martes, 31 de marzo de 2015

Segundo Acuerdo. "No te tomes nada personalmente"




Magnífico 2º Acuerdo de la filosofía tolteca que desarrolla Miguel Angel Ruiz en su libro “Los cuatro acuerdos”.

En cierta ocasión tuve que compartir con una persona a la que yo había amado mucho los momentos tristes y decepcionantes previos a la conclusión de que la relación afectiva había enfermado, entraba en su plena agonía y presentaba un final más que doloroso. Quería que el corazón no se rompiera en trozos y que la mente se mantuviera clara, a la vez que el espíritu obtuviera la paz suficiente como para poder equilibrarlos a ambos.

Cuando fui a la cita –en la que ya se sabía de antemano que el amor había huido por la ventana de la incomprensión y la falta de entendimiento entre las partes- llevaba, si no como única sí como prioritaria intención, la de “terminar bien” o por lo menos sin hacernos más daño del que ya nos habíamos –consciente o sin quererlo- inferido.

Inopinadamente, la otra persona comenzó a hablar del pasado en común. Sacó de un saco invisible para mí, pero que se veía que había llenado con fruición, toda una retahíla de reproches antiguos y admoniciones presentes. Como no me lo esperaba, no fui capaz de reaccionar y mi silencio le proporcionó el empuje que necesitaba –o quizás ya lo llevaba- para lanzarse a un soliloquio doliente que, en un momento dado y muy sutilmente, se convirtió en una filípica en toda regla contra mi persona.

De los reproches pasó al insulto, de la reconvención a la acusación, convirtiendo los hechos objetivos del pasado en acciones reprobables, culpables, censurables, en poco menos que delitos.

Curiosamente, lejos de enfurecerme –pasada la sorpresa inicial- sentí que tenía que gestionar toda aquella panoplia de invectivas y, haciendo un esfuerzo por relajarme, comencé a ver la situación “desde arriba”, como si yo estuviera flotando y contemplara a dos personas –una de ellas con mi apariencia carnal- sentadas frente a frente a una mesa, mientras una de ellas lanzaba por la boca denuestos, amargura, rencor y desamor mientras la otra –yo- permanecía silenciosa.
 
 

“Esto no tiene nada que ver conmigo” pensé, “yo no soy esa persona sobre la que están volcando odio” sentí; “No me lo voy a tomar como algo personal”, decidí. Y seguí allí sentada hasta que remitió el chaparrón y entonces me levanté y, despidiéndome sucintamente, me fui para siempre de la vida de aquella persona.

Las balas no parece que hacen daño en caliente, tan sólo cuando se enfría la sangre aparece el dolor y los nervios reaccionan haciendo que se produzca la normal reacción física y química. La catarsis llegó, qué duda cabe, pero llegó para bien.

Cuando alguien nos vuelca encima su mal humor y LO ACEPTAMOS nos tomamos su afrenta como algo PERSONAL y sufrimos. “Te comes toda su basura emocional y la conviertes en tu propia basura”. Ese sufrimiento se puede evitar si somos capaces de darnos cuenta de que “el otro” lo único que está haciendo es PROYECTAR sobre nosotros –o sobre el mundo- sus propias y más íntimas (y casi siempre ocultas) carencias.

Ese insulto inesperado de alguien que está descontrolado y que hacemos nuestro (el insulto y el descontrol) poniéndonos como basiliscos porque consideramos que nos han faltado al respeto cuando, en realidad, nada tiene que ver con nosotros la mala educación o la irascibilidad de la otra persona. “Haces una montaña de un grano de arena porque sientes la necesidad de tener razón y de que los demás estén equivocados”.

¡Cuántas veces alguien me ha dicho frases hirientes! ¡Cuántas veces he aceptado ese mensaje, lo he hecho mío y he sufrido por ello! “Si alguien no te trata con amor y respeto que se aleje de ti es un regalo”.
 
 

¿Por qué me tomaba palabras que yo sabía eran inciertas como algo personal? ¿Por qué hacía como si fuera MERECEDORA de ellas cuando yo sabía perfectamente que eran mentiras o simplemente envidia?

La rabia de quien no es feliz se puede traducir en insultos hacia quien sí lo es. El rencor hacia sí mismo de quien no tiene paz en su interior se puede expresar en reproches, burlas y desprecio hacia quien está tranquilo y en paz con la vida. Quienes juzgan y condenan MI VIDA y me envían la sentencia con miradas de odio… ¿a quién están juzgando realmente? No a mí, desde luego, puesto que yo no me siento identificada con esa proyección de insania o mala intención.

No digo que sea fácil, ni siquiera digo que consiga aplicarlo en TODAS las ocasiones, pero sí siento la íntima satisfacción de saber alejarme del campo de batalla al que otras personas han querido acercarme, dejándome expuesta, en tierra de nadie, al fuego cruzado de su propia infelicidad.

No me lo tomo como algo personal porque no es nada MÍO, sino de quien siente la necesidad de sacar a pasear sus propios demonios dejando que molesten a los demás. Lo mejor que he hecho ha sido poner este “Acuerdo” en un post-it y pegarlo en la puerta de la nevera para no olvidarlo en ningún momento…

Vamos avanzando poquito a poco.

En fin.

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lunes, 30 de marzo de 2015

Primer Acuerdo. "Sé impecable con las palabras"



Hace varios años que descubrí a Miguel Angel Ruiz, un “nahual” mexicano que ha sabido profundizar en la filosofía tolteca y la comparte de manera comprensible y sencilla. Casualidad que viva en Teotihuacan, al pie de las pirámides sagradas; casualidad que yo estuviera allí hace unos meses. Causalidad pura y dura todo lo que me ha ocurrido desde entonces (y antes, pero quizás yo no era del todo consciente).

Miguel Ruiz escribió un libro en 1997 “The Four Agreements” (“Los cuatro acuerdos” Ediciones Urano) cuyo mensaje y contenido se extendió como la pólvora entre quienes quieren ir un poco más allá o simplemente mejorar la vida que tienen en este más acá. Yo lo descubrí hace cuatro años –un año por cada acuerdo- y no hay día que transcurra sin que pueda aplicar su filosofía tan peculiar sobre la vida.
 
Son “cuatro acuerdos”, ni de lejos parecidos a esos “Diez Mandamientos” tramposos y con tantas fisuras por donde hacer escapar a la propia conciencia. Son cuatro acuerdos voluntarios, personales, asentados plenamente en el libre albedrío del ser humano.

Me los sé de memoria y me gusta ponerlos en práctica; me complace sorprenderme (todavía) a mí misma dándome cuenta de que hay tantas y tantas ocasiones en el día a día en las que se pueden aplicar estas “normas básicas”, que ni siquiera son normas porque nadie te obliga, es una asunción de responsabilidad desde la pura libertad del individuo.

1.- “Sé impecable con tus palabras”.

