domingo, 29 de noviembre de 2020

Consejos de doble filo

 

Consejos de doble filo

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Me sorprende que algunas personas me escriban pidiéndome consejo sobre su situación personal; es algo que me causa mucho rubor y más desasosiego, me siento como en una noria demasiado veloz de la que deseo bajarme antes de que se me suba el estómago a la boca. No quiero decir que me cuenten cosas que me harían vomitar (aunque a veces me toca hacer de bacinilla virtual sin haberme ofrecido a ello); lo que quiero contar es que, cuando esto ocurre, sé que me voy a cortar con el doble filo de cualquier sugerencia u opinión.

Bien entendido que no tengo autoridad moral alguna –ni de la otra- para aconsejar nada a nadie, y dejándolo bien claro en el primer párrafo de mi respuesta (porque respondo por educación automática), procuro ser amable con el punto justo de empatía que puede provocarme una persona desconocida.

Pero a lo que voy. La mayoría de emails relatan una situación complicada en lo afectivo/amoroso, desgranan un rechazo que provoca dolor, el alejamiento y la indiferencia, cuando no hablan sin tapujos de agresiones, violencia y voluntad de hacer daño.

Me quedo entonces estremecida con los dedos tiesos, incapaz de teclear algo amable que pueda aliviar esa pena o atemperar la rabia expuesta. No sé cómo hacerlo, vuelvo a informar a quien me escribe, le insisto que no soy psicóloga ni psiquiatra ni experta ni experimentada ni la reencarnación de Doña Elena Francis. Sin embargo, hay un pepitogrillo dentro de mí que me obliga a contestar porque me suelo ver reflejada –aunque sea de costadillo- en las cuitas relatadas.

¿De qué me sirve explicarle a una mujer enamorada o dependiente de su pareja que “si hace daño no es amor”? ¿Cómo evitar hurgar en la herida que ha provocado un maltrato físico o el desprecio hacia la persona? ¿Dónde está el bálsamo para el desamor, la indiferencia o el abandono?

Me niego entonces a echar mano del cajón de frases feministas todoterreno, de esas que se usan tantísimo en los libros de auto ayuda o en las reuniones donde se paga por escuchar a vendedores de humo. Me niego a aconsejar paciencia o a sugerir salir corriendo por la puerta sin mirar atrás. Quién sabe nada de cómo es el alma de los demás y cuánta contradicción nos crece en el silencio interno.

Así que informo de que cualquier consejo que acepten o sigan será siempre un arma de doble filo; por un lado cortará la cuerda que nos tiene atados y por el otro nos hará una herida que sangrará, eso seguro. Que es mejor reflexionar en silencio y decidir qué se puede hacer, con qué herramientas contamos para solucionar el desbarajuste que nos quita el sueño, cuánto estamos dispuestos a pagar por recuperar la libertad y si alguien nos puede avalar en esa ardua empresa.

No me engaño cuando pienso que la mayoría de las personas que nos enfrentamos a una situación dolorosa que se alarga en el tiempo esperamos inocentemente que sean “los demás” quienes depongan la actitud que nos incomoda o que cambien ellos para evitarnos nosotros ese mismo esfuerzo.

Errores y horrores de alcoba, manchones en el libro de familia, decisiones ajenas firmadas como propias, el egoísmo y la comodidad que pasan factura o se convierten en multas con aviso de embargo. Al final, no hay más cera que la que arde, es decir, responsabilizarnos de las consecuencias de nuestros actos y decisiones… nos guste o no nos guste.

Me despido lo más amablemente posible y añado una postdata necesaria: “no hagas caso de los consejos de nadie, mucho menos de los míos”.

Felices los felices.

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miércoles, 25 de noviembre de 2020

La plaza donde jugaba de niña

 

La plaza donde jugaba de niña

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El barrio donde crecí no está lejos de donde vivo ahora; de hecho, tengo que atravesarlo para llegar hasta el centro de la ciudad y lo hago con paso raudo y con la vista al frente como si me crecieran unas espontáneas anteojeras que harían las delicias de un profesional de las terapias psicoanalíticas. Pero ayer me desvié de la avenida principal y me metí en la plaza de mi niñez y pre adolescencia: la plaza del Sauce. Yo he cabalgado el paso de los años con cierto donaire, pero el sauce ha envejecido mal, está muy “perjudicado”, como tantos adultos mayores que batallan con el mazazo del calendario de la peor manera posible.

