.

A pesar del tiempo inestable de la primavera tengo ganas de ponerme al volante de mi coche rojo y partir a darme una vuelta por la vida que bulle al otro lado de mi ventana, fuera de estas paredes acogedoras que me protegen del desatino circundante. Desatino, bonita palabra que significa “locura, despropósito o error” y a la que algunas personas que todavía están en mi órbita dan carta de naturaleza con sus acciones. ¿Qué tendrá que ver conmigo todo lo que cuentan, lo que callan y lo que hablan, lo que inventan y lo que maquinan?

Casi todos estamos “atados” por cuerdas invisibles –pero resistentes al paso de los años- a afectos espurios que no han podido superar la famosa “prueba del algodón”, esas relaciones que presentan una superficie pulida y brillante, pero tras las que se ocultan las asperezas del rencor y la inquina. ¿Qué otra cosa podemos hacer –como me decía mi buen terapeuta- sino alejarnos de ellas lo máximo posible?

Ah… ¿no he contado nunca en este blog que estuve acudiendo a terapia durante casi un año en un tiempo lejano a este tiempo presente? Bueno, pues lo digo ahora. Si cuando el coche hace ruidos lo llevamos al taller, cuando la mente emite pitidos y chirridos también hay que hacerle una revisión de urgencia antes de que la solución tenga que estar en manos de neurólogos o psiquiatras. Un buen psicólogo es una joya; uno malo te puede llevar a la ruina (emocional y económica).

Me voy de la ciudad amada a la naturaleza más amada todavía. Me voy adonde no llega la envidia ni la rabia. Como una huida inteligente y necesaria para librarme del tsunami emocional que se avecina. Aquí dejo, protegidas en su capullo inviolable, a las personas que no me quieren bien. Hay que saber renunciar incluso a ciertos afectos que creíamos para siempre… o alejarnos de ellos como medida prudencial en evitación de males mayores que, por desgracia y casi siempre, va a sufrir quien esté ahí en medio del campo de batalla.

Maravillosa libertad que me permite desaparecer del mapa durante los días que necesito para reforzar mis tesis, airear mi mente y dejar que mi espíritu fluya sin opresiones ni ningún tipo de –predecible- chantaje emocional.

Seguramente que mis palabras resonarán en algunas personas como algo conocido, un déjà vu que es tan común al ser humano, pero creo que hay que ser valiente y decirlo claramente: “me voy porque lo necesito, me voy porque busco aire limpio y gestos amables, me voy porque adonde me llevan mis pasos me espera el cariño sincero de quienes forman parte de mi vida afectiva.”

Ya siento abandonar el “campo de batalla”; pero la primera sorprendida en no querer seguir participando en ninguna lucha soy yo. Será que los años me están dando la posibilidad de contemplar la vida de una manera más “pacífica” o de demostrarme que no vale la pena ninguna guerra, que las victorias pírricas duelen casi tanto como un jaque mate emocional. Antes enrocaba mi rey y dejaba la partida en tablas; mucho antes me despellejaba el alma buscando el triunfo. Entre aquel tiempo en el que no sabía nada y éste de ahora en que sé menos todavía hay una importante diferencia: ya no me siento a jugar.

Felices vacaciones para quienes las disfruten en lugares hermosos; felices días también para quienes permanezcan con sus seres queridos. Lo importante no es el dónde, sino el con quién… Ah, y este post NO es para que me deseéis feliz viaje sino para que cada quien se plantee el suyo…por si le hace falta.

En fin.

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martes, 21 de abril de 2015

Avaros, tacaños y rácanos




Siempre me he preguntado dónde reside el impulso que a una persona le hace ser generosa y a otra le impide serlo absolutamente. Se podrá decir que es algo educacional, que quien lo ha mamado lo reproduce, pero también hay muchísimos casos en los que el ejemplo recibido no tiene nada que ver con la disposición natural a disfrutar de los bienes o enterrarlos bajo tierra.

Hay quien sufre gastando y eso está más allá de cualquier entendimiento; el avaro lo es por naturaleza y poco más hay que añadir. Allá él y sus miserias que también encuentran su disfrute a la luz de una vela en un cuarto oscuro contando monedas roñosas.



Luego están los tacaños en general; esa especie que mira el céntimo –o el chocolate del loro- a la hora de hacer cualquier gasto, pero que no son personas con economías escasas, sino normales e incluso holgadas. (Ser pobre y tacaño ya tiene que ser la repera). Siempre compran lo más barato, aunque para ello tengan que gastar en gasolina yendo al quinto pino a por la oferta del mes; lo más barato que no siempre es lo mejor, pero con lo que consiguen un disfrute que quieren compartirnos con una especie de “superioridad”, como diciendo, “mira qué listo soy yo y que tonto eres tú que no sabes comprar bien y barato”. Es esa gente que decide para los restos que la merluza congelada es igual o mejor que la merluza fresca, que el vino del año (de cualquier año) está igual de bueno que los crianzas DO, que se pasa igual de bien en el pueblo “de gratis” que en un crucero o que –esto es lo peor- que las flores de tela hacen el mismo efecto que las naturales.

No se te ocurra llamarles tacaños, hasta ahí podríamos llegar, cuando les ves pedir una pizza para dos y agua del grifo o llevar a la oficina un bizcocho de polvos hecho en casa para celebrar el cumpleaños. Ni cuando te invitan a la barbacoa en su jardín y siempre toca cerdo a cambio de las chuletas que tú pusiste la última vez o llegan las navidades y traen regalos en paquetes caseros con objetos que vete a saber tú de dónde han sacado, pero de una tienda, no, desde luego.



Pero los que rizan el rizo son los rácanos (también llamados ratas). Son esos a los que se les queda enganchada la mano en el bolsillo cuando les toca pagar la ronda –si no se han marchado antes con prisas -; los que nunca te invitan a cenar a su casa aunque de buen grado vayan a la tuya pero con las manos vacías y una disculpa de “no sabía qué traer”. Los que hacen sopa de pescado con cualquier tipo de sobras, los que guardan los papeles de regalo por si los pueden volver a usar, los que rellenan la botella de Chivas que les regalaron una vez con güisqui del barato del que viene en la cesta de la empresa (cuando había cestas de empresa); quienes tienen el frigorífico lleno de restos de comida que comerán haciendo de tripas corazón “porque aquí no se tira nada”. (Este papel casi siempre reservado a la madre de familia)

¿Me olvido de alguien? Ah, sí, de los que nunca llevan a sus hijos al cine, ni a merendar por ahí, ni les compran un huevokinder, porque antes no han invitado a su pareja a un baile, a un restaurante, ni le han regalado jamás flores o una colonia con olor a tabaco. Los que compran toallas nuevas (de oferta) y las guardan sin estrenar en el armario, los que cogen un mueble “en perfecto estado” de las basuras y lo enseñan a las visitas, (a las que nunca ofrecen nada), los que tienen un trastero o un garaje lleno de restos de mil naufragios (por si acaso) y que no tiran ni los aparatos que han dejado de funcionar.