2.- “No te tomes nada personalmente”.

3.- “No hagas suposiciones”.

4.- “Haz siempre lo máximo que puedas”.

Sencillo, elemental y entendible. Pero… ¿Somos capaces?

El Primer Acuerdo es el más difícil de entender. ¿En qué consiste eso de la impecabilidad de la palabra? Evidentemente no se trata de “hablar bien” sino de NO HABLAR MAL…a los demás ni a uno mismo.

Lo que nos diferencia básicamente de nuestros amigos los animales llamados no-racionales es la palabra: ese don (divino en unos casos, maligno en muchos otros) que nos convierte en seres casi mágicos, con capacidad para modificar la vida, el mundo; ese poder que nos permite influir, manipular, modelar, dirigir, levantar o destruir a otros seres humanos.
 
La palabra de Jesús de Nazaret; la palabra de Adolf Hitler. Palabras al fin y al cabo. Palabras de amor, palabras de desprecio. Mensaje de paz, levantamiento a la guerra.

Pero nosotros somos seres humanos sencillos, anónimos casi siempre, nuestra palabra… ¿qué valor tiene?

¡Inmenso! Con la palabra somos capaces de levantar a quien ha caído o de tumbar en la lona a quien está sufriendo. “!Tú sí que puedes, tú eres capaz!” y esas palabras de ánimo se convertirán en una fuerza REAL. Por el contrario: “No sirves para nada, eres un desastre” y quien escucha percibirá cómo el frío de la palabra vestida de energía negativa se introduce en su alma, en su mente, para dejarlo todo arrasado a su paso. Animar a las personas en sus proyectos o criticarlos y tirarlos por tierra ANTES de que los lleven a cabo. Palabras.

Proyectar hacia fuera la propia debilidad, dar por sentado que algo va a salir mal, vociferar la baja autoestima expulsando por la boca –o a través de un teclado- el veneno de la propia cobardía. Atreverse a expresar el propio pensamiento letal, considerar que hay derecho a contagiar a los demás con la propia decepción, compartir desde la inconsciencia una visión del mundo y del ser humano indigna. Palabras.

Palabras que ofenden, palabras que denigran al otro; cotilleos, maledicencias, calumnias. Bilis. Palabras.

Su poder es TAN grande que basta una sola para decidir la ruina de un corazón humano. “Ya no te amo”. “Eres un inútil”. “Vete a la mierda”. “No te soporto”. Palabras cotidianas, palabras sociales, palabras inmundas revestidas de supuesta sinceridad.

Ser impecable con las palabras significa utilizarlas únicamente como herramienta para el crecimiento y no como espada para abatir a otro ser humano.
 

Palabras que, una vez pronunciadas, quedarán para siempre en el corazón herido, aunque le cuenten el cuento de que se las ha llevado el viento. Palabras que no se olvidan. “Nunca llegarás a nada”, me dijo alguien hace muchísimos años… y lo recuerdo sobre todo cada día en que me siento feliz.

Mi Acuerdo conmigo misma es intentar ser yo también impecable con las palabras. Callar las que puedan dañar al prójimo, reflexionar sobre las que pueden dañarme a mí misma. Utilizarlas para ayudar a extender las alas, que puedan ser bálsamo de las heridas del amor o suave brisa en un atardecer melancólico; y también compañía amigable en la soledad, susurro enamorado que llena el alma… Elegirlas, cuidarlas, no decir ni una sola que enturbie la paz interior.

Un acuerdo magnífico que se puede experimentar hoy mismo, simplemente poniendo atención en nuestras palabras. Que HOY sean IMPECABLES.

Y sobre todo, hablar menos y abrazar más.

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domingo, 29 de marzo de 2015

Mis oraciones de antes de dormir


 

Olvidado para siempre el tiempo en que rezaba cada noche de rodillas –literal- cuatro tonterías sin sentido antes de meterme a la cama, -sin sentido alguno pero ¿quién ha podido destruir en su memoria inconsciente aquel famoso Jesusito de mi vida eres niño como yo por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo tuyo es mío no?-, olvidadas y desaprendidas tantas oraciones que martillearon mi infancia, la pila de agua bendita que mi tía-abuela rellenaba con tesón y que estaba encima de mi cama y de la que sustraía líquido bendito para mis persignaciones cotidianas, y arrancado de mi conciencia de una vez por todas el escapulario que me metían por debajo de la camiseta -al que tenía que dar besos por la mañana y por la noche-, abrazando el misalito Regina que era mi más preciado bien -o así me lo hicieron saber para que venerara las estampitas de Santa Rita y el Sagrado Corazón sangrante de Jesús y las llagas de otros mártires o protomártires. Queriendo olvidar, pero cómo… aquellos años en que, viviendo con mis abuelos, nos hincábamos –mi abuelo, mi abuela, mi tía-abuela y yo- de rodillas a la hora nefasta del rosario para demostrar ante el Dios que todo lo veía y que nos miraba en aquellos momentos que éramos buenos cristianos merecedores de un lugar a la diestra (que luego supe que significaba derecha pero que pensaba que era algún sitio especialmente divertido) del Padre, tanto rezar desde niña como un plan de pensiones para la eternidad, con lo cigarra que yo he sido, y me convencieron -o quizás no me dejaron otra opción- de que los rezos y la práctica religiosa eran imprescindibles para mi evolución de niña a persona humana pasando por “ente cristiano” tal y como mandaban los preceptos que se seguían en mi familia a rajatabla para satisfacción de los mayores y turbación de los menores, como era mi caso.

¿Cómo desprenderse de aquel diluvio de novenas, jaculatorias, y del nefasto con Dios me acuesto con Dios me levanto con la Virgen María y el Espíritu Santo?

Mi madre dice que me invento cosas y yo digo que ella se ha olvidado ya de cómo favoreció la educación de su hija hace más de cincuenta años.

El rosario de plástico marrón de diario y el rosario de nácar azulado (más falso que otra cosa, el nácar, digo) de los días de fiesta. El velo negro para cubrir mis cabellos, el sencillo para el colegio, el redondito con bodoques para ir a misa con mis padres los domingos cuando niña, mantilla semi-larga al cumplir los once años. El misal  lleno de estampas de santos, de recordatorios de la primera comunión, de cromos de colores con imágenes de Bernadette o los niños de Fátima. Y la estampa con la foto del Papa de Roma –entre Juan XXIII y Pablo VI- con la oración que había que repetir cada día en la misa del colegio. Misa diaria antes de comer, rosario antes de ir a casa, más primeros viernes, exposición del Santísimo, novenas diversas y excursiones a Lourdes-Txiki. (“¡Pero si ya he rezado el rosario en el colegio!”. “No importa. En casa también”)

Sin contar el ritual de la confesión semanal de pecados inventados “Padre me acuso de haber desobedecido a mis papás, de pelearme con mis hermanitas, de dar malas contestaciones y de decir mentiras”. Pues nada, ahí que me iban las avemarías de penitencia de un enunciado aprendido, más bien inducido por quien velaba por la pureza de mi alma virginal y me “dictaba” los pecadillos (veniales, eso sí) de los que me tenía que “acusar” y “sentirme culpable”. Vigilaban más la pureza de mi alma que la de mi ropa interior…

En realidad yo quería escribir sobre otra cosa y he comenzado con esta digresión de recuerdos religiosos y ya ni sé cómo voy a poder enlazar con el hilo inicial… ¡Ah, sí!

