martes, 30 de septiembre de 2014

Amanecer sobre Donostia



Duermo poco. Así que en vez de desesperarme cuando mi mente decide que mi cuerpo ya ha terminado de dormir a las seis de la mañana –aunque me haya acostado a la una de la madrugada- me lo tomo con filosofía y me pongo a hacer algo que me estrese menos que empezar a dar vueltas en la cama intentando volver a atrapar el sueño.

Lo que mejor se me da es, a esa hora oscura que precede al amanecer, es ponerme a escribir. Abro el ventanal del dormitorio y dejo que entre el fresco de los árboles hasta mi cama. Arropada tan sólo por la luz de la pantalla del ordenador voy dejando que se funda con las sombras que comienzan a diluirse en el exterior. Poco a poco se va perfilando el paisaje cotidiano; el monte que colea adentrándose en la ciudad, las casas últimas que dominan el alto de Errondo y los árboles, muchos árboles de telón de fondo que marcan la pauta del movimiento del día, con brisa o viento como música de fondo para ir despertándose.

La luz del sol incide en mi campo visual desde la izquierda, descoordinada de las farolas que continúan encendidas, duplicando el esfuerzo de iluminar la ciudad dormida. Es hermoso lo que veo, todavía silencioso.

Ya no pienso en las cosas que tengo que hacer, como hacía antes. No me preocupan las citas, los compromisos o qué pondré para comer. Desde hace un buen tiempo llevo una agenda donde apunto las cosas y la abro después de desayunar; entonces veo qué me toca hoy, pero hasta ese momento sigo meciéndome en la tranquilidad de la ausencia de preocupaciones.

Porque esa es otra; ¿Cómo lo hago para poder vivir sin apenas preocupaciones cuando éstas han manejado mi vida durante más de treinta años? Tendría que pararme a pensar concienzudamente qué ha ocurrido en mi existencia para haber conseguido no pre-ocuparme de las cosas, sino tan sólo ocuparme de ellas. Obviamente es una actitud, más que otra cosa, una costumbre recién adquirida también, la de transitar por las horas sin estresarme, sin agobios importantes, haciendo lo que tengo que hacer en cada momento, pero teniendo bien presente la precariedad de las cosas, la ausencia de importancia verdadera.

Ahora mismo, las siete de la mañana de un jueves de una semana festiva, debería estar escribiendo para el post de hoy algo sesudo o interesante o siquiera con un mínimo de atractivo y, sin embargo, aquí estoy mirando por la ventana, con un té al alcance de la mano, sintiendo que este nuevo amanecer va a dar paso al día en que también podré ser moderadamente feliz gracias a pequeñas cosas. La visita de una amiga, un paseo por el monte, la conversación distendida, Elur brincando por la hierba.

Está bien esta ciudad para vivir. La presencia del mar alivia otros posibles inconvenientes; hay parques suficientes, montes al alcance de la mano y agradables paseos para enfrascarse en los propios pensamientos sin fijarse en el caminar ajeno. No es demasiado sucia y tan sólo algo bullanguera unos cuantos días al año. Bastante segura si la comparamos con otras urbes y con su porcentaje justo de incordios y molestias. Lo que no me gusta de ella está ahí para compensar todo lo que me ofrece. Como en las personas, más o menos.

Me gusta amanecer en mi ciudad y sentir que sigo teniendo ganas de vivirla.

En fin.

LaAlquimista

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Dejarse mimar. Un aprendizaje




Yo nunca fui una niña mimada. Ni en el sentido literal del concepto –como puede ser la benjamina de una familia o la única hembra entre hermanos varones o una hija única- ni en la acepción social entendida como tal. Cuando digo que no me mimaron estoy queriendo decir que no desarrollé la capacidad de “dejarme cuidar”, que tuve que buscarme la vida en lo afectivo sin dar nunca por sentado que había un cariño que se regalaba como cosa natural, sino que había que trabajar “el hacerse querer”.

Sé que nos ha pasado a muchísimas personas –hombre y mujeres, de mi generación o de otra- y que hemos crecido “cojos” emocionalmente en ciertos aspectos. Desde el terrible prejuicio de “los hombres no lloran”hasta el no menos dañino “si quieres algo, gánatelo”, el ambiente en el que yo crecí no regalaba nada. No tengo ánimo de hacer reproches caducados a una familia que vivió de acuerdo con los tiempos que corrían y que educó a sus hijos según lo “políticamente correcto” de entonces; es decir, con mucha mano dura y pocos cariños.

Consecuentemente, a estas alturas de la película, quienes así crecimos dimos siempre por sentado que los “mimos” eran algo superficial y, esto es lo peor, propios de personas“débiles”. Y como había que ser fuertes, pues fuertes éramos –sobre todo las mujeres de mi quinta, el germen de aquella superwoman que fue a la universidad, formó una familia, se lanzó de cabeza al mundo laboral y casi muere en el empeño. De hecho, muchas “murieron” sin darse un respiro por no demostrar debilidad, sintiendo que dejarse mimar era algo inconveniente, impropio incluso.

Difícil aprendizaje en la edad adulta, cuando ya estamos completando el ciclo y estamos en la puerta de cuidar a los nietos antes de que alguien tenga que cuidar de nosotros. ¿Nos dejaremos cuidar entonces quienes JAMÁS recibimos un mimo de más, los que hemos sobrevivido hasta la edad más que adulta sin recibir una atención afectiva desde el corazón? ¿Seremos capaces de aceptar cariño, cuidados, mimos cuando no los hemos tenido nunca? Difícil aprendizaje, sí, pero no imposible.

Hay una casta especial de seres humanos que están deseando regalar cariño, compartir la dulzura de su corazón, no marcharse de esta vida sin haber experimentado la alegría de DAR. Y también están quienes no saben dar porque nunca les enseñaron a recibir y en una mezcla de pan y ganas de comer podemos sentirnos identificados y, como alumnos tardíos de la universidad de la vida, acometer el aprendizaje de dejarse mimar. Porque seguramente tenemos cerca de nosotros a alguien que está deseando… compartir todo el cariño que, a su vez, no pudo regalar. ¿Quién me iba a decir que a mis años iba a tener que aprender a dejarme mimar?

En fin.

LaAlquimista

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lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Cuentos de hadas a mi edad?


Mi madre me creó un trauma infantil cuando me prohibió taxativamente leer cuentos de hadas. En aquella época las lecturas en formato tebeo o cómic eran escasas y perniciosas; perniciosas por el mensaje nada subliminal que aportaban (violencia, machismo, xenofobia, imperialismo, evangelización) y porque diferenciaban clarísimamente las lecturas “para chicos” y las lecturas “para niñas”. Yo hubiera querido leer los “Cuentos de hadas”, en formato cuadernillo que causaban furor entre mis amigas, pero ya digo que mi madre los tenía vetados en su “Indice” particular. (Gracias mamá por inculcarme ideas feministas a los seis años y dejarme sin aclaración el porqué). Así que crecí leyendo el TBO que se compraba mi padre y “El Capitán Trueno” que me compraban a mí. Y mira que mi abuela lo advertía, que la niña se va a convertir en “una marichico” como siga así, pero ya, ya…Afortunadamente a los nueve años le metí mano a la biblioteca de mi padre y entre Somerset Maugham y Wodehouse espabilé un poco.

El caso es que leer cuentos de hadas no podría, pero soñar con príncipes azules, carrozas voladoras y perdices…eso no me lo quitaba nadie. Y aunque fui rompedora con lo mío y transgredí (casi) todas las normas familiares y sociales, en el fondo se me quedó la pequeña “asignatura pendiente” de haber sido una niña como las demás. Tampoco jugué con muñecas y no porque no me gustaran sino porque los Reyes me traían arquitecturas, lápices de colores y libros. ¿Por qué nunca nadie me regaló una muñeca cuando la necesitaba?

