sábado, 31 de enero de 2015

Un ángel cumple años



(Post escrito hace tres años. Nada ha cambiado en mis sentires)
Treinta y uno… qué edad tan hermosa para tener el corazón lleno de sueños e ilusiones, para sentir que la vida te pertenece, que hay horizontes sin barreras delante de tus ojos y todo cuanto hagas ha de servir para rebosarte de amor, de ganas por vivir…

Me fuerzo a traspasar el espejo del alma y buscar a la mujer que fui hace treinta y un años, la luminosa mañana del último día del mes de Enero en que, con el sol cegándome los ojos, en una pequeña habitación de hospital, sonaba la música acompañando mis jadeos y los primeros esfuerzos que tú hacías para incorporarte a la vida.

Eran otros tiempos, sin teléfono móvil, ni Internet, las emociones se ralentizaban y quedaban aposentadas, grabadas a fuego en el alma, porque había que sentirlas, no podían compartirse al aire en un instante con los demás mediante mensajes, llamadas o fotografías en tiempo real. Viniste al mundo sin más compañía que la de tu padre y  el personal médico y fuiste “nuestra” auténticamente durante unas horas en las que nadie supo que habías llegado, porque dedicamos el tiempo a mojar con lágrimas de alegría tu rostro, a darte los primeros de millones de besos, a tocarte con el miedo de quien tiene entre sus brazos una porcelana valiosa…

Tu padre fotografió el parto con una cámara analógica, sin flash, ni video… las imágenes nunca fueron retocadas, ni difundidas, ni compartidas en una red social. Guardamos celosamente el documento emocionante, irrepetible, hermoso hasta las lágrimas y tan sólo tú has visto las fotografías del momento exacto en que llegaste a esta vida.

¿Qué se siente viéndose nacer? ¿No es acaso un auténtico milagro?

Ahora, treinta y un años después, siguen abiertos tus ojos a la aventura de la vida, disfrutando de la posibilidad de amar –que has elegido por encima de cualquier otra-, viviendo tu tiempo con el esfuerzo del trabajo bien hecho, investigando y compartiendo, sintiendo y disfrutando, soñando y trabajando para ayudar a construir un mundo mejor.

Hoy es tu cumpleaños, hija mía, pero es también mi día de fiesta, mi día alegre y feliz en que siento que mi vida está plena por muchos motivos, pero sobre todo por haber hecho de vehículo para que vinieras a la vida e iluminaras con tu luz el espacio de quienes estamos teniendo el privilegio de caminar a tu lado.

Decirte que te quiero son palabras sencillas, pero sentir que soy feliz a través de tu felicidad es mucho más complejo y emocionante, sobre todo porque siento que estamos unidas por un cordón de luz que no se quebrará jamás.

Sigue siendo feliz. Mis bendiciones para ti, Xixili.

Mmmy.

(Hoy no puedo ser LaAlquimista…)

31 de Enero de 1981. 12.05h.


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Foto: Alejandro Ashley




Libros para leer al amor del invierno



Ya han pasado tres meses desde la última cita con los libros, la medida de mi calendario particular, trimestres de libros, de experiencias, de vida con sus luces y sus sombras. No han sido tres meses de lectura importante, más bien he andado perdida en las ramas de la literatura, pero a pesar de no ser ejemplo para nadie, ni aspiro a recomendar lo leído, me apetece compartirlo en la espera de que los demás también compartan y sea un beneficioso quid pro quo.

Lecturas livianas: (para pasar el rato y sin que inviten a la reflexión profunda)

“Sangre derramada” Asa Larsson. Intriga en el frío de Suecia con análisis psicológico de los personas incluído. Entretenido.                                   7/10

“El oro de Zoia” de Philip Sington. La vida y peripecias de una aristócrata rusa que pintaba sus cuadros sobre oro. No demasiado bien estructurada la trama, se pierde en digresiones.                                                                      5/10

“Crimen en directo” de Camilla Läckberg. Cuarta entrega de la serie de la escritora y su marido policía. Sin más.                                                   6/10

“La niña del faro” de Jeannette Winterson. Relato extraño de una huérfana que vive con un farero ciego. Personajes antiguos y modernos en una historia diferente.                                                                                           6/10

“El que siembra sangre” de ARNE Dahl. Novela negra de intriga y morbo a raudales. Del estilo escandinavo de moda últimamente.                         6/10

“La cenicienta que no quería comer perdices” de Nunila López Salamero. Cuentecillo feminista que se queda en la superficie. Con bonitas ilustraciones. Para leer a los niños, obviamente.                                                        5/10

“El traje gris” de Andrea Camilleri. Un relato impecable sobre el espejismo del amor de un hombre maduro por una mujer 25 años más joven que sólo está a su lado por interés.                                                                             7/10

“Las manos de Velázquez” de Lourdes Ortiz. Demasiado manida la historia de amor entre el profesor maduro y la alumna joven, bella e inteligente. No consigue captar mi interés y lo tengo que dejar.                                      ------

“Nadie vale más que otro” de Lorenzo Silva. Las peripecias del sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro de la Guardia Civil y sus historiquetas negras de aquí mismo. Aprobado justito.                                                               5/10

 

Lecturas enjundiosas: (que ayudan a incrementar el acervo cultural a la vez que estimulan el intelecto)

“La mujer habitada” de Gioconda Belli. La lucha de la mujer por su libertad en Nicaragua, país de la autora, pero que se extrapola a cualquier otro lugar donde se pisoteen dignidades.                                                                         6/10

Señores niños de Daniel Pennac. Un escritor imprescindible en el panorama francés. Su saga sobre la familia Malaussène es de lo más hilarante, iconoclasta, una familia que vive en el multicultural y marginal barrio de Belleville, en París. Para disfrutar.                                                                                      6/10

“Sísifo enamorado” de Laura Mintegui. Una recomendación triste y melancólica. Quizás no lo leí en el momento adecuado.                            6/10

“La oscuridad que nos rodea” de Renate Dorrestein. Traumas y dolores del pasado que conforman una existencia trágica. Intrigante y desasosegador, recuerda a su “Retrato de familia”.                                                         7/10

“Cielos de barro” de Dulce Chacón. Una novela perfecta, a pesar del tema de la guerra civil como fondo. Lenguaje de servidores de un cortijo y soberbia de señoritos.                                                                                             7/10

“Terapia” de David Lodge. La historia de Michelines Passmoore, guionista de TV que se cree el rey del mambo y acaba haciendo el Camino de Santiago. Humor MUY inteligente.                                                                         8/10

“La acabadora” de Michela Murgia. Extraña historia de una mujer que ayuda a “bien morir”. Ambientado en la Italia profunda, lo que hace es “acabar” con el sufrimiento del enfermo a petición de la propia familia.                                                                                                7/10

“La dulce envenenadora” de Arto Paasilinna. Mi escritor finlandés favorito. Iconoclasta, describe personajes bestiales y te ríes por no llorar de la crueldad ridiculizada. Imprescindible.                                                                  7/10


Lecturas con peso específico: (para sustraerles la sustancia a base de neuronas)

Ninguna, un auténtico desastre, no sé qué me ha pasado… bueno sí que lo sé y me perdono a mí misma y procuraré que no me vuelva a ocurrir…

Ya he indicado que no he tenido un criterio estricto a la hora de elegir mis lecturas del otoño que se va, que ya se ha ido, y con él –espero- un tiempo de muda de piel que me ha proporcionado vaivenes para aposentarme en el lugar en el que pasaré el invierno.

