domingo, 28 de febrero de 2021

Autodisciplina para mayores

 

Autodisciplina para mayores

Empecé a ser disciplinada ya a una edad muy avanzada, concretamente cuando no tenía encima de mi cabeza a nadie dándome órdenes; quizás me comportaba de esa manera porque nunca he sido “bien mandada” –como decía un jefecillo de mi empresa cuando quería valorar el grado de sumisión de los trabajadores-.

El caso es que anda el personal como si el caos del Universo (lo de la entropía, vaya) se hubiera colado por los agujeros vitales y anda todo hijo de vecino manga por hombro, en un batiburrillo existencial, cansado y perezoso donde es ley el: no dejes para mañana lo que puedas hacer pasado mañana. Sin ganas, vamos.

De repente, anda la gente levantándose a las diez de la mañana –los que no tienen que ir de “cuerpo presente” a ningún sitio-, desayunando a las once con pintas de Homer Simpsom, arrastrando las pantuflas a las doce menos cuarto y justificando su desidia con un vulgar: “es lo que toca”. (Ya no veo a aquella amiga que salía de casa a pasear a la una de la tarde).

Bueno, a mí “me toca”, precisamente, ser más disciplinada que nunca; nada de…ya veré mañana qué hago o qué dejo de hacer, porque eso es –al menos para mí- dejar la puerta abierta a la vagancia total y absoluta y a su prima la depresión. (Tampoco veo ya a aquel amigo que se perdió entre las miasmas del abatimiento existencial).

Para no olvidar que soy una persona humana en activo –en pasivo están los que están enfermos o incapacitados o literalmente muertos-, he retomado mi agenda como en el tiempo en que trabajaba por dinero.

Tengo unos papelitos pequeños -del tamaño de un paquete de tabaco para hacernos una idea- en los que escribo lo que tengo intención de hacer cada día de la semana y de qué hora a qué hora. Por ejemplo: “Lunes: 8,00h. desayuno y cambio de ropa de cama. 9,00h. Compra semanal. 10.00h. Utilizar el coche, caminar por el monte. 13,00h. Regreso, preparar comida. Por la tarde: Descanso físico, actividad intelectual (leer, escribir, pintar, ver pelis, mirar por la ventana).

Eso que se llama disciplina no es otra cosa que seguir una serie de normas de forma constante para conseguir un objetivo; en este caso, sobrevivir con más gloria que pena a las limitaciones circunstanciales que a todos nos obligan. Es indiscutible que la disciplina es positiva cuando el fin merece la pena; quiero decir, cuando uno mismo decide que vale la pena disciplinarse y ponerse las pilas para trabajar en lo que decidimos emprender.

Esto se aplica a casi todo y de la misma manera que también lo hacen los agentes contrarios: el vaguerío, el vivir sin ganas, el matar un día tras otro hasta que alguno de esos días nos mate sin avisar…

Voto por la disciplina personal ineludible en los siguientes casos:

  1. A) Enfermedad física que exija medidas correctoras. (Evitar el azúcar y el alcohol si se es diabético, el tabaco si hay problemas respiratorios –no te digo ya nada si te han detectado un cáncer- y así hasta acabar con la lista quilométrica)
  2. B) Enfermedad psíquica (aunque no esté diagnosticada por el médico del ambulatorio) que pide a gritos descanso, eliminar el estrés, sueño reparador y que dejen de machacar nos los demás con sus pejigueras.
  3. C) Enfermedad del espíritu a la que se está expuesto por la pérdida de la paz interior, el silencio del alma y la necesidad de recuperar las sonrisas confiscadas. Ya ni digo nada de los abrazos.

Esta tarea tiene una gran ventaja ya que no hay exámenes ni nota de corte para pasar al siguiente estado. Queda en la mano de cada uno exigirse más o menos en función de las fuerzas con que se cuenta. Por supuesto que la trampa está servida y echarán mano de ella los que siempre han sido como son, con excusas, justificaciones y ese sonsonete de “tú no tienes ni idea de lo que yo estoy pasando”…

Felices los felices. Y los que se lo curran, más.

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Hablar de política, un mal rollo

 

Hablar de política, un mal rollo

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He hablado de política hasta aburrirme y, precisamente por eso, ya he llegado a mi límite. Era –es- un tema que me apasiona porque reactiva lo más profundo de la esencia de cada individuo, ahí se nos ve a todos el plumero porque defendemos la propia ideología como si la vida nos fuera en ello. Unos y otros, los de los extremos, los equidistantes y los que han hallado el equilibrio que les satisface, proclaman sus ideas en cualquier palestra que les caiga a mano.