Nada me hacía más feliz que bajar a la plaza a jugar. Mi madre no compartía ese gozo y se enfurruñaba por que saliera a la calle “como perro sin amo”, repetía. Yo me escapaba en las tardes de verano aburridas hasta la náusea y me juntaba con otras niñas como yo, anhelantes de alguna emoción que desplazase el tedio impuesto. Así que las emociones las inventábamos entre nosotras jugando a jugarnos el tipo haciendo equilibrios inestables y colgándonos como murciélagos de unos “juegos infantiles” hechos de hierro con mucha propensión a la roña.

Los chavales acudían encantados a vernos “las fotos” y de paso escupirnos desde lejos a ver quién daba en el blanco. Nosotras chillábamos y les tirábamos puñados de la arena poco higiénica en que estaban clavados los balancines, columpios y “hierros”. Cuando ellos se aburrían de “hacernos caso” se iban a dar patadas por ahí a algún balón o a las piedras de las calles, tanto daba.

Nosotras jugábamos a lo nuestro: a saltar a la goma, a tabas, a cromos y al brilé, que era un juego que me fascinaba porque había movimiento, carreras, posibilidad de chillar y soltar la energía que, si volvía con ella a casa, tenía que reprimir por miedo a infringir las severas normas de silencio que imperaban en el claustro familiar. Lo llamo así porque crecí bajo la férula de una madre “de salud delicada”, aunque no supiera el significado hasta que me hice algo mayor. Paradójicamente la que más gritaba era ella misma, supongo que harta de reprimirse (ella no bajaba nunca a la plaza) ya que cohabitábamos en un piso seis mujeres y un hombre cada uno intentando saber cuál era su lugar en la vida: menuda lucha.

Para compensar mi tendencia natural al zascandileo me llevaron a un colegio de monjas, al “Bartolo”, así llamado porque estaba situado en el cerro de San Bartolomé, donde me obligaron a aprender de memoria la lista de peligros a los que estaba expuesta si no me reciclaba en algo parecido a una niña “como Dios manda”. O quizás fuera al revés, que me escapaba de casa para equilibrar la balanza de la educación monjil y la familiar estrictamente religiosa con un poco de aire fresco. Al final, mis padres tiraron por la calle del medio y me metieron interna en un colegio de la Compañía de María en un pueblo del Alto Deva.

El sauce dividía la plaza en dos zonas claramente diferenciadas y la chavalería de un lado no se mezclaba con la del otro…en mi caso, por orden de la superioridad. Por supuesto que yo hacía de mi capa un sayo, pero mis amigas eran pacatas, muy temerosas de los zapatillazos maternos y los sordabirones paternos. A unas nos arreaban más que a otras –supongo que en función de la infelicidad parental-, pero se nos pasaban pronto las lágrimas sin saber que estábamos trabajando el sedimento de futuros traumas.

La plaza tenía vida propia o acaso era la que le regalábamos quienes en ella gastábamos horas y días inventando un lugar feliz entre columnas de cemento, paredes de ladrillo, con árboles raquíticos, sin plantas ni flores, con cuatro bancos cutres y un sauce en el medio.

En aquella plaza viví mi primer amor sin enterarme de nada; un chaval de doce años me machacaba desde lejos –demasiado lejos como para agarrarle- lanzándome bolas de papel masticado con un tirachinas. Mis amigas decían que era porque “se gustaba de mí”. Al cabo de los años entendí el sistema utilizado y ya no acepté esas “declaraciones de amor”.

Paseando ayer por la plaza del Sauce no sentí ni nostalgia ni tan siquiera un temblor ligero en los aledaños del corazón. Aquel lugar cumplió su cometido mostrándome los retoños de los humanos que más adelante seríamos; ninguna amistad he conservado de aquellos años, no recuerdo a nadie y nadie me recordará a mí. La plaza, sin embargo, sigue albergando las historias de otros niños a los que ayer vi jugar contentos en un entorno limpio y homologado por la UE. Pero no jugaban solos como lo hicimos nosotros sino con sus preceptivos “guardaespaldas”. Cómo ha cambiado todo…

Felices los felices.

