sábado, 30 de octubre de 2021

¡Qué rabia tener pesadillas!

 

Qué rabia tener pesadillas…

Pocas cosas me desequilibran más que padecer un sueño alterado, poblado de pesadillas, ausente de descanso. Ese despertar angustioso de no saber a qué demonios se deben esas turbulencias del inconsciente que, como alien invasor, se cuelan bajo la almohada cuando más vulnerables somos.

Dirán los que dicen saber del tema que todo estaba ya en la mente en el momento de ponerse el pijama y cerrar los ojos, pero a mí me resulta de todo punto incomprensible detectar de qué vórtice oscuro, de qué agujero negro de mis conexiones neuronales ha podido salir esa “película de terror” en la que me veo de protagonista sufriendo lo que no existe en el guion de mi vida consciente.

¡Me da una rabia comenzar una jornada con angustias hipotéticas! ¿¡Qué me voy yo a plantear que a mi familia la aplasta un tren o que me persigue con el cuchillo chuletero un vecino con el que justo “buenos días, buenas tardes” en el ascensor!? ¿Cuál es el sentido, la finalidad, el mensaje o aprendizaje que nos manda el inconsciente con esos sueños atravesados?

Por supuesto que soy consciente de que ciertas preocupaciones que andan danzando por la mente durante la vigilia y que provocan inquietud se quedan latentes para hacer de las suyas cuando se baja la guardia. Esos pueden ser mensajes de alerta, intuiciones válidas, premoniciones a tener en cuenta y que más nos vale no desechar de un manotazo; pero la pesadilla pura y dura no sé yo qué finalidad tiene como no sea paralizar mente y cuerpo durante unas horas y dejar al humano en stand by hasta nuevo aviso.

Así me encuentro esta mañana, bloqueada por el susto nocturno, sin ganas de ponerme la ropa de vivir, desayunando con poco fuste, mirando el tiempo en el móvil en vez de asomarme a sentir el aire. Es como si me hubieran dado una paliza física a través de imágenes proyectadas en el cerebro sin mi permiso y me acuerdo de aquella escena tan terrible de “La naranja mecánica” en que le enganchaban al protagonista unos pequeños garfios a los párpados para que no los pueda cerrar a la vez que proyectan imágenes horripilantes ante sus ojos.

Sé que no vivo en una película sino en la realidad justa de las dimensiones que se han descubierto hasta el momento; sé que no tiene por qué ocurrir lo que esta noche se ha proyectado en mi pantalla mental. Lo sé, pero eso no hace que mi ánimo se desperece por sí solo para limpiarse de las tachas nocturnas.

Cuando no sé qué hacer opto por no hacer nada, de esa manera reduzco al mínimo la posibilidad de romper más lo roto o estropear más lo ya deteriorado. Si he tenido un desencuentro con alguien me pongo en perfil bajo (o muy bajo) y me amparo tras el derecho al silencio. Si me duele una parte del cuerpo pongo todo él en “modo avión” y espero a que el organismo se me reajuste por sí solo. Y cuando tengo revoltijo mental o emocional me meto en la cama, cierro los ojos y dejo que el buen sueño venga a confortarme. Ese es mi alivio para las pesadillas, “reiniciar”; o apagar y volver a encender… Difícil será que se repita la incidencia.

Felices los felices.

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Las comparaciones son necesarias

 

Las comparaciones son necesarias

No sé a quién se le ocurrió por primera vez apostillar eso de que “las comparaciones son odiosas”. Imagino que sería alguien con complejo de inferioridad o con la autoestima a ras de suelo quien concibió esa muralla o escudo de defensa para no salir perdiendo irremediablemente en cualquier comparación que le pusieran por delante.

Esa frasecita y su “enseñanza” me ha perseguido durante toda la vida, como si quedara feo o de mal gusto poner en un platillo de la balanza “lo nuestro” y en el otro “lo ajeno”. Sobre todo para que no viéramos lo bien que vive el vecino y nos diera un ataque fulminante de envidia o saltara la pulsión agresiva para conseguir lo que él tiene y nos falta a nosotros. O como mantra adocenador para que nos conformemos con lo que nos ha tocado en suerte o no protestemos con lo que nos ha sido arrebatado por alguien más fuerte.

