viernes, 3 de diciembre de 2021

Diciembre, otra vez

 

Diciembre, otra vez

Han puesto luces de colores –muchas, muchísimas- en los cielos de la ciudad; y una noria gigantesca que me descoloca porque no la ubico en el imaginario navideño. En el colmado de la esquina ya faltan turrones y flores de pascua que, por cierto, como toques su savia tendrás un buen sarpullido y si tu mascota mordisquea una sola hoja se envenenará.

Las estaciones de esquí ya han abierto para proporcionar placer a los bien acomodados económicamente y hace frío y llueve o nieva. La gente espera la paga extra –los que la necesitan- para gastarla alegremente haciéndose regalos entre sí, con gran falta de sentido práctico, pero las tradiciones mandan.

Es un mes complicado, Diciembre; no es como marzo o septiembre que son discretos, que transcurren sin alharacas ni obligar al personal a hacer cosas que –en el fondo- preferiría no hacer.

Nos volvemos un poco locos en Diciembre. Que si las comidas de amigos, las de empresa y las familiares. Todo el mes –y el principio del siguiente- nos lo vamos a pasar comiendo más de la cuenta para luego quejarnos. Hay una ausencia de inteligencia que no tiene remedio aunque la disfracemos de otra cosa.

Y las reuniones familiares, que pondrán de los nervios a más de uno y de dos, pero que no se saltarán con pértiga porque puede más la inercia que la inteligencia. Pobres “cuñados” que van a cargar con un sambenito injusto aunque en todos los escalones de la jerarquía familiar haya voluntarios en el extendido arte de fastidiar a los demás.

Llegará el solsticio de invierno –en el hemisferio norte, no nos creamos el centro del mundo- y será el día más corto del año por la posición inclinada de la Tierra en relación con el Sol y, al día siguiente, en este país, soñaran los pobres con hacerse ricos y los ricos con serlo todavía un poco más.

Hay muchos sueños en Diciembre, sobre todo los de los niños a los que se engaña una vez más haciéndoles creer que tendrán regalos venidos “mágicamente” aunque los elijan de los anuncios que ven en televisión. Sueños de Diciembre mentirosos, muy falsos, muy traídos por los pelos en este año 2021.

¿Cómo es posible que sigamos dejándonos arrastrar? Igual es porque necesitamos inventar un atisbo de esperanza para atravesar el desierto lleno de virus por el que nos arrastramos desde hace casi dos años. Igual es que ya se nos han convertido los sesos en gelatina con tanta contradicción entre la incertidumbre y las imposiciones institucionales.

No sé, de verdad que nunca en toda mi vida me había sentido menos segura de nada. O como dice el chiste: “Me asaltan las dudas y me roban las certezas”. Supongo que lo mío es lo habitual, lo de sentirse zarandeada por fuerzas superiores y ajenas a mi voluntad. Virus y gobiernos y desgobiernos.

El caso es que este Diciembre tampoco me va a gustar, lo intuyo. Por lo menos en este país donde todos se pelean contra todos: los políticos en público para vergüenza ajena insoportable, los que se vacunan contra los que no quieren vacunarse, los optimistas contra los que cobran la pensión mínima, los que trabajan explotados contra los que no tienen dónde ir a fichar cada mañana. Un desastre total y absoluto.

Algunas veces he pensado que me gustaría tener fe religiosa, ésa que (dicen) ayuda a superar este valle de lágrimas confiando en el amor divino y en la promesa de una vida mejor cuando se acaba ésta. Quizás los que “creen” duermen mejor que los que vemos la realidad de otra manera y disfrutarán el mes de Diciembre cumpliendo con sus ritos de amor y paz teóricos –porque en la práctica es mucho más difícil- y a todos se nos ve el pelo. Diciembre. Qué pereza. En fin.

Felices los felices, malgré tout.