Hasta que deja de ser un intercambio civilizado y sale a la superficie la bestia que todos llevamos dentro –y que Fraga llevaba por fuera. (Esto no es para hacer un chiste sino para posicionarme sin disimulo alguno).

El caso es que siempre he creído que lo justo y lo correcto –a mi entender- era compartir opiniones no únicamente con quienes pensaban igual que yo porque, ¿qué podría aprender si no? y de esta manera tener modelos diferentes para comparar ya que pienso que las comparaciones –lejos de ser odiosas- son más que necesarias para poder decidir o elegir la opción que más interese.

Desgraciada y obviamente, siendo vasca y viviendo en Euskadi me ha tocado comerme muchos sapos que no quiero ni recordar, atragantados todos. Alegatos, soflamas, apologías y filípicas terribles han sobrevolado mi cabeza (como las de todos) durante demasiado tiempo, demasiado; y el trabajo consistía en reflexionar, separar el trigo de la paja, comprender, escuchar, no juzgar, tener compasión, incluso.

Nunca he callado mi opinión en una diatriba política. No he escabullido el bulto ni ocultado mi posicionamiento al respecto. A mis años he conseguido –espero que definitivamente- posicionarme en mi baluarte a favor de la no violencia; y de la paz si se entiende por lo mismo, que no siempre.

Es por eso que cuando mantuve una conversación con una persona que se empeñó –levantándome la voz en mi propia casa- en defender, justificar y alabar la violencia… me sentí brutalmente agredida en lo más hondo de mi ser. Le pedí, le exigí, que no se expresara en términos de odio en mi presencia y mucho menos mientras se tomaba el gintonic que yo amablemente le había ofrecido. Pero no hubo manera de que frenara sus ímpetus (nada juveniles, por cierto). Aguanté en la trinchera hasta que se acabó la copa y se fue por la puerta que, sentí que debía hacerlo, cerré detrás de sí para los restos.

Al día siguiente quiso hacer como si no hubiera pasado nada e incluso me llamó “rarita” por no aceptar su discurso vomitado desde “la libertad de expresión”. Pues muy bien, le dije, pues muy bien, me dije. La próxima vez…no va a haber próxima vez. Punto final.

Sé que debo ser tolerante…excepto con los intolerantes.

Y he decidido no volver a hablar de política. Ni con quienes piensan como yo –que para qué- ni con los que piensan distinto, no vaya a ser que me vuelvan a disparar dialécticamente aprovechando que no uso chaleco antibalas e invito a gintonic.

Felices los felices.

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¿Es contagiosa la estupidez?

 

Es contagiosa la estupidez?

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Leí el otro día la típica tontería en la red advirtiendo al personal de que no había que juntarse con personas estúpidas porque podían contagiar sus limitaciones mentales; nada demasiado interesante, la habitual boutade pretendidamente humorística en los tiempos que corren. Pero, a continuación, leí el inteligentísimo artículo de Rosa Montero titulado “La conjura de los necios” –como la obra única y genial de Jonh Kennedy Toole- que me llevó derecha al ensayo de Carlo M.Cipolla titulado “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. Nada es casual en esta vida, adoro las coincidencias que son causalidades.

Dejemos claro que la estupidez humana no puede ser infinita, –como cacarean los estúpidos que no saben que lo son- puesto que el número de humanos vivos es finito. Tema solucionado, no volváis a repetir el chiste que se supone que hizo Einstein, por favor, que aquel señor no hizo un chiste en su puñetera vida: no tenía ni el más mínimo sentido del humor ni el menor atisbo de empatía. (Hay muchas biografías que lo demuestran)

Mejor sería leer el último libro que escribió Gustave Flaubert “Bouvard y Pécuchet” en el que se despachó a gusto sobre la estupidez humana de la mano de dos protagonistas que se las dan de sabihondos y no entienden nada de lo que ven. Ya en el siglo XIX la estupidez campaba por sus respetos con una tasa de incidencia igual de alta que hoy en día.

Pero volviendo al tema que me preocupa y sobre el que he estado rebuscando en la inmensa bibliografía que ha producido me quedo con el lúcido ensayo del antes citado C.M. Cipolla (léase Cipolha), historiador económico italiano que falleció en 2000 a la edad de setenta y ocho años dejando una serie de ensayos paródicos, divertidos, irónicos y muy inteligentes sobre cómo construir la metodología del ridículo.