De la gente generosa no hace falta hablar; ellos brillan con luz propia.

En fin.


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domingo, 19 de abril de 2015

Nunca es tarde para cambiar


 
 
Nunca es tarde para cambiar; ni siquiera aunque estemos convencidos de que es inútil intentarlo.

 !Qué bien nos han domesticado y cómo lo hemos aceptado! Desde nuestra más tierna infancia, padres, maestros y educadores nos han ido mostrando el camino con sus piedras, cada una de ellas con el letrerito correspondiente a: pecado, prohibido, culpa, malo. Y un árbol con frutos difíciles de alcanzar: esfuerzo, deber, obligación, bondad. Entre ellos, la barrera infranqueable  e ineludible del premio y el castigo. Un planteamiento simplista pero altamente efectivo, prueba de ello es que empezó a funcionar bien hace más de dos mil años y todavía siguen publicándose las mismas ediciones de ese libro del “bien y del mal” con el que nos enseñaron a comportarnos como “ellos” consideraban correcto.

Des-aprender lecciones profundamente enraizadas en el fondo de nuestro cerebro no es tarea fácil; un arduo trabajo para el que haría falta más de un hierro candente y más de dos amenazas de excomunión. Tan difícil es que pocos valientes se atreven a emprender la hazaña y de esa manera, el orden estatuido sigue en vigor y quienes mueven los hilos pueden dormir tranquilos sin lanzar soflamas que a ellos también les desgasta, por aquello de gastar energía en promover falacias  sabiendo en lo más profundo lo que son: puras mentiras enmascaradas.

 El juego de la domesticación del hombre adquiere su punto más álgido y retorcido cuando es el propio hombre el que ya es capaz por sí mismo, sin ayuda de nadie, de auto-domesticarse con éxito notorio. Se alcanza esta plenitud hacia el sexto mes de embarazo o cuando se paga el primer plazo de la segunda vivienda –o el segundo de la primera; no falla. A partir de ahí, todo va rodado, el ser humano ya no necesita de admoniciones ni de maestros que le marquen o recuerden el camino hacia la total y absoluta falta de libertad interior. De hecho, le importa bien poco o casi nada.

 Afortunadamente, en toda historia que se precie existen disidentes que cuestionan y se rebelan frente al orden establecido y como ya no hay hogueras reales donde consumir -o consumar-  la protesta, se va perdiendo (bien es verdad que muy poco a poco) el miedo atávico a separarse del rebaño, “dar la nota” o, simplemente, “cambiar”.

 Cambiar lo que nos aprieta el alma y nos impide respirar aunque sea con dolor. Cambiar de ideas, de principios (o de finales), de opinión o de forma de ver las cosas. Cambiar de país, porque la patria se lleva dentro, de trabajo, porque el dinero huele igual en todas partes, de amante, porque hay amores que matan y aquí hemos venido a vivir.

Cambiar de amigos, cambiar de aspecto, cambiar de dieta, cambiar de familia o de credo, cambiar la playa por la montaña, lo negro por lo verde, los gritos por el silencio, el sentimiento trágico de la vida por una risueña y no tan quimérica intención de cambiar.

 Porque nunca es tarde para cambiar; ni siquiera aunque estemos convencidos de que es inútil intentarlo.

 En fin.

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jueves, 16 de abril de 2015

Buscar el amor por Internet


 

Me enviaron hace tiempo una invitación para poder acceder gratuitamente a una página de contactos on line, esas “celestinas cibernéticas” que por un eximio estipendio garantizan de por vida la solución a la soledad que emana de lo más profundo de la esencia del ser humano, esas bases de datos llenas de gente joven y guapa que busca pareja porque no la encuentra en su cotidianeidad discotequera, perfiles que no desmerecerían en un casting para anunciar colonias en la época navideña, hombres de diseño y mujeres de fotoshop, todos sonrientes, invitando al incauto o incauta cincuenteañero a depositar lo que queda de sus ilusiones en la falacia tan extendida de que el buen vino con los años mejora cuando todos saben que lo más habitual –y lógico por otra parte- es que se avinagre.

Piqué y entré, porque me ofrecían la cueva de AliBaba y no se veía a los ladrones por ningún lado, y porque era una oferta irresistible: por 1€ (sí, por esa moneda con la que ya casi no se puede comprar una barra de pan) me ofrecían una semana de navegación intercontinental para detectar -perseguir y/o acosar- al hombre de mis sueños que seguramente estaría también –como un loco silencioso, su soledad disimulada- buscándome a mí, aunque fuera en las antípodas, eso es lo de menos, el amor no tiene fronteras con el skype y nos creemos que realmente no hay fronteras cuando sí que las hay y si no que se lo pregunten a los que arriban por las noches, mojados y desesperados, a nuestras costas sureñas.

Entré a fisgar y con el escepticismo a flor de piel, pero entré. Reduje mi búsqueda a varones de entre 50-60 años, con foto, no fumadores y con estudios universitarios. En un entorno de cien kilómetros a la redonda por aquello de no pisar terrenos demasiado desconocidos. El catálogo de lo expuesto era, literalmente, inconmensurable. Es decir, que había páginas y páginas –cada una con casi treinta perfiles- de supuestos candidatos/buscadores/zahoríes de su media naranja o su compañera del alma. Pensé –y pensé bien- que no todos los perfiles podían ser reales, que era IMPOSIBLE que hubiera TANTOS hombres de entre 50 y 60 años deseosos de entablar relaciones tan cerca de mi casa, cualquier tipo de relación, desde la aventura de una noche por el método del “aquí te pillo, aquí te mato”, hasta el soltero recalcitrante que por fin ha decidido sentar la cabeza y encontrar a alguien que le sirva de criada para todo, pasando por el divorciado o viudo que no se adapta a la soledad de la plancha o la aspiradora.

Acompañaban los perfiles de estos “caballeros” fotografías de ciudadanos que aparentaban entre 60 y 70 años como mínimo, exentas de técnicas de photoshop por lo rudimentario de las instantáneas, con fondos de armarios de cocina o cuadros de salón con ciervo perseguido por la jauría de perros en cromática barbarie.