Mis oraciones de antes de dormir. Cada noche, cuando apago la luz y poso la cabeza en la almohada, en esos segundos previos al abandono de la mente y el cuerpo en los brazos de mi espíritu que hará con ellos lo que quiera, doy gracias por TRES cosas buenas que me hayan ocurrido en ese día. A veces ocurren cosas importantes que me reafirman la fe en el ser humano. Otros días son pequeñas minucias que me reconfortan el corazón. A veces tengo que rebuscar… pero siempre las encuentro.

Por fin.

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sábado, 28 de marzo de 2015

Un prejuicio menos


 

Mi relación con los libros es una relación serena, equilibrada y fructífera tal y como aspiro a que sea mi relación con las personas-humanas. Ellos lo dan todo y piden poco a cambio, una filantropía que me regala la Biblioteca, nunca la librería; ellos se dejan ojear y hojear sin queja alguna y rechazo o aceptación no les tambalea –al igual que me ocurre a mí- la autoestima porque el autor no se entera de si lo meto al bolso o lo vuelvo a dejar en la estantería. Desgraciadamente ya apenas puedo comprar libros, y ahora es cuando digo (para quedar bien) que tengo más de tres mil y las estanterías a reventar, pero eso no es más que el veinte por ciento de la verdad o de la realidad observada con mi sueldo de prejubilada, ya que si leo una media de diez libros al mes no me salen las cuentas.

La mayor de las ventajas de la Biblioteca Pública –y hay unas cuantas en Donostia- es que si has errado en la elección o el contenido defrauda tus expectativas, puedes pasar por encima del prurito de llegar hasta el final del libro y, perdonándote a ti mismo, abandonar la lectura, a los personajes y al autor sin ningún tipo de sentimiento de culpa. Ni qué decir tiene que no hay “dolor de corazón” por no terminar un libro que cuesta casi siempre más de 20€…

A veces sé lo que quiero leer y no lo encuentro –y lo solicito y debo esperar- y otras, la mayoría, me dejo llevar por el instinto o el deseo del momento. Es como si entrara en una tienda de ropa de esas donde hay miles de prendas y pudiera llevarme a casa –sin costo alguno- media docena, probármelas a placer en la intimidad y disfrutarlas durante tres semanas; luego las paso por la “tintorería imaginaria” y las devuelvo. Improbable aunque seductora la idea ¿no?

Pues ese REGALO existe y no seré yo quien deje de aprovecharlo. En vez de “trapos”, libros. Casi nada…

Voy a la biblioteca los lunes para abastecerme para toda la semana,

-como quien hace la compra-, y en mi última incursión me llamó la atención un libro que fue publicitado exageradaente hace unos meses, cuando se publicó. Pensé: “ni hablar, ESO yo no lo leo”. Lo cogí, leí la contraportada y me reafirme: “que no, que no…” Pero me di los sesenta segundos de reflexión que cuando tengo un impulso siempre me impongo y llegué a la conclusión –sí, en un minuto se puede llegar a conclusiones- de que estaba dejándome dominar por un prejuicio.

Así que abrí el libro al azar y leí lo siguiente: “Si crees que equivocarte y fracasar es terrible para ti y daña gravemente tu autoestima, harás todo lo que puedas por evitar situaciones que sientas que te vienen grandes, o aquellas en las que no estés cómodo porque creas que escapan a  tu control o las percibes como arriesgadas. Esto te llevará a perderte muchas oportunidades de crecimiento y desarrollo en todos los aspectos de tu vida”.

Vaya, pensé de nuevo, ya con la nube del prejuicio alejándose de mi mente programada, esto promete. Así que me lo llevé y lo dejé al fondo de la bolsa, como renuente todavía a leerlo, pero la meteorología se puso a favor de la autora y he pasado el fin de semana tomando notas, -no puedo subrayarlo porque no es mío-, reflexionando, dejándome empapar por las vivencias de una mujer de nuestro tiempo, denostada y vilipendiada, a la que han colgado sambenitos gratuitamente la maledicencia, la envidia y la estulticia patria.

Es un libro que habla del sufrimiento, de la vida, de la muerte, del apego, del dolor, del miedo y de la cobardía. Una autocrítica hecha con humildad por una mujer a la que muy pocos conocen y muchos se han permitido el lujo de criticar y tantos otros de juzgar (y condenar).

No me han interesado apenas las fotos en colorines que van en el centro del libro, ni los datos que rozan el supuesto cotilleo, ya que es indudable que una tercera edición del libro se está apoyando en lo superficial, pero espero que quienes lo lean se den cuenta de que ese “amar demasiado” de la protagonista es común a casi todas las mujeres de esta zona de la geografía física y emocional por educación, imperativo social y sobre todo, chantaje afectivo/moral.

Rompo mi lanza a favor de “Por ti lo haría mil veces” de Isabel Sartorius y le deseo lo mismo que deseo para mí misma, constancia para encontrar el camino hacia el interior donde habita esa niña pequeña a la que nunca deberíamos haber dejado de amar…

En fin. Ya tengo un prejuicio menos.

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viernes, 27 de marzo de 2015

Volverse a enamorar




Ni siquiera cuando era joven pensé que el amor era exclusivo de los jóvenes; yo no fui de esas que apostrofaban de “patéticos” a dos personas mayores cogidas de la mano ni me reí nunca ante el beso en la boca de unos septuagenarios. El amor y sus manifestaciones me han parecido siempre un milagro y como tal lo respeto y venero. Aunque ahora hay mucho “estrecho” que dice que es de poca vergüenza que los ancianos se enamoren o, sin ir tan al extremo, que si dos personas talluditas –pongamos de más de cincuenta años- sienten algo la una por la otra pues bueno, de acuerdo, pero que no hagan el ridículo en público como si tuvieran veinte años.

¿Qué son los besos, yogures que caducan? ¿Qué los abrazos, qué el mirarse a los ojos, patrimonio de la humanidad menor de treinta años?

Cuando uno se enamora de escapa del mundo y se eleva, se eleva –hasta esa estratosfera donde no hay sentido del ridículo, ni convencionalismos sociales, ni escándalo público, ni juicios ni prejuicios- y es allí donde se mezclan la pasión y la ternura, el deseo y la dulzura, es en ese espacio inviolable, único e intransferible, donde se gestan los sueños eternos que van a durar lo que duran las cosas del amor, pero que en esos momentos van hasta el infinito y más allá.