En palabras nuestras, las de los simples mortales que no somos ni economistas, ni historiadores, ni tenemos una columna semanal en el periódico, resumiré lo estudiado para el examen. Lo primero que se demuestra en el lúcido ensayo aludido -y para que nos quedemos tranquilos- es que la estupidez nace, no se hace. Que es algo que viene de serie con el individuo, al igual que uno es rubio, alto, de complexión alfeñique o con aspecto de neandertal.

También conviene constatar que en todo grupo de humanos, de aquí o de allá, del norte o del sur, civilizados o sin civilizar, hay SIEMPRE un porcentaje invariable de estúpidos. En todas partes, en todas las clases sociales, intelectuales, económicas e ideológicas. Lo mismo entre los hombres que entre las mujeres, entre los pobres o los ricos, entre los que tienen diplomas colgados en la pared y los que escriben a duras penas su propio nombre. En todos los grupos se manifiesta de forma natural un porcentaje determinado de estupidez. Y un porcentaje determinado de inteligencia, por aquello del equilibrio.

Y de aquellos polvos, estos lodos, qué duda cabe. Y de ahí vienen las “Leyes fundamentales de la estupidez humana” que, aconsejo vivamente a todo aquel que se sienta inteligente y no lo haya leído, corra veloz al google más cercano para informarse de cómo acechan y habitan entre nosotros. Los estúpidos, digo.

El ser humano inteligente también lo es porque Natura así lo ha determinado; ni se hereda ni se hace: se nace. Otra cosa será “batirse el cobre” con lo que ha tocado en suerte y mejorarlo con tesón. O dejarlo aparcado y desperdiciado, lo que no será más que la demostración de que la estupidez es consustancial al individuo de nuestra especie.

El incauto, el inteligente, el malvado y el estúpido están aquí, a nuestro lado, todos somos alguno de ellos aunque no nos hayamos parado a pensar en ello. Curiosamente, el incauto reconocerá cuándo le engañaron, el malvado sabe a ciencia cierta el daño que hace, el inteligente comprende el Universo y el estúpido…suele ser el que hace daño sin obtener ningún beneficio a cambio o incluso procurándose un perjuicio a sí mismo. Ése que se cree que sabe las cosas sin haber movido un dedo para aprender nada o sin reflexionar. Curiosamente, este tema sobre la estupidez humana tan sólo suele interesar a las personas inteligentes… porque hay otros que piensan que la cosa no va con ellos.

Felices los felices. Y los que se cuestionan las cosas.

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viernes, 19 de febrero de 2021

Pedruscos familiares

 

Pedruscos familiares

Empezaré por el final: “En todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas”. Esta sabiduría popular pone a cada uno en su sitio, que no es otro que el de ser comprensivos y tolerantes con los que no pueden más con las rémoras familiares y necesitan arrojar el lastre antes de verse arrastrados a ese pozo de donde sólo se sale con pastillas de colores o con el ánimo gris tirando a negro.

Dicho esto, ahora debería empezar a desmenuzar mi historia familiar… pero no puedo. Quiero decir que no puedo no porque no me sienta con fuerzas sino porque no me dejan, ya que las líneas rojas familiares se repintan continuamente para que nadie pueda decir que no están bien visibles; hasta hay un radar que chirría si te pasas de lista.

Esto es porque nací y me criaron en el típico entorno burgués que temía más que a un nublado “el qué dirán”, en una de esas familias conservadoras donde “la ropa sucia se lava en casa” y que ponía mucho cuidado en que nada de lo que ocurriera de puertas para adentro asomara la patita al exterior. Se me quedó como la marca de la vacuna de la viruela: para toda la vida.

Fallecida mi madre hace un año, soy la siguiente en la lista. Quiero decir teóricamente puesto que me ha tocado el dudoso honor de ser la primogénita de quienes llevamos los mismos apellidos y parecidos elementos en las venas: (sangre desoxigenada  y dióxido de carbono y desechos metabólicos procedentes de los tejidos en dirección a los órganos encargados de su eliminación (los pulmones, los riñones o el hígado). Todo muy práctico en realidad  pero nada de eso que dicen que une para siempre.