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martes, 24 de noviembre de 2020

EXPLICACIONES DEBIDAS

 

Explicaciones debidas

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Cuando se decide unilateralmente terminar con una relación de amor o de amistad lo que menos suele apetecer es ponerse a dar explicaciones; uno sabe que debería hacerlo, pero no se atreve a enfrentarse a la escaramuza final, así que tira la piedra y deja que ésta acierte en donde más le duele al otro. Justifica su actitud detrás del telón de la cobardía y sigue adelante sin mirar el estropicio que deja a sus espaldas. Huye como el crío que ha roto el frasco de las galletas: asustado y dispuesto a jurar que no ha sido él.

Es por eso que hay quien baja a comprar tabaco y desaparece, sin más. Gente que está harta de estar harta y da un portazo sin mirar atrás. Unos se llevan para ese viaje el dinero de la cuenta corriente y otros se van con lo puesto, es decir, con la rabia y la sensación de fracaso.

Es complicado dar explicaciones; lo sé porque cuando me ha tocado hacerlo es muy difícil hilvanar un discurso que no  dañe al otro, qué vas a decirle a quien abandonas después de haberle prometido –o casi- que estarías junto a él hasta que la muerte os separase; o casi. No es fácil, no.

Sin embargo, hay otras situaciones menos traumáticas en las que sí deberíamos plantearnos explicar nuestro comportamiento por respeto debido hacia la otra persona. No vale con dar un zapatazo por whatsapp, con cuatro reproches mal hilvanados y dejar que se lleve el agua de la cisterna años y años de relación. A mí me parece que no es ético ni justo. Ni elegante, ya puestos.

Cuando me ha sobrevenido la necesidad de finiquitar una relación –incluso una relación de años-, en vez de hacerlo de forma impulsiva o visceral,  he ido dejando pistas, como Pulgarcito con las migas, y si no las han querido tener en cuenta eso ya no es problema mío. Hay que avisar –y esto es bidireccional- para que no pille por sorpresa el descalabro o para darse mutuamente la última oportunidad para no  perder esa relación.

Pero ni nos molestamos. Para qué –pensamos- voy a pegarme el mal rato de explicar mi propio comportamiento a una persona con la que ya ni me apetece hablar. El orgullo, el mal entendido amor propio y, no digamos ya la soberbia, propician que no pocas relaciones desaparezcan de la noche a la mañana como engullidas por una especie de agujero negro emocional.

Acepto las explicaciones –cuando me las quieren dar- porque creo que es necesario para el equilibrio emocional saber y conocer cómo se nos ve desde fuera (aunque nos chirríen los dientes), cuáles son los errores que nos achacan quienes hasta antes de ayer mismo decían que nos querían.

Estas situaciones son cotidianas, me las cuentan y las detecto además de padecerlas; suceden en la misma familia, con amigas “de toda la vida” e incluso con esa pareja que se rompió pero que se juró “quedar como amigos de apoyo mutuo”.

En el último año han sido tres las personas con las que habiendo compartido una profunda intimidada están a día de hoy “desaparecidas en combate”. De repente “no saben, no contestan” utilizando el viejo truco de magia de taparse los ojos y así creer que nadie les ve.

Duele un rato, para qué vamos a negarlo. Pero cuando dudo de si hice bien tendiendo esos puentes me digo que sí, que valió la pena porque fui feliz mientras duró…y que hay que respetar las razones ajenas aunque no nos las hayan explicado. Por la propia paz interior.

Felices los felices.

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domingo, 22 de noviembre de 2020

"EL BAILE DE LA MASCARILLA"

 

“El baile de la mascarilla”

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Ya apenas paseo por mi ciudad. Para no tener que usar la mascarilla obligatoria me voy al monte o al campo a hacer mi rutina de ejercicio deportivo con la conciencia bien tranquila. En la punta del monte –aunque sea pequeñito- el aire limpio de coches, perforadoras y excavadoras da cuartelillo al agobio cotidiano de esquivar al enemigo invisible.

Suelo llevar los pinganillos en los oídos conectados a mi selección musical especial para paseos al aire libre aunque muchas veces quito el volumen y me deleito con los sonidos de la naturaleza que no son pocos si se sabe prestar atención. Voy sola y a mi bola ya que siempre me resultó difícil encontrar compañía que valorara los paseos en calma silenciosa que es un regalo para el espíritu. Para el mío, al menos.

