lunes, 20 de julio de 2015

21 de Julio de 1990 (01.35 a.m.)

 
Hay fechas que se guardan en el alma, fechas que marcan un antes y un después en la vida de una persona. Unas son tristes pues pueden señalar el momento de una despedida ; pero otras se marcan en el calendario del corazón de manera indeleble porque son el paso hacia adelante en la pequeña parcela de la felicidad personal.

Traer un hijo a este mundo deseándolo y de manera consciente, amándolo desde antes, sintiéndolo dentro nueve meses, y toda la vida al lado después, es una de las decisiones más importantes que pude tomar en esta vida como mujer.

Hoy es un día importante porque hace veinticinco años, de madrugada, mi hija pequeña y yo nos pusimos a trabajar juntas durante “una hora cortita” para abrirle el camino a este mundo a través de mí. Lo que se siente al traer a un hijo a la vida es absolutamente inefable excepto para una madre, como si quisiéramos explicar el aroma de una flor o la caricia de una brisa: no hay palabras.

Las palabras sirven para expresar el sentimiento inmenso de felicidad en el momento de acoger entre los brazos a quien ya estuvo durante meses en nuestro propio ser; las palabras son buenas para transmitir la emoción de amor nunca sentida antes de ese momento crucial. Porque ya nada volverá a ser lo mismo en la vida de esa mujer que ha dado a luz, ya queda para siempre grabada a fuego en la retina esa primera imagen de la sonrisa que se difumina y se esconde detrás de unos ojos cerrados.

Es una emoción que no se pierde con el paso del tiempo, que no envejece nunca, -milagro conocido que no cansa- el calor en el fondo del pecho cuando se mira a un hijo al fondo de los ojos, da igual que sea un bebé indefenso o una mujer hermosa que hoy cumple sus veinticinco primeros y felices años de vida.

Felicidades para mí que tuve el privilegio de acompañarle en su entrada a la vida, enhorabuena para mí que llevo disfrutando de su amor tantos años, pues también soy yo, como madre, la que va recogiendo la cosecha feliz. Y para ella, para mi niña rubia, bendiciones y fuerza para vivir con amor hacia sí misma y hacia los demás ahí, en ese país lejano al que te han llevado tus jóvenes alas y el impulso de vivir de pie en vez de vegetar de rodillas.

Hay fechas que se guardan en el alma.

Siempre a tu lado... porque no hay distancias.

Mmmy.

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sábado, 4 de julio de 2015

No hay víctimas felices

 

Dicho así parece una pequeña barbaridad o una solemne boutade porque todo el mundo asocia el concepto “víctima” a cualquier tipo de abuso, ignominia o desgracia sufrida en propia carne. Sin embargo, existe un colectivo de víctimas inmenso que no pueden asociarse bajo ningún lema o razón social para alzar su voz: las víctimas de sí mismo. Y ahí entraríamos, grosso modo, uno de cada dos…

No me refiero a ser víctimas de la mala educación recibida, del agobiante entorno social, de la presión del “qué dirán”; eso no es más que “victimismo” puro y duro y tiene solución: no fácil, pero solución. Hablo de esa opresión que ejercemos sobre nuestra propia conciencia, hablo de la intransigencia inveterada para no mover esquemas y, sobre todo, del daño flagrante que nos infringimos siendo duros con nosotros mismos.

Siempre he mantenido que “no existen opresores sino oprimidos”, pero habría que añadir el matiz de que no hay peores opresores que los que se amordazan la boca y se atan las manos sin colaboración ajena. Víctimas del miedo a llevar la contraria de cualquier opinión que se suscite, víctimas de no llamar la atención ni distinguirse por contestar debidamente cuando alguien se lo merece, víctimas de la represión más sutil –y dañina- que se pueda concebir: prisioneros de la propia cárcel mental.


Ninguna persona que no se sienta libre de expresarse tal y como siente en realidad puede ser feliz; no hay felicidad en ausencia de libertad, ni siquiera cuando es una libertad a la que se renuncia voluntariamente por mor de intereses secundarios. No tiembla la voz para denunciar la opresión que se ve que sufre “el otro”; mujeres maltratadas, hombres humillados, trabajadores explotados, niños dejados a su suerte, situaciones todas públicas y notorias que claman justicia (y al cielo). Pero se deja de lado muchas veces el hecho de que es el propio ser humano el primero en “asumir” ciertas violaciones de sus derechos de forma voluntaria y consciente.

Trabajar para un mal patrón por un mal pago, cuidar y atender a personas que reciben la ayuda de forma desagradecida, aceptar escuchar cotidianamente el mismo mensaje humillante, tragarse los sapos y culebras que otros meten por la boca con el embudo del sueldo y las obligaciones… para acabar siendo víctima de la propia sumisión y así…así es imposible ser feliz.

En fin.

LaAlquimista

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