Fotos de gente que aseguraban ser “amigos de sus amigos”, frase que siempre me ha chirriado muchísimo, -lo extraño sería que dijeran que no fueran amigos de quienes se consideraban como tales-, gente tranquila a la que le gustan los viajes exóticos, gente tímida a la que le encanta salir a bailar o, lo más común, hombres “cultos” cuyas preferencias de ocio se cifran en la televisión y salidas al restaurante con amigos. Románticos casi todos, porque seguramente saben o sospechan que es el romanticismo cualidad importante para la mujer a la hora de decidirse a elegir pareja aunque el hombre que prometa tal romanticismo lo circunscriba a pasar el brazo por el hombro cuando se da un paseo por los escaparates de la ciudad un sábado por la tarde antes de regresar al hogar a cenar –lo que haya preparado la mujer, cualquier cosa, lo que tú prefieras- mirando la tele hasta que el bostezo o el hartazgo, acaso la náusea los catapulte a ambos hacia el tálamo y quien sabe, quizás esta noche toque o para qué si ya a estas alturas lo que importa es la compañía, no sentirse solos, creer que ya hemos hallado la felicidad que se nos quebró por el camino con una compañera, con un compañero que nos acompañará en taxi a urgencias cuando haga falta, que lo hará.

Me leí casi doscientos anuncios, descripciones físicas y de sueños no realizados, declaraciones de intenciones honestísimas y promesas de amor eterno siempre y cuando la elegida lo mereciera, mujeres sin cargas familiares a ser posible, abstenerse las que no tengan independencia económica, abanico de edad deseada en su hipotética pareja por el hombre de 50-60 años, de 30 a 40 como mucho, algunos incluso se acercan al límite de los 50, pero que sea MUY femenina, atractiva aunque no sea guapa, picarona aunque no llegue a sexy, coqueta en su justa medida, que sepa valorar lo que ofrece la madurez del hombre a la siempre postergada madurez de la mujer…

Algunas fotos me gustaron, hombres “interesantes” de 60 años que buscaban una mujer de hasta 45 o profesionales licenciados superiores que tan sólo querían una mujer para amistad y lo que surja, no importa sin estudios, total para qué, supongo que en la cama no iban a hablar de filosofía con el cigarrito de después…Ah y el tabaco, los fumadores con fumadoras y los no fumadores dispuestos a lo que sea con tal de no seguir solos o de amortizar la cuota pagada, siempre creyendo que ellos habrán pagado más del euro que pagué yo por pasearme por el ciberespacio romántico y comprobar que ninguno de esos hombres estaba a mi alcance porque no entro en la franja de edad que ellos quieren.

Así que cambié mis datos de búsqueda y pasé a un rango de hombres de entre 60-75 años. ¡Bingo! Mi oportunidad se presentó como por arte de magia al descubrir que esos caballeros de edad más que provecta SÍ que estarían dispuestos a acceder a conocer a una mujer diez o quince años más joven que ellos, es decir, donde me sitúa para desdicha mía mi fecha de nacimiento, allá por los 50 del pasado siglo, una chavalita para ellos, jubilados con nietos y con apartamento en la Manga del Mar Menor con espíritu joven a pesar de los estragos producidos por el tiempo en su fotografía…y en su biografía.

Recibí muchos “flechazos” y unos pocos e-mails que me dejaron con la moral por los suelos porque en mi descripción puse cosas verdaderas y ciertas, siempre y cuando mis certezas y mis verdades tengan algo que ver con lo que el lector entienda como algo que le sea cercano y me describí como racionalista y amante de la cultura y ahí me dijeron que a ver qué me creía yo para andar poniendo el listón tan alto a mi edad, que por muy inteligente que me crea los cincuenta ya no los cumplo y que hay que dejar paso a la juventud que es la que viene pisando fuerte, como supongo yo pedí paso cuando tuve veinte años y como supongo que yo pisé fuerte hasta los treinta o los cuarenta, pero no recuerdo haber pisado a nadie ni apartado de mi camino a otro ser humano solamente por ser joven y guapa cuando lo era o creía que lo era, porque ahora ya ni lo creo ni lo soy.

Y descubrí que los señores que hubieran estado dispuestos a “darme una oportunidad”, caballeretes de cincuenta y cinco años declarados y que parecían tener diez más como mínimo, confesaban, al final siempre se confiesan las propias mentiras porque si no nos las descubren y a la vergüenza de la mendacidad hay que añadir la de la estupidez, confesaban haber falseado las fechas porque total, todo el mundo lo hace y sobre todo las mujeres que no hay una en el mundo que quiera -sin obtener nada a cambio- decir cuál es su edad verdadera, la del registro civil, esa que nos acompaña en silencio durante toda la vida y que se desvela en el momento final, ahí cuando se inscribe en el mismo registro que ya no vas a cumplir ningún año más porque ya los has gastado todos o desperdiciado, que muchas veces no está muy clara la línea que separa lo uno de lo otro.

Me he acordado ahora de esta experiencia pretérita cuando me he mirado esta mañana al espejo y he descubierto que tengo que volver a la peluquería a cubrirme las cuatro o cuatrocientas canas que tengo, no como adorno que eso es privilegio de los hombres, sino como fieles testigos de que, afortunadamente, todavía tengo ganas de ir a la peluquería a teñírmelas. Que no es poco.

En fin.

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martes, 14 de abril de 2015

La soledad "también" era esto



 
Esta es una historia vulgar y corriente y que relato aquí porque igual nos atañe a todos o a casi todos y para la que me han dado permiso para contarla siempre y cuando consiga que no se identifique a los protagonistas, que nadie logre averiguar filiaciones o coordenadas por mucho interés que se ponga en el asunto porque puedo actuar de narradora omnisciente y situar la escena donde quiera y eligiendo el tiempo que quiera, bien sea presente, pasado o incluso un futuro más que probable o predecible.

Tenemos a un matrimonio que ronda los cincuenta años –él un poco más, ella un poco menos, siempre una pequeña diferencia a favor del hombre para que se sienta más seguro, a quién le gusta que su mujer le saque años, con lo mal visto que está socialmente, aunque la mujer farde con las amigas y con las enemigas de tener un marido más joven y ellas (las amigas o enemigas) sospechen o inventen la sospecha de que seguro que se la estará pegando con otra más joven, a ver si no- y que llevan juntos desde toda la vida. Ella fue su primera novia (oficial) y para ella fue el primer novio de verdad. Cuando él estaba en la mili, en uno de los permisos, tuvo a bien dejarla embarazada, más por las prisas que por ignorancia, las premuras del bajo vientre llamado amor no son soslayables y para qué vamos a echarle la culpa a él cuando es ella la que también se ha sometido a esa misma urgencia, que le llamaban amor pero que en realidad eran ganas contenidas, a estas alturas ya importa poco, la verdad, así que tuvo que jurar bandera delante del cura a toda prisa. Se querían y eso lo recuerdan ambos o por lo menos están de acuerdo en no discutir acerca de ello.