Obviamente no soy tan lista como para haber descubierto lugares solitarios o inexplorados; sujetos como estamos a la prohibición de salir del municipio estos reducen a sota, caballo y rey las posibilidades, así que cada día somos más. Supongo que yo les molesto a la par que ellos me molestan a mí; o no, y nos saludamos al cruzarnos con ese “ápa” de toda la vida que tal parece que los vascos no sabemos decir “hola”, pero en fin.

Lo que me sorprende y me tiene más que mosqueada últimamente es el hecho de cruzarme con caminantes y/o deportistas haciendo cada uno el ejercicio que sus piernas le permiten llevando la mascarilla de bufanda o colgando de una oreja y que AL CRUZARSE con otra persona, se la colocan en su sitio. La retiran, la colocan, la suben, la bajan, la manosean y la contaminan con sus manos.

Yo veo que me miran con cierta animosidad puesto que voy a cara descubierta, como pensando, -oye tú, por lo menos podrías ponértela cuando te cruzas conmigo, ya ves que yo también me la pongo– y yo ya ni les miro aunque me miren no vaya a ser que alguno me llame la atención en plan poli malo y se me escape algún sapo de esos que todos llevamos en la recámara.

¿Por qué hacemos estas cosas? ¿Por qué creemos que el “baile de la mascarilla” ***sirve para algo aparte de para que se nos vea ridículos? Respeto a aquellas personas que en pleno monte quieren llevar la mascarilla atornillada al rostro porque así se sienten más seguras. No se me ocurre recordarles que no tiene sentido su precaución –sobre todo si caminan en solitario- ni darles la charla; allá cada cual con tal de que no intente obligarme a hacer lo mismo.

Cuando vuelvo al barrio para hacer los recados sigo fijándome; debajo de la nariz llevan la mascarilla muchas personas, sobre todo mayores tirando a ancianos;  de bufanda a la salida del instituto dos de cada tres, en los bancos del parque mientras toman café o lo que sea, cero patatero y en el colmado de la esquina se lleva calada hasta las cejas, pero no les importa empujarte para meter la mano desnuda en la caja de las mandarinas y sobarlas todas para elegir las mejores.

Con todos estos datos llego a la conclusión de que andamos más atolondrados que pollo sin cabeza, que nos hemos colgado en el pecho la medalla de “expertos en mascarillas” y que cada ciudadano “enmascarado” tiene su teoría y razón. Yo me limito a relatar lo que veo y a reir o llorar según el caso. Como esas mascarillas sobadas y con una buena capa de mugre que algunas personas se resisten a tirar y sustituir por otra nueva. Esas azules que dicen que sólo sirven para cuatro horas…o cuatro semanas, a gusto del consumidor.

En el súper hay paquetes de diez mascarillas que se venden como churros; pensando en que son más baratas que las de la farmacia que he venido comprando desde el minuto uno, leo la información impresa en el paquete. Literal: “ADVERTENCIA: Este dispositivo no es un producto sanitario en el sentido de la Directiva 93/42 o del Reglamento UE2017/45, ni un equipo de protección individual en el sentido del Reglamento UE 2016/425”. (Importadas por una empresa de Tarragona y fabricadas en PRC, que no es el Partido Regionalista de Cantabria sino las siglas de People’s Republic of China, conocida en español como República Popular China)

Ni idea de cuáles son esas normativas y prefiero no indagar, pero ahí lo tienes: el que avisa no es traidor y el que lo vende no engaña… si eres capaz de leer la letra pequeña que viene al final de las instrucciones. Esas mascarillas (10 por 3€) me temo que son tan eficaces como llevar en la cara un trozo de papel higiénico sujeto con dos gomas a las orejas.

Sigamos interpretando “el baile de la mascarilla” cada uno a su ritmo y con su propia música y si alguien tiene mala suerte y le toca bailar con el virus que piense si no ha hecho algo para merecérselo.

Felices los felices.