Si hablamos de endorfinas está claro que su segregación remite con la edad física; si vamos a contar prestaciones amatorias, la próstata juega malas pasadas y la menopausia unas cuantas también. Si nos quedamos en lo puramente físico no se puede comparar, -afortunadamente-, porque el corazón no resiste siete orgasmos a partir de cierta edad-, ni se puede comparar ni hace falta hacerlo.

Pero se me ha ocurrido hablar de volverse a enamorar, esa magnífica posibilidad que nos sigue acechando, incluso a quienes estamos ya en el otro lado de la montaña, “over the hill”, empezando a bajar la pendiente que se vislumbra desde la cumbre.

Un enamoramiento a los ocho años es dulce y no patético. El mismo sentimiento a los sesenta o setenta también puede albergar toda la dulzura de las mariposas en el estómago porque es un círculo que se cierra –el de nuestra existencia- y el amor sigue estando presente aunque no se manifieste con estridencias, seguramente porque no se lo permitimos.

Volverse a enamorar…habría dos bandos opuestos si se lanzara la pregunta al aire. Uno, el de los gatos escaldados que ya han sufrido y padecido las mieles y hieles del amor y que prefieren no volver a intentarlo para ahorrarse el sufrimiento que lleva implícito el gozo. Otro bando, el de aquellos soñadores, corredores de fondo, que no cejan aunque se cansen, aunque se caigan, porque sienten en su interior que, a pesar del precio a pagar, vale la pena volverse a enamorar.

Por supuesto que no es todo tan fácil como decir: “hala, pues me apetece volverme a enamorar y voy a hacerlo”, porque cuando se busca se encuentra o no se encuentra y en la espera también se desespera, aunque influye mucho la actitud. Si ésta es abierta y positiva, esperanzada y alegre…llegará mucho antes de lo imaginado. Si, por el contrario, las puertas están cerradas es imposible –o lo dejamos en improbable- que ocurra. Quien tiene muy claro en su interior que nunca volverá a amar, está echando sobre su mente esa certeza convertida en sentencia, está proyectando esa fuerza –negativa, pero fuerza- hacia afuera y rebotará en los demás y le volverá a su corazón entera y reforzada. No volverá a amar.

Luego están (estamos) “los otros”, los que siguen cuidando a su “niño interior” y despiertan cada mañana sintiendo que ése puede ser un día feliz –hoy mismo- y que a la vuelta de la esquina, quizás, se detengan en una persona-humana que haga saltar por los aires las manías, las costumbres adquiridas de tanto tiempo sin enamorarse y resurjan con fuerza los deseos de volver a tropezar con la misma bendita piedra del amor.

Por y para ellos mi post de hoy. Porque el enamoramiento es bueno para la piel a nuestra edad, quita arrugas en vez de sacar espinillas, nos permite abrazarnos en camas de 2 x 2 en vez de en bancos de los parques y no hay que pedir permiso a los padres para ir a dormir a casa de un amigo. Sinceramente, no le veo más que ventajas…

En fin.

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miércoles, 25 de marzo de 2015

Hoy toca algo light





Raras veces releo mis escritos; escribo a impulsos, según siento en el momento, casi de manera visceral, no soy nada organizada para el asunto ni tengo un “fondo de armario” de posts para ir colocando estratégicamente (siempre he sido cigarra, no hormiga) y como considero que lo escrito “se autodestruye automáticamente” en veinticuatro horas, pues no le doy más importancia al asunto y sanseacabó.

Pero hoy estaba en blanco, lo juro, me he despertado hace ya una hora larga y –a falta de otro menester- he echado un vistacillo al pequeño stock virtual de palabras que voy amontonando para que luego se las lleve el viento y me ha llamado la atención lo “seria” que me pongo en general y lo poco divertida que soy en particular.

Ah, -me digo- esto no puede seguir así, faltaría más, ¿qué me pasa que parece que llevo una cruz a cuestas cuando me considero una mujer alegre –siempre que no se me salte el esmalte de las uñas?. Así que he puesto el título y heme aquí intentando juntar palabras livianas, sandungueras, sin peso específico; o sea, “light”.


¡Qué torpeza de vocablo y qué mal aplicado está! “Light” significa “luz” y también significa “ligero” (de la lengua de Shakespeare hablamos, claro está); dos acepciones para la misma palabra, entrelazadas por la aparente liviandad del espectro de luz que se extiende a cualquier otro concepto con poco peso, con poca enjundia.

Yo no creo en lo light que nos comemos o en lo light que nos fumamos, son trucos para vender un producto más caro con la cantidad mínima de veneno permitida por la ley. Pero sí creo en lo que veo o veo aquello en lo que creo –que diría aquél- y observo que las personas también nos estamos volviendo “light” (los adjetivos no tienen plural en inglés).


Mi abuela utilizaba mucho el adjetivo “sinsustancia”. Ese novio que tienes es un “sinsustancia”, -me decía y no se equivocaba- o esta sopa me ha salido “con poca salsoya” –que supongo que es una derivación euskérika de la cosa que no es ni fú ni fá, ni chicha ni limoná, como queremos ser todos ahora, como la mayonesa light (apenas sin aceite ni huevo), el chocolate light (apenas sin cacao), la cerveza light (apenas sin alcohol) el tabaco light (apenas sin nicotina), el sexo light (apenas sin ganas) y nuestra vida acaba siendo también light (apenas sin vida).

Supongo que me he vuelto a liar, desde la primera frase hasta la última he querido expresar una idea light (apenas sin idea), así que abro la ventana (del ordenador) y que se lleve estas palabras ligeras, livianas, volanderas, el viento de la mañana…

En fin.

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La procesión va por dentro y el orgullo por fuera

 

Aquí todo el mundo aguanta el tipo como puede. Da igual que la situación personal esté al nivel de los moluscos univalvos, hay que disimular porque está mal visto pedir ayuda. ¿Qué estoy diciendo? Pues ni más ni menos que nos estamos convirtiendo en una sociedad autista en la que escondemos nuestros sentimientos y contenemos nuestras emociones porque no es de recibo llorar en el hombro de los demás y, sobre todo, porque como los demás no nos cuentan sus penas…¿Cómo vamos nosotros a contarles las nuestras?

Supongamos –es un suponer- que a una persona no le llega el dinero para vivir porque se han visto recortados sus ingresos (y no así sus gastos fijos). ¿Va a decirle a su familia que no tiene ni para el bonobús? No. Simplemente irá andando a todos los sitios. ¿Va a pedir cien euros a sus amigos para pagar la cuenta de la luz? No. Simplemente dirá que no se encuentra bien y no puede salir al pintxo-pote de los jueves. La procesión va por dentro y el orgullo por fuera.