Obviamente esto es de segundo capítulo del manual de la psicóloga en zapatillas, pero a lo que voy. Que yo me inventaba mis propios “cuentos de hadas” a espaldas de mi madre que, si bien era “la jefa”,nunca pudo domeñar mi imaginación.

Después descubrí que estaba equivocadísima (mi madre) porque la vida me hizo conocer a no pocos príncipes encantados con los que compartí el pan y la sal durante muchos años. Bueno, en realidad era un poco al revés: primero conocía al príncipe y luego me salía rana…no sé porqué justo al revés que en los cuentos… Pero… ¿de qué me quejo si a mí me han tratado toda la vida como una princesa? Me han llevado en carroza al país de los sueños (o en furgoneta a recorrer mundo), he dormido en palacios encantados (o en tienda de campaña bajo las estrellas), he tenido bebitas bendecidas por las hadas buenas (esto es verdad literal) y me he pinchado con agujas de ruecas y he comido manzanas envenenadas (y quién no).

Y así, mal que bien, mi vida ha sido un peculiar “cuento de hadas”…y hoy en día, a los cincuenta y ocho, todavía no finaliza su último capítulo.

Los príncipes –con la edad- se convierten en reyes y a mí ahora me tratan como a una reina (salvando mis fervientes convicciones republicanas). Vuelve a mí el tiempo de comer perdices, de salir disparada a galope tendido en la grupa del corcel de quien me aleja de dragones, de contemplar una luna llena con B.S.O. de Beethoven de fondo.

El cuento que la niña soñó no tenía fecha de caducidad y la niña que soñaba el cuento tampoco terminó de crecer, se quedó escondida en un huequecillo detrás del corazón esperando a que apareciera el otro personaje bueno del cuento, ya que todas las brujas y todos los dragones ya habían cumplido su papel.

Cualquier edad es buena para vivir un “cuento de hadas”…aunque sea cinco o seis días y luego haya que volver a la ficción que hemos dado en llamar realidad.

Ahora los alazanes vienen con navegador y las perdices son transgénicas, pero la ilusión y los besos siguen siendo eternos.

Ya nos veremos una noche de éstas por aquí…

Felices cuentos también para vosotros.

LaAlquimista

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domingo, 28 de septiembre de 2014

Sugerencias para combatir la soledad




Nótese que digo “sugerencias” y no “consejos”, no vaya a interpretarse este post como que tengo soluciones para este mal endémico. Como siempre, hablaré de lo que conozco, insistiendo en que mi conocimiento es empírico al cien por cien y, por individual, sujeto a las peculiaridades de mi personalidad femenina. Es decir, que lo que es bueno para uno no necesariamente es bueno para todos.

La soledad; terrible caballo de batalla para quienes nos hemos escorado –voluntaria o forzadamente- hacia una especie de existencialismo que, paradójicamente, no nos deja “existir” en paz. La soledad; hidra de nueve cabezas que, cercenadas una a una, vuelven a reproducirse como en la peor pesadilla del guionista de Alien.

Para no enredarme en mis propias reflexiones –ni arrastrar a nadie conmigo- debo separar las soledades en dos grupos. Las soledades físicas y las soledades anímicas. Es decir, lo externo y lo interno.


Me voy a permitir hablar de la soledad en la mujer. Porque soy mujer y de la psicología de la mujer entiendo y porque sé que estamos muchas, demasiadas mujeres en el filo de la navaja de esta “enfermedad” social. Como mujer divorciada, como mujer que vive sola, como mujer que participa del mundo y de la vida desde la no pertenencia a un grupo cerrado, deseo explicar mi propia experiencia por si, compartiéndola, sirve de ayuda a alguna de mis hermanas.

La soledad física duele cuando se pierde el contacto con el grupo. No así cuando nunca se ha tenido conciencia de pertenencia a un grupo. Es decir, si hemos dependido de un grupo exterior (familia, pareja, amigos, trabajo) para establecer el equilibrio interior y se produce una fractura en ese grupo acusaremos profundamente el desequilibrio, produciéndose dolor, ruptura, malestar, desasosiego.

Es la soledad “social” por excelencia, a la que estamos abocadas las mujeres en nuestra mayoría concretamente cuando se produce una separación o divorcio con la pareja.

Independientemente de la educación que hayamos recibido, de cuánto nos hayan minado la autoestima en los últimos treinta años o del dolor que acumulemos, nada importa excepto el AQUÍ y el AHORA. Es decir, un continuo “borrón y cuenta nueva” que puede aplicarse cada día al filo del amanecer. ¿Qué quiero decir exactamente? Que tenemos que vaciar el frigorífico de comida caducada, limpiarlo y empezar a comprar únicamente los alimentos que nos da gusto ingerir, los que comemos nosotras y justo en la cantidad que deseamos. El símil del frigorífico es muy bueno, porque nos pone delante la vida que hemos llevado pensando en el menú delos demás, comprando para los demás, cocinando para el grupo. Y, como no podía ser de otra manera, en la mayoría de las ocasiones, olvidándonos de nosotras mismas. Ahí está la madre del cordero.

Y cuando nos quedamos solas, echamos en falta la dependencia anterior, un síndrome de Estocolmo a pequeña escala que nosotras mismas propiciamos. Por eso duele esa soledad del “frigorífico vacío”, porque vivíamos con el chip equivocado.

¿Miedo de abrir la puerta y que nadie nos salude con una sonrisa o un abrazo? ¿Angustia de que llegue la noche y los ruidos del piso atenacen el corazón? ¿Pena de ver una película sin compartir las palomitas? Pamplinas.

Gozo de entrar en casa y saber que es el reino de la paz y la tranquilidad. Placer nocturno de escuchar nuestra propia música armoniosa. Disfrute de “manejar el mando” a nuestra voluntad sin tener que oler a palomitas. Pensamiento positivo.

Si queremos ser no-dependientes, hemos de empezar por las pequeñas cosas cotidianas. Un hombre, una pareja, es un “plus”, no una necesidad vital. Un “plus” elegido libremente, no una rémora que nos impida desarrollarnos. El precio de la libertad –dicen- que es la soledad, como si estar solas fuera algo malo, cuando es el único estadio en que la LIBERTAD es dueña y señora del espacio vital.

Pero otra cosa es la soledad interior, anímica, psicológica, vital. Esa terrible soledad que se siente aun estando rodeada de personas, aun compartiendo cama, mesa y mantel. Aun viviendo con la pareja, con la familia, con los hijos, aun teniendo amigos. La soledad interior tan sólo se arregla con reflexión profunda, llegando al silencio íntimo que rodea nuestra esencia. Trabajo a realizar privadamente, para lo que hace falta mucha fuerza, o con ayuda externa. Abogo por las terapias psicológicas, pero también sirven las creencias que cada una tenga, incluso si son religiosas, el valor de la fe –de cualquier fe- mueve montañas, ya lo sabemos; basta con creer. Personalmente, creo profundamente en MÍ MISMA, en mis posibilidades, apuesto por MÍ, a caballo ganador de la carrera hacia el encuentro con mi propia esencia cuyo premio no es recibir ninguna medalla sino otorgarme a mí misma la final categoría de persona-humana libre, en paz y sin miedos.

A todas las mujeres que tenéis miedo a quedaros solas, miradnos como ejemplo a las que hemos sabido salir adelante y ser moderadamente felices; a todas las mujeres que estáis solas y sufrís por ello, pensad que si las que estamos solas y tranquilas hemos podido… ¡vosotras también!.

Quizás para ello haga falta tener muchos años a la espalda, haber aprendido a amar y a sufrir. Y ahora tan solo queda, ¡VIVIR!.

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viernes, 26 de septiembre de 2014

Me va la "marcha nórdica"





Le llaman Nordic Walking y no es una moda, porque si lo fuera no me habría interesado ni poco ni mucho. La “marcha nórdica” es algo tan simple como incorporar unos bastones a nuestra actividad de andar. Esas caminatas del tiempo de ocio en las que deseamos equilibrar la mente con el cuerpo para que la salud se siga manteniendo lo más firme posible pueden realizarse de una forma mucho más beneficiosa.