En cualquier caso, mala frasecita es aunque ya se citara en “La Celestina” y en el “Quijote”. Me da que pensar esa “sabiduría popular” basada en la “ignorancia individual”.

A mí me va muy bien con las comparaciones porque son un punto de referencia para la reflexión vital. Es decir, que tengo que saber la temperatura que hace fuera para saber si debo abrigarme más o menos o, en otras palabras, que me viene muy bien conocer los baremos ajenos para poder aquilatar los míos…según mis intereses.

De esa manera observo concienzuda y silenciosamente lo que se muestra a mi percepción y llega a mis entendederas. De esa manera “comparo” comportamientos, escudriño actitudes y –como es obvio- saco mis conclusiones.

Cuando me da el cuarto de hora quejicoso comparo mi vida occidental llena de privilegios y libertades con la vida de una mujer de mi edad unos cuantos grados más al Este o al Sur y al ver las ostensibles diferencias y desigualdades aparto la queja de un manotazo.

Cuando me da por lloriquear por las esquinas de mi casa emocional condoliéndome por la lejanía física de mis hijas y las pocas oportunidades que tengo de disfrutarlas a ellas y a mis nietos, (al más pequeño de ellos, de tres meses, todavía no he podido abrazarlo) me acuerdo al instante de tantas madres separadas de sus hijos por la adversidad, la muerte, la violencia y sonrío sabiendo que a las mías nada ni nadie les hace la vida difícil.

Comparar para salir ganando, eso hago, pero no a costa de rebajar “lo otro” sino sacando la punta de cinismo que tengo escondida por mis adentros y racionalizando la comparación: siempre puede ser peor a pesar de que vivamos en el mejor de los mundos posibles según la tesis simplista del más que complicado Leibniz.

No puedo dejar de comparar mi vida con la de los seres que me rodean porque finalmente somos gregarios, sociables (o socializados a la fuerza), nos cuesta mucho estar solos y más todavía cuando se considera la soledad como un drama personal.

La comparación me espolea espiritualmente –aunque parezca una falsa espiritualidad esa idea-, en el sentido de que lo que realmente me mueve es mejorar, cambiar lo obsoleto de mi pensar y alejarme de cualquier tipo de victimismo, que lo hay a paletadas.

“Las comparaciones no son odiosas sino necesarias”. Ahí queda mi frasecita, resumiendo muchos lustros de observar, reflexionar, actuar. Unas veces me sirve para reafirmarme en mis posiciones y otras para mover ficha… pero todo se aprovecha.

Felices los felices.

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El respeto a la identidad sexual

 

El respeto a la identidad sexual

Hace unos años tuve un desafortunado desencuentro con una conocida/amiga lesbiana cuando se empeñó en psicoanalizar el contundente rechazo que me producían sus avances sibilinos para intentar arrimar su ascua a mi sardina, “diagnosticándome” una homosexualidad latente y reprimida; es decir: que yo también estaba deseando pero que no me atrevía a soltarme la melena.

Cuento esto como ínfimo ejemplo de cómo no siempre se acepta con respeto la identidad sexual del otro –la mía, en este caso- por puro interés personal.

Otra cosa es cuando no hay ningún conflicto de intereses y caminamos todos alegremente por el sendero del respeto y la aceptación de la propia identidad y de la del prójimo. Hasta aquí yo creía que era mi caso, no preocupándome ni poco ni mucho de si alguien está “a rolex o a setas” y viviendo y dejando vivir como dice la canción.

Pero parece que ahora mismo nadie da puntada sin hilo en esta cuestión y hay que ser exquisito en todos los detalles identitarios e identificativos. Que si conoces a alguien que se reafirma, se autoproclama, se define a través de su identidad sexual, la forma de relacionarse con esa persona debe estar adecuada a las “normas” políticamente correctas que están continuamente actualizándose para que no haya confusión posible. Es decir, que no basta con el respeto y la aceptación total y absoluta hacia esa persona sino que hay que decodificar  el pronombre por el que debo dirigirse a ella so pena de herirla profundamente.

No me imagino lo que habría sido nuestra vida, la de la gente de mi generación, si nos hubiéramos tenido que presentar incluyendo la identidad sexual en el concepto de la presentación. Algo así como: “Me llamo fulanita, tengo tantos años y soy heterosexual”. O lo que sea.