*** Si te quieres reír y comprobar que tengo razón, sugiero ver el vídeo de un tal Joaquín que juega en el Betis.

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DESBLOQUEO

 

Desbloqueo

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Corren malos tiempos y no solamente para la lírica*; ímpetus e ilusiones se cotizan a la baja  en la “Bolsa” de los afanes tanto si eres joven como si peinas canas. Hay que tener las neuronas muy holgazanas para no tomar conciencia de lo que está ocurriendo en el mundo y de que tenemos (casi) todos los números para que la buena suerte nos deje atrás con cara de pasmados.

Me aferro al discurso positivo, lo vigilo en cada tecla evitando graznar como pájaro de mal agüero y aumentar el rancho de la olla en la que se cuece la casquería contraria al sentido común; al mío, por lo menos. Ahora mismo estoy dando volteretas de contento –es un decir, si diera una vuelta de campana me rompería un par de huesos- al conseguir desbloquearme después de unas semanas en las que muchas de mis horas han estado confusas como cuando sales del dentista con la anestesia deformándote la cara.

La des-ilusión por no haber podido viajar a Alemania en Octubre a abrazar y ser abrazada por mi hija me lanzó de un empellón al rincón donde suelo rumiar las penas; sé que lamerme las heridas duele casi tanto como pillarte el dedo con una puerta pero soy incapaz de hacer como si no pasa nada cuando algo me duele.

Era lunes –porque estas cosas pasan los lunes- y me sentí sola y abatida como si hubiera pasado todo el fin de semana leyendo a Proust. Necesitada de calor humano del que estruja huesos y alma, llorando sin lágrimas –que es tan malo como reir sin dientes- y poniendo la típica cara de idiota de “no me pasa nada” -con la que quieres dejar bien claro que “sí” te pasa algo- en las vídeo conferencias con mis hijas.

Caminar sola y en silencio por la naturaleza es mi personal huida hacia ninguna parte. Cuando se confinan los cuerpos también se secuestran los sentimientos, un asco. Hay que estar ciego para no ver cómo el cerco se está estrechando y que cualquier lunes (otro lunes) el aire puro y libre puede volver a ser un lujo. Me niego rotundamente a que si esa posibilidad se convierte en probabilidad me pille hecha puré anímico y me lleve a rastras al hoyo de la murria y la depresión. Que ejemplos tengo vistos unos cuantos, desgraciadamente.

Así que cada mañana despierto con la buena intención de seguir al pie del cañón con lo que me ha tocado en suerte (sea ésta buena o mala, según se mire); me marco unos pasos de baile con la mopa para ver si me siguen funcionando las piernas, me miro las rodillas mientras me agacho para coger las zapatillas de patear y, sin reparo ni pudor, me largo por ahí con los bastones de marcha nórdica o el bastón de monte en la mano.

Sé cocinar y puedo comprar sanos alimentos, ¿cómo quejarme teniendo la despensa y el estómago satisfechos? Vivo en un piso sin goteras, caliente, cómodo y que procuro mantener lo más limpio posible. (A veces, cuesta, lo confieso, las “labores del hogar” no son mi fuerte). La tecnología se postra a mis pies cada vez que le doy al ON de cualquiera de mis muchos aparatos.

No tengo tos seca, ni fiebre, ni me duele la cabeza ni me cuesta respirar, los cuatro jinetes del apocalipsis sanitario que amenazan hoy en día a todo bicho viviente con dos piernas.

Me faltaba soltar de su enganche mi propio impulso, quitar el freno de mano mental agarrotado ante la bofetada de realidad antipática que se cuela por las rendijas del ánimo… y volver a pisar el acelerador***

Así que he vuelto a los pinceles, al lienzo y al aguarrás; a estrujar los tubos de pintura sobre la paleta y sacar colores de dentro de mí. Aunque haya grises. Hablar es más fácil que actuar, soy consciente. Y precisamente porque estoy viendo alrededor a demasiada gente “bloqueada” agarro al toro por los cuernos y decido que ha llegado el momento de darme un empujón con la pintura además de con la escritura y la lectura. (No es mi culpa que las palabras formen ripios). *

Hoy venzo mis bloqueos con las herramientas que poseo. Todos tenemos las nuestras, que no se nos olvide.

Felices los felices.