No es una moda, insisto, es algo tan viejo como el hilo negro y si no que se lo pregunten a los finlandeses que realizan desde tiempos inmemoriales el esquí de fondo. Pero cuando llegaba la temporada en que la nieve se ausentaba decidieron seguir haciendo el mismo ejercicio saludable, pero sin los esquís, es decir, caminando. En este tipo de marcha se ponen en funcionamiento músculos que habitualmente están en stand by, de adorno que se dice. Al caminar ayudándonos de los bastones específicos que incorpora el Nordic Walking proporcionamos al cuerpo la posibilidad de realizar un ejercicio saludable, sencillo y más que completo. Barato también y no es tema baladí con los tiempos que corren.

Yo ya sabía de esto desde hace bastantes años porque había visto documentales y conocido a algún escandinavo que me contaba que, en su país de origen, era algo tan común y corriente como lo es aquí irse de mañanera al monte. Por cierto que bien que se extrañaban de que por estos lares en los que somos tan “sanos” y nos gusta tanto el monte no se practicara con más asiduidad.

Ahí quedó la cosa hasta que hace unas semanas descubrí que ya existe en Euskadi la posibilidad de practicarlo, APRENDIENDO PRIMERO la forma correcta de caminar impulsándose con los bastones. Y que daban cursillos. ¿Cursillos para andar con bastones? ¡Pero si eso lo sabe hacer cualquiera…!

Como casi siempre que hablo sin informarme primero, me equivoqué. Porque los bastones no son como los bastones de paseo que tengo en casa, esos que te llevas al monte cuando prevés que vas a andar más de tres horas seguidas. Son unos bastones específicos que van provistos de una dragonera donde la mano queda enganchada firmemente de forma que favorece que el peso quede repartido y equilibrado a la hora de apoyarse.

Hice el cursillo –tres horas son suficientes-, me compré los bastones –una inversión de muy poco costo- y ya me pierdo siempre que puedo por el entorno maravilloso de nuestros montes en contacto con la naturaleza y con la satisfacción de saber que estoy cuidando mi cuerpo y protegiendo mi salud. Pero también se puede realizar en los hermosos paseos con los que cuenta la ciudad (¿No habéis visto a nadie practicándolo? Seguro que sí)

En estos tiempos críticos que nos está tocando vivir, no nos queda otra que “cambiarnos el chip abrirnos a otras oportunidades y probar otras posibilidades. No siempre se pueden pagar las cuotas de un gimnasio; el Nordic Walking es gratis. No siempre hay la posibilidad de acceder a un polideportivo a estirar el cuerpo porque los horarios se nos desajustan; la “marcha nórdica” se puede practicar a cualquier hora del día y en cualquier entorno. Y para los que no disfruten con el solitario placer de una buena caminata, se van formando grupitos que, varios días a la semana, realizan recorridos por parajes casi bucólicos de Donostialdea.

Lo mejor de todo, en mi opinión, es que es “mano de santo”para las personas de cierta edad, como yo por ejemplo, que ya vamos teniendo pelín oxidadas las articulaciones y unas cuantas “goteras” que hay que controlar si queremos despedirnos de este mundo de una “sobredosis de salud”.

La “marcha nórdica” está recomendada para ayudar a solucionar problemas de articulaciones, huesos y demás descalabros que nos hemos ido haciendo a lo largo de toda una vida sedentaria (o casi). Porque fue lo primero que pregunté: “¿Y mi problema con las rodillas después del accidente con la moto?” Curiosamente, andar “a cuatro patas”, con mis dos piernas y los dos bastones, me ayuda a repartir el peso y dosificar el esfuerzo de forma mucho más correcta. (Será por eso que los animales de cuatro patas corren más que nosotros)
Que quería compartirlo porque el Nordic Walking ya ha pasado a formar parte de mi “filosofía de vida”…

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El lujo de vivir "aquí"



Y cuando digo “aquí” me refiero a mi amado País Vasco, la tierra que me ha visto nacer; y cuando digo lujo me refiero a todo aquello que supera los medios normales de alguien para conseguir algo. Obviamente, en estos tiempos que corren el lujo es vivir o, simplemente, llegar a fin de mes. Por eso vivir aquí es un lujo para un mileurista–si tomamos como vara de medir el maldito mileurismo-, mientras que si lo haces desplazándote unos cuantos centímetros en el mapa la cosa cambia sustancialmente; pero a mejor.

En el pueblo mediterráneo donde suelo recalar de vez en cuando, si bien hay turistas a mansalva durante la temporada estival, INCLUSO a pesar de esos turistas, la vida cotidiana, la bolsa de la compra, el precio de un alquiler, se ve reducido en casi un 50% comparándolo con el nivel que nos gastamos por estos lares. Antes, cuando contábamos que algo era más barato en otra Comunidad, siempre había cerca un economista de bolsillo que espetaba: “claro, porque ganan menos…” y con eso quedaba –aparentemente-zanjada la cuestión.

Pues no. Eso no es cierto. No es que ganen menos, es que son más honrados que nosotros. Honrados, honestos, solidarios o menos avariciosos, como queramos llamarlo. Si la peluquera que cobra 25€ , por ofrecer el mismo servicio, con el mismo producto e igual mimo que la que cobra 50€ se siente satisfecha y contenta con su tarifa de precios es, únicamente, porque en vez de ganar x al cuadrado se conforma con ganar x a secas. Y punto.

Si el barero que saca a la terracita un platillo de aceitunas con la caña de cerveza y pone delante un tiket de 1,50€ paga el alquiler, los impuestos y el sueldo de los camareros y todavía le queda para pagar la hipoteca, duerme tranquilo y sonríe a la parroquia… ¿por qué aquí “tiran”de mala forma una caña a palo seco y cobran el doble?

Y cuando coges un taxi en la puerta de casa, antes de llegar al primer semáforo ya marca 6€ el contador y resulta que es la cantidad que vas a pagar en Barcelona (por ejemplo) por recorrer media ciudad. Eso sin contar con que se pueda alquilar un piso céntrico con salón, dos dormitorios, dos baños y terraza en Sevilla (por ejemplo) por la nada despreciable cantidad de 650€/mes. O salir de cena con los amigos, cualquier noche a un restaurant con encanto pagando unos 20€ por persona, mientras que aquí los menús nocturnos empiezan en 30€ y terminan como el rosario de la aurora.

La pregunta que me hago es la siguiente: ¿Somos en la Comunidad Autónoma Vasca unos ladrones en general? ¿Acaso los vascos tenemos desmedido afán de lucro, execrable avaricia y deseo de enriquecimiento a costa del prójimo?

¿Por qué se conforma con ganar menos el Consejo de Administración de Mercadona que la Asamblea de Socios de Eroski? ¿O es que gestionan de diferente manera sus empresas? Porque ésa es otra: la cesta de la compra. Me he pasado el último mes yendo a comprar a uno de los innumerables establecimientos que Mercadona tiene a lo largo de la costa mediterránea y cada vez he salido más indignada. Por la comparación, que en este caso, en vez de ser necesaria, me ha resultado odiosa. Porque resulta que, si me voy a vivir allí, mi sueldo de prejubilada se duplica calculadora en mano.

O sea que, después de muchísimas reflexiones, llego a dos conclusiones básicas: vivir aquí es un lujo y esto está lleno de avariciosos. Que el IVA es para todos igual en todo el territorio nacional.

En fin.

LaAlquimista

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jueves, 25 de septiembre de 2014

Un perro no debería sustituir a un ser humano



Ya conté en su día –y lo repito ahora- que tengo un bichón maltés precioso heredado. Es decir, que era de mi madre y cuando ella ya no lo pudo atender me lo “endilgó” por las buenas y viendo la situación de emergencia accedí a quedarme con él transitoriamente hasta hallarle un acomodo más efectivo ya que por mis circunstancias personales no me consideraba la persona más adecuada para ocuparme de Elur, que entonces tenía cuatro años de macho vivaz y juguetón.