La mayoría de las relaciones familiares que sobreviven normalmente imitan el modelo aprendido y se sostienen prendidas con alfileres. Alguna boda, pocos bautizos y los inevitables funerales si la geografía -ergo la distancia- juega a favor. Si lo hace en contra, los alfileres sujetan los pespuntes de algunas comidas familiares y los cumpleaños de los nietos. Casi siempre quejándose por dentro y con la sonrisa tirante por fuera.
 Digo que no me puedo poner a contar mi infancia ni mi adolescencia, no puedo contar MI VIDA, ya que no me quedaría más remedio que hablar de progenitores comunes, de espacios compartidos -aunque desde ópticas diferentes-, y con toda seguridad mi visión sería subjetiva –condicionada a mi propia experiencia- y no coincidiría en muchas cosas con la percepción –subjetiva también- del resto de la progenie. Y como no tengo ganas de que me pongan a parir ni me calienten la cabeza, mejor guardo mis anécdotas para las sobremesas con los amigos.

Pero lo que sí puedo compartir sin que me tiemble el pulso es la rémora mohosa que llevamos en la mochila por obra y gracia de la educación represora e hipócrita recibida. Y sobre todo culpabilizadora. Piedras familiares que son comunes a tantas personas de mi generación y que, cada vez con mayor necesidad, son arrojadas fuera de ese “equipaje emocional” del que creíamos no conseguiríamos librarnos jamás.

Todo esto ha sobrevivido en un contexto determinado: católico, aburguesado o con ínfulas de serlo, preservando las apariencias por encima de la esencia y haciendo “caridades cristianas” hacia afuera y guardando las miserias de puertas para adentro. Padres y madres que defendían con uñas y dientes el rol establecido de varón/proveedor y hembra/organizadora. Señoras ellas, señoritos ellos y los hijos, unos salvajes domesticados a palos, listos todos para ir en familia a la misa del domingo.

Con arduo trabajo y mucha piel arrancada hemos conseguido –hablo por mí y tantos como yo- darle la vuelta al pesado lastre  heredado de nuestros padres (de los padres que relato, no de todos) y formar nuestras propias familias con otras miras de futuro y otros valores éticos y morales. O no. O quién sabe en qué lío seguimos todos metidos.

Los pedruscos familiares –léase basura emocional y educacional- no se pueden arrojar como el celofán de un paquete de tabaco por la ventanilla del coche. Hay que llevarlos al vertedero donde no se recicla nada porque nada es aprovechable; ese lugar donde tienen que ser enterrados los residuos tóxicos para que nunca más vuelvan a estar activos. Y quién sabe dónde y quién sabe cómo. Pero lo seguimos intentando.

Felices los felices. Y los que se liberan.

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Ese pájaro llamado amor

 

Ese pájaro llamado amor

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El amor es como el pájaro del cuento de esa niña encogida en su cama, mojado el rostro de lágrimas, secándosele el corazón y se cuela ese dulce pajarillo por la ventana una noche de finales de invierno. Despistado e indiferente, rozan sus alas de refilón el cristal, reclama atención con su galante aleteo y enjuga esa lágrima depositada en el alfeizar con la primera sonrisa, ésa que nos condena al enamoramiento.

A la mañana siguiente, sigue estando ahí, en el huequecillo calentito que hay entre la cortina y la pared, descansando, sin pedir nada aparentemente, tan sólo entona un dulce piar. Y nos conmueve la emoción de lo dulce y lo sencillo y en ese momento nos sabemos perdidos, dulcemente perdidos.

Ese pájaro llamado amor hará su nido de pasión en nuestra cama, al batir sus alas moverá el aire frío alrededor convirtiéndolo en bruma tórrida, aventando cualquier grisura anterior, abrirá la puerta mohosa de nuestros ensueños a un nuevo mundo luminoso , como príncipe de cuento o héroe homérico, y convertirá en radiantes las hasta entonces solitarias, grises y plomizas madrugadas. Haremos de él el paradigma de todos los símiles y adjetivos que se usan para la poesía vulgar: eclosión natural, milagro eterno, prodigio sublime, presente divino, descubrimiento de la luz o de un dios al que adorar.

Inspirará poemas desde la tierra reseca del corazón, hará brotar el manantial oculto que mana sonrisas, borrará cual vendaval furioso las viejas penas y teñirá con colores las sombras que visten cada rutina.

Y aun así nos engañará porque somos ansiosos de ser engañados; escucharemos su canto de sirena sin descubrir a la gorgona que sonríe aviesa oculta entre sus cabellos de falsa princesa. El amor querrá ser, una vez más y siempre, ese espejismo perfeccionado en el corazón que hará desaparecer la luz de una alarma, el atisbo quejoso que lance la mente en su misión de protegernos de este espejismo y cualquier otro mal.