Así pues estamos acostumbrados a pasar por la vida de los demás como untados con vaselina, deslizándonos sin rozar su equilibrio y disimulando nuestra pena u ocultando el problema que nos atenaza las tripas. Y no es porque eso sea lo deseado, qué va, pero cuando se lanzan bengalas de auxilio, cuando se deja caer –como quien no quiere la cosa- un “llevo una temporada que no me encuentro bien”, y a la pregunta de qué te duele, la respuesta es “el alma”, entonces se mira hacia otro lado, no se sabe qué decir o como mucho un “venga, mujer, ya se pasará, el tiempo todo lo cura”.

Mi problema es que yo no soy de callar, sino de contar y pedir. Contar cuando me siento mal y pedir ayuda. Pero no todo es tan fácil como decir “me prestas dos mil euros”, ese problema se soluciona sin poner emoción ni sentimiento apenas; lo difícil es ofrecer compañía al que está solo, calor al que tiene frío, unas risas al que está triste.

Al final vamos todos dentro de nuestra burbuja, aislados de los demás, como los monos de Gibraltar, no queriendo ver, ni escuchar y mucho menos, hablar.

Tengo mi queja bien guardada aquí en la mano para arrojármela a la propia cara antes de dejar que se desparrame por donde no debe. Debo ser prudente siempre aunque a veces me cueste lo indecible.

Así que tan sólo voy a compartir que, cuando le escuchemos a una amiga que nos habla con tono triste, sin fuerzas, y nos dice que “se encuentra mal”, le ofrezcamos un poco de compañía porque eso es lo que nos está pidiendo. Y cuando la pareja esté llena de murria, mirando con ojos de cordero degollado, le hagamos unos cariños extras, porque eso es lo que está necesitando. Y si encima lo pide con palabras… no nos queda más remedio que enfrentarnos a la realidad: o queremos a esa persona o nos importa un comino. Porque no se puede arreglar con palabras lo que se ha estropeado con omisiones…

En fin.

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Un día tonto lo tiene cualquiera

 

Ya sabes; te despiertas por la mañana y enseguida te das cuenta de que hay algo que falla. No, no te duele nada ni estás incubando una gripe, es simplemente que… algo indefinible te está molestando y seguro que vas a tardar unas cuantas horas en darte cuenta de qué es.

Las tareas del día se perfilan anodinas aunque de víspera te hayas acostado con cierta ilusión o incluso tranquilidad; levantas la persiana y el tiempo está como tu ánimo -¡qué raro!-, sin viento, el suelo mojado, las nubes tapando férreamente la luz del sol y un frío gris invadiéndolo todo. Vas a la cocina y piensas que ni te apetece tomarte un café. Luego piensas que igual la ducha te despeja, pero resulta que tampoco. (A veces el agua no se lleva ninguna pena)

Y ya sabes que todas las horas van a ser así de tontas, de inanes y absurdas hasta que pase algo diferente, porque eso es lo que necesitas precisamente, que ocurra algo que te espabile las neuronas o que te despierte el corazón. Da igual que sea martes y festivo; eso es tan sólo una excusa más, pero es menos grave que si fuera sábado, sentirse melancólica y “chof” el fin de semana es menos llevadero… Un martes, pues tiene un pasar, hasta casi parece un poco obligado...

Hoy todo está cerrado menos la hostelería y los bazares chinos, así que no hay excusa de ir al trabajo como un autómata y piensas si será mejor quedarse en casa como un robot; tanto da. ¿Un paseo, un libro, un poco de ejercicio, un par de onzas de chocolate negro? Gran duda. Hoy no es tu día y punto.

Pues bueno, también tenemos derecho a sentirnos de esta manera, como desganados a tope y sin fuerzas ni para descorrer las cortinas; no todo van a ser energías vitales echando chispas y rompiendo barreras y saltando vallas. Hoy puede ser justo el día adecuado para un poco de silencio interior o incluso para sacar las púas de erizo y no dejar que se nos acerque nadie (siempre sin pinchar, claro); o incluso para mirar la vida desde lejos y con los ojos entornados, como si no fuera la cosa con nosotros, como si nos apeáramos del vagón una estación antes y todo comenzara a ser diferente a como es cada día, sacándolo de la rutina.

Lo único bueno que tiene esta melancolía es que los que vivimos solos no se la hacemos pagar a nadie. En mi caso, me voy a ver el mar, que hace muchos días que no le escucho y seguro que tiene algo interesante que contar.

En fin.

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martes, 24 de marzo de 2015

No todo es lo que parece



Ver lo que uno necesita creer, creer tan sólo aquello que no hace daño, aunque esté al revés.


Dar la vuelta a la realidad y poner boca abajo a las personas para seguir teniendo razón.


Jugar a juzgar y equivocar el camino en la vida.


Nada es lo que parece aunque lo pongamos del revés.

En fin.

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Foto: Amanda Arruti.  “Firenze. Ponte Vecchio”

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viernes, 13 de marzo de 2015

Una ramita de perejil y agua del Jordán

 

Cuando empecé el otoño y sentí la necesidad de cambiar de piel, supe que este año iba a terminar de forma diferente de los demás. Intenso y doloroso, definitivo y efectivo, el cambio no se limitó a lo interno, a reubicar mis afectos o desprenderme de relaciones tóxicas; no fue únicamente una “caída de la hoja” al uso, sino un revolcón externo también. Así pues, empecé por vaciar –uno a uno- los armarios de la casa, apilando recuerdos, desechando recuerdos, reabriendo heridas y suturándolas a la brava. Metros y metros cúbicos de libros, apuntes, cuadernos de poemas, cartas de amor, fotografías en papel, en diapositivas, en soporte informático. Desde los pendientes de bolita de oro del bautismo hasta el último anillo recibido con amor, pasando por toda la parafernalia de casi sesenta años de vida de mujer perteneciente a una sociedad rica, consumista, interesada en el tener más que en el ser.

Fueron tres meses de revolución total; acampando en cada extremo de la casa mientras la pintura, los barnices, el cemento y la madera lo invadían todo. Llenando bolsas de basura king size diariamente; regalando muebles en buen uso todavía, juguetes de varias infancias, baúles de ropa “buena” que se guarda por decreto/ley, llenando el contenedor azul de cartón/papel con mil escritos inservibles, mis poemas caducados y todos los amores perdidos. Me deshice de toda una vida en objetos, en recuerdos representados por cosas, anulé las huellas del amor tirando los colchones, comprando sábanas nuevas y deshaciéndome de las toallas que me secaron el cuerpo y las lágrimas.

Tiré toda una vida fuera de mí y quise empezar en limpio el borrador de los años que me quedan, aunque no es “empezar de cero” –lo que sería imposible pues la carga emocional ya está ahí para siempre- sino continuar viviendo más ligera de equipaje. Equipaje material y afectivo, bagaje emocional familiar, amistoso y social. Se acabó el ir por la vida como “el baúl de la Piquer”, arrastrando amistades sin fundamento, cohesión, ni intereses en común. Se acabó el contar con personas que dejaron de contar conmigo hace años aunque lleven la misma sangre por las venas; se acabó lo que se daba porque no podía ser de otra forma.