(*) Óleo sobre lienzo. Cecilia Casado

https://www.youtube.com/watch?v=ZKGxfGtI9iA

*”Malos tiempos para la lírica” Golpes bajos. 1984

https://www.youtube.com/watch?v=QyxFgIeID-Q

“Pisa el acelerador” Joaquin Sabina (1984)

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domingo, 15 de noviembre de 2020

El amor en tiempos del coronavirus

 

El amor en tiempos del coronavirus

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Necesito urgentemente tener contacto estrecho con alguien, lo más estrecho posible ya puestos. Es decir, estar cerca, lo más cerca viable de un ser humano vivo y preferentemente sano, sin mascarilla de por medio y durante varios cuartos de hora prorrogables. Poder interactuar con una persona sin miedo a morir en el intento, tener a mano a quien poder agarrarle la mano simplemente por el gusto de sentirnos bien. O incluso regalarnos el lujo de besos y abrazos por dejar que fluya la emoción de volver a sentir… como en los viejos tiempos. (No, no estoy tomando medicación ni me he comido una pizza de atún para desayunar)

Recuerdo ahora –no sin cierta tristeza- una década del siglo pasado en la que si dos se gustaban y uno de ellos (o los dos) era hipocondríaco tirando a histérico, podían llegar a pedirse mutuamente la prueba del VIH antes de formalizar “el roce” en plan pareja de fin de semana o lo que surgiera. Esto lo sé de buena tinta, que conste, varones muy masculinos que abominaban de los profilácticos aconsejables (“Póntelo, pónselo”) y preferían ir con la analítica en la boca. (Estoy recordando cosas estúpidas, será que me está dando el síndrome de abstinencia de la normalidad de antes)

En este contexto, igual estaría yo dispuesta a hacerme una PCR pagándomela de mi bolsillo para poder “demostrar” que no llevo carga vírica de la Covid-19 y así facilitar el camino a quien estuviera interesado en estrechar lazos con una servidora. A falta de familia que llevarme a la boca, la idea no está mal. Lástima que no sea mía, me la ha chivado un amigo que vive solo, que está solo, que no tiene perro que le ladre y que está viviendo una agonía por tener que renunciar al amor. Lloramos juntos como patos en el estanque.

“Renunciar al amor, menuda frasecita, pero no le falta razón a mi amigo al menos en su postulado de revolverse como gato panza arriba ante la imposibilidad de dejar que las hormonas (las que queden por ahí despistadas a estas alturas) se peguen la última fiesta antes de tener que auto inmolarse en un acto de fe definitivo. Tanto pelear contra la represión sexual y ahora se nos ha metido la gestapo en la cama.

Yo tampoco quiero renunciar al amor, ni a hacer el tonto con sonrisa de tonta, -mira tú Isabel Allende contando sin falso pudor su vida sexual a la luz de una vela-; mariposas en el estómago ni una por favor que de ahí te llevan a hacerte una colonoscopia preventiva, pero veo que la cosa está muy chunga desde hace ya once meses y no parece que haya luz al final del túnel. Tampoco tengo muy claro que haya túnel, más bien me parece que estamos en un desierto yermo y árido buscando todos a la vez el oasis con vacuna incluida en el pozo del agua.

El que tiene pareja se agarra a ella como los miedosos a la puerta del coche en las curvas y dan gracias refunfuñando por tener algo malo conocido en vez de algo mucho peor por conocer. Los refranes me gustan pero no solucionan nada así que prefiero tirar de la filosofía del gran Marx (Groucho): “El verdadero amor sólo se presenta una vez en la vida y luego ya no hay quien se lo quite de encima”.

Así que vamos a ver si ponemos a cargar la batería (ya nadie “se pone las pilas”) le he dicho a mi amigo y dejamos de gimotear creyendo que los que tienen “convivientes” son los único que están felices en estos momentos de turbación general.

Esta disquisición pseudo filosófica la tuvimos por teléfono, que el bar de abajo ya está cerrado y con mascarilla interpuesta en un banco del parque no nos sale hablar con fundamento porque nos da la risa. No hemos concluido nada que pueda ser expuesto en público más allá de darnos de alta en Tinder y Grindr respectivamente. La paradoja fastidia mucho ya que siendo tan amigos y teniendo similares intereses no podemos emparejarnos, precisamente por eso, porque tenemos los mismos gustos en esto del amor que si no…ya estaba solucionado el tema.

Lo dicho, a ver si hay suerte y nos cae algo.

Felices los felices.

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