Sin embargo, los tiempos han cambiado y es difícil no quedarse obsoleto en el baúl del pensamiento ya que se espera –o se reclama- que a los hombres y mujeres que se definen con identidad “no binaria” haya que dirigirse a ellos como “elles”, preguntarles sin están “cansades” después de una caminata y remodelar formas sintácticas de toda la vida para que no se sientan molestos (molestes) u ofendidos/es. Y no lo digo ni con ironía ni con mordacidad.

No estoy haciendo ningún chiste, de verdad que quiero hacerlo lo mejor posible, pero también se me suscita la siguiente cuestión: “¿De verdad que no basta con la total aceptación y respeto de la cuestión?”. ¡Ya me hubiera gustado a mí que a nuestro colectivo de mujeres trabajadoras en todos los frentes, no dependientes, resolutivas y sobrevivientes se nos hubiera ofrecido el mismo respeto!

Entiendo que el primer paso hacia la aceptación de uno mismo como ser humano comienza por el autoconocimiento y por la toma de conciencia de la necesidad de plantearse las preguntas básicas que siguen vigentes desde el inicio de la reflexión filosófica: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Esto ya es per se un trabajo de Hércules para toda la vida como para encima complicarlo todavía un poco más.

A mí me preocupa muchísimo más que haya aceptación (y no una condescendiente tolerancia) y respeto y leyes protectoras–es decir, el fondo de la cuestión- que la mera denominación de lo aceptado, respetado y legislado –la forma, en este caso-.

Ojalá nadie sufriera gratuitamente, ojalá todos los seres humanos tuviéramos la libertad absoluta de mostrar sin ambages nuestra identidad sexual. Yo haré lo mejor que pueda, pero no te enfades conmigo si no conjugo bien las terminaciones verbales o si me cuesta utilizar neologismos pronominales, que te quiero lo mismo y lo que importa es el fondo mucho más que la forma.

Felices los felices.

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Vivir, sin más

 

Vivir, sin más

Los viajes en coche sin copiloto me gustan mucho; principalmente porque voy a mi bola, con mis pensamientos y al ritmo que me marca el gusto interior. Se me ocurren reflexiones mientras miro el paisaje y el pie descansa al lado del acelerador: es lo bueno de las autopistas, que no estresan y menos cuando no cobran peaje porque se les ha acabado la concesión. Escucho la radio, ésa que no tiene anuncios y sí entrevistas con humanistas y luego pone música para digerir con gusto las parrafadas de personas sabias.

Hace poco tuve el placer de que me acompañara durante varios cientos de kilómetros el naturalista Joaquín Araujo. Su voz, como de locutor nocturno, me fue dando razones, una detrás de otra, para apartar a manotazos los últimos “problemas” suscitados por asuntos sin importancia que me han rondado últimamente. Para cuando llegué a destino ya había decidido “aparcar” ciertas contingencias por considerarlas fútiles.

Me gusta la vida, me gusta vivirla, pero me desagrada profundamente la forma y manera en que está organizada la sociedad. Me chirrían diariamente con gran sobresalto la corrupción, la maldad, la violencia de todo tipo, la ignorancia supina y la mala praxis política. Me estremece que el rico explote al pobre en mi país y me estremece todavía más que mi país explote a otros países menos agraciados en el reparto de recursos.

Me duele la opresión sobre el que no tiene dinero para alzar la voz, me fastidia la estulticia del que la alza porque se sabe protegido por el sistema, me desencaja el alma el abuso sexual sobre la infancia, esas niñas vendidas, esos niños mancillados en nombre de cualquier religión. Y las guerras, y la industria que la mantiene y las armas que vendemos con una mano mientras alzamos el puño con la otra.

¡Tantas cosas no me gustan de este mundo en el que me toca vivir ahora mismo! Pero soy consciente de que bien poco puedo hacer para cambiarlo; las sociedades no las cambian actos aislados sino la voz y la acción unida de muchos individuos que porfían por un bien común. Ya ocurrió en el siglo XVIII y no se ha vuelto a repetir con éxito. La libertad existe según y cómo y con cuentagotas en ciertos lugares del mapa. La igualdad es una entelequia de la que se habla incluso oficialmente mientras que en la recocina se cuecen otras habas. Y la fraternidad, que no es sino solidaridad, apoyo mutuo, empatía y generosidad…mucho me temo que se ha quedado como “pariente pobre” del triunvirato reivindicativo.