* La puntuación es fruto de una opinión personal que no tiene más valor que el que uno le quiera dar..

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jueves, 29 de enero de 2015

Inventar motivos para ser un poco más feliz



No debería estrenar mis días leyendo la prensa, lo sé; es como entrar a una exposición de Klimt e ir directamente a los servicios, un despropósito. Porque una acaba un poco harta de verle la cara a los padres de la patria haciendo la pelota a doña Angela que está que tiembla por culpa "del de la coleta”. Así que, a partir de ya mismo, cada día, a la hora de despertarme, voy a estirar los brazos, las piernas, ensanchar el alma y dedicar unos instantes a inventar un motivo para ser un poco más feliz.

Si llueve, puede que sea dar un paseo pisando charcos; si hace sol, quizás ir a recoger hojas rojas para decorar mi otoño particular. O sentarme a tomar un café mañanero con el perro a mis pies disfrutando de no estar en paro ni tener que ir a trabajar. Repasar viejas cartas de amor para cuando tenga que volver a escribir otra. O dedicar parte del día a esa persona que está atravesando una mala racha y escucharle aunque pese. También puede ayudar ser turista por unas horas y fotografiar el entorno con otros ojos o comprar verduritas para el festín del mediodía. Reinventarse. Sorprenderse. También vivir…

El resto sigue estando ahí, en las portadas de los periódicos. El dolor y la turbación, la vergüenza y la maldad, todas las miserias de las que es capaz el ser humano relatadas con luz y taquígrafos y refrendadas por nosotros, que les hemos dado el poder de representarnos y de cometer injusticias con nuestro voto. Porque la bondad de las personas, la esperanza de un mundo mejor, el trabajo generoso y el amor a los demás, eso ni es noticia, ni vende, ni interesa.

Por eso hay que inventarse pequeños motivos para ser feliz. Es una barata y sana costumbre… cada vez más extendida.

En fin.

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miércoles, 28 de enero de 2015

Buenos planes por poco dinero



A fuerza de leer en la prensa –la tele ni la huelo desde que abandoné la casa paterna- que el estado crítico de la economía se agudiza y nos va cercando la hidra de siete cabezas sin que ningún Hércules europeo acuda a salvarnos, voy mirando con atención aquellas actividades lúdico/culturales que no exigen estipendio como contrapartida, tan sólo una presencia más o menos activa, más o menos interesada.

También voy tomando conciencia de que llevo dos años prejubilada y que nada volverá a ser lo que era (económicamente) aunque en calidad de vida haya dado un salto más que importante y beneficioso. Antes iba a pocos sitios, pero caros. Ahora tengo un abanico de posibilidades que antes ni siquiera consideraba por vaya usted a saber qué absurdo prejuicio. Pero como de eso se trata, de ganar en años y reducir en prejuicios, voy fijándome mejor en el camino y sacándole la poesía a las piedras del atardecer.

Y como en esta ciudad queda todavía mucho presupuesto para temas culturales, aproveché ayer noche una visita guiada al Observatorio Astronómico organizada por el Museo de la Ciencia (ahora Eureka Museoa) con el anzuelo: “¿Tomamos un té a la luz de la luna?”. Y allá que me fui –junto a una docena de ciudadanos inquietos más- a las nueve de la noche a la torre del telescopio que domina la ciudad y parte de la bóveda celeste.

No me importó que hubiera que pagar 6,5€ por la entrada, -en la Agenda de Donostiakultura lo omiten sibilinamente- ya que observar Donostia y sus alrededores con sus luces nocturnas y el reflejo especial de una luna en cuarto creciente es, en sí mismo, un espectáculo fascinante a pesar de la contaminación sonora que subía de la ciudad –como un termitero a punto de irse a dormir. En la terraza del observatorio parecía otoño; en silencio –cada uno inmerso en el suyo propio- contemplábamos las luces de la ciudad pensando, quizás, en divisar la propia casa o encontrar un punto de referencia para no desubicarse. Pero luego la Luna, con su Vallis Alpes, una falla de 166 kms. que la recorre desde el Mare Imbrium hasta el Mare Frigoris, hermosa y cercana con el telescopio reflector y el telescopio refractor, aunque desprovista del halo de misterio y poesía que la ilumina desde la distancia.

Así algunas personas también, desde lejos, a pesar de no brillar con luz propia sino ajena, nos parecen deseables, enigmáticas, objeto de ansia y anhelo, rodeadas de un halo que nos atrae irremisiblemente. ¿Por qué no nos tomamos la molestia de mirarlas de vez en cuando con una lente potente que ilumine sus cráteres, valles, fallas y montañas? Entonces el misterio desaparece y se ve lo que realmente son; para bien o para mal y, aunque duela lo descubierto y decepcione el sueño perdido, bajaremos del observatorio con la sensación de que hemos aprendido algo muy importante: que hay que acercarse para ver mejor. Aunque al final de la visita no nos dieran la taza de té que, publicitariamente, se ofrecía. Tampoco el amor da todo lo que promete…

En fin.

(Dedicado a quienes sufren erróneamente por un amor perdido)
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lunes, 26 de enero de 2015

Las camareras del banquete de la vida

 

He tenido el privilegio y la suerte de que en mi familia todas las féminas pudieran acceder a la universidad y, como no podía ser de otra manera, la siguiente generación, la de mis hijas, ha seguido el mismo camino formativo. Hasta aquí nada especialmente interesante que reseñar, formamos parte del 50% de ciudadanos con estudios de grado medio o superior. Pues vaya cosa, se pensará. Pues vaya cosa, pienso yo misma… Porque de puertas para adentro pintan bastos, me temo.

Quiero preguntar –para saber si ando errada o certera- dónde está escrito (porque muchas veces se firma sin leer la letra pequeña) que en una pareja donde los dos salen de casa a primera hora para correr a ganarse los garbanzos, sea la mujer la que tiene que hacer de camarera de los clientes asiduos del figón hogareño. Y cuando digo camarera, es un decir, porque en realidad suele llevar incluido el acudir al mercado, elegir cuidadosamente el menú, cocinar los platos y, la guinda, servirlos airosamente a la mesa. (Si todavía queda más trabajo, eso ya es rayano con el abuso e incluso la tortura).