Han pasado casi tres años y Elur sigue conmigo. ¿Por qué? Pues porque es un ser vivo que merece mi respeto, porque en su día me responsabilicé de su VIDA y porque la alternativa a no tenerlo es mandarlo sacrificar. Nadie lo quiere ahora que está enfermo, faltaría más.

Pero rebobinemos.

Tener un perro –comprarse o regalarse un animal de compañía- no debería ser jamás un capricho (ni de niño ni persona mayor). Es un SER VIVO que tiene derecho a ser cuidado, respetado, atendido…no únicamente tratado como un juguete y, como niños caprichosos, cuando ha dejado de ser novedad, arrinconado sin más atención que bajarlo dos veces al día a la calle durante quince minutos y el resto del tiempo que esté encerrado en un piso, en una esquina de la cocina o del baño, como mucho en el balcón para que le dé el aire.

Nada he sabido durante toda mi vida del cuidado y atención de los perros domésticos porque jamás en casa hubo un perro. Resulta bastante lógico pues, que con más de cincuenta años y cuando recibí “el regalo no solicitado” no supiera muy bien qué hacer con él. Así que me dediqué a seguir los consejos de quienes eran propietarios de un perro y sabían más que yo.

Lo primero que me llamó la atención es lo que considero un tópico: “El perro te da mucho cariño y te hace mucha compañía”. ¿Cómo es esto posible? –pensaba yo intrigada, porque a mí, de siempre, el cariño y la compañía me la han dado las personas…Posteriormente he descubierto que hay personas que ADORAN a los perros y, obviamente, ésas son las que tienen más motivos para hablar de esa manera. Supongo que es algo que tiene que venir con el “uso y la costumbre” de quienes han compartido su espacio con perros desde siempre, en ambiente rural o en la ciudad, pero que consideran por pleno derecho al perro como el mejor amigo del hombre.

Pero también he conocido a muchísimas personas que aman a los perros porque éstos SUPLEN la presencia de seres humanos. Personas mayores que viven solas y que no tienen con quién hablar, hablan con el perro. Personas solitarias que no comparten afectos con nadie más se involucran en una relación de cariño profunda con el perro.

Y también muchas parejas que no tienen hijos y se compran un perro. O hasta las que ya no se hablan y se“alivian” sintiendo que, al volver a casa, el único que se alegra de su vuelta y les recibe alegremente, no es el cónyuge o los hijos, sino el perro. Terrible. Patético.

Es decir, de alguna manera, sustituyen el contacto del ser humano por el del perro. Algunos lo harán porque“a la fuerza ahorcan”, porque no tienen con quién vivir, por soltería, viudedad o elección de soledad. Otros, porque consideran la presencia de un animal en sus vidas como un “plus”, un regalo, una forma más de expresar y compartir el cariño hacia los demás. Entre los primeros y los últimos hay un gran abismo. Unos basan su relación con el perro en el egoismo –lo que obtienen de él- y otros la centran en la generosidad –lo que dan y comparten con el perro.

Hay una gran diferencia entre unos y otros. Con un perro se pueden crear VÍNCULOS fortísimos que llevarán a la persona a querer a su perro tanto o más que a sus seres circundantes, aunque siempre me ha parecido exagerado cuando alguien manifiesta que PREFIERE la compañía de un perro a la de una persona.

Pero encuentro dolorosamente patético mantener una relación afectiva con un perro única y exclusivamente para paliar la soledad o la ausencia de otros afectos.

La compañía la entiendo como una manera de compartir la vida: hablando, sintiendo, curioseando con los demás. No quiero hablarle a mi perrillo como si fuera el único ser vivo que me quiere en este mundo. No quiero quedarme en casa en su compañía en vez de estar con otros de mi género. Que es el humano.

Y Elur lleva seis meses enfermo y medicado, con una meningoencefalitis que ha estado a punto de dejarlo fuera de combate en varias ocasiones. Me negué en su día a escuchar las voces que me aconsejaron sacrificarlo y ahí sigue, a mis pies, feliz y tranquilo escuchando el teclear de mis dedos porque ha respondido muy bien al tratamiento de cortisona y antibióticos y no ha perdido ni un ápice de calidad de vida. Sigue trotando, royendo huesos y ladrando de alegría cada vez que vienen a casa mis amigos. Viaja conmigo, -cuando es posible-, me lo llevo de paseo, al monte a corretear, al parque a echar la siesta a la sombra, a la biblioteca y a todas las tiendas del barrio a esperarme a la puerta.

Pero la compañía que yo quiero es la de mis congéneres. El cariño que necesito es el de los seres humanos. Nunca me resignaría a tener únicamente por compañía a un perro ni a recibir tan sólo su cariño.

Elur, mi pobre perrillo enfermo, tan sólo me tiene a mí en la vida.

Y no voy a fallarle.

En fin.

LaAlquimista

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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Reflexiones a la orilla del mar. "La tortura del ruido"



Una de mis niñas repetía de pequeñita: “ama, no puedo dormir, hay mucho silencio…” y eso que una tierna infante no podía –todavía-tener “ruidos mentales” que le alterasen la conciencia y perturasen el sueño.

Estas últimas semanas he dejado que mi ser se invadiera de silencio, buscándolo en aquellas horas y momentos en que el ser humano duerme o todavía no se ha tomado el primer café que parece ser que es el que da fuste para empezar a hacer ruido.

Lejos de la ciudad que habito todo el año, al borde de “mi otro mar”, el de la canción famosa, cada vez con más frecuencia cargo “mi carro” y me voy a vivir de una forma diametralmente opuesta a la que habitualmente practico durante “el curso”. Lejos de la vida social, de los compromisos y obligaciones, de cines o teatros, conciertos o eventos –cada vez menos pues el presupuesto familiar no da para ciertas fiestas-, en un entorno donde hay más árboles que personas y más pájaros que antenas, descubro a un ser diferente que habita en mí.

Paralelamente a la mujer urbanita existe otra que no lleva el bolso a juego con los zapatos, paralelamente digo, sin tocarse ni rozarse pues, hay “otra” dentro de mí que rompe amarras en cuanto se terminan Los Monegros, que es algo así como penetrar en un rinconcito de “la Arcadia” de algunos sueños que tuve alguna vez.

Al principio –y empecé a venir hace ya veinticuatro años-asociaba la paz al concepto vacaciones, ruptura abrupta de la rutina laboral y relajación de las obligaciones de la super-woman que me empeñaba en ser. Pero con el paso de los años fui descubriendo otra dimensión que calaba en mi interior mucho más profundamente: el silencio.

Vivir lo más cercanamente posible a la naturaleza, rodeada de campos frutales y haciendas de payeses; tener que andar casi un cuarto de hora para llegar a la panadería más cercana –más cerca el mar que la civilización. Una urbanización muy poco urbanizada donde hay un sólo teléfono público (quién los necesita ahora) y UNA papelera al final de la manzana de edificios. El camión municipal de la basura pasa cada dos o tres días en temporada baja y a media mañana, y enfrente de casa no hay jardines sino olivos.

Por la noche no se oye ni un ruido excepto el vuelo desconcertado de algún murciélago despistado y el paso del lejano tren que lleva a más ciudades ruidosas hacia el norte y hacia el sur. Dormir con todo abierto es dejar que se posen sobre la fina colcha los olores de los jazmines, la fragancia de las buganvillas y al amanecer el perfume fresco y natural del rocío en la hierba.

Los sueños son sueños fuera del tiempo, sin sirenas de ambulancias, ni acelerones de motos o automóviles. La gente no grita porque no está, se han ido de juerga a las ciudades vecinas y como si abominaran del silencio lo han dejado abandonado para regalo de quienes sabemos apreciarlo.