Así que no queda sino vivir, sin más. Algunos lo harán desde el poder del momento presente, desde la conciencia del ahora (Eckhart Tölle); otros desde la avaricia, la acumulación de dinero y propiedades y recuento minucioso de rentas e ingresos.  “La avaricia nace del vacío existencial y la falta de sentido vital”, (George F. Lowenstein)

Otros viven sin pensar en cómo lo hacen porque la sociedad les marca el camino a seguir y no quieren llamar la atención ni tener problemas con el pastor del rebaño. Éstos son la mayoría que tan sólo eleva la voz en la barra del bar ante los amigotes o en el sofá de su casa frente al televisor.

Unos –nosotros- todavía podemos elegir cómo queremos vivir la vida. Otros –los que huyen- no buscan más que sobrevivir a cualquier precio. Entre unos y otros se instalan las señoras LEYES diciendo lo que es moral y lo que no, lo que es delito y lo que prescribe o, como siempre, que ladrón no es el que roba sino al que le pillan y los fiscales no le perdonan.

“Miro con dos grandes gotas de agua. La misma en la que nadan mis ideas y emociones. Respiro bosques. Me atalantan los espacios abiertos tanto como las zambullidas en cualquier soledad.” (Joaquín Araujo)

Mi pequeña vida, mi pequeño mundo, los límites de la razón, el desahogo del pensamiento, la paz interior que necesita estar protegida de los vaivenes externos. Vivir en una casa pequeña por fuera y grande por dentro. Vivir y dejar vivir. Vivir, sin más.

Felices los felices.

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Manías tontas y rigideces absurdas

 

Manías tontas y rigideces absurdas

No dejo de aprender, no pasa un día sin que tenga que darme una colleja por algún renuncio en el que me pillo casi sin querer. Y es que, lo constato, doy fe, pongo la mano en el fuego, estamos repodridos de manías y rigideces de patente propia sin las cuales pensamos que se derrumbaría nuestro edificio vital.

Lo he comprobado estos últimos días de convivencia con mi querida hermana (la que sabe de libros) y su marido (el que sabe de política). Habíamos decidido compartir unos días relajados en “mi otro mar” –que, obviamente adquiere carácter de “nuestro otro mar” cuando viene ella- ya que vivimos en comunidades lejanas y es el momento emocional de aprovechar estas oportunidades.

Se trataba de compartir planes, de coincidir en gustos y apartar a manotazos los disgustos. Ambas somos andarinas, nos gusta el agua fría (la del mar), el tiempo demorado con un libro en las manos y las comiditas ricas. Hasta ahí, todo perfecto.

Un par de días hizo lluvia y nos lanzamos a caminar por la vía muerta del Euromed paraguas en ristre o a recorrer las playas de arena compacta y algas reverdecidas. Disfrutamos de un café demorado en el (único) chiringuito desierto mirando las olas en profundo silencio interno y luego nos volvimos a casa a reconfortarnos con sendas duchas calentitas. El resto del tiempo compartido fue excelente tirando a perfecto: temperatura de 24º, sol acariciador, brisilla fresca por la mañana y dulce por la noche. La naturaleza nos ha acogido para que nos pudiéramos escuchar mutuamente después de tantos años.

Pero tuve que tomar conciencia de que “no pasa nada” por dejar la persiana del salón medio levantada en vez de completamente bajada por las noches; de que tampoco pasa nada por tender la ropa pillada con las pinzas o derrumbada sobre el tenderete. Que la basura se baja todos los días…o no se baja, que a veces hay que poner la tele para ver el telediario o que los plátanos no están diseñados para vivir en el frigorífico más de dos días. Que a fuerza de vivir sola he ido construyendo mi pequeño mundo doméstico apuntalándolo en costumbres que se han convertido en manías y que la flexibilidad de la que hago gala se ha ido cuarteando y volviéndose rigidez en algunos extremos.