Pero no es que se quejen –ellas- de tener que hacerlo, sino del acuerdo tácito que se establece en las parejas al constituirse como tales, de que será la mujer la que agasajará al hombre en las diversas estancias del habitáculo común (comedor, salón, dormitorio), porque lo peor de todo es que la mayoría de las mujeres realiza todas esas funciones con el convencimiento de que “si yo no lo hago, él no lo sabría hacer” y eso es una falacia que se convierte en arma letal.

Ellos lo saben hacer perfectamente, vaya que si saben. Los hombres saben hacer la compra, elegir un menú, cocinar con esmero y cariño y componer una mesa romántica si es menester… lo que pasa es que si intenta hacerlo enseguida aparece una madre, suegra, hermana o incluso esposa que va a decirle algo así como…”pero ¿tú estás loco? Estando ……… cómo vas a encargarte tú de esas cosas?” (En los puntos suspensivos póngase el nombre de la interfecta o simplemente la palabra “yo”)

Una vez conocí a una mujer –profesional de altura ella- que se hartó de tener que ocuparse de la intendencia doméstica y, simplemente, dejó de hacer la compra. El frigo y la despensa se vaciaron en unos días y él –sin mayores alharacas- se compró un queso y fue tirando de bocatas a la hora de la cena sin decir ni mú. Obviamente, el tour de force acabó con la claudicación de ella por la paz común –y la de su propio estómago, supongo.

En igualdad de condiciones dejamos que el gorro de chef se lo pongan ellos –cuando les apetece hacer de “cocinillas”- y el resto del tiempo nos convertimos en camareras de un banquete en el que tendríamos derecho a estar sentadas –también- en la mesa presidencial.

En fin.
 
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sábado, 24 de enero de 2015

No sé qué voy a hacer con mi vida...ni me preocupa



He sido durante más de cincuenta años “doña previsora” –al modelo que ironizaba Borges sobre el precioso poema “Instantes” de Don Herold-, y aunque no me gusten las habas siempre he tenido a mano un “paraguas” por si acaso… Estudié –porque tuve la oportunidad y el deseo de hacerlo- para optar a un buen trabajo que me permitió ser no-dependiente durante toda mi vida adulta. Me casé y tuve hijos porque necesitaba alguien a quien amar que no se fuera cuando cambiara el viento. Tuve una casa en el campo para pasar los fines de semana. Y ahorros en el banco.

Pero cuanta más ropa tenía en el armario, menos sueños me quedaban en el corazón, así que un buen día, aprovechándome vilmente de la maravillosa oportunidad que me brindaba la crisis, le pegué zapatazo a mi vida y giré el timón ciento ochenta grados o así.

Decidí que diez años de mi vida no tenían precio –aunque se lo pusieran- y acepté prejubilarme perdiendo mucho dinero pero apostando a ganar muchas otras cosas.

Porque comprendí que mi felicidad no estaba en manos de otras personas, ni tan siquiera en las de una pareja “para toda la vida”, (falacia donde las haya, lo único que se mantiene incólume toda la vida es una hipoteca) y porque todos mis amores fueron eternos hasta que se demostró lo contrario. ¡Qué manía tenemos los humanos de hacer promesas que sabemos que no querremos cumplir! ¿Qué necesidad hay de agarrarse a un “contrato fijo” para sentirse seguro (y dependiendo de otros) cuando lo único seguro que hay en esta vida es la muerte?

Y en esa búsqueda –no frenética, pero sí incansable- de la felicidad ¿? gasté mi juventud y seguí gastando mis años adultos hasta que frené de golpe. Sin porrazo, pero de golpe. Y ya no echo cuentas de cuánto dinero tendré –en un futuro incierto y nebuloso-, ni tengo organizada mi vejez –si es que llega a visitarme.

Porque conforme me voy quedando sin apegos me siento más liviana, más ligera, más libre. Ya no termino un viaje con el siguiente en la cabeza. Ya no despierto los lunes pensando en cómo pasaré el próximo fin de semana; en vez de “renovar mi vestuario” he tirado el “fondo de armario” que me anclaba a la sociedad y me apelmazaba las alas.

Ahora piso la yerba llena de hojas que caen, se secan y se pudren, en vez del césped recién segado y orlado de arriates bien cuidados, porque me he dado cuenta de que soy mucho más feliz sin saber qué voy a hacer mañana o pasado mañana o el año que viene, en vez de ir llenando mi agenda con fechas y citas, viajes y encuentros hueros a los que me cuesta cada vez más trabajo proveer de sentido y contenido.

Ahora que me estoy vaciando literalmente (sic) me despierto muchas mañanas sintiendo que no sé qué va a ser de mi vida… y no sólo no me preocupa sino que se me ensancha la sonrisa. Show must go on.

En fin.


“Instantes”

(autor: Don Herold, falsamente atribuido a J.L.Borges)

Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.


Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.



Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años…
y sé que me estoy muriendo.


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viernes, 23 de enero de 2015

¿Qué tal si recuperamos los valores cívicos?




Ahora que ya la sociedad se va concienciando de que LA CRISIS no es económica –como nos están haciendo creer- sino que es una crisis de valores –de valores humanos y éticos, sobre todo-, estaría bien que se hiciera un pequeño repaso a lo que pasa en el descansillo de la propia vivienda y dejásemos de mirar con ojo crítico lo que ocurre en las lejanías del mapamundi. Que no hace falta ir muy lejos para tomar conciencia de que el cambio, EL CAMBIO, tiene que empezar por lo pequeño, por lo cercano.

Supongo que a todos nos enseñaron en casa cuatro normas cívicas elementales; no sé, aquella tontería de dejar el asiento en el bus a las personas mayores –respeto a las canas-, o aquella otra de no tirar al suelo el papel del chupachús –respeto al trabajo de los demás-, o incluso a no pintarrajear el pupitre del cole poniendo tonterías –respeto a los bienes comunes. A servidora le enseñaron, no cuatro, sino cuatrocientas normas cívicas que se me quedaron grabadas a fuego en alguna parte de donde no consigo quitarlas ni con agua caliente. Y claro, se me saltan las alarmas como media docena de veces al día simplemente dando un paseo por mi pequeña ciudad.

Valores cívicos en aras de una buena convivencia que se olvidan con demasiada facilidad y que tendrían ir de la mano de una buena educación, que es algo que los padres siguen teniendo en su mano, como herramienta valiosísima. Y viendo lo que pasa en la calle, los adultos bien entrados en la adultez, nos vamos relajando porque los valores se relajan y las costumbres se transforman, y nos parecen “normales” situaciones y actitudes que hace unos años nos habrían hecho poner el grito en el cielo.