El guión de su vida en común es tan común que ni siquiera se le puede llamar guión, por lo predecible y conocido, es como si hubieran ido a proveerse de él –de su guión vital- a una tienda de “guiones”. “Familia típica feliz con hijos”, “familia típica feliz sin hijos”. Con variantes de apartamento en el Mediterráneo o casita restaurada en los Pirineos.  Dos hijos seguidos y el tercero “que se escapó” con diez años casi de diferencia del segundo. Trabajando ambos cónyuges, los abuelos echaron una mano en lo que pudieron y hoy en día, treinta años después, ya abuelos ellos mismos y con el hijo pequeño todavía en casa buscando trabajo, se muestran manifiestamente rencorosos el uno con el otro.

Yo soy más amiga de él porque compartimos experiencias laborales durante bastantes años y el sufrir a sueldo une mucho; aunque ella me cae bien, -más que nada porque es tan sosa que no puede caer mal a casi nadie- no pasa la relación de lo que compartimos en algunas cenas con amigos–a las que yo antes asistía con mi pareja y ahora ya no voy porque no la tengo y no me invitan, lo que ha conseguido que haya aumentado considerablemente la calidad de mis planes de los sábados por la noche. Quiero decir que con él me sigo viendo para tomar algo de vez en cuando y con ella sólo intercambiamos cuatro frases trilladas si acaso nos encontramos  fortuitamente en la calle, lo que suele ocurrir muy ocasionalmente para tranquilidad –supongo- de ambas.

Con él estuve comiendo un día de la semana pasada, a espaldas de ella que no considera “apropiado” que su marido quede a comer con una vieja colega que además “está cada día más pirada contando sus cosas en un blog”, para “ponernos al día” desde la última vez, que ya habían pasado varios meses y teníamos ganas de hacer unas risas juntos. ¿Risas? ¡Ojalá hubiera habido risas…! Pero enseguida me mostró cómo se encontraba –entre amigos qué sentido tiene el disimulo o la desconfianza- para evitar lo que realmente importa mejor quedarse en casa viendo la tele –lo digo por él que se ha convertido en un adicto.

“Me siento muy solo”, me dijo nada más deshacer el abrazo ritual con el que nos saludamos, abrazo con el que me fundo en mis amigos, no soporto literalmente esos dos besos dados al desgaire en cada mejilla, besos que lo mismo se dan a un desconocido que al amante que lo ha sido aunque ya no lo sea, mejor no tocarse en absoluto o darse la mano como personas civilizadas.

“Me siento muy solo”, repitió una vez que nos sentamos a la mesa del restaurante y elegido el tema de conversación –además del menú, que ya veía yo que iba a consistir en ensalada de tristezas ahumadas sobre base de lascas de nostalgia con reducción de ilusiones en su mínima expresión, seguida de solomillo bien pasado por todo lo que podía haber sido y no fue con acompañamiento de setas presuntamente venenosas, terminando por una mousse de amargura con frutos del bosque de la pasión inexistente ya.

Esas son las bromas entre nosotros, ironizar sobre lo trágico, rebuscar en los anales de nuestro humor tipo inglés para quitarle hierro –y todo tipo de metales fríos y duros- a la vida y acabar emborrachándonos con un buen Ribera para luego revolcarnos miserablemente entre las miasmas de todo lo que pudo haber sido y no fue al aroma de una buena ginebra seca con tónica de pocas burbujas. Una liturgia que no sirve para nada, que no arregla las cosas, pero a la que acudimos de vez en cuando como los cristianos a su fe de carboneros; sin cuestionarse nada.

Mi amigo se siente muy solo aunque duerme todas las noches en la misma cama de una mujer –“que todavía tiene ganas, hay que fastidiarse”-; se siente solo a pesar de los compañeros de trabajo con los que queda cada vez más con excusas variopintas; se siente solo con nietos y nueras que le parecen aburridos o demasiado ruidosos; solo con su hijo en casa que hace tanto ruido que es imposible ignorar la frustración que le embarga –al hijo por no poder independizarse, a los padres por no poder evitar el mudo reproche.

Mi amigo dice sentirse muy solo porque ha perdido la ilusión en la vida. Nada le mueve especialmente. Ni los logros profesionales –a los que todavía puede acceder aunque sea movido por la inercia de tantos años y cabalgando sobre el corcel de la experiencia del que cualquier día –eso teme- le descabalgue alguien más listo que él-, ni ninguna satisfacción familiar ya que ni fue cariñoso ni lo va a ser ahora, los nietos le molestan, hacen ruidos que no soporta, que los eduquen sus padres que para eso los han tenido –dice olvidando la ayuda que pidió y recibió para sus propios hijos-. Se le ponen los pelos de punta –los que le quedan que no son ni pocos ni muchos, pero que le sirven para poder coquetear en un imaginario entente con alguna mujer –camarera casi siempre- que le habla inclinándose hacia él, tan sólo de mirar el calendario y ver que se acercan fechas fatídicas, no aniversarios luctuosos ni pagos inaplazables, sino cuando se va acabando el tiempo feliz de salir de casa todas las mañanas y llegan las vacaciones. 
El verano, cuando le cierran la empresa por calendario laboral y tiene que pelear consigo mismo y con su mujer –la que no es ni nunca fue mi amiga del todo- para elegir el menos malo de los destinos de aquellos viajes con los que soñó y de los que ahora está harto –Turquía, Birmania, Vietnam, República Dominicana- y a los que le arrastra su mujer con otros matrimonios que también se sienten solos, pero que lo enmascaran de fiesta nocturna con otros que están tan solos como ellos.

Y yo le digo, a mi amigo y a la cara misma, que tiene mucho morro, que todo este atrezzo que está contándome es –me juego uno de mis meñiques- para soltarme la bomba a los postres de que ha conocido a una “chica”, con la que no ha pasado nada de nada porque él no quiere, porque él es un hombre fiel y siempre lo ha sido, pero con la que está fantaseando en sus horas libres que son tantas ahora que ya no se interesa ni por su familia ni por sí mismo ni por la cultura ni por la vida en general.

Todo este cuento chino tan humano y tan masculino o tan humano y tan femenino para escapar de la rutina, para dejar atrás el abatimiento de la comodidad, para que se le reavive la testosterona mental y se tiña las canas o se ponga a correr los domingos por la mañana y la conquiste a ella, a esa nueva ilusión que quizás sea la última o esa salvación de una vida llena de soledad que ahora y sólo ahora, con los cincuenta cumplidos se da cuenta que ha llevado.

En fin.