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Envejecer sin miedo y con orgullo

 

Envejecer sin miedo y con orgullo

Ando últimamente revisando mis prioridades para ofrecerme un reajuste entre la edad del DNI y esa otra, la que decimos que llevamos en el ánimo o en el espíritu y que –no nos engañemos- no es más que un espejo trucado para apuntalar una autoestima a la que la sociedad pone palos en las ruedas a partir de cierta edad y sobre todo a las mujeres.

Me fijo –y me fijo muchísimo- en las mujeres de mi edad biológica y las he dividido en tres grupos. Las que siguen el patrón social de “invisibilidad” vistiendo de colores pardos y bajando la mirada y la voz, las que parecen gallinas disfrazadas de colorines intentando esconder los estragos propios de la edad y las que me motivan mucho más y que forman el grupo en el que me quiero integrar. A ver si me admiten.

Me he pasado demasiados años escuchando el típico: “Uy, chica, si no aparentas la edad que tienes…” y, lo confieso, ufanándome de ese guiño genético que me ha hecho un regalo, cuestión de buena suerte nada más. Y, claro -a quién no le gustan los halagos-, me lo he creído hasta que me he planteado cuál es el lugar que me corresponde realmente como mujer que se siente a gusto en su propia piel.

Esa es otra, la de estar confortable con una misma –léase este post en masculino también quien así lo desee- y mirarse al espejo y “seguir reconociéndose” sin torcer el gesto.

Envejecer no es una enfermedad ni una lacra social sino la consecuencia lógica de vivir. La juventud se cura con la edad… y esta verdad de Perogrullo se nos olvida demasiadas veces en un acto mitad estúpido y mitad obsceno de querer ganarle el pulso al ineluctable paso del tiempo.

Mi madre se quitaba años porque sus amigas también se los quitaban y no quería parecer la mayor del grupo habiendo compartido pupitre en el colegio. Luego, ya de mayor, se ufanaba de haber cumplido ochenta y noventa y estoy segura de que no le hubiera importado nada cumplir los cien… en condiciones más o menos aceptables. A ella le importaba muchísimo no tener arrugas, la piel tersa y el ojo pintado y la manicura hecha hasta el momento final. Era coquetería y no estoy en contra, pero una cosa es el cuidado amable de la imagen –higiene y respeto al propio cuerpo- y otra la que nos apabulla ahora mismo que no es otra cosa que aparentar lo que no se es.

Esto merece una reflexión lo más profunda posible. Dejemos ya de una vez de hacer los coros a las voces interesadas que pretenden convertirnos en “doriansgrey” para vender su propia mercancía. Si sabemos diferenciar lo que es meramente salud de lo que es tontería y superficialidad nos sentiremos muchísimo mejor en nuestro propio pellejo. Hombres y mujeres, pero sobre todo nosotras, las que estamos en el punto de mira de la sociedad masculina que hace gestos de desprecio hacia las mujeres envejecidas mientras ellos compran por Internet pildoritas azules.

Me siento orgullosísima de haber podido cumplir los sesenta y ocho (el año que viene lo celebraré largo y “tendido”) porque la alternativa me resulta mucho menos halagüeña y no me hace ningún favor que me digan que aparento menos porque, para empezar, es incierto: tengo la edad de un ser humano que ha vivido mucho, que ha trabajado mucho también y que las ha pasado de todos los colores. Las huellas de vivir no se pueden ocultar…ni yo quiero ocultarlas.

Cuando era joven llegué a pintarme como una puerta, pero conforme pasaban los años dejé de usar artificios porque no tenía ganas de pintarme el ojo a las siete de la mañana si tenía que fichar a las ocho. Porque guapas lo somos desde siempre sin necesidad de trampa ni cartón. Como guapos nos parecen los hombres a los que aceptamos con arrugas, canas y hasta escamas.