Los tiempos cambian y las personas también; pero no está escrito en ningún sitio que haya que hacerlo para peor. Me encantaría que algún prócer con visión de futuro propusiera una campaña institucional para ir, poco a poco, eliminando las malas actitudes que han arraigado en nuestra sociedad. Me gustaría que estuviéramos atentos, no a lo que hacen los demás para molestarnos- sino a lo que hacemos nosotros que pueda molestar a los demás.

Ahí nos duele, me temo.

En fin.
 
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miércoles, 21 de enero de 2015

A veces ocurre el milagro



Le llamamos milagro por ser un suceso extraordinario y maravilloso, no porque exista una intervención divina, -que los dioses, caso de haberlos, seguro que están ocupados en vender armas para que los paraísos y los infiernos sigan teniendo buena entrada- sino porque cuanto de bueno tiene el ser humano aflora a la superficie irremediablemente. Le llamo milagro porque el alma florece y la esencia despierta y donde antes había dos seres humanos atribulados, aunque alegres de estar vivos, ahora hay un equipo que trabaja por un proyecto vital en común.

Pero no hablo de mí, -¡qué más quisiera yo que ser tocada por la varita mágica del amor una vez más!- sino de las parejas bien avenidas que conozco, que no son pocas… Historias de amores que merecerían ser contadas, amores que no se repiten –porque todo amor es único en sí mismo-, situaciones rocambolescas o más de andar por casa, pero todas ellas con un denominador común: el amor por la vida, por la libertad, el amor con dignidad, con respeto. Como solamente puede ser para dar sentido a la existencia de quien lo lleva en su interior.

Amor de pareja, amor con pasado y con futuro, amores de distinto sexo o del mismo, amores con suerte de haberse encontrado y reconocido y apostado por un proyecto compartido. Les conozco personalmente y son gente extraordinaria (como su amor); gente capaz de verse en el otro y de no perderse de vista a sí mismos, mujeres y hombres que, sabiendo que esa persona que está a su lado es la que les conviene para acompañar su desarrollo personal (o por decirlo sencillamente, la mujer de su vida, el hombre de su vida), no cometen el error de hacer de su encuentro una lucha de poder, un pulso de hierro, una escombrera donde arrojar los desechos de otros amores, sino que trabajan individualmente su parcela afectiva para el bien personal y, por ende, el beneficio común.

No todos son jóvenes; también los hay de mi edad que llevan toda una vida (o unos cuantos lustros) reconociéndose en los ojos del otro a pesar de los vaivenes. Están quienes amaron una vez y el viento les llevó la alegría en muchas madrugadas de llanto y han sabido secarse las lágrimas y reinventarse volviendo a amar cuando la oportunidad les ha alcanzado –esa orgullosa oportunidad que si no le abres la puerta vuelve el rostro, enfadada, y quizás no vuelva a llamar-; están los que siguen creyendo en el amor a pesar de que no todos los que tuvieron florecieron porque hay heladas de un invierno que pesan más que una losa…

Me paro a observar a la gente de mi entorno y voy contando con los dedos y salen muchas mujeres y hombres enamorados que seguramente sueñan con traspasar el límite sutil del prado de flores del enamoramiento al campo de labranza de la gran cosecha del amor. Están cerca, muy cerca, -mis hijas que aman porque saben amar, mis amigas que aman y son amadas-, compartiéndome su alegría por el milagro, quizás para que yo misma no tire la toalla y esté alerta, porque ¿de qué sirve vivir si no somos capaces de amar?

En fin.
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martes, 20 de enero de 2015

A mi que no me quiten la Tamborrada


 

En mi condición de niña donostiarra de la década de los sesenta no tuve la oportunidad –ninguna la tuvimos- de participar en la Tamborrada Infantil vestida de cocinero o barril -que es lo que importaba- y salir a la calle en la gélida mañana del día 20 (en aquellos tiempos hacía frío en Enero) para hacer que Sarriegi se revolviera en su tumba con el desafinado y entusiasta tamborreo de tanto infante. Creo que fue a mis seis o siete años cuando empecé a desarrollar lo que los psicólogos llaman “envidia de pene”, aunque no es que yo quisiera hacer pipí de pie sino salir en la Tamborrada. Desde el patio del colegio de niñas al que me llevaron se escuchaba, desde el primer día de vuelta de las vacaciones de Navidad, el ensayo que de la Tamborrada hacían en el colegio de niños que estaba justo detrás. ¡Qué frustración la nuestra, privarnos de aquel placer que los niños nos pasaban por las narices! A la pregunta “Y nosotras… ¿por qué no?” se sucedía la inveterada respuesta “pues porque no, porque es sólo para chicos”.  Algunas se conformaban con salir de cantinerita moviendo las manitas en el más perfecto remedo de saludo real –de realeza no futbolera-. Pero no era lo mismo y todas lo sabíamos.

 

Afortunadamente una se hace mayor y había ventajas incuestionables como permutar la fiesta familiar (y diurna) del día 20 por una fiesta personal (y nocturna) el día 19  y descubrir que cualquiera podía ser “tambor mayor” de su propio grupo de amigos. Aquellos sí que eran buenos tiempos, los años setenta y ochenta, en los que había cosas que nunca cambiaban (y hablo de la fiesta, que nadie me sancione por alusiones), que estábamos con la resaca de las Navidades y ya nos estábamos relamiendo del gusto de las angulas que íbamos a cenar la víspera de San Sebastián. Ah, estas generaciones, pobres de ellos, que piensan que la tradición es comer esos espaghettis con sabor a pescado y lomito pintado de negro… ¡Cómo explicarles el inefable sabor genuino de las angulas negras, las que íbamos en caravana a comprar a Hendaya y matábamos de víspera a tabacazo limpio, apestando toda la casa, para degustarlas en raciones de cuarto de kilo por cabeza…!

 

Recuerdo todas y cada una de las “vísperas” de mi edad adulta como la fiesta por excelencia, pero la más emocionante fue la del año 81, con la Real preparándose para ganar la Liga 80/81 y servidora con una barriga de ocho meses y medio, en la plaza de la “Consti” empujando de aquí para allá, mi marido y los amigos haciendo de barrera protectora,  saltando feliz por doble motivo, cantándole a mi bebé no nacido todavía –tuvo el detalle de esperar hasta el día 31- el repertorio completo, Tamborrada ilusionada y expectante, con la sana alegría de una embarazada sin una gota de alcohol en la sangre, a la que no le hubiera importado en absoluto romper aguas en mitad del jolgorio y que mi hija pudiera celebrar la fiesta de su ciudad en el futuro por doble motivo… Todavía recuerdo la angustia de mi madre, “pero a dónde vas tú, con esa tripa, que te van a aplastar, tú estás loca, hija mía, no salgas…” y mi respuesta alborozada: “Ay, ama, a mí que no me quiten la Tamborrada”.