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domingo, 12 de abril de 2015

Mientras haya sexo hay esperanza


 

Todo aquel al que se le haya ido el amor por el desagüe sabe perfectamente que es verdad lo que voy a decir: que cuando una pareja va mal lo primero que falla es el sexo. Así, como suena, y que no me vengan con florituras.

Cuando el camino emprendido “de a dos” empieza a convertirse en sendero “de a uno” –o en autopista para tres- se mira a la otra persona bajo un prisma que distorsiona lo que hasta entonces había estado nítido y reluciente. Se enturbia la mirada y se desenfoca el objeto amado; ya nada es igual. Sutil modificación, anunciada en silencio como una mala noticia que pende cual espada damocliana sobre el corazón y su latir. Los besos ardientes que encendieron el fuego, el batir de fluidos sobre los cuerpos que naufragan, el calor de una locura de fusión más allá de toda lógica y de toda la poesía escrita desaparecen sin remisión de la noche a la mañana empujados por una palabra que anuncia la muerte del amor. Una palabra, una mirada, un silencio, un desprecio. Todo vuela en desorden.

La primera noche de esa debacle amatoria los cuerpos buscan una posición lejana entre sí en el campo de batalla que será a partir de ahora la cama. Será un lecho tan sólo para dormir con pesadillas procurando no rozarse, odiando literalmente el calor que emana del otro cuerpo, maldiciendo la hora en que se deseó a esa persona que, tristemente, ya no es deseable, ni amante, ni amada.

Quizás en mitad de la noche, aletargado el sentido común y despierto el sentido del tacto, se encuentren los cuerpos en un vaivén natural, recordado, aprendido y vuelvan a jugar el juego del amor que ya no lo es, sino simplemente inercia, nostalgia, costumbre. A la mañana siguiente nadie hablará de ello; por vergüenza seguramente. Es difícil mantener engañada a la propia mente aunque sea fácil hacerlo con el  cuerpo.
 
Cuando una relación de pareja empieza a hacer aguas lo primero de lo que se prescinde es del sexo. Ya no hay ganas ni intención ni motivo. Se instala entre ambas personas una especie de campo magnético que repele a los cuerpos físicos. Para entender atracción y repulsión hay que entender primeramente que las ondas magnéticas son en realidad ondas electrostáticas. Quizás le llamen amor, pero son fuerzas físicas que actúan o dejan de actuar.

El sexo convertido en costumbre, el sexo como amalgama cotidiana, el sexo como parte ineludible de la comodidad entre la pareja, como un buen sillón de orejeras para leer, como la buena comida, como una sana, higiénica y saludable práctica… también sirve de barrera contra el desamor.

Por eso digo que “mientras haya sexo hay esperanza” de que esas dos personas sigan gustando de la vida una al lado de la otra, hay esperanza de que el hastío no aparezca, hay esperanza de que no se busque en otros lo que tanto hemos amado en el de al lado y ya no vemos con los mismos ojos o ya no queremos sentir con la misma piel –que no ha cambiado, por cierto.

Quizás algunas relaciones sigan manteniéndose unidas por ese lazo feromonal tan poco loado por los poetas; bueno sea si acompaña a ello el gusto por seguir el camino emprendido. ¿Por qué se denosta aquella historia de amor que se ha convertido únicamente en historia de sexo, compañía y costumbre?

Por el contrario… ¿Por qué se ACEPTA que una pareja siga conviviendo SIN SEXO durante años y años únicamente por la compañía y la costumbre?

Bien entendidas y asumidas las limitaciones de la edad y la salud, no encuentro justificación alguna a dormir en la misma cama que una persona a la que se ha amado, con la que se ha gozado de la vida y disfrutado de los dones del cuerpo sin volverse a tocar la piel. Cuando el sexo muere de inanición el amor enferma irremediablemente.

¿O no?

En fin.

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viernes, 10 de abril de 2015

Quince minutos menos en la cama

 

Por lo que veo alrededor sigue vigente la mala costumbre de ir corriendo a todas partes, deprisa, deprisa, desde que sale el sol hasta que se agotan las pilas, ya muy tarde, demasiado casi siempre para intentar dar marcha atrás. Desde el profesional bien asentado y ausente de miedo de no cobrar la paga de Navidad hasta el que, sabiendo que no tiene ni ésa ni va a tener otra, alimenta la pauta de este tiempo que consiste en seguir manteniendo el mismo nivel de ansiedad y ritmo acelerado. Porque no se puede hacer otra cosa.

Y uno acaba perdiendo la conciencia de las horas, como si el tiempo fuera eterno en esta vida antes que en la otra que nos prometieron y cuya promesa todavía somos dados en creer, acto de fe estúpido donde los haya después de que todas las mentiras de los hombres han demostrado que somos seres indignos de confianza los unos para con los otros, esa conciencia del tiempo que amalgama los lunes con los jueves en una vorágine de la que se salva el viernes para añorar el sábado y deprimirse el domingo, víspera ya, de nuevo, de las fatigas por venir.

Ni siquiera mirarse en un espejo o por la calle de refilón en algún escaparate, como hacen las personas presumidas o pendientes de llevar bien puesto el abrigo, dar la espalda a los cristales de los ascensores negando el propio rostro, ahuyentando la imagen propia en un acto inane de no verse y no querer reconocerse para evitar el trabajo de preguntarse quién es ése, quién soy, el del reflejo, el de la sombra que se adivina detrás del envoltorio de carne y tela, poco más.
 
 

Estar un cuarto de hora más en la cama y empezar el día con ansiedad, bebido de pie el café en la cocina de mala manera y salir corriendo, acostumbrando al cuerpo a las agresiones cotidianas, darle agua caliente y jabón por fuera y el vacío por dentro y seguir corriendo, para no demorarse en emprender la rutina con conciencia de lo que significa otro día más, uno nuevo, a estrenar… 

Un día que también puede empezar con conciencia del regalo de vivirlo mientras se mastica tranquilamente una deliciosa rebanada de pan tostado con un chorrito de aceite y se van tomando pequeños buches de té o café y mirando por la ventana, buscando el mundo que despierta con nosotros, decidiendo no dejar pasar la oportunidad, si es que aparece hoy, cualquiera que ésta pueda ser, siempre llegará alguna y habrá que estar atentos para que no se sienta decepcionada por la falta de interés por nuestra parte.

Pelear con el resto de los humanos desde el interior del tanque que es el automóvil o fundirse en una amalgama de carne desilusionada, mal alimentada y con cara adusta en el transporte público. Qué lujo quienes pueden y quieren tomarse el tiempo de caminar cada mañana, inaugurando otra vez las calles, camino de sus quehaceres cotidianos, con el cuerpo bien cuidado por dentro y por fuera, la sonrisa en la cara, que difícil resulta no sonreir cuando se ha desayunado bien...