La igualdad también pasa por un mismo baremo de reconocimiento social sin que se nos impongan a las mujeres más y más retos contra natura para agradar al ojo ajeno por mucho que se diga que es “por una misma”.  Yo voy para vieja, con orgullo, la cabeza bien alta y sin miedo alguno. Por favor, que no me entorpezcan más el camino.

Felices los felices.

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Guerra a los trastos viejos

 

Guerra a los trastos viejos

Hace un par de semanas tomé una decisión drástica. No para con mi vida en sí sino para con “las cosas” que conviven conmigo. Y me explico.

Compré una maleta de tamaño grande para viajar más ligera de equipaje que con dos pequeñas (con manos libres, por lo menos) y al ir a guardarla en mi tenderete/trastero me di cuenta de que aquello parecía la cueva de Diógenes. No sólo por la cantidad de trastos amontonados sino por la porquería con la que habían hecho amistad.

Así que empecé a sacar y tirar como si no hubiera un mañana. Lo primero de todo, las maletas viejas (que para qué las quiero si me he comprado una nueva). Las dejé junto a los contenedores de mi calle a media mañana en un primer viaje de los varios que se me anticipaban. En el segundo, dejé una bolsa de esas “rumanas” llena de sábanas y fundas de edredón de cama de 90 –para qué las necesito si no tengo  ya ninguna de esa medida-, y comprobé sorprendida, que las maletas ya no estaban en el sitio de lo “basurable”.

En un tercer viaje deposité el viejo carrito de la compra –que había guardado lleno de tiestos vacíos cuando compré uno nuevo- y había desaparecido el bolsón con la ropa de cama. Esta es la realidad y no la que venden en los anuncios de la televisión.

Cayeron bajo mi firme decisión y sin solución de continuidad bolsas enormes llenas de disfraces de mis hijas, ropa en mediano uso y todavía de buen ver, calzado, bolsos, sombreros y bisuterías diversas. Hasta la Enciclopedia Ilustrada Salvat. Todo desapareció en pocas horas gracias a esas personas que van recogiendo de las basuras lo que  todavía puede ser revendido.

En estas idas y venidas me iba cruzando con los vecinos que me preguntaron: A) si me iba de viaje –cuando me vieron con las maletas. B) si me cambiaba de piso C) si me había dado un ataque de “locura limpiadora”.

Y así supe que algunos de ellos guardan en cajas (grandes) los libros del bachiller o la carrera de sus hijos, los libros de cuentos, juguetes viejos y peluches desmochados que “no les dejan tirar” unos vástagos que hace años –o incluso lustros- que han abandonado el nido familiar.

Me contaron de cómo almacenan en cajas bien precintadas los objetos sobrantes de sus hogares en trasteros o garajes. Y cuanto más me decían más furia me entraba por sacar y sacar más cosas. Allá se fueron botes de pintura de brocha gorda que sobraron del último adecentamiento de paredes. Los azulejos sobrantes de cuando “hice los baños”- qué para qué puñetas los quiero-, bombillas de todos los tamaños que ya no sirven para nada, herramientas roñosas, cables, casquillos, sprays medio vacíos, periódicos viejos, revistas antiguas, libros con las letras enmohecidas.

De lo que más me cuesta desprenderme es, precisamente, de los libros porque, aunque dejé una primera remesa en un banco del jardín, esos no se los llevó nadie. Los estuve rondando a ver si eran de la apetencia de algún lector anónimo, pero no. Así que, pasadas unas horas, los recogí –a fin de cuentas eran mi basura- y los tiré al contenedor de papel, venciendo la tentación de tirarlos al de orgánico porque para mí seguían estando llenos de vida.

Os lo recomiendo encarecidamente a todos los que acumuláis por desidia y pereza. No se trata de cambiar de sitio los trastos viejos, sino de deshacerse de ellos definitivamente para que, cuando llegue el día (lo más lejano posible) en que paséis a mejor vida, vuestros herederos no vean la cantidad de porquería que habíais almacenado.