Pues eso; desde entonces, hasta hoy. Que bastante cosas nos han quitado ya…

En fin.

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lunes, 19 de enero de 2015

Mi tamborrada




Bueno, pues ya está aquí, un año más. Y con mal tiempo, según las previsiones. La Tamborrada cierra el mes más festivo del año por estos lares, ese que empieza el 21 de Diciembre con olor a txistorra y termina mañana, 20 de Enero con redoble de tambores para descanso de nuestros estómagos (y de nuestros bolsillos). Son precisamente esas dos fiestas, Santo Tomás y San Sebastián, las que más me gustan –por no decir las únicas- de ese calendario exhaustivo de desenfreno consumista, digamos que es como una película larguísima de un realizador surrealista, que te gusta cuando empieza y cuando termina, pero lo que hay entre medias estás deseando que pase rápido.



En realidad mi calendario anual no empieza con las uvas y los petardos, sino con la izada de bandera la víspera de San Sebastián. Es la de hoy una noche importante en mi imaginario particular, una noche que empezó a cargarse de significado un diecinueve de Enero de mil novecientos setenta y seis, cuando asistí por primera vez a la izada en público de una bandera que había estado escondida en el corazón popular por imperativo legal de quien hacía las leyes entonces. Aquella noche, en la Plaza de la Constitución, que todavía se llamaba Plaza del 18 de Julio por hacer referencia a una fecha que será tristemente histórica en este país, con mi recién estrenada conciencia de cómo funcionaba nuestro pequeño mundo, formé parte de una emoción colectiva que no he vuelto a sentir hasta pasados treinta y cinco años, cuando he vuelto a creer en que nuestro pequeño mundo puede empezar a dar el siguiente paso de gigante.



Tamborrada de tambores que suenan haciendo ruido para llamar la atención de quienes están perdidos en ensoñaciones sin futuro, tamborrada de protestas ante “el enemigo” que viaja en el tanque de la ausencia de valores por el que nos hemos dejado invadir en el interior de nuestras cómodas conciencias, ruido de palillos sobre cántaros de aguadoras, de aquellas y estas mujeres valientes que empiezan haciendo ruido y acaban derribando murallas. Simbolismo ineludible y tristemente poco conocido, nuestra propia historia, tan similar a la de cualquier pueblo que quiere seguir viviendo tranquilo aunque para ello haya tenido que pagar el precio de olvidar su propia conciencia.
Mi tamborrada no pasa por desfiles con brillantes uniformes, ni se pierde en la borrachera común (y admitida socialmente siempre que se guarden “ciertas” formas), ni necesita de un menú gastronómico que me destroce –un poco más- el maltrecho estómago de cincuenta años de comer y comer y comer, sino que se queda en algo mucho más sencillo y valioso para mí: la noche en que los donostiarras salimos a la calle a mirarnos unos a otros con una sonrisa en los ojos y sin hacernos casi ningún reproche. Que no es poco.

En fin.

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domingo, 18 de enero de 2015

La pena y la "discriminación positiva"

 

Ayer por la noche seguía haciendo un calor impropio del calendario, así que nos vino al pelo para cenar al aire libre en una terracita; éramos seis y al posicionar dos mesas para caber todos, una señora que había en la mesa de al lado, tuvo que desplazarse un poco para facilitarnos la maniobra, movimiento que hizo de buen grado pero demostrando al instante que estaba “pasada de rosca” en cuanto a la ingesta de vino rosado –según indicaba su copa.

Digamos que estaría cerca de los setenta y que su vestimenta no mostraba nada destacable, pero era más que evidente que había bebido demasiado y que estaba perdiendo la compostura, ya que comenzó a darnos ese palique especial que tienen los beodos y que no sabes por dónde cogerlo sin ofender ni ser ofendido.

¿En qué momento una señora deja de serlo y pasa a convertirse simplemente en una mujer y luego en una borracha? Porque, según nuestros parámetros sociales ya no era una “señora”, sino simplemente la mujer borracha de la mesa de al lado. Y molestaba, vaya que si molestaba, hasta tal punto que nuestra conversación se quedaba casi congelada pendientes como estábamos de sus exabruptos.

El encargado del bar quería intervenir y obligarla a que se fuera –aduciendo que molestaba a sus clientes- pero nosotros, seis como éramos, todos dijimos que no pasaba nada…aunque sí pasaba porque la molestia era más que evidente. Ella cantaba o profería gritos e interfería en la conversación con comentarios desprovistos de coherencia por el exceso de alcohol.

-“!Qué pena, ¿no?” , era el comentario general. Pues sí, qué pena –o qué vergüenza ajena.

-“Pues si llega a ser un hombre ya le hubiérais puesto en su sitio, ¿a que sí” –dije yo, porque era más que evidente que todos estábamos incómodos pero sin protestar ni decir nada porque era una mujer y no un hombre y eso también es “discriminación positiva”.

¡Qué porquería de frase, oxímoron repelente, además de contradicción vergonzante!

O sea que por ser mujer ¿puede emborracharse en una terraza pública y molestar a los vecinos –o insultarlos- sin que nadie tenga que decir nada?. Pero claro, nosotros éramos educados –y los de alrededor- porque hacíamos como si no le escucháramos –lo cual era imposible porque la teníamos encima- produciéndose una situación surrealista en la que seis personas adultas (tres hombres y tres mujeres) se metían en el “cono del silencio” dando la espalda a la pura realidad.

Así que, fiel a mí misma, y siendo como era la más cercana, me levanté y me dirigí a ella con suavidad, le pregunté su nombre –que me dijo- y le sugerí si no sería mejor que se fuera a casa a descansar… Si dije, ya dije, porque entonces me insultó, me dijo que le caía muy mal y que por mi forma de hablar se notaba que yo “no era de aquí” y que más me valía no meterme con ella y dejarla en paz porque si no…

¿Cuál es el mecanismo que se activa en nuestro cerebro para soportar y aguantar a una mujer lo que a un hombre no le permitiríamos jamás de los jamases? ¿Solidaridad humana o solidaridad por ser del mismo sexo? ¿Nos daba pena porque nos lloró su vida entre copa y copa de vino rosado o es que nuestros mecanismos sociales estaban atrofiados ayer por la noche?.

Como no podía ser de otra manera, acabó la historia como el rosario de la aurora, con intervención de los camareros para ayudar a la expulsión –hacia la terracita de al lado donde siguió vociferando y montando el número- de la señora en cuestión.

Es seguro que sus circunstancias le habrían llevado a la situación descrita; es seguro –o casi- que personas que actúan así necesitan ayuda y comprensión. Lo que ya no tengo tan claro es porqué todos hicimos como si no pasara nada a pesar de que nos fastidió un rato largo de la noche.

En fin.