¿Por qué no probar a dejar que nos adelanten, que lleguen antes que nosotros a esa ninguna parte donde vamos todos los días, con el ansia o la angustia de no llegar los últimos?
 
 
¿Por qué no probar a quedarse quince minutos menos en la cama y prepararse con calma y placer para la inauguración del nuevo día? De esa manera consciente, permitir que la mente “entienda” lo que el cuerpo está haciendo y regalarle al espíritu el pequeño placer de “sentir” algo que, quizás, estaba siendo ignorado y disfrutado.

Total, por probar no se pierde nada, ni siquiera los quince minutos citados…

En fin.

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miércoles, 8 de abril de 2015

Relaciones Madre/Hija (Como hija)



Ahora estoy pensando que quizás hubiera sido más lógico hablar primero de mis sentimientos como hija antes de contar mis vivencias como madre, pero instintivamente comencé a escribir sobre la experiencia materna puesto que siento que el hecho de ser madre es mucho más responsable y elegido que el hecho de haber nacido como hija de otra mujer.

Yo no he comprendido lo que significaba ser “hija de una mujer” hasta que mis hijas me explicaron lo que significaba para ellas que yo fuera su madre. Pudiera parecer una perogrullada, pero para mí no lo fue; hube de ponerme en su posición (posición que yo también mantuve hace muchos años con respecto a mi madre) para comprender de una manera más emocional que intelectual los lazos que unen a una hija con su madre.

Jamás hubiera yo podido pensar –a mis doce o trece años- que YO había elegido nacer de MI MADRE por unos motivos supuestamente escogidos por mí. Ese tipo de posibilidad metafísica me era desconocida y aun hoy se me escapa sutilmente, aunque me gusta pensar que tengo cierta fe en esa creencia.

El caso es que AHORA comprendo –o necesito o quiero comprender- los motivos por los cuales yo elegí a mi madre para venir a este mundo. Porque, ya puestos a elegir, seguro que también había en el “catálogo de madres” una mujer con fuerte instinto maternal, cariñosa y entregada a su hija primogénita. Sin embargo, aparecí en este mundo en el vientre de una mujer insegura en sus afectos, enferma en su cuerpo y dolida con la vida. Todavía no sé si fui para ella un caramelo o una pastilla juanola. Su situación en la vida –cosa que yo no comprendí hasta que me hice adulta- no le dejó mucho espacio para disfrutar de la maternidad conmigo, así que –por pura lógica cartesiana- se vieron reducidas mis posibilidades para disfrutar de ella como madre y las de ella para disfrutar de mí como hija.

Mi madre vive todavía y no seré yo quien diga una sola palabra contra ella; a estas alturas de la película ya he dejado de lado la tentación de los malsanos rencores y, afortunadamente para mí, gozo de una amnesia parcial y selectiva que me permite dormir como un bebé. Desde mi inteligencia –que no me gusta que nadie insulte- sé que no hay ningún reproche que hacer puesto que ella es hija de su tiempo y de sus circunstancias y estoy segura de que lo hizo de la mejor manera que pudo acometer.

Como me he propuesto hablar también de las relaciones madre/hija desde el punto de vista de la hija, por si alguna lectora o lector se ve de alguna manera reflejada y le ayuda empatizar con mi experiencia, voy a compartir algunas vivencias personales, pero que podían haberle pasado a cualquier mujer, a cualquiera otra hija.

Es una gran trampa hablar sobre la propia madre “a toro pasado”, cuando ya peinamos canas nosotras mismas y ella –la madre- es una anciana de más de ochenta años. Es como decir “¿qué harías si volvieras a tener veinte años?”. Con todo lo que sabes ahora, obviamente, el camino estaría trillado (o casi). Así pues, en este caso, cuan difícil es separar el sentimiento y la valoración que se tiene en la edad adulta sobre la propia madre de la que se tenía en la edad de la pelea constante de la niña/adolescente/joven por encontrar su propio camino entre la pedregosa relación con la propia madre que tiene que arrostrar toda mujer en mayor o menor medida.

Porque si bien mi madre y yo fuimos oponentes encontradas durante los años de mi crecimiento y formación, también –es de rigor- que ella lo fuera con su propia madre en la misma época de su vida. O quizás no. Ahí está el quid de la cuestión sobre el que se basan tantos errores de bulto –y tanto dolor- entre hijas y madres. Y es creer, porque conviene creerlo, que nuestra madre también tuve problemas con la suya, con la abuela, y justificar su comportamiento como una consecuencia (traumática o no) de su propio desarrollo y evolución hacia el papel de madre saliendo del papel de hija.

Yo comparaba a mi madre con las madres de mis amigas, al igual que mi madre me comparaba a mí con las hijas de sus amigas. Un error terrible, pero del que no me siento culpable ni siquiera ahora. A fin de cuentas, yo era la niña, ella la adulta; así estaban repartidos los papeles.

Al igual que con mis hijas he hablado extensamente de nuestra relación, también lo he hecho con mi madre en la edad adulta; ahora mismo como quien dice seguimos “discutiendo” sobre el tema. Es indudable que ella tenía sobre mí una serie de expectativas que yo nunca me esforcé por cumplir. No fui –ni soy ahora- la hija que ella hubiera deseado tener y no se lo reprocho porque ella no sabía –o no pudo saber- que los hijos se tienen para que sean ellos mismos, no de la manera que NOSOTRAS las MADRES queremos que sean.

De esta manera, lo reconozco, no he sido (ni de lejos) una hija modelo. Ni me casé con quien ella soñó para mí, ni llevé el tipo de vida adecuado a la familia de la que formaba parte, ni me comporté socialmente como me enseñaron a comportarme. De hecho, incluso apostaté de las creencias religiosas que con tanto tesón se empeñaron en inculcarme. No he sido –ni ahora mismo soy- la típica hija de la que la típica madre pueda sentirse orgullosa fardando con las amigas.

Pero si elegí ser “la oveja negra” de la familia creo que fue gracias a mi madre; si ella no se hubiera opuesto a cuanto yo deseaba hacer en la vida, quizás no lo habría hecho nunca. Es el sino y destino de tantas mujeres luchadoras; oponerse a la madre propia para desarrollar la personalidad profunda que pugna por ser, por encontrar su auténtica esencia.

Aprendí así que “el peor ejemplo es el mejor ejemplo” y tomé la historia de mi madre como trampolín para lanzarme a la vida incluso con doble salto mortal. Porque mi madre, ella misma, fue rompedora de los esquemas de su propia madre, de su familia original. Cuando sus amigas se casaban para ser “la señora de”, mi madre seguía estudiando. Desarrolló una capacidad intelectual inusitada, invirtió su tiempo y su esfuerzo en cultivar su mente y su espíritu hasta en la edad adulta, realizando estudios de Teología que le proporcionaban la satisfacción que ella necesitaba para sentirse feliz con la vida y consigo misma. Es decir, ella también fue “la oveja negra” de alguna manera; o dejémoslo en “el bicho raro” de la época.