Los pájaros son un privilegio añadido. Sus trinos no interrumpen el sueño sino que lo acompañan como una banda sonora original olvidada ya por los habitantes de las ciudades que guardan algunos en jaulas–triste destino- o tienen que meterse en las profundidades de un parque (si los hay) para recordar los trinos.

Pasear por la playa desierta a primera hora de la mañana. Contar hormigas a la sombra del jardín. Dormir cuando hace sueño y comer cuando hay hambre. Salir a patear a paso ligero cuando se acerca la hora de la cena. Un chapuzón en la piscina al filo de la medianoche.

Todo en silencio.

No tendré pena cuando se acabe sino que sentiré regocijo por haberlo vivido una vez más. Con las baterías cargadas para volver a respirar humo de automóviles y escuchar gritos de muchedumbres, sentiré que hay otra forma de vivir que está al alcance de mi mano.

¿Quién sabe dónde acabaré mi tiempo?

En fin.

LaAlquimista

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martes, 23 de septiembre de 2014

Las desventajas de vivir en el Norte



Son las cinco de la mañana y Elur me despierta aporreando mi puerta con sus patas delanteras. O quizás haya sido la lluvia torrencial golpeando con furia la ventana junto a la que se sitúa mi cama. El caso es que, una vez despierta de forma tan abrupta, es poco probable que me vuelva a dormir.

Me acerco entonces a la cocina y contemplo la ciudad desde la atalaya del decimoséptimo mientras hierve el agua para el primer té del día. Llueve con furia, como cuando se quiere lavar una suciedad incrustada, con rabia incluso, como se castiga al joven rebelde que saca de sus casillas a quien lo tiene que contener.

Apenas se vislumbran luces en las viviendas; la gente intenta aferrarse a las últimas horas de descanso antes de volver a su rutina gris, triste, lluviosa y con el horizonte forrado de nubes. Los habrá felices, quiero pensar que sigue habiendo gente feliz tras esas persianas cerradas.

¿Cómo sobreviven las ilusiones si el calendario se ha saltado la primavera y casi el verano?

Los jubilados que viven de a dos ya están haciendo las maletas para perpetrar el éxodo anual a tierras más acogedoras. Eso si no llevan ausentes de este “marco incomparable” desde los idus de Marzo. Los jubilados que se han quedado solos siguen esperando.

Los que ven el vaso medio lleno y disponen de dinero en sus arcas para invertir en propaganda y mostrar al mundo las maravillas sin par de esta ciudad nuestra, ensoberbecida y arrogante, llenan las calles de un optimismo fatuo (si se enfrenta a la realidad) como si esto fuera una feria–pasada por agua, pero feria. Los que ven el vaso medio vacío fustigan al personal con ruido demagógico y se atreven a convocar una huelga general para justificar los salarios que todavía siguen recibiendo de las arcas patronales y/o sindicales.

Pero no por eso deja de llover.

¿Nos basta con vivir en una ciudad hermosa por don y gracia de la madre Naturaleza? Como la anciana en su lecho de muerte que sigue exigiendo que le peinen y acicalen porque en otro tiempo fue bella, así seguimos girando alrededor de nuestro ombligo contando que somos un 0,2% menos pobres que nuestros vecinos o que “la marca” Donostia-San Sebastián ha sido mencionada en la página quinta de un diario neoyorkino –de los muchísimos que hay. O que los pintxos aquí, como en ninguna parte…..

Sí, ya sé que es libre opción la mía la de permanecer empadronada en la ciudad que me vio nacer y que nadie me impide marcharme a otras tierras donde la realidad se asuma tal y como es y no adornada con guirnaldas de papel bajo la lluvia impenitente. Porque ya son ganas, con la que está cayendo, de organizar eventos al aire libre…y sin toldo para luego tener que anularlos por causa de la meteorología adversa. Y esta frase es ambigua y debe tomarse en sus dos sentidos; que los tiene.

Porque va a seguir lloviendo; y mucho. Pero aquí los escaparates siguen llenándose de vestidos floreados, les están quitando el polvo a los toldos de la playa para cumplir con fechas y contratos y las Clarisas tienen que estar más que hartas de que la gente se crea que, por llevarles huevos, va a dejar de llover.

Estos somos nosotros, los ciudadanos del “marco incomparable”, de espaldas a una realidad que asola el país, soñando con que nuestro equipo de fútbol quede cuarto en vez de quinto y con la boca llena de subvenciones para esa capitalidad europea de la cultura que, desde luego, no va a conmover a los dioses…para que dejen de arrojarnos furiosamente el agua que les sobra. Mientras tanto, los jerifaltes de la cosa Hidrográfica proclaman orgullosos que los pantanos están a un muy buen nivel; vamos que moriremos inundados pero no hundidos.

Felices los que duermen ajenos a truenos y chaparrones. O son sordos o son los elegidos. En cualquier caso, hoy saldremos todos a la calle con el “label del marco incomparable”. Casi nada.

En fin.

LaAlquimista

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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Afuera está la vida



Al otro lado de ese cristal que parece limitarlo todo está la vida. Quizás creamos que no son más que árboles mecidos por el viento o una calle con gente que se afana, pero es mucho más y no siempre sabemos verlo.

Al otro lado del cristal, lejos de nuestras manos, hay una vida que nos pertenece aunque nos hayan dicho que ya no es nuestra, que nunca más lo será. Nos han mostrado una realidad constreñida a las cuatro paredes de nuestra casa, a las calles del pueblo o a la avenida de la ciudad, trazando una frontera invisible pero que se torna real conforme nos acercamos a ella. Frases lapidarias, dogmas de fe en los que jamás podremos creer porque no surgen del corazón propio sino de la mente ajena. “Hay que conocer las propias limitaciones” –dicen- y así sabemos cuál es nuestro lugar y nos quedamos, cariacontecidos, en él. “Manos arriba, esto es una crisis”, repiten, mientras escuchamos cómo una llave en nuestro corazón hace una doble pirueta. Vallas, cercados, límites, fronteras.

Ahí afuera está la vida y desde la ventana de nuestro afán la vemos cada día. La vemos y puede que pensemos que no es la nuestra, que es la que corresponde a otras personas, que no somos merecedores de ella. Una vida con mayúsculas, plena, feliz. Pero es la misma vida que conocimos de pequeños, cuando todavía creíamos que podríamos conseguirla, una vida que había que luchar para acercarse a ella, la vida que nuestros padres pusieron a nuestros pies…como un regalo amoroso, ahora es un fangal que no podemos reconocer.

Porque nos han ametrallado el alma con palabras oscuras y desprovistas de sentido; porque es peor todavía que si el fin del mundo fuera de verdad a ocurrir un día de estos. De hecho, ya ha llegado “el fin” de tantas cosas… Pájaros agoreros con corbata nos han hecho saber que ya no tenemos derecho a vivir. O menos derecho que antes. Como aquella terrible voz de Orson Welles anunciando la invasión que todos dieron por cierta, los mensajeros de malas noticias exageradas e inventadas no son puestos en la picota sino reverenciados gracias al miedo que infunden y la congoja que extienden. Al servicio del poder supremo –que ya no es divino sino bancario- han dejado caer la lluvia negra de la crisis sobre la vida que teníamos por vivir y nos están intentando convencer de que ya nada es ni será lo mismo, que no hay futuro, que ni siquiera queda un presente para ser felices.

Y es mentira. Mentira podrida. Quizás ellos quieran que sea de esa manera para que dejemos caer las últimas ilusiones, las penúltimas fuerzas. Nos han informado de que, sin dinero suficiente, ya no somos más personas-humanas dignas de ser felices. Y todos se lo han creído. O casi todos.

Pero yo sé que al otro lado de la ventana está la vida. Y si no la puedo abrir, la romperé.

En fin.