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sábado, 17 de enero de 2015

Fin de semana lluvioso; ideal para hacer deberes




 Llueve y va a llover todavía más. El bosquecillo que suelo visitar se volverá un poco impracticable y los adoquines mojados y resbaladizos por las hojas de invierno se llenarán de gente que va corriendo a los sitios solo por el afán de llegar y abandonar la calle. Algunos, los de la santa cofradía del salmón, nos frotaremos las manos imaginando el marco incomparable desierto, bello hasta desfallecer y melancólico hasta el agua salada que vive en los lacrimales.

No tengo ningún “plan” ni para el sábado ni para el domingo; nadie ha llamado a mi puerta para decirme me apetece estar contigo, qué ganas de verte o, simplemente, yo también estoy solo ¿compartimos la bendita soledad?, así que –porque soy previsora y me balanceo como un junco cuando arrecia el viento- dispongo mi ánimo desde ya mismo, que son las ocho de la mañana del sábado, para aprovechar este tiempo aparentemente vacío que se presenta ante mí.

 Ayer terminé el proceso de mudar la piel ahogando en agua caliente las penas residuales; hoy voy a sacar de mis armarios un sueño para pasar lo que queda del invierno (y ya hablaremos en primavera). Lo que pasa es que soy de las que no sabe dónde pone las cosas y… mejor lo saco todo de golpe y seguro que entonces lo encuentro, (el sueño) escondido entre los pliegues del camisón de seda que hace tanto que no uso o mezclado con las cartas de amor de papel sin cinta rosa o quizás esté en el cajón donde guardo celosamente pequeñas tonterías que me recuerdan instantes felices.

Sé que me quedan aún unos cuantos instantes de esos del gran bagaje que tuve algún día; desperdigados por mi interior vagan algunos desorientados, haciéndome cosquillas al amanecer, reclamando en silencio y con ojos tristes –como mi perro Elur de buena mañana- un poco de atención, un poco de deseo para volverles a insuflar la vida. Sueños y deseos, anhelos y retos, los restos de todos los naufragios pulidos y oliendo a la lavanda interior… este fin de semana toca hacer los deberes y voy a ponerlos a todos en fila para tener una pequeña y amigable charla.

Lo necesito.

Y creo que vosotros también. (Los sueños, digo)

En fin.
 
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viernes, 16 de enero de 2015

Lo que se aprende paseando al perro


Esto de salir con el perro antes de que pongan las calles tiene su aquél; la oportunidad de respirar el aire de la mañana antes de que lo contaminen coches y autobuses es un buen ejercicio pulmonar. La hierba del jardín está perlada de rocío -¡qué poca gente se acuerda de este fresco vapor que limpia la mañana!-, los bares cerrados, el montón de periódicos esperando a la puerta del colmado, todo es quietud y bienestar.

De vez en cuando pasa una moto tripulada por un energúmeno que quiere romper la barrera del sonido (y que hace oposiciones a simplemente romperse la crisma). Ni siquiera llevo el teléfono móvil en mi bolsillo. Elur elige su parcela de jardín, no hay contrincantes para disputarle su reino; hociquea entre la hierba, se moja el morro, las patas, todo él se entrega a la ducha matutina que le despereza de toda una noche junto a mi puerta; disfruta –casi diría que salvajemente, aunque vaya uncido a mi yugo- de ser por un rato el amo de todo esto.

Sigue mis pasos errabundos que sabe no se alejarán demasiado de la casa y del ansiado desayuno. Se para en la esquina del semáforo y –después de bautizarlo como cada día- da media vuelta: ese es el confín de su reino. Bordea entonces el amplio jardín –siempre en sentido de las agujas del reloj, siempre detrás de mi sombra aunque el sol todavía esté despertando- y emprende el camino de regreso.

Sabe que este primer paseo es corto, que no me gusta estar en la calle sin pintarme los labios, que si me obliga a estar un rato más largo me ataca la melancolía y no le voy a acariciar en el trayecto de ascensor contándole sin palabras que hoy va a ser un buen día, otro día en el que yo también voy a intentar buscar entre las hierbas de mi jardín la pequeña llave que abre ese cofrecillo cerrado que tanto necesito airear.

De vuelta a casa, se sienta frente a su comedero y espera: sabe que no le fallaré. Yo me siento a la mesa de la cocina, miro hacia el mar y espero también.

En fin.
 
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jueves, 15 de enero de 2015

Una vida sin preocupaciones



Cuando me encuentro con alguna persona conocida que me pregunta que qué tal estoy me gusta poder contestar: “sin preocupaciones”. Me miran entonces con cara rara pensando que igual me ha tocado la loto y me lo he callado o es que estoy ya un poco gagá que no me entero de la que está cayendo. Así que me veo como en la obligación de aclarar que no tengo preocupaciones porque mis hijas están bien, la buena salud sigue caminando de mi mano y de la empresa me siguen ingresando puntualmente el mermado sueldecito de pre-jubilada. Suficiente.

El resto de lo que ocurre a mi alrededor, en mi pequeño mundo, tengo que gestionarlo de la mejor manera posible adecuando mis emociones a los estímulos externos; vamos, que si siento rabia la expreso y no me la guardo, si me llega la tristeza me dejo llorar y cuando es alegría canto a voz en cuello. Lo que intento es ser una persona “equidistante” en las relaciones con mis semejantes; es decir, que mantengo las distancias midiendo las fuerzas que me aprietan por la derecha y por la izquierda; pero mi realidad –y quién mejor que yo misma para hablar de lo que siento, lo que pienso y lo que me preocupa- es que, casi cada día, tengo que bregar con pequeños desafueros (como todo el mundo, por otra parte) para no permitir que se conviertan en un problema y lleguen a producirme preocupación, malestar y desequilibrio.

Mi caballo de batalla, es y siempre ha sido, la familia tradicional. Pertenezco a una familia en la que sus miembros andan cada uno por su lado, enseñando los belfos en la distancia con un gruñido soterrado –o no, según temas y sople el viento. Ni somos un clan, ni nos juntamos todos por Navidad. De hecho, tengo más de veinte primos carnales a los que he conocido hace poco y gracias a Facebook y a que nos hemos reunido para abrazarnos. En la familia cercana somos pocos y mal avenidos, con rencores enquistados y reproches de la época en que veíamos la  televisión en blanco y negro.

Por contra, MI familia, la que yo he formado con mis dos hijas –y que ya se ha enriquecido con un yerno y con la esperanza (al menos por mi parte) de muchos nietos- forma una piña que lleva más de treinta años dándome una razón para vivir.