Abrí las ventanas para que el aire corriera por todos los rincones desde el amanecer; una gran vela blanca presidiendo la estancia principal y un pequeño cuenco con agua del río Jordán (recuerdo de un maravilloso viaje realizado con mis hijas). El incienso de rigor y una ramita de perejil y la energía positiva de varias personas limpias, buenas, honestas.


Fuimos asperjando el agua ayudándonos de la ramita de perejil en cada una de las estancias, mientras quien lo hacía pronunciaba un buen deseo desde el corazón. Las bendiciones se fueron desgranando una a una por cada uno de los rincones y esa noche la energía positiva llenó mi casa y nuestros corazones. El ritual de las bendiciones es tan antiguo como el ser humano y, bajo mil formas diferentes, siempre encontramos la manera de hacerlo porque nos sigue siendo necesario que nuestro pequeño mundo esté limpio de energías que no nos ayudan y ecos de voces que ya no queremos escuchar. Saber desprenderse de fantasmas (aunque estén vivos) es como arrancarse un esparadrapo gigante que cubre el alma; al hacerlo se queda enrojecida y pica durante algún tiempo, pero luego la piel se regenera y estamos dispuestos a volver a empezar con más tranquilidad y sabiduría.

Ahora ya no queda más que seguir viviendo…

En fin.

LaAlquimista

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martes, 10 de marzo de 2015

Mujeres salvajes


 

Cada vez me gusta más el término “salvaje” por todo lo que conlleva de ausencia de domesticación, de esencia pura sin contaminar, de lejanía de normas, reglas y discurso social. Recuerdo en mi niñez que cuando hablaban los mayores de personas “salvajes” –con una mezcla de pena y desprecio- yo pensaba que por lo menos podían vivir en libertad, en “su” libertad, hasta que llegaba el “hombre civilizado” y ponía fin al asunto. No me daban miedo ni poblaban mis pesadillas, las cuales se nutrían del comportamiento avieso de personas supuestamente civilizadas.

Luego supe que existían “mujeres que corren con los lobos”(1) y pude –por fin- reajustar mis esquemas, o por lo menos intentarlo, alejándome del grupo social de “las mujeres que aman demasiado

(2). Como no me gusta la tele me he librado de formar parte del grupo de “mujeres desesperadas” y en ese tiempo me he apuntado al club de “las mujeres que leen son peligrosas” (3)

Sin embargo, en estos últimos meses he re-descubierto a mis “amigas salvajes” por antonomasia. Les había perdido el rastro hace bastantes años, pero por azares causales han vuelto a aparecer en mi vida de la mano de un cariñoso amigo común que ha hecho de mensajero del amor y la amistad.

Mujeres de mi generación, de esa generación “bocadillo” que tuvo que romper esquemas, quemar las naves llenas de tabúes y reclamar a voz en cuello y a codazos –ya que sólo con el discurso no era suficiente- el lugar que nos correspondía en una sociedad jerarquizada donde la testosterona era el “caballo ganador” y la mala educación siempre se llevaba premio a “caballo colocado”. No conseguimos librarnos hasta… ¿ayer mismo?.

Las mujeres que yo conozco, con los cincuenta bien cumplidos, están desgraciadamente más que domesticadas. En mi entorno social habitual son mujeres con inteligencia, profesionales reconocidas y esposas o madres tirando a costumbristas y clasiquitas. Hasta aquí todo…más o menos.

Lo curioso es que yo tenga amigas con estas características siendo como soy diametralmente opuesta en cuanto al comportamiento social se refiere. A mí me traen al pairo los convencionalismos, me río muy mucho de todos los “deberías” y de la mayoría de los “hay que” y vivo mi vida al margen o incluso dando la espalda a quienes todavía pretenden que tengo que comulgar con ruedas de molino ajenas. Soy una mujer que vive todo lo que puede “en el lado salvaje” –sin alusiones al trasfondo de Lou Reed, por supuesto.

Así que encontrarme con estas “amigas salvajes” que han sido capaces de ponerse el mundo por montera –sin por ello dejar de ser autosuficientes y mantener su propia dignidad- ha sido un regalo bendito a estas alturas de mi vida. Me hacía falta re-encontrarme con esas “almas gemelas” con las que no hacen falta explicaciones, con quienes las conversaciones no llevan malos entendidos cosidos a la palabra, donde fluyen los pensamientos hacia el verbo de una manera agradable y enriquecedora.

Estamos tan de acuerdo en los sentires y en el fondo de las cuestiones que compartir con ellas es un puro ejercicio de enriquecimiento intelectual y espiritual. Pero…siempre tiene que haber un “pero” y soy yo la que lo aporto a ese grupo de “mujeres salvajes” que han olvidado que una vez alguien quiso domesticarlas porque se alejaron del campo de tiro que quería “cazarlas”. El inconveniente que yo llevo debajo del brazo son “las formas” mías que todavía siguen atadas a lo urbanita, a lo culturalmente consentido y al espacio falto de aire que cada día me asfixia un poco más.

Ellas fueron capaces –hace ya muchos años, por eso no me las encontraba en el asfalto- de abandonar la ciudad opresora y lanzarse a una aventura “salvaje” circundadas de naturaleza, en una espacio limpio de energía negativas y ausente de convencionalismos. Ellas son las que tienen una casa abierta por los cuatro costados a la amistad –aunque antes haya que atravesar la cancela de la esfinge-, un espacio enriquecido por todo lo que regalan a su entorno y que les viene devuelto de una manera que ellas entienden como “milagrosa” sin haberlo esperado tan siquiera.

Son mis “amigas salvajes” porque no callan cuando tienen que hablar. Salvajes porque han roto cadenas imaginarias y de las otras y no permiten que nadie en su entorno haga gala de llevarlas puestas aunque sea con elegancia o glamour. Son mis “amigas salvajes” que sacan las garras cada vez que hace falta para demostrar a la sociedad que no admitimos se nos domestique como si fuéramos seres sin derecho a la propia dignidad. No, no son las famosas “feministas” del siglo pasado sino las mujeres salvajes del XXI que saben cuál es su sitio y no permiten que nadie venga a arrojarles de él.

 Aunque su reino esté arriba de la montaña, entre el bosque y el cielo que todo lo protege. Allí viven ellas, brujas mágicas o hadas peleonas; mujeres salvajes que han encontrado su propia esencia y su lugar en este mundo.

Y yo he tenido la suerte de desentrañar el acertijo que conduce hasta su cariño y amistad. Me están mostrando el camino que durante tantos años he estado buscando. Ahora ya sólo me falta –a mí también- esperar la oportunidad precisa y adecuada y dar el salto. Romper la última cadena.