Ahora me siento mucho mejor, más liviana, con sitio libre en armarios, cajones, altillos y tendedero para seguir guardando esas cosas que seguramente me volverá a dar tanta pena tirar…

Felices los felices.

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Consumir, consumir...¡Qué pereza!

 

Consumir, consumir, consumir…¡Qué pereza!

Que conste que este post no va de apologías anti-consumismo ni de moralejas pilladas con papel de fumar. Va de contar lo que veo ahora y compararlo con lo que vi antes y, de esa confrontación, sacar conclusiones que me sean beneficiosas.

Los de mi generación –los que ya no cumpliremos los 60- tenemos buena memoria de cómo se ha ido avanzando en la idea de que la felicidad estaba en las cosas más que en los conceptos. Es decir: yo de niña quería una bicicleta y me quedé sin ella toda la infancia porque mis padres consideraron que era un gasto superfluo, que bastaba con ir al parque y alquilar una por horas el sábado por la tarde. Así que mi felicidad de entonces se basaba en “andar en bicicleta el sábado por la tarde”, no en el hecho de “poseer una bicicleta”.

De esa misma manera, me tuve que conformar con leer libros prestados, escuchar mi música favorita en la radio o vestir de uniforme entre semana y los domingos, pues eso, ponerme “la ropa de los domingos”. Y a dar paseos “higiénicos” en vez de ir a cafeterías o cines de estreno, a salir al monte o a la playa los veranos pero aquí cerca, sin alejarme demasiado del portal de casa….

Pero cuando gané mi propio dinero fui verdaderamente consciente del poder que tenía en mis manos. Algo así como si aquella “felicidad” que me fue negada en la infancia por imposición educacional, pudiera abarcarla de golpe en la juventud simplemente con el gesto sencillo de sacar el dinero de la cartera y elegir lo que quería comprar.

Así compré “libertad” con mi primer coche, “autoestima” con los trapos traídos de Londres con los que me vestía, “mundología” viajando hasta los límites del pasaporte y “reafirmación social” asistiendo a cuanto evento de campanillas se celebrase en mi entorno o –rizando el rizo- yendo a Paris a ver alguna exposición de moda.

Consumí, consumí y consumí todo lo que daba de sí mi presupuesto de mujer trabajadora, hasta que llegó un momento en el que me di cuenta de que me aburría soberanamente tener la casa llena de libros y discos, los armarios con ropa que ya ni me ponía, la despensa con vinos de marca y latas de delicatesen. Mi existencia estaba apuntalada en el consumo de todo lo que se me pusiera por delante.

Fui incapaz de hacer caso de las enseñanzas de mis padres de que había que ser austero –ellos habían pasado una guerra, yo no-, desdeñé el concepto roñoso del ahorro “para el día de mañana”, quise experimentar lo que era el hedonismo aunque costara mucho dinero y, en definitiva, me convertí en “hija de mi tiempo” más que en hija de mis padres.

Han pasado unos cuantos lustros y he ido envejeciendo (madurando, que dicen otros) y reestructurando mi lista de prioridades de las que no se ha caído el consumo de bienes materiales. ¿Es que no he aprendido nada? ¿Es que sigo siendo una persona superficial como lo fui durante mi primera (y segunda) juventud?

Tropecé con una de las más grandes contradicciones del ser humano, ésa que postula de la siguiente forma: “Haz lo que yo digo y no lo que yo hago”, en boca de gurús, vendedores de humo, falsos “espirituales”, “maestros” de sus cosas. Modas, modas, modas. De hecho, sigue existiendo la tendencia a ser inconsciente con tranquilidad y luego tener el cuarto de hora de recogimiento meditativo o como lo queramos llamar.

La economía está basada en el consumo o, dicho de otra manera, si dejáramos de consumir acabaríamos como en Corea del Norte. Así que sigo gastando mi dinero, pero con conciencia absoluta de que no puedo –ni debo- estirar más el brazo que la manga.