LaAlquimista

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Foto: A.Arruti.


martes, 16 de septiembre de 2014

Lo que un padre no quiere oir

Mira papá, si yo te pregunto qué te pasa y me dices que estás triste eso ya lo sé yo que para eso vivimos en la misma casa, pero cuando te pregunto porqué entonces te callas y suspiras y dices que son cosas tuyas y te cierras como una ostra y como no soy tonta y tengo oídos para oir y ojos para ver me doy cuenta perfectamente de lo que os pasa a mamá y a ti, lo que pasa es que con mamá suelo hablar mucho más que contigo porque ella está en casa, siempre ha estado en casa todo el tiempo que tú pasabas trabajando fuera y como que es mucho más lógico que haya más confianza con ella, además para eso somos mujeres, ¿no?. Ella nunca me habla mal de ti ni despotrica ni monta pollos como sueles hacer tú –perdona que te lo diga pero de unos años a esta parte se te ha agriado el carácter y estás de un refunfuñón que da asco- tan sólo me dice que os casasteis muy enamorados, muchísimo, que la felicidad duró muchos años, hasta que fuimos casi mayores, ayer mismo como quien dice y que todo empezó a cambiar con el cansancio, con la salud deteriorándose, con los achaques tuyos y el tumor que a ella le extirparon del pecho, cuando fue demasiado cansado darle la vuelta a lo que os pasaba, que fueron años cuidando a la amona, acuérdate, que a mamá se le quedó la tendinitis de por vida de tanto empujar la silla de ruedas y a fin de cuentas era tu madre no la de ella, aunque mamá dice que da lo mismo que las cosas que hay que hacer se hacen y punto pelota, pero me parece que has considerado suficiente con traer dinero a casa, que ojo, bien que nos ha gustado a todos y a mí la primera lo reconozco pero ahora yo os veo tan tristes y alejados a los dos y cuando mamá te espolea y te dice, venga, hombre, haz algo aparte de trabajar, trabajar, trabajar… y ella llora y se da cuenta de que todo se le ha ido al traste y lo peor de todo, papá lo peor de todo es que me dice, a ti también te pasará esto, hija mía, a todos nos pasa, el amor se acaba y queda el cariño, el aguante, la paciencia, la comodidad, la costumbre… Y yo no pienso dejar que eso que os ha pasado a vosotros me pase a mí, mira fui yo misma la que le dije a mamá que se separara que todavía podía disfrutar de muchos años de vida feliz, aunque fuera sola, papá que ella ni siquiera tiene 55 años todavía, que yo veo muchísimas mujeres de su edad que están en la cresta de la ola, vamos como la Lomana no, pero casi. Te escribo esta carta porque no me atrevo a decírtelo a la cara, con el genio que tienes, cualquiera se atreve, pero si a ti te pasa también lo mismo pues porqué no llegáis a un acuerdo y os separáis? Sería lo mejor para todos, no os íbamos a dejar de querer, bien lo sabes, ni íbamos a montar ninguna bronca, tan solo queremos lo mejor para vosotros que para eso sois nuestros padres y estáis sufriendo y nos hacéis sufrir también a nosotros de rebote… Piénsatelo, papá, no es tan grave aprender a planchar o a cocinar y siempre podrías contratar a otra criada… Te quiero papá a pesar de todo.”


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LaAlquimista
(Foto sacada de Internet)

Abrirse al mundo, aunque cueste





Desde siempre he sido capaz de inventarme excusas –y utilizarlas adecuadamente- para darle a mi vida pinceladas de alegría aunque los tiempos fueran oscuros. Desde siempre me he dicho a mí misma que una buena manera de enseñar a mis hijas “lo que es la vida” es que la vieran con sus propios ojos, pero no únicamente haciendo un tour alrededor del propio ombligo, sino tomando distancia de lo cotidiano y siendo capaces de entender otras culturas, es decir, abriéndose al mundo.

Por eso he viajado desde siempre con ellas; todo lo que he podido (y digo “he” por aquello de la financiación evidente) que no sé si ha sido mucho o poco pero sí lo suficiente como para que mis hijas sean muy conscientes de que hay vida fuera del propio terruño, del propio país y del continente propio.

La pregunta que les hacía solía ser: “¿Qué queréis, puertas o viaje?”, en directa alusión a que había que cambiar las puertas de casa, necesidad que, año tras año, se iba posponiendo porque ellas siempre elegían “viaje”.

Hemos viajado a Africa y a Oriente Medio. Hemos conocido“por encima” (afortunadamente) la cultura musulmana de Jordania para valorar la diferencia que nos hace ser mujeres privilegiadas en una sociedad donde accedemos a libertades impensables en otras latitudes. La frontera entre Europa y Asia nos permitió “comparar” sobre todo lo que unos quieren alcanzar a costa de renunciar a parte de su propia identidad (Turquía). Nos metimos en un país que unos llaman Israel y otros Palestina intentando comprender la locura religiosa que a todos les embarga en aquellas latitudes. Hemos visitado parte del sahel senegalés comprendiendo que donde no hay agua ni electricidad puede haber felicidad incluso sin marcas de prestigio ni glamour alguno. Hemos estado en México viendo ruinas y comiendo maíz (demasiado), y, lejos de todos los turistas, con la gente del pueblo, intentando comprender esa falacia de “la conquista” por parte de quienes no fueron más que puros invasores/ depredadores.

Pero sobre todo Europa, nuestra civilización sin remedio. Italia nos llevó tiempo y dinero, Francia, tan cercana, una visión mejorada de los prejuicios que tenemos contra nuestros vecinos. Y ahora nos toca ir a Londres. Esa ciudad que se puede mitificar en cuanto a arte, vanguardias, cultura y todo lo que se considera cool hoy en día.

Serán unos pocos días, seis exactamente, pero los suficientes para que mi hija “la artista” y su acompañante (la que suscribe) disfrutemos de Demian Hirst en la Tate Modern, el British, la National Gallery y Candem Town, Portobello, Covent Garden, y The Phantom of the Opera, que me muero de ganas de volverlo a ver.

Llevar a mi hija conmigo y extasiarme a través de sus ojos abiertos, asistir a la inauguración de su bautismo londinense (que yo realicé siendo bastante mayor que ella) y, sobre todo, compartir esta nueva experiencia, es motivo más que suficiente como para gastarme los cuatro euros que pagué de IRPF más de la cuenta el ejercicio pasado y que Hacienda, en un alarde de generosidad, me ha restituido.

¿He hecho bien compartiendo en vida con mis hijas “la herencia” que de otra manera recibirían a mi fallecimiento? ¿Les he “engañado”diciéndoles que les quedarán recuerdos diferentes, vivencias compartidas, aunque luego el testamento quede vacío de dineros ahorrados a plazo fijo?. ¿No es mejor disfrutar de lo poco que haya AHORA y dejar “el día de mañana” para quien quiera preocuparse por él? En fin.

Como no puede ser de otra manera –y espero se comprenda-viajamos ligeras de equipaje (¡y cómo no volando con Ryanair!) y el laptop se queda a la orilla del mar esperando nuestro regreso. El “Carnet de voyage”llegará a su debido tiempo porque seguro que me apetecerá compartir las experiencias…

Elur no puede venir aunque tenga pasaporte. Se queda con una pareja de amigos que le acogen de mil amores porque adoran a los animales y más a un perrillo tan guapo y cariñoso como él.

Mañana jueves volaremos a media mañana y espero que me quede tiempo hasta entonces para apuntar algún consejo, sugerencia o algún truquito que me queráis chivar y que aceptaré de mil amores.

La vie est belle!

LaAlquimista

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lunes, 15 de septiembre de 2014

Cultura de playa




La playa me ha gustado desde siempre, como no podía ser de otra manera habiendo nacido y vivido a la orilla del mar; sin embargo, nunca aprendí –nunca me enseñaron- a nadar decentemente, y las olas bravías de Donostia me han alejado del disfrute de tomarlas por arriba y por abajo. Algunas fotos hay por ahí en las que se me ve con muy pocos años, un bañador de felpa, un sombrero de paja y un cubo con su pala en ristre, en las arenas de Ondarreta, pero no recuerdo que fuera habitual en mi familia acudir a la playa. Ya hacia los doce años, edad en que me dejaban “suelta”, iba con mis amigas, por la mañana y por la tarde, a jugar a pala, hacer el tonto con los chicos y pasar las horas en el agua disfrutando como loca.