En fin.

LaAlquimista

* Para mis amigas MC. y A. que son mucho más libres que yo.

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(1)            “Mujeres que corren con los lobos” de Clarisa Pinkola Estés.

(2)            “Las mujeres que aman demasiado” de Norvin Norwood

(3)            “Las mujeres que leen son peligrosas” de Stefan Bollmann
 
 

domingo, 8 de marzo de 2015

¿Aceptamos las mujeres a la rana en vez de al príncipe?


 

La otra noche mi pantalla de cine se iluminó con la película “Vatel” de Roland Joffé. Más que nada la escogí porque me gusta Depardieu y la época en que está ambientada –la corte de Louis XIV-, pero lo que más me llamó la atención, aparte de la magnificencia del vestuario y la espectacularidad de lo mostrado, pleno de estética barroca, fue el hecho de que, los dos protagonistas principales, Uma Thurman y Gerard Depardieu se enamoren y acaben compartiendo el lecho.

Incluso el cine se pega de vez en cuando unas “pasadas” penosas que dejan al espectador con la boca abierta –y no de admiración precisamente-. Porque veamos: si el protagonista, que era un señor que existió realmente, François Vatel un cocinero francés del siglo XVII, famoso porque fue el inventor de la famosa crema “chantilly” como referencia al palacio del Príncipe de Condé para quien trabajaba, si Vatel, como digo, aparece en grabados de la época como un hombre enjuto… ¿qué le hace al director de la película caracterizarlo a través de Depardieu y sus más de ciento treinta kilos de peso –como mínimo- de la época?
 
 

Ahí es donde yo empecé a mosquearme porque, obviamente, Uma Thurman es una perita en dulce al lado del actor francés –amén de veintidós años más joven que él y que no llegará a los 60 kgs. de peso- y ni siquiera en una película de ciencia ficción podría sentirse atraída por un varón como el “potente” Depardieu. Aunque digan que la realidad supera la ficción yo en este caso pienso que la ficción es eso, ficción y que nos quiere hacer ver a las mujeres que no importa cuán feo, gordo o pueblerino sea el objeto de nuestro amor ya que todo puede ocurrir…
 
Mientras les veía en la cama a los dos actores –con buen cuidado de que las carnes del francés no fueran mostradas por la cámara- me preguntaba por qué nos ofrecen estos ejemplos de “descompensación” entre macho y hembra, mostrando como si fuera una realidad factible y posible el hecho de que la mujer joven y bella se enamore del hombre viejo y feo. Que no digo yo que no, que no digo yo que no, pero estoy por ver la película en la que los papeles sean al revés sin estar caricaturizados o sirvan para mofa del espectador.
 
 

Claro está que Monsieur Depardieu, a pesar de todas sus gorduras y zafiedad manifiestamente publicitadas, ha tenido como parejas a hermosas mujeres enamoradas hasta la médula o así. Supongo que el hecho de ser un actor de cine famoso cuenta también para compensar la descompensación natural de la cosa. La fama, el dinero, qué se yo… la simpatía, dulzura, inteligencia y savoir faire de Gérard también habrán tenido algo que ver. Digo yo.

Pero otra vez vuelvo a encontrarme de frente –aunque la película sea del año 2000-con el viejo cuento de “la bella y la bestia” que vuelve a insistir en que, en el amor no hay hombre viejo, ni feo, ni gordo para una mujer joven, bella y sílfide enamorada. Y no es verdad, demonios, no es verdad.

Ya pasó el tiempo en el que una mujer se agarraba a lo que fuese con tal de casarse o de tener pareja. Ya pasó el tiempo en el que las mujeres inteligentes, no-dependientes y con la autoestima en su sitio decidimos que el hombre nos gusta en igualdad de condiciones; es decir, si soy joven y bella lo quiero joven y guapo y si soy una mujer madura pues que haga juego conmigo.

Otra cosa son los intereses: el dinero, el poder y la vanidad. Por la atracción del lujo se venden muchas personas –y no solamente mujeres. Otra cosa son los miedos e inseguridades: por sentirse protegidos muchas personas –y no solamente mujeres- buscan la figura del “padre” o de la “madre” en sus parejas.

Pero el común de los mortales, ése que no destaca por nada en especial y que forma parte de “la gente del montón” –como tú y como yo seguramente- a ése hombre no le engañes haciéndole creer que no importa que esté como un tonel de sebo porque atraerá igual a una mujer con cierto gusto por cuidar el propio cuerpo.

 ¿Será Depardieu el icono de tantos hombres que lucen “embarazos de ocho meses” sin importarles lo más mínimo ni su salud ni su estética?. ¿Qué siente la mujer que va a su lado si no es la Madame de Montausier, dama de la reina y amante del rey y con la cara y el cuerpo de Uma Thurman?

Supongo que cada cual entenderá la historia como le complazca y mejor le acomode, pero personalmente me chirría muchísimo que se venda como válido el modelo descompensado de la princesa que se enamora de la rana…que sigue siendo rana por muchos besos que se le den.

En fin.

LaAlquimista

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jueves, 5 de marzo de 2015

Hadas




No quería creer en las hadas, pero las brujas de mi vida me hacían soñar con ellas, así que, incluso no teniendo ya edad para creer en casi nada, seguí guardando un pequeño y sagrado espacio por si aparecían. No las soñaba como las de los cuentos, aquellos en formato pequeño y rectangular de la infancia de post-guerra, en blanco y negro y rodeadas de princesas a las que dormían o inventando príncipes que las despertaban, no. Mis hadas comenzaron a visitarme cuando el recuerdo de los juegos había quedado atrás y mi vida se trazaba con el rotulador negro de lo racional; y entonces ocurrió el milagro, la fantasía que pensé no existía se hizo realidad y empezó a fructificar mis sueños y dulcificar mis días.

Vinieron de la luz y trajeron el sol a mi vida alejando de ella el frío, la oscuridad, la pena. No me dijeron pide un deseo, -porque ya me conocían y querían evitar que me equivocara- sino que leyeron en lo más hondo e hicieron la magia. Sin varita, que nunca se la vi, pero la fuerza de su mirada era suficiente para curar la tristeza, alejar los rencores y rebosar en cualquier tipo de amor. No sé cómo lo hicieron, aunque lo he ido intuyendo a lo largo de los años, pero consiguieron cambiar mi vida, cubrirla de pequeñas estrellas que brillaban cuando más lo necesitaba y velar mi sueño aunque yo sólo adivinara su sombra cálida junto a mi almohada.


Pequeñitas, caben en la palma de mi mano o en el bolsillo junto al corazón cuando están a mi lado, pero se hacen grandes, yo diría que inmensas, abarcándolo todo –cuerpo, mente, espíritu- cuando la purpurina mágica que las acompaña las lleva volando, siempre volando, lejos de mí.