¿Intentó mi madre guiar, conducir y manejar mi vida de alguna manera? Por supuesto que sí. Todas las madres que se preciasen lo hacían con sus hijas, al igual que lo hacían los padres con los hijos varones. Era lo correcto, el sino de los tiempos, cuando todavía no se podía alzar la voz ni siquiera dentro de las paredes en las que vivía la familia. Tuvieron que pasar muchos años para que se comprendiera aquel error –y muchos otros.

Gracias a mi madre soy lo que soy ahora, a mis sesenta años. Si no hubiera sido por ella no habría desarrollado la inquietud, curiosidad, sentido crítico y espíritu de rebeldía que me caracteriza, cualidades todas ellas que, como no podía ser de otra manera, me han colocado desde siempre en una situación muy lejana de tener una buena relación con ella.

Si hubiera tenido otra madre, incluso si hubiera tenido “la madre” que deseaba tener con trece años, yo no sería ahora la mujer que soy.

Así que todo está en orden. Por fin. Hace falta vivir muchos años para darse cuenta, así que, por todo y a pesar de todo: gracias, mamá.

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martes, 7 de abril de 2015

Relaciones Madre/hija. (Como madre)



El tema de las relaciones madre/hija ha provisto a psicólogos y psiquiatras de un vasto campo de cultivo del que nutrirse para sus estudios del alma humana femenina. Historias sobre la “madre mala” o “madrastra” siguen estando a la orden del día, y si abordo el tema es porque me lo han solicitado, no porque sea uno de mis favoritos.

Soy madre de dos bellas hijas adultas -34 y 24 años- que viven y se desarrollan sanas y felices. La “buena suerte” que he tenido con ellas –pocos disgustos me han dado, la verdad, creo que más les he dado yo-, se debe principalmente a mi actitud.

Pero esto viene de atrás, claro está; cuando yo era pequeña no recuerdo haber jugado con muñecas ni haber suspirado con niñitos como la susanita de Quino; más bien era una mafalda que cuestionaba todo lo que le me rozaba con un espíritu que quería ser critico, pero que –descubrí después- no era más que ganas de llamar la atención. En cualquier caso, mi “instinto maternal” no se desarrolló parejo a mi crecimiento físico, mental y espiritual.

La idea de tener hijos prendió en mí alrededor de los veinticinco años –cuando ya llevaba tres de casada- como una especie de rayo que te atraviesa de parte a parte en mitad de lo inesperado. De repente me di cuenta de algo muy, pero que muy importante, una especie de revelación a la que me sometí agradecida.

Tener hijos podía suponer tener a alguien a quien amar durante el resto de mi vida…No una garantía total, pero por lo menos la adquisición del compromiso íntimo y personal de involucrarme ad aeternum en dar la vida, proteger y amar a otro ser humano.

¿Es lícito este planteamiento o se queda en absurdamente egoísta? No lo sé, pero fue –y sigue siendo- el mío.

Tuve a mis hijas consciente, voluntaria e intencionadamente. Fueron buscadas y deseadas –tanto por mi parte como por parte de su padre- y su nacimiento fue motivo de gran alegría y felicidad. Con el tiempo, los caminos paterno y  materno se separaron por cuestión de cultura, evolución divergente y sobre todo los afectos, que dejaron de ser compartidos. Es decir, que eduqué a mis hijas sin la participación directa de sus progenitores porque les ofrecí hogares monoparentales.

Casarse dos veces y divorciarse las dos; dos bodorrios, dos Libros de Familia, dos familias políticas de quita y pon, dos traumas, -que no fracasos-. No fueron naufragios con supervivientes, sino decisiones tomadas en libertad. Así elegí yo que fuera mi vida y llevé a mis hijas conmigo.

 El hecho de vivir sola con una niña pequeña a mi cargo me supuso un reto inesperado, pero que no dudé en asumir. Una mujer sola con una niña no ven el mundo de la misma manera que en una familia tradicional. La mujer sola vuelca en su hija su forma de ver la vida con una intensidad que incide en la personalidad de la criatura como si estuviera grabada a fuego. Para bien y para mal. Y existiendo estas dos opciones, es obvio indicar cuál fue la elegida.

Quince años después, volví a encontrarme sola, pero con dos hijas: una de quince y otra de cinco. Tres mujeres frente al mundo. Frente a un mundo que no era más difícil ni más cruel que el que soportaban otras niñas con padre y madre en la misma casa, sino…diferente.

Mis hijas son mi tesoro en esta vida (y en la otra si la hubiera de alguna manera). Estamos absolutamente convencidas de que ellas me han elegido a mí como receptáculo para venir al mundo y esa responsabilidad de “madre de alquiler” no me pesa en absoluto.

Nunca he sentido el llamado “instinto maternal” que tienen muchas hembras que no por eso AMAN a sus cachorros (o a sus hijas). Yo eso no sé qué es, de verdad.

Lo que sí siento es un amor que fluye hacia una relación sana y limpia, que nos enriquece a las tres en el día a día porque nos amamos sin necesidad de saberlo, tan sólo sintiéndolo. Nos queremos sin urgencia de conocer los porqués. Vivimos separadas desde hace bastantes años y sin embargo estamos unidas por un cordón tan sagrado como el de plata…

He asumido las responsabilidades típicas de una madre para con sus hijos. Alimentar, vestir, educar, cuidar y apoyar. Pero eso lo hace cualquiera, no es tan difícil… NADA es difícil para una madre que ama a sus hijos. Ese “supuesto sacrificio” al que se agarran tantas y tantas mujeres, ese discurso patético del: “todo lo que he hecho por ti”, que no es más que un inmundo reproche, me es completamente ajeno.

Nunca he sentido que sacrificaba nada por mis hijas porque hacía lo único que sentía en mi interior que tenía que hacer. Ni me quejé de las noches sin dormir (que tampoco hubo tantas) porque aun en el llanto las amaba; ni guardé en mi corazón las pequeñas afrentas (qué humano no las infiere) porque no me salía a cuenta sembrar futuros reproches. He sido generosa sin saber que lo era (ellas lo dicen) porque su felicidad y bienestar me procuraba felicidad y bienestar a mi misma. ¡Bendito egoismo!