Cuando digo que no tengo preocupaciones, quiero decir que no intento cambiar lo que no puede ser cambiado, cuando digo que no tengo preocupaciones quiero expresar mi aceptación de las cosas que me duelen como parte de mi existencia y, sobre todo, lo que quiero es reafirmarme en el concepto de que lo que nos hace daño y nos molesta es un problema sólo si nosotros permitimos que lo sea. Y así voy aprendiendo a protegerme de las agresiones que en nombre de sangre y apellidos se perpetran con naturalidad cotidiana en muchos grupos familiares. Que en todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas.

Había que decirlo.

En fin.
 
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martes, 13 de enero de 2015

Hacia la autoayuda a través del blog


Nunca lo hubiera imaginado hace ya cinco años cuando se me ocurrió parir un blog de andar por casa sin intención de vender nada al personal. En realidad tampoco tenía expectativa alguna aparte de poder liberar la energía que bullía por el interior de mi cincuentena de recién prejubilada; digamos que era como una válvula de escape, un pequeño cheque en blanco donde las palabras eran la moneda y los sentimientos el capital. Y a fuerza de contar lo que me ocurría cada día, con más o menos gracia y acierto, me fui dando cuenta de que escribir me aliviaba, que cada mañana, con el descanso recién estrenado, descargaba una pequeña piedra de mi mochila emocional y la dejaba flotando en el espacio cibernético, imaginando que pasaba a formar parte de ese “polvo de estrellas” que vaga errante por el espacio sideral.

Pero enseguida dejaron de ser mis artículos andanadas emocionales que salían sin rumbo ni destino, porque otras personas recogían el guante y me lo devolvían limpio y planchado o me retaban a su satisfacción. Y el concepto “interactivo” tomó forma y fue junto a nosotros. Ya no podía limitarme a desahogar mis entrañas y seguir mi rutina como si nada excepcional ocurriera, porque estaba ocurriendo. Espoleándome, poniéndome contra las cuerdas o simplemente dando apoyo a las pequeñas miserias cotidianas, los comentarios de los lectores empezaron a tomar carta de naturaleza dentro del blog, convirtiendo una mera opinión o un saludo mañanero en parte importante de mi acontecer y con incidencia descarada sobre mi estado de ánimo.

De esta manera tan inesperada, sencilla y sorprendente, el blog y sus asiduos o esporádicos participantes, la mayoría mujeres con similares inquietudes, comenzaron a ser mi “grupo especial de autoayuda”, espejo en el que ver reflejados mis errores y mis aciertos, el eco de las palabras mal dichas que necesitaban una segunda lectura –o escritura- por mi parte y el canto en los dientes también para quien como yo se creía a salvo de los salpicones de las opiniones ajenas.

Con el paso del tiempo y la confianza que tanto permite hemos conseguido crear un espacio al que recurrir cuando una pena se ensaña con nosotros con la certeza de que ánimos y buenos consejos van a sernos ofrecidos. Y las alegrías compartidas… !Cuánto mejores son con la risa de los otros! Ahora nos intercambiamos “recetas” para la vida como si fuéramos grandes chefs, leemos atentamente la opinión de otras personas a sabiendas de que les mueve únicamente la buena intención y el cariño cuando se dirigen a nosotros. Esta rueda en la que vamos cabiendo cada vez más y que gira cada día empujada por la buena energía que le vamos poniendo entre todos.

Ni psicólogos ni sociólogos tenían previsto que esto pudiera ocurrir; tan sólo las personas que nos sentimos unidas a los demás a través de estos hilos invisibles que conforman un nido en el que reposar nuestros afanes y compartir lo mejor que tenemos dentro. Si hubiera que explicarlo mejor no merecería la pena…
 
Gracias por estar ahí; que aunque no os vea siempre os siento…
 
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Medidas contra la crisis. Gástatelo todo antes de que sea demasiado tarde


Leo en la prensa que en Portugal van a retirar la paga extra a funcionarios y pensionistas como parte del paquete de “medidas contra la crisis”. Que haga esto un Gobierno me suena a quitarle la paga al chaval de doce años para equilibrar la economía familiar mientras el padre sigue pagando las letras del coche alemán, pero… ¿qué se yo de economía y menos aún de política internacional? Así que hago como veo que se hace aquí y no en Portugal –y menos en Europa y ni por asomo lo que deben estar haciendo en EEUU. Es decir, seguir mi vida tal cual y no hacer ni caso.

 En mi pequeña ciudad –tan cosmopolita ella y abierta al mundo- se siguen celebrando congresos internacionales que cuestan una pasta (que alguien pondrá, digo yo). Se ha ampliado la oferta universitaria con la creación de un centro BCC –y el que no sepa lo que significan esas siglas es que no se entera de nada- que no parece tener pinta de ser un sitio para ir a estudiar por cuatro chavos –o si dan becas de alguna saca saldrá el dinero. Y cada vez hay más “chinos” donde venden de todo más barato que en los comercios de toda la vida –¿alguien me explica quién financia estas tiendas en locales céntricos a más no poder donde se vende basurilla en batiburrillo indecente?.

Osease, que la crisis debe ser únicamente para los cuatro de siempre, los de a pie que siguen viendo la tele después de comer o salen a dar una vuelta al ruedo a la caída de la tarde para no gastar. Que es que estamos asustados, de verdad, y no hay derecho. Que vamos a acabar encerrados en nuestras casas (hipotecadas), dándoles la vuelta al cuello de las camisas (como antaño) para no gastar y celebrando los aniversarios en casa con sidra-champán famosa en el mundo entero y canapés de chopé con aceitunas. Todo para no gastar.

 ¿Y luego, qué? Cuando acabe la crisis, que si acaba lo verán los jóvenes o los longevos, se volverá a espolear el crecimiento, a provocar el consumo, a decir a la gente que ya podemos estirar el cuello y respirar, que los bancos ya vuelven a tener sus beneficios esperados y se han acabado las vacas flacas. Y mientras tanto, nosotros en casa, amedrentados, viendo la tele y con los sueños e ilusiones aparcados, pero eso sí, fomentando el ahorro en la caja de zapatos por lo que pueda pasar.

Servidora ha decidido gastárselo todo (un todo pequeñito, desde luego) antes de que sea demasiado tarde. Y si sobrevivo –a la que está cayendo- pues a ver si me vuelven a dar la paga extra que, como prejubilada, ya me quitaron hace dos años y no se hundió el mundo ni salí en las noticias.

 En fin.

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domingo, 11 de enero de 2015

Crecimiento personal. "El resentimiento enferma"



Si echo la vista atrás e intento acordarme de todo el daño que he tenido que soportar a lo largo de más de cincuenta años me entra un mareo súbito, como un bajonazo de tensión que me deja traspuesta. Es la defensa de mi cuerpo, el aviso inconfundible de que voy a cometer una tontería que voy a pagar a precio de doblón, y me dice: “no lo hagas, no vale la pena”. Entonces respiro hondo y fijo mi atención en otra cosa; por ejemplo, miro las bonitas plantas que me ha regalado alguien que me quiere o hago por escuchar una voz amable en mi corazón.