Sé que en sueños vienen a visitarme porque me despierto a veces con lágrimas en los ojos, y los abro enormes en la oscuridad queriendo aprehender todavía un poquito de su esencia que siento flotando en mi habitación, pero es tan sólo cerrándolos cuando puedo verlas en todo su esplendor, es entonces cuando me habitan y me hacen feliz.


Las hadas con las que no jugué cuando fui niña aparecieron en mi vida y buscaron su lugar en mi corazón. Ahí siguen, cada día, cada noche, cada instante en que preciso de un pequeño toquecito mágico para seguir sonriendo a la vida, haciendo que mi existencia sea un cuento hecho realidad.

Y cuando aparece alguna bruja en el horizonte –con o sin escoba- ellas me susurran al oído palabras de amor para conjurar cualquier maleficio y librarme del mal.

Mis hadas. Mis amores que velan por mí.

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El negocio/timo de las rebajas

 
No voy a decir nada que no sepamos ya –sobre todo las mujeres-, pero me sigue llamando la atención la flagrante insidia con que nos saludan desde sus anaqueles de diseño las tiendas de ropa destinadas a hacernos creer que nos están dando duros a cuatro pesetas. Que yo no digo que no haya gangas apreciables o despreciables entre los metros cúbicos de manufactura textil que se desbordan en los comercios que son como el gobierno y la oposición: dos de los grandes con distintos nombres y los mismos collares y el resto  pequeños comerciantes que a duras penas le pueden hincar el diente al asunto. Supongo que puedes encontrar alguna prenda estupenda, sin manchas de maquillaje o rouge, con todos los botones en su sitio, sin hilachas aparentes y con las cremalleras en funcionamiento con un descuento sustancial sobre lo que marcaba la etiqueta; no lo discuto y quiero pensar que se puede obtener, pero lo que sí digo es que nos están “vendiendo” unas rebajas con la brisa fresca de la primavera justo recién empezado el invierno.

Porque a ver quién se resiste, claro, a comprarse la blusita liviana de la “new collection” o la chaquetilla de punto fino para la primavera que ya está en ciernes, ríase usted de los eslóganes de los grandes almacenes, colocada con gusto y primor al lado de los montones informes de prendas feas –o casi feas- sobrantes de “la temporada anterior”, como si de un mercadillo dominical de pueblo se tratase. Que aparecen fardos llenos de prendas impensablemente feas –y baratas- que nadie ha visto durante el otoño/invierno y vienen con la etiqueta del precio en grande y/o fosforito para hacernos creer que nos llevamos un chollo comprando por pocos euros lo que, supuestamente, valía tres veces más en el albarán manipulado del director de marketing de turno.

Pues las cosas no son así, de verdad que no. Que para obtener buenos descuentos hay que irse al pequeño comercio, ése que trabaja con márgenes de este mundo y no del espacio sideral, ése que vende el material a un precio razonable y que, en rebajas, no puede dejarlo a un 70% de su p.v.p. oficial. ¿Quiere eso decir que si un abrigo –por poner un ejemplo- cuya etiqueta marca como precio original 395€ (ejemplo real) me lo están rebajando la friolera de 276,50€? ¿Y todavía siguen ganando? Si Pitágoras no miente y pago por él 118,50€ estoy manteniendo un negocio que se lleva márgenes de… (lo dejo que soy de letras)

Y no estoy queriendo decir que las rebajas sean un timo, en absoluto, que ayer mismo me compré unas Nike Excel Air Max auténticas –hechas en Vietnam, rebajadas de su precio original de 101,50€ al sencillo y redondo precio de 50€ del ala –cuyo costo original sitúo en los 9,95$ americanos tirando por lo alto, pero en fin. Lo que quiero es decir las cosas claras para que “piquemos” lo menos posible. Las rebajas ya no son lo que eran y, excepto que le hayamos echado el ojo a algo anteriormente y comparemos ahora su precio –y su calidad- y lo podamos adquirir, el resto –o casi todo el resto- son artículos fabricados “ex profeso” para la campaña de rebajas y/o excedentes de vaya usted a saber qué fabrica allende los mares y ubicada en lejanos países exóticos donde no atan los perros con longanizas, como aquí…

Que seamos conscientes de que nos dan gato por liebre “low cost” y como hay toda una psicosis colectiva que se encargan ellos mismos de fomentar, la gente sale “de rebajas” como si fuera a la vendimia, con alegría pero por necesidad. Y no es necesidad lo que nos mueve sino consumismo puro y duro a fin de cuentas.

En fin.

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lunes, 2 de marzo de 2015

Si no sabes qué hacer, no hagas nada

 

Creo que esta frase, disfrazada de máxima de libro de autoayuda, la escuché o leí por primera vez hace más de veinte años. Pues hoy es el día en que la sigo teniendo presente cada vez que se me cruzan los cables en uno cualquiera de los cambios de rasante por los que transcurre mi vida. A diferencia de otras personas, -más sabias, más inteligentes y, sobre todo, más listas- que saben en cada momento y ocasión cómo actuar, qué decir o qué callar, yo me atoro como el gatillo de un rifle y cuando intento desencasquillarlo se me dispara solo y organizo una escabechina (figuradamente, claro) a mi alrededor.

Eso es porque ese día se me ha olvidado en casa la frasecita de marras, porque no la tengo grabada al rojo vivo en algún sitio a la vista que me recuerde la utilidad de la inacción, porque debería tener unos cuantos post-it mentales en color fosforito para impedirme meter la pata. El caso es que, mira que tengo ejemplos cotidianos a mi alrededor de personas que no hacen nada cuando no saben qué hacer; algunos políticos, sin ir más lejos. O algunos directivos de empresa, esos que se sientan ante una mesa llena de problemas y vacía de documentos y ponen cara de sufrir intensamente y están pensando en qué les pondrá la mujer para cenar esa noche.


Yo también tengo que aprender, de una vez por todas, a no hacer nada cuando no sé qué hacer. Cuando una situación me supera ¿por qué quiero siempre hallar la solución que la desenmarañe? Cuando no entiendo el comportamiento de los otros ¿por qué me rompo la cabeza intentando interpretarlo –erróneamente casi siempre?

Parece que si no estamos activos continuamente, enredando en la vida propia y la ajena, entrando y saliendo, subiendo y bajando, como motos con unos y con otros, todo el día sin parar un segundo, sin detenernos, “haciendo cosas”, no podemos sentirnos satisfechos de nosotros mismos. Y, sin embargo, sé perfectamente que el tomar distancia para ver las cosas con perspectiva, desde la inacción consciente, es la mejor manera –en lo que a mí me sirve y a nadie espero convencer- de no perder la tranquilidad de espíritu.

Porque la vida la hacemos muy complicada las personas y luego no paramos de quejarnos de los líos en los que nos hemos metido…así que es bueno recordarme que, cuando no sé qué hacer, lo mejor que puedo hacer es…nada.

En fin.

LaAlquimista

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