Ahora que viene la época del consumo por antonomasia me lo voy a tomar con mucha calma. Regalos testimoniales de mi cariño hacia las personas. Y algún regalo del cariño que me tengo a mí misma. Que los extremos siempre han sido muy malos…

Felices los felices.

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El algoritmo que habita en mí

 

El algoritmo que habita en mí

Últimamente me ha dado por leer divulgación científica, ésa a la que se le llama “para tontos”, que no quiere insultar sino ponerla a pie de calle, al alcance de cualquiera sin necesidad de tener un coeficiente intelectual llamativo. Para una, que es de letras, comprender los mínimos fundamentos de la I.A. (Inteligencia Artificial), Big Data (Análisis masivo de datos) y los algoritmos (Conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permite hacer un cálculo y hallar la solución de un tipo de problemas), es como coronar mi “ocho mil” particular. Observando detenidamente, tomando apuntes de aquí y de allá y añadiéndole un poco de imaginación al “guiso”, puedo asegurar que mi vida está regida en un porcentaje exagerado por una mano invisible que maneja los hilos que me menean en una u otra dirección.

Y la única responsable soy yo, no me voy a mesar la melena echándole la culpa al “zuckeberg” de turno, porque la que toma las decisiones en mi casa es la que suscribe. Verbigracia: el uso nada moderado de Internet –con su mano ejecutora Google-, las horas perdidas en hacer el bobo en las RRSS (Redes Sociales), la comodidad de reservar un hotel, comprar billetes de avión o las entradas del cine sin tener que mover más que un par de dedos, y la locura de hacerse traer a la puerta de casa hasta un producto que vale lo mismo que un kilo de naranjas, todo eso, ese adocenamiento, me pasa factura. A mí y a todos, faltaría más.

Porque todos los datos que comparto, los deseos que manifiesto, las pistas que voy dejando, como Pulgarcito las miguitas, se recopilan  en una “nube” (Almacén de datos en Internet) que va engordando según la voy alimentando para, en el momento menos esperado, desplomarse sobre mí en forma de diluvio de publicidad de productos de consumo.

Si miro fotos de Armenia (por poner un ejemplo) en menos que canta un gallo me achicharran las ofertas de agencias de viajes; si consulto la crítica de un libro ya no me libro de la publicidad de una y otra editorial que me lo quiere vender en formato papel o Kindle (aplicación para lectura virtual). Ya ni te cuento lo que ocurre si me da el cuarto de hora tonto y entro a fisgar en una página de contactos; a los diez minutos tengo una plétora de gigolós asomando sus carnes por la esquina de la pantalla del ordenador..

Da miedo hasta respirar y ya no digo nada de suspirar. La cámara del PC (Personal Computer) bien tapadita con cinta aislante, el antivirus a la orden del día, filtros para rechazar SPAM (Mensajes masivos no solicitados) y bloqueos diversos que tengo que actualizar cada día, todo ello me supone un desgaste mental e intelectual que no sé si voy a poder gestionar o morir en el intento. Y las cookies (pequeño fragmento de texto que una web visitada reenvía a mi ordenador) que no son galletitas con chocolate sino como moscas en verano.

He leído un libro que lo explica muy bien: “21 lecciones para el Siglo XXI” del historiador y filósofo Yuval Noah Harari. Como todo lo que se explica correctamente, lo he entendido a la perfección. Una de dos: o me voy a vivir a la punta de un monte donde no haya cobertura de ningún satélite o voy a (sobre)vivir lo que me quede manejada –y manipulada- por los malditos algoritmos.

Por cierto que hay una paradoja terrible y no es otra que hay gente que reniega de Internet y sin embargo se pasa el tiempo delante de la televisión donde el mensaje alienador (Causar o provocar la pérdida de la personalidad o de la identidad de una persona o de un colectivo) es abrumador, avasallador y cuasi infinito. ¡Saltar de la sartén para caer en el fuego!