Se contentará al principio, ese pájaro llamado amor,  con el mimo dulce y cotidiano como alimento, pero enseguida pedirá más y más con sus gorjeos y por saciar su hambre vieja, de otro tiempo, de otra vida, esa exigencia será aceptada, cadenas dulces de dulce esclavitud, libertad entregada con las manos abiertas, el corazón abierto, el alma abierta, todo será poco hasta que estampe su pico voraz contra los cristales.

Igual que en aquella película de terror que todos hemos visto y nadie ha olvidado, dejaremos de ser protagonistas inoportunos y seremos actores invitados; quizás secundarios prescindibles o simplemente figurantes sin nombre ni destino.

Y el pájaro inquietante -llamado amor- tomará su regalo, ya transformado en urraca y seguirá su vuelo, migrante eterno del aire y roguemos por no estar presentes en el momento en que despliegue sus alas y, como vino, sin anunciarse, se vaya volando por la ventana abierta, abandonando a la niña* del cuento,  para cantar en otro hueco, para piar en otras sábanas.

Cuando el amor se vaya que quede la ventana abierta. !Hay tantos pájaros en el cielo… ¡

*También hay niños soñadores, solitarios y necesitados de amor, vaya que sí.

Felices los felices.

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Se me ha pasado San Valentín

 

Se me ha pasado San Valentín

Con lo que soy yo para estas cosas de las fechas no sé qué mosca (no) me ha picado este año que se me ha pasado la fecha del amor por antonomasia, que ayer por la noche, al filo del pijama y el edredón, me dio como un vahído existencial al darme cuenta de que, OMG, no he celebrado el catorce de febrero como mandan los cañones.

Y pensarán los malpensados; ¿y qué más te da a ti si no tienes pareja que llevarte a la boca? Y yo les diré que no vayan de listillos que San Valentín no es el patrón de los matrimonios ni de las parejas de hecho o de cohecho sino el bendecidor de los E NA MO RA DOS. A ver si aprendemos a diferenciar de una vez por todas.

Porque yo enamorada estoy un rato largo, que a mí el corazón se me sobresalta y me palpita alocado varias veces cada día empujado por las emociones esas que dicen que dan al ser humano el puntito de alegría, felicidad, bienestar y satisfacción que proporcionan las feromonas alborotadas.

A ver, que hay que saber diferenciar, no vayamos a meter la gamba y engañarnos a nosotros mismos –o a alguien que esté enfrente-, que el enamoramiento es una cosa y puede acabar en los brazos del amor…o no. No confundamos, que cuando escucho a una pareja decir: “pues nosotros seguimos enamorados después de treinta y siete años como el primer día”, me atraganto como cuando el champán se te va por el otro lado.

Que no, que eso que se siente al cabo de los lustros no es enamoramiento ya, porque no puede serlo, faltaría más que las hormonas siguieran en activo después de tanto trabajo/desgaste en común, que eso tiene su momento, como el truco para hacer un huevo pasado por agua.

Hubo un tiempo en que yo también confundí la gimnasia con la magnesia o el enamoramiento con el amor hasta que leí el libro de Francesco Alberoni “Enamoramiento y amor”, que coincidió exactamente con el tiempo en que “mi primer amor para toda la vida” dejó de llamarme y luego lo vi dándose el lote con una amiga en lo oscuro de la discoteca. Ya me he ido por las ramas intentando acordarme de cómo se llamaba aquel muchacho tan guapo y tan alto… (Nada, que no consigo recordarlo).

El caso es que, hoy mismo, lunes 15 de Febrero, voy a celebrar el día de los enamorados como si no hubiera un mañana, que eso es algo que ningún amante, novio o marido te puede garantizar. A mi manera, como todo lo que yo hago, y sin pelearme con nadie.

La verdad es que tampoco me importa tanto haberme librado de aquella costumbre tan casposa de regalar algo porque el dueño de Galerías Preciados tuvo la genial idea de introducir en este país la costumbre de que los novios compraran un regalo a sus novias en fecha señalada y que lo hicieran en sus almacenes. Un visionario, Pepín Fernández. (Con ese nombre no podía ser otra cosa en este país)

Así que si tu pareja –esa con la que te peleas cada mañana y con la que no hablas más que para pedirle que te pase la sal- te ha regalado ayer “algo”, ojo al parche, que hay muchas alhajas con dientes. O si tú misma (o mismo) has hecho un regalito “por cumplir”, pues como que mejor te lo hagas mirar porque ya no son edades para andar con engañifas.

Yo sigo enamoradísima, y eso que los cincuenta –ni los sesenta, vamos- ya no los cumplo, pero de la vida. Y que ahí me las den todas…

Felices los felices. (Y los enamorados)

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