No las echo de menos, ni las necesito cuando están lejos (que es casi siempre) porque viven la vida como yo quiero vivir la mía: en libertad y llenas de amor. Sigo sus afanes, acompaño su caminar hacia sus logros, lleno mi corazón de paz al saber que son amadas y que ellas mismas aman, sonrío ante su ausencia de ambiciones y vanidades sociales –eso lo han heredado de mí-, me alegro con sus alegrías y comparto llorando sus tristezas. Si tuviera que pedir algo para ellas, -que lo pido muchas veces- tan sólo quiero que sean felices. No espero que triunfen profesionalmente –aunque lo estén haciendo muy bien-, ni que hagan buenas bodas. Más me gusta verlas fuera del camino de la feria de las vanidades, dedicándose al desarrollo de su espíritu y su mente para compartirse con los demás y que vivan en una plenitud generosa con el resto del mundo.

Sé que soy una madre atípica; he ayudado a que crecieran sus alas y les he empujado a desplegarlas. ¡Quería que volaran más alto, más felices de lo que yo nunca pude volar!

Me siento madre porque les he dado la vida. Me siento madre porque al nacer esas vidas fueron ellas las que renovaron la vida en mí. Jamás soñé que pudiera amar tanto a otro ser humano. Tan sólo por eso, por lo que yo recibo, ha valido la pena la maternidad y sé que ellas, como hijas, viven en el mismo círculo amoroso. En la búsqueda del amor con mayúsculas, encontré mi sendero…

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lunes, 6 de abril de 2015

Mi pelicula nocturna


Siempre he hecho alarde de no tener televisión. Y aseguro que, durante muchísimos años en mi casa no existió el citado aparato. Luego, hube de comprender a mi hija que, con siete años, me explicó que se sentía desubicada porque no sabía quién era Espinete y sus amigas sí. Así que fui corriendo a la tienda de la esquina. Pasaron los años y aquel televisor –sin mando a distancia- estuvo presidiendo el salón familiar como un mastodonte del siglo pasado. Su pantalla sólo se iluminaba para reproducir películas que salían del lector que reposaba a su lado. Y cuando arremetí –el año pasado por estas fechas- contra parte de mi pasado y puse mi casa patas arriba, limpiando, tirando, puliendo, lijando, pintando y cambiándolo todo, aquel aparato –que funcionaba todavía- salió de mi casa siendo sustituido por una pantalla extraplana y todo lo grande que me pude permitir.

Para ver mis películas cada noche. Sólo para eso aunque parece ser que también se pueden sintonizar más de 200 cadenas de televisión, pero todavía –y ha pasado un año- no me he puesto a ello. Yo quiero la PANTALLA y los buenos altavoces para ver cine. Que es, junto con la lectura, uno de mis soportes nocturnos cotidianos.

Es lo que tiene vivir sola, que las noches hay que llenarlas con algo más que conversaciones o silencios. Así que, cuando se acaba el día y nadie se ha ofrecido a compartir la velada conmigo –o yo no se lo he solicitado a nadie- mi plan es invariable: una película. No estoy abonada a ningún canal, sino que me proveo de ellas en formato DVD que tomo prestadas de la Biblioteca o alquilo en el video Club. O que mis amigos me pasan en un soporte externo. Si apuntara en un cuaderno todas las películas que visiono –incluso más de una vez- como hago con los libros que leo, necesitaría resmas de papel…

El hecho de ver una película antes de acostarme, a veces con la bandeja de la cena en las rodillas, me relaja y me predispone a un buen sueño y a diluir en alguna parte de mi cerebro los acontecimientos de la jornada, sobre todo cuando estos han sido perturbadores, cansinos o simplemente rutinarios.

Cuido con esmero el tener siempre bien surtida mi videoteca para poder elegir una película acorde con mi estado de ánimo. Romántica cuando estoy rabiosa, de acción cuando estoy romántica. Cine de autor cuando no tengo ganas de pensar y una comedieta ligera si mi ánimo está en exceso introspectivo. Pura compensación de la cosa.
 
 
Ayer noche ví “Another year”, la última película de Mike Leigh –inglesa donde las haya, que no trata ningún tema en concreto pero que utiliza la yuxtaposición de los temas vitales como la soledad y el amor, el egoísmo y la bondad, la muerte y el nacimiento. Para meterse luego en la cama con ganas de abrazarse a un peluche cualquiera.
 
El viernes cayó “El cambio”, basada en la obra de Wayne Dyer, escritor artífice de la psicología humanista –siguiendo la ruta de Isaac Maslow- cuyos libros de autoayuda tanto me gustaron hace veinte años. ¿Quién ha podido olvidar el famoso “Tus zonas erróneas”? Y “Tus zonas mágicas” o “Tus zonas sagradas”. Visto ahora, desde la madurez plena, es como el cuento de El Principito leído a los adultos. No obstante, me dejó un buen regustillo, más que nada porque sentí que yo era perfectamente capaz de adaptarme a todos los “cambios” precisos para seguir siendo feliz como una lombriz. La recomiendo como una infusión dulce y placentera.
 
 

También he visto “Redención”, -traducción literal del título original: “Tyrannosaur” (manda narices)-, lo último de Paddy Considine con muchos premios y menciones en su haber. Demoledoramente trágica y como dice la crítica “un sólido relato de supervivencias angustiadas y por cuyas rendijas se cuela el helado aire social de estos tiempos de derrota y desazón.” Ideal para irse a la cama pensando que una es una privilegiada porque no le pasan las cosas que les ocurren a los protagonistas.
 
 

“El exótico hotel Marigold” de Jonh Madden cayó el martes. Después de un día horrendo de posiciones encontradas que puso a prueba mi serenidad intelectual –o los restos de ella- esta comedieta me supo a gloria bendita. Las películas inglesas rodadas en India y con sabor rancio a colonialismo siguen teniendo su (maldita) gracia.
 
 

Pero mi joya recién descubierta ha sido la serie “In treatment” (“En terapia”) una serie del año 2008-2010 con 160 capítulos. Cuatro paredes y muy pocos personajes. Un psicoanalista y sus pacientes. Un psicoanalista y su psicoanalista. Cada capítulo es un ensayo actualizado sobre el alma humana y como la duración es tan sólo de 25’ da tiempo de sobra a que el mensaje cale en lo más hondo. Lo bueno si breve dos veces bueno. Para los amantes de saber lo que ocurre por “ahí adentro”. Sin paliativos. Contundente. Magníficos guiones.

Estas películas –y muchas otras más- son las que no me hacen añorar la compañía en el sofá de la sala. Al cine de verdad, apenas voy ya y bien que lo siento, pero nunca me ha gustado ir sola y no sé porqué pero a mis amigas y amigos siempre se les ocurre un plan mejor a la hora de salir por ahí, así que me adapto tranquilamente.

Eso sí, no hay película que valga si estoy en buena compañía…

En fin.

LaAlquimista

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