Porque vivir sentada encima de los agravios recibidos y volverlos a sacar una y otra vez, no perdonando nunca, sintiendo –recurrentemente- el malestar pasado y actualizándolo para que no se quede obsoleto es una práctica muy común entre las personas que han dejado que su corazón se endurezca.

Estoy segura de que todo el mundo tiene una lista de ofensas horribles en su haber, pero no solamente las que se han recibido de los otros, sino que habría que recordar las que nosotros mismos hemos inferido a los demás. No siempre se puede ir de víctima en la vida; alguna vez también habremos sido verdugos. De eso no se libra nadie.

Diciendo esto parece que me apropio del tercer papel posible: el de la persona salvadora que media entre el que agrede y el que es agredido y acaba llevándose la leña. Puede ser. Una, que ya ha hecho tanto de hada mala como de bruja buena en esta vida, sabe que es más divertido ir cambiando de rol que enquistarse en el mismo –casi siempre predestinado por condicionamientos familiares y sociales- aunque se nos olvide de vez en cuando el texto y tengamos que meter alguna “morcilla”.

Cuando el espíritu está en paz y el corazón late acompasado, el cuerpo agarra ese buen ritmo y cumple su función en el triángulo perfecto del equilibrio emocional: deja de enfermar. Y se acaban los dolores de cabeza, los ardores de estómago, la tensión fuera de sitio y tantos y tantos males cuyo origen es la mayoría de las veces psicosomático. No perdonar provoca resentimiento. No olvidar, también. Entre el perdón y el olvido está algo parecido a la felicidad. O eso creo yo.

En fin.
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sábado, 10 de enero de 2015

Un viejo amante



 
La otra noche le ví; acodado a la barra de un bar de copas a la hora de nadie en que todavía se podía hablar sin dar gritos y la música la seleccionaba un camarero con cara de aburrido. Cruzamos una mirada fugaz que me dejó prendida de la línea de su escorzo y descolocada por unos segundos. Mi acompañante notó el requiebro y preguntó con los ojos inquietos. Yo callé y dije que me tomaría un gintonic infantil, que la noche era larga y mi estómago sensible.

Sentía su fuego en la espalda como aquellas madrugadas perdidas lo sentí en toda el alma. En un instante irremediable permití que los recuerdos viajaran a la velocidad de los neutrinos, desde el tiempo pasado –seis, siete años- al presente de mis muslos temblorosos que buscaban cobijo en un taburete indiferente. Me quedé sorda y muda, ciega y autista, etérea y traspuesta durante los minutos que duró el calambrazo. Luego, como todo en esta vida –incluso el amor y el deseo- pasó el tiempo detenido y se deslizó fuera de mí y del local por el tubo del aire acondicionado.

Roto el encanto como una copa de cristal contra el cemento, aguanté tres canciones más antes de darme la vuelta e inventar el viaje innecesario hacia los servicios del local. Caminé tres pasos sintiendo la angustia que debió de sentir Grace Kelly cuando su Gary Cooper esperaba el tren del mediodía. Le miré a los ojos como en alguna noche de antaño para recordarle el recuerdo que dejó en mi almohada, -a buenas horas, si fui yo quien le dejó,- y él sonrió cortésmente con aquella su sonrisa de enamorar mujeres desconocidas.

Viendo que mi paso no contemplaba detenerme a su lado, alargó el brazo y rozó el mío en una súplica inventada pero suficiente para llamar mi atención. Me miró a los ojos directamente y soltó, un poco para sí mismo, un poco para el público:

-“Cómo me recuerdas a una mujer a la que amé…”

Ante el espejo del cuarto de baño lloré en un arranque súbito y retroactivo a la vez de rabia incontenida; su frase estrella me la había vuelto a decir varios años después, sin reconocerme en absoluto.

Y ya no tenía la excusa de decir que se me había metido el humo en los ojos…

En fin.

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La lucidez a los noventa y cuatro años



José Luis Sampedro ha sido –y sigue siendo- uno de mis modelos a seguir. Lúcido desde siempre, coherente incluso en sus contradicciones, humano hasta reventar, representa el paradigma de unos valores que nunca debieron haberse pasado de moda.

Lo descubrí –como casi todos en mi generación- con el relato intimista, honesto y emotivo de “La sonrisa etrusca”, una historia de amor entre un viejo y su nieto que nunca he dejado de volver a leer cuando mi ánimo necesitaba de un poco de silencio interior. Cuando empecé a leer a Sampedro, él ya era una persona mayor, porque fue un escritor tardío, y nadie diría escuchándole ahora que tiene noventa y cuatro años.

Según él mismo ha confesado, la vida le ha regalado un plus a partir de aquel día del año 1995 en que sufrió una afección cardiovascular que le habría llevado a la muerte si no se hubiera interpuesto en su camino el doctor Valentín Fuster en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York; dieciséis años para seguir luchando por un mundo antiglobalización, un tiempo de regalo para dedicarlo a vivir intensamente. Años más tarde, estos dos sabios se juntaron para que fuera posible el precioso ensayo “La ciencia y la vida” al que dio forma Olga Lucas, el amor total del escritor.

Pero José Luis Sampedro es mucho más que un intelectual independiente, luchador, fuera de todo catálogo, adalid sin buscar glorias del movimiento 15-M, un “indignado” con la avaricia de los bancos y con el desdoro de los gobiernos. Es más que un economista provisto de valores humanos como la honestidad, más que un escritor leído y comprendido como dejó claro en sus cursos en la Menéndez Pelayo en el año 2003 –“he venido aquí a VIVIR cuando se me está acabando la vida” (“Escribir es vivir”)

"Tenemos no solo el derecho a la vida, sino el deber de vivir esa vida, yo he tratado de averiguar quién era yo y hacerlo totalmente", comentaba ayer mismo en la penúltima entrevista después de conocer que le ha sido concedido el Premio Nacional de las Letras.

Sé que la gente que me lee se va a alegrar” – y me he dado por aludida y alegrado en lo más íntimo porque Sampedro es un modelo a seguir en la lucidez y coherencia de su discurso.

CREDO PERSONAL



(Autor: José Luis Sampedro)



Creo en la Vida, Madre Omnipotente,



Creadora de los cielos y de la tierra.



Creo en el Hombre, su hijo,



Concebido en creciente evolución,



Progresando a pesar de los Pilatos



Que inventaron sus dogmas reaccionarios



Para aplastar la Vida y sepultarla.



Pero la Vida siempre resucita



Y el Hombre sigue en marcha hacia el futuro.



Creo en los horizontes del Espíritu



Y en la energía cósmica del mundo,



Creo en la Humanidad siempre adelante,



Creo en la Vida perdurable.



Amén


Felicidades, Maestro.

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