Con el paso de los años cambié de costumbres –y toda una generación conmigo. A la playa se empezó a ir a ponerse morena como fin último y casi único y nuestras madres nos proveían de algún mejunje que acelerara el proceso de secreción de melanina con la inconsciencia propia de la época y la moda. Las cremas con protección solar eran una cosa rara propia de personas con piel delicada, no tenían nada que ver con nosotras. De repente se nos quitaron las ganas de divertirnos, de movernos, y nos pasábamos las horas como lagartijas al sol, vuelta y vuelta, con un ojo a babor y otro a estribor por si aparecían por allí los chicos que nos gustaban que solían estar en la zona de deportes y se burlaban de nosotras. (Razón no les faltaba).

Mi memoria da ahora un salto de veinte años y me veo a mí misma con mi primera hija haciendo bañeritas de agua en la orilla, agujeros en la arena, castillos con almenas y pasadizos y volviendo a jugar con el cubo y la pala mientras una marea humana en traje de baño pasea arriba y abajo por la orilla de una punta a otra de la playa. ¿Cuándo empezó la moda de pasear por la orilla en una incesante pasarela? De repente la playa se convirtió en un lugar para mirar y hacerse ver –la única playa del mundo en el que la gente toma el sol dándole la espalda al mar-, con los cuerpos despatarrados de cara a la barandilla desde donde, propios y extraños, se admiraban del espectáculo de la carne fresca, carne roja, carne asada, expuesta al sol.

A la playa ya no podías ir si no estrenabas bikini o si no estabas bien depilada o si tus amigas decidían quedarse en casa. Era una actividad social más, como las señoritas que paseaban por la Alameda del Boulevard en los años cuarenta o las cuadrillas que pateamos el “tontódromo” de la Avenida y la calle Garibay en los años sesenta, las chicas por una acera, los chicos por la otra… y siempre volviendo al toldo, porque el que no tenía toldo era como si no tuviera derecho a ir a la playa.

Ya hace varios años que no piso las playas donostiarras; por prohibición médica de tomar el sol y por aburrimiento puro y duro. Sin embargo, sí que frecuento las playas mediterráneas donde nadie se fija en nadie, donde puedes llevarte los bártulos –sombrilla, silla, neverita- sin molestar al personal porque hay espacio de sobra, donde la gente va exclusivamente a disfrutar del mar y de la arena sin preocuparse de mirar al de al lado o de si encuentra a alguien conocido al que tiene que pararse a saludar.

En las playas mediterráneas no hay ni glamour, ni clase, ni chic, ni tontería. Las señoras entradas en carnes charlan con los hombres gordos y leen revistas o hacen sudokus; las parejas se magrean con la excusa de darse crema en la espalda, los niños corren, saltan y chillan. Los padres jóvenes hacen preciosos castillos de arena arrebatándoles la herramienta a sus hijos pequeños. Los vendedores ambulantes venden fruta fresca y bolsos de marca falsificados, los chiringuitos te permiten tomar una caña mirando al mar. No hay cabinas para ducharse ni dejar la ropa, ni altavoces recuperando niños perdidos.

Entre las playas encorsetadas de mi tierra y las asilvestradas de mi otro mar deduzco que también existe una “cultura de playa”que he debido olvidar aprender…

En fin.

LaAlquimista


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domingo, 14 de septiembre de 2014

Los vecinos fisgones




Ayer hice algo que no suele ser habitual en mí, pero con el calor del mediodía me pillaron con la guardia baja (o es que ya la tengo siempre en posición de descanso, puede ser). El caso es que bajé al jardín para darme un chapuzón en la piscina y unos vecinos/veraneantes –como yo- me saludaron. Cuando te ves con la gente de ciento en viento, en este caso una vez al año, parece que hay que hacer un resumen abreviado del ejercicio para poner al día al interlocutor, que pregunta y pregunta, pero que te consta que no puede tener ningún interés en saber.

Así que: mis hijas bien, la salud bien, el trabajo como siempre y vine hace tres semanas y me iré dentro de unos días. Hasta aquí, más o menos lo habitual. Pero ayer hubo una coletilla-guindilla que yo no me esperaba y que me ha dado qué pensar -y tema para este post. El hombre en cuestión –porque era un hombre y no una mujer como seguramente muchos habréis presupuesto- me dijo guiñando los ojos (quiero creer que por efecto del sol en su cenit): “Pero tú… ¿qué haces que parece que te pasas el tiempo leyendo o escribiendo en el jardin?”

Y piqué; como una principiante, piqué. Y le expliqué al vecino fisgón que para mí este sitio es un “jardín del Edén” donde no tengo que hacer vida social, ni me veo obligada a estar con unos y con otros (por mucho que quiera a mis amigos); que no voy al teatro, ni al cine, ni de tiendas, ni a cenitas ni a cenorras, ni de potes ni de pintxos. Que me limito a levantarme cada mañana con el canto de los pajarillos, que me doy un tranquilo y casi fresco paseo por los alrededores aireando al perro, que me hago unos cuantos largos en la piscinita, que desayuno bravamente y luego me pongo a escribir. O me vuelvo a tumbar para dormir esa horita de regalo que sólo se pueden permitir reyes y políticos en activo. Y luego bajo al jardín a leer debajo de un olivo hasta que llega la hora de comer. Que como en silencio y hago la siesta. Que a media tarde bajo a la playa a disfrutarla cuando se va vaciando de gente, que a veces me voy por el paseo hasta el punto más lejano y me tomo una cerveza. Que casi siempre tengo el móvil desconectado. Que no tengo tele en casa. Que…

El buen hombre no pudo más (no era para menos), así que me espetó con la mejor de sus (venenosas) sonrisas: “Pues chica, ya eres tú aburrida, ya…” Al cabo de un rato todavía no había reaccionado (yo).

Más que mi media hora de seguridad lo que me atrapó fue un estupor de varias horas. Dejando aparte la obviedad de que lo que piense ese ciudadano a mí me traiga al pairo, no me permití eludir la reflexión que suscitaba su comentario –por lo demás impertinente y algo maleducado.

¿Es mi manera de vivir un desperdicio? ¿Aburrirme significa que no desarrollo actividad digna?

Puede que yo sea un bicho raro, porque cuando vienen otras personas de vacaciones por esta zona, se pasan el día subiendo y bajando, entrando y saliendo, yendo y viniendo; de excursión diaria, visita monumental o gastronómica, recorriendo pueblecitos (mil veces vistos) como si la posibilidad de quedarse descansando, dejándose llevar por el dolce far niente fuera una aberración en época vacacional.

Pensando y repensando en ello llego a la conclusión de que, aburrida lo que se dice aburrida, no lo soy tanto, pero “rarita” sí. Igual es porque hace tres años que no uso reloj y el tiempo se ha convertido para mí en algo que ES para disfrutar y no lo que TIENE QUE SER a toque de corneta. Que duermo cuando tengo sueño y me pongo en marcha cuando acabo de dormir, que como cuando tengo hambre aunque no sea la hora de comer, que no tengo normas, ni reglas, ni planes para hoy y para mañana, que el día a día es un fluir placentero y lleno de mil posibilidades que se van desgranando dulcemente, sorprendiéndome y produciéndome agrado comprobar que soy capaz de adecuarme a ello sin resistencia psicológica por mi parte.

Porque me pasé treinta y seis años de mi vida a golpe de cornetín, haciendo lo que había que hacer cuando lo tenía que hacer y como lo mandaban los santos cánones. Porque gasté años y años dejando que la noria de la vida decidiera por mí y un buen día me di cuenta de que no había razón alguna para seguir hasta el día de mi muerte con una inercia de centrifugado social y mental. Así que tasqué el freno, reflexioné sobre todo lo que quería cambiar en mi vida y, simplemente, lo cambié de acuerdo con las posibilidades que tenía, que se descubrieron más y mejores de lo que jamás hubiera podido imaginar.