La verdad es que no sé qué hacer; me asaltan las dudas y me roban las certezas.

Felices los felices, malgré tout.

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Camas separadas

 

Camas separadas

Honoré de Balzac apuntó que: “La cama lo es todo en el matrimonio”, pero me temo que este ilustre escritor habló así en el siglo XIX porque no se había inventado la televisión. El caso es que en nuestra cultura occidental sigue siendo costumbre que las parejas compartan cama en sus horas de descanso. “Cama de matrimonio” se le llama, aunque no haya firmas ni papeles de por medio en un fleco social y educacional que recuerda “cómo hay que hacer las cosas”. Los anglosajones son menos igualitarios y más expeditivos: “King size” para la cama extra grande y “Queen size” para la cama grande a secas. Sin comentarios. Pero no se trata de promocionar colchones sino de diseccionar costumbres y/o actitudes nuestras, de ésas que están tan arraigadas en alguna parte del cerebro que ni con agua caliente van a salir.

-“Duermen en camas separadas”, dicen con retintín de aquella pareja que no comparte tálamo, deslizando maliciosamente que su relación hace aguas o que algún problema gordo tiene que existir para que no duerman juntos. Puede que sí, puede que no, lo más probable es que quién sabe, pero no tiene  por qué haber una relación causa/efecto que sea blanco y en botella.

De hecho, dormir en camas separadas es una especie de eufemismo que en muchos casos puede ocultar el deseo de dormir… ¡en habitaciones separadas! El colchón compartido sirve para una cosa principalmente, a saber: que haya roce de piel, calorcito emocional y humano, sensación de protección y mucho cariño de por medio, como hacen quienes tienen hijos pequeños y los cobijan bajo sus mantas en la más que respetable práctica del colecho.

Pero si hablamos del tema sexual me temo que ahí vamos a pinchar en hueso. Abrumadora es la cantidad de parejas que duermen en la misma cama sin rozarse siquiera, en esa descorazonadora costumbre que se llama “culo con culo”… y el que esté libre de pecado que tire la primera crítica. Mayormente esta situación ocurre cuando el recorrido matrimonial lleva en la chepa varias décadas y muchos kilos de desgaste, aunque todavía se siga manteniendo una especie de prurito bien hipócrita de engañarse entre ellos y no querer dar el paso que ambos –aunque no lo reconozcan- estén deseando: dormir –o incluso vivir- lo más separados posible.

Llegando a cierta edad el descanso es absolutamente imprescindible y dormir con alguien al lado que lo disturbie es una soberana falta de sentido práctico e inteligencia. Porque todos –más o menos- roncamos, damos vueltas en la cama, nos levantamos de madrugada, transpiramos malamente, tenemos pesadillas y estiramos brazos y piernas sin consideración alguna hacia la persona que está al lado. En este tema no se libra ni el apuntador.

Así las cosas… ¿Por qué no tener cada uno su propio espacio bien con un colchón propio o incluso con una habitación propia? Porque a partir de los cincuenta –y no digo ya de los sesenta- los hijos, si los hay, han dejado libre espacio en la casa y mejor sería aprovecharlo para beneficio propio en vez de añadir al piso un “cuarto de los trastos” o seguir manteniendo posters y peluches “por si algún día vuelven a pasar un fin de semana”. Errores de bulto, me temo.

Más error y más delito tiene compartir cama con alguien, dormir dándose la espalda, y no rozarse más que por casualidad. Si no me llevo lo bueno de una situación tampoco querría padecer las molestias que conlleva y a buen entendedor pocas ironías bastan.

Felices los felices.

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¿Por qué no cuidamos nuestra salud?

 

¿Por qué no cuidamos nuestra salud?