Supongo que el precio a pagar será, a los ojos de un vecino cotilla, parecer una mujer “aburrida”.

En fin.

LaAlquimista

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sábado, 13 de septiembre de 2014

Reflexiones a la orilla del mar. "Lo poco que cuesta ser simpático


 


Hoy he tenido que ir a primera hora de la mañana al super más cercano. Me he despertado con ansia de comer melón y he caminado casi veinte minutos para proveerme de mi desayuno favorito.

Provista ya de mi melón –con muchas rayitas circulares en los bordes, señal de madurez interior (lástima que las arrugas en las personas no sean signo de “dulzura”)- me acerco a la caja seguida de un señor que portaba un cestillo con dos bolsas de fruta. El buen hombre, para ayudar, ha sacado la fruta y depositado el cestillo en el montón, a medio metro de la cola en sí, y ése ha sido el momento elegido por una mujer de mediana edad que estaba inmediatamente detrás, para depositar sus productos en la cinta de caja.

El hombre, muy educadamente, le ha dicho, blandiendo una enorme sonrisa: -“disculpe, pero estoy yo antes…”. La mujer, al darse cuenta de tal hecho, ha fruncido el morro (cuando una persona se pone con gesto agrio deja de tener boca para pasar a tener morro) y con voz glacial le ha contestado: -“Pues pase usted si usted está primero”.

El hombre, sonriendo todavía e intentando ser conciliador, le ha dicho que en realidad daba lo mismo, que pasara ella primero. A lo que la ciudadana, levantando la voz a la vez que retiraba bruscamente sus productos de la cinta, le ha espetado: -“¡que pase usted, que yo no tengo ningún interés en colarme de nadie”!

Yo les he mirado a ambos: el hombre, un poco abochornado, seguía sonriendo; ella, con cara de pocos amigos, seguía con la mirada dura, el morro torcido y emanando energía negativa por todos los poros de su piel.

Al salir, me he despedido con mi habitual:-”Que tengáis un buen día”, correspondido por la cajera y el cliente. La esfinge, en lo suyo, ni mú.

Luego me ha dado por pensar que si a las ocho y media de la mañana ya estás de mal humor, te puede esperar por delante todo un rosario de dificultades, malos entendidos, inconvenientes y hasta percances. Porque es evidente que la actitud influye tantísimo en el resultado de nuestros actos…Esa mujer podría haberle sonreído al hombre del supermercado, ninguno de los dos llevaba alianza, los dos de parecida edad, altos, con aspecto de salud, quién sabe si la situación no estaba creada para que ellos se encontraran y la aprovecharan, quién sabe…

¿Dónde conocer a cualquiera de las muchas almas gemelas que nos corresponden en esta vida? ¿En una página de contactos o en la cola del súper?

No se me quitaba de la mente la cara de pocos amigos de aquella mujer aunque ya habían pasado varias horas desde el incidente. Pensando, una y otra vez, en los tiempos en que me permitía estar de mal humor al empezar el día, arrastrando decepciones o sinsabores de la cama al despacho, asustando–quizás- a cuanto personal se cruzaba conmigo en el ascensor, un semáforo, el reloj de fichar… transmitiendo mi antipatía incluso por teléfono…

Quiero ahora pensar que fueron tiempos pasados, que he cambiado para mejor. Me observaré para cuando me levante de mal humor…

Estaba yo en lo mío, a la orilla del mar, en una de las lejanas playas de Poniente, pensando en cómo somos los humanos…antipáticos sin necesidad alguna, insolidarios simplemente por inconsciencia, maleducados aunque sepamos que lo estamos haciendo mal.

Vi entonces acercarse a un paseante que pisaba la arena a paso ligero; su silueta me era familiar aunque tardé unos segundos en ubicarla en mi mente. Al acercarse, sonrisa en ristre, detuvo su carrerilla, hizo sombra con la mano sobre sus ojos, me miró y me dijo:

-“¡Qué casualidad, nos volvemos a encontrar! ¿Estaba rico el melón…?”

Y es que…

En fin.

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viernes, 12 de septiembre de 2014

Reflexiones a l orilla del mar. "Mujeres en la playa"



La temporada de playa ya ha empezado oficialmente por estos parajes mediterráneos. A partir de San Juan es como si se disparara el cohete de salida y son miles los parroquianos de las suaves y blancas arenas. Si hasta entonces podía decir, sin caer en la exageración, que “la playa es mía”, desde hace un par de semanas se ha hecho verdad el “quítate tú para ponerme yo” y para gozar de un poco de sosiego frente al mar tengo que coger el coche y desplazarme lejos de hoteles en primera línea y aparcamientos municipales.

En tan sólo cinco kilómetros vuelvo a encontrar un sitio de mi agrado, quizás un poco menos cuidado, quizás un poco menos solicitado, pero con el encanto de tener “algo más” que ofrecer que no se aprecia a primera vista. Al igual que con las personas, sé que los lugares guardan su secreto, su valor especial y único sin necesidad de hacer publicidad de él.

Son playas nuevas, robadas al mar, creadas entre rocas y pinos, agreste el entorno todavía frente a unas aguas con algas y piedras, pero que ofrecen el toque que yo necesito: la discreción y tranquilidad. Las he ido descubriendo poco a poco, dejándome envolver por su encanto, sin tener en consideración las molestias para acceder a ellas. Igual que con algunas personas.

Me gusta sentarme frente al mar, bien tapada y protegida por la sombrilla y dejar que mi vista vague por el horizonte y mi mente divague un poco más acá.

Hoy no he podido sacar fotos porque voy a hablar de unas personas concretas, así que tendré que esforzarme por adecuar mis palabras a la imaginación del lector.

He visto venir a una pareja con un niño pequeño. Han dejado las toallas en el suelo, el padre ha inflado una pequeña colchoneta después de ponerse en traje de baño y la madre ha desnudado al niño de unos tres años. Ella misma ya venía vestida para la playa con una camiseta de manga larga y pantalones tobilleros de pseudo-neopreno y gorro a juego. Le he comentado a mi hija: “mira, una nadadora profesional”y ella, sonriendo, me ha contestado: “no, ama, una musulmana…” Qué verdad es que nuestras suposiciones más básicas toman forma del acerbo cultural de cada persona. ¿Por qué he pensado lo que he pensado y no otra cosa? ¡Porque estoy condicionada a mi entorno socio-cultural, donde no he visto nunca (todavía) a una mujer musulmana en una playa occidental vestida de esta guisa. La ropa que llevaba, supongo que también es algo irremediable, de color negro.

El marido y el niño hablaban en árabe entre ellos y la madre con el niño en catalán. ¿Integración?. ¿Multicultura?. Todo eso.

Entonces se ha incorporado a mi campo visual una pareja rubia. Rondando la treintena. Caminando de la mano y embarazadísima ella. En top-less y con tanga. Toda una ofrenda al astro rey de la vida dentro de la vida. Ha habido un momento en que han coincidido ambas mujeres en mi encuadre visual. ¡Qué oportunidad de foto perdida! Aunque, obviamente, ni se me ha ocurrido echar mano a la cámara que siempre llevo a mano.

¿Qué habrán pensado la una de la otra? ¿Cuál de ellas habrá sido más dura en su juicio sobre la vestimenta (o ausencia de ella) de su congener?

Con sutileza y nada de descaro se han mirado sin reconocer en ellas ningún nexo en común. Quizás el hecho de la maternidad podría unirlas… pero no en la situación en que se han encontrado en el mismo plano.

Mi reflexión me ha llevado a darme cuenta de que una de ellas habría podido ser apedreada en el país de la otra…

En fin.

LaAlquimista

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