Ante esta pregunta retórica muchos serán los que salten y respondan –molestos-: “¿cómo que no? ¿quién dice eso?”, ya que es de cajón que todo hijo de vecino hace lo posible para mimarse en lo posible y retrasar lo imposible: la llegada del deterioro que es inseparable de la vejez.

Así te encuentras con quien decide dejar de trabajar “porque no puede más” pero no acompaña esa acción del hecho de dejar de fumar de manera desaforada. O esa otra persona que se pasa la vida entre médicos y medicamentos para esto y para lo otro (y lo de más allá), pero sigue alimentándose de productos que van envueltos en plástico y llevan código de barras –y no son precisamente ni frutas ni verduras-.

Cuidar de la propia salud no quiere decir quedarse en casa cuando llueve o hace frío al amparo del sofá y la mantita sino salir a la calle a por los miles de pasos diarios y necesarios para que no se anquilosen los músculos de la maquinaria de andar. Cuidar de la salud tampoco significa tumbarse al sol para atiborrarse de vitamina D a la vez que vamos destruyendo las células y, pasito a pasito, caminando hacia el inevitable melanoma.

Y, sin embargo, a pesar de que llevamos un “orden del día” insano la mayoría de las veces, mantenemos el discurso contrario en un afán absurdo de convencernos a nosotros mismos de que lo estamos haciendo bien. Como ir al gimnasio a darle caña y luego beber alcohol como complemento social. Como tener una elíptica o bici de carreras empantanada en casa y mover el cuerpo oliendo únicamente el sudor propio en vez de respirando aire puro (o más o menos puro) del exterior. Y quedar con los amigos para unas “bien merecidas” cuchipandas de grasas riquísimas, carnes rojas, azúcares deliciosos y alcoholes desinhibidores.

Entonces surge la pregunta del millón: “¿Para qué sirve pues la vida si no podemos disfrutar de ella comiendo o haciendo lo que más placer nos da?”.

Pues yo no tengo respuesta a tamaña filosofía puesto que cada persona es un mundo y a veces ese mundo tiene fronteras, aduanas, alambradas de pinchos o muros electrificados. Que nadie quiere que vengan a decirle cómo tiene que cuidarse ni a dar consejos, ni siquiera sugerencias incómodas.

¿Que nos vamos matando de a pocos porque nos da la gana y si luego hay que acudir al sistema sanitario para que nos remiende lo roto?… pues se va y ya está. Y se protesta con furia si nos dan cita para dentro de varios meses cuando las arterias ya estén atoradas de la grasa del jamón, de las salchichas o de los torreznos o cuando los bronquios gimen desesperados y los pulmones agonizan a causa del alquitrán con que los hemos alimentado durante lustros.

Ya no te cuento de la tortura que le metemos al hígado con esa alegría tan necesaria como es en nuestro pueblo la ingesta de alcohol –aunque sea “del bueno”, que digo yo que menuda falacia-, y cómo desoímos el lamento de los riñones que trabajan a marchas forzadas demasiadas veces por culpa de su dueño y señor.

¿Por qué comemos mal? ¿Por qué bebemos alcohol? ¿Por qué cada vez somos más sedentarios? ¿Por qué echamos los balones fuera cuando la salud tira la toalla y acusamos al sistema sanitario de flojear? ¿No será que somos nosotros mismos los que lo colapsamos con nuestros malos hábitos?

Ahí queda eso. Y que conste que soy perfectamente consciente del daño que le hago a mi cuerpo cada vez que –para calmar mi ansiedad existencial- me meto entre pecho y espalda una pizza con extra de queso acompañada de una cerveza tostada de las grandes. Pero me digo que ya hice bastante dejando de fumar hace veinte años o abandonando el Orfidal hace dos. Respondo a mi “pepito grillo” personal que ya ando cada día doce mil pasos –paso arriba, paso abajo- y que dedico las noches al descanso en vez de andar pegando saltos por restaurantes o sociedades.

El que no se consuela es porque no quiere.

Felices los felices.

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