Que la convivencia no es que sea una oportunidad para “ceder o consensuar”, sino que es un campo abierto de autocrítica para darnos cuenta de cuántas tonterías hacemos en nuestra vida cotidiana como si tuvieran algún valor. Y que no lo tiene, de verdad que no vale para nada. Que “el otro” no está equivocado porque se acueste demasiado pronto o se levante demasiado tarde, que los demás no son “raritos” porque coman la fruta de aperitivo o tomen el café antes de ir a dormir.

Que nosotros también somos “el otro para el otro” y ya va siendo hora de que aflojemos de una vez por todas esas manías tontas y esas rigideces absurdas detrás de las que nos parapetamos para “defender” un territorio que ya no figura en ningún mapa que se precie.

Felices los felices.

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Bajarse del tren antes de tiempo

 

Bajarse del tren antes de tiempo

No voy a hablar del suicidio aunque esté “de moda” hacerlo, principalmente porque tengo por norma escribir únicamente de lo que conozco en primera persona o, como mucho, por persona interpuesta. Pero lo de “bajarse del tren” es una actitud que se puede llevar a cabo de diversas maneras, todas ellas nefastas.

Cuando mi madre cumplió los ochenta, hallándose bien de salud física, (con sus cosas pero sin ninguna patología de gravedad) con un currículum activo de no parar de hacer cosas aquí y allá, viuda desde los sesenta y cinco y libre como un pájaro sin tener que ejercer de abuela y viviendo en compañía de una trabajadora que se ocupaba de todo lo necesario para el mantenimiento de su persona y de su casa, decidió, ella sola, sin consultar con nadie, no volver a salir a la calle.

Se encerró en su piso –mediano tirando a grande- y miraba por el balcón crecer los geranios y el baile de las nubes. Leía sus libros favoritos una y otra vez, escribía sus pensamientos, miraba algo la televisión, comía y, sobre todo, dormía tantas horas como un bebé de pocos meses.

Sus hijas, espantadas por su decisión, quisimos entenderla, pero sus explicaciones nunca nos convencieron más allá del miedo a la vida que le había entrado de repente. Exponía mi madre sus teorías sobre los peligros que le acechaban en el exterior: que le empujara alguien y al caer se le rompiera la cadera –como le pasó a su propia madre a la misma edad-; que le afectase el polen de la primavera, los calores del verano, la humedad del otoño y las corrientes de aire del invierno.

Además de los virus que poblaban el aire, la gripe de todos los años, el ruido, las molestias de la gente por la calle, los apretujones en el autobús –aunque iba a casi todas partes en taxi-, eso sin contar el riesgo a ser agredida por un delincuente como mujer anciana que era.

Lo único que lamentó fue no poder ir a la iglesia como le gustaba hacer, pero consiguió que un cura benévolo le trajera la comunión de vez en cuando “a domicilio”. Qué bien se lo montó.

Así que se bajó del tren antes de tiempo porque todavía vivió doce larguísimos –y aburridísimos- años antes de que se le acabaran las pilas, pero construyó su propia burbuja y se pertrechó en ella, desencantada ya del mundo y de las gentes y, obviamente, sin ilusión por persona o cosa alguna.

La familia no entendimos nunca su decisión, pero tuvimos que aceptarla y respetarla –incluso más de lo que se nos exigía- puesto que seguimos orbitando a su alrededor intentando que no fuera demasiado infeliz en su enclaustramiento voluntario.

Fue consumiéndose de a pocos; al cabo del primer año ya le costaba levantarse sola y moverse con soltura. En un par de años más caminaba apoyándose en brazos ajenos y al poco necesitó un andador, tal fue la atrofia de sus extremidades y músculos al no ejercitarlos. Llegó un momento en que iba –con ayuda- de la cama a su silla y luego al sofá y luego otra vez a la cama en una pesadilla circular de arrastrar zapatillas.

Su mente también empequeñeció, al igual que su corazón y sus deseos. Ilusiones no le quedó ninguna y se quejaba amargamente con palabras terribles: “cuánto cuesta morirse”.

Al final, su final, fue terrible, por doloroso y amargo. Pero creo sinceramente que ella lo eligió, que usó su libertad para decidir cómo morir. Tengo grandes dudas de que hubiera tenido la misma libertad para elegir cómo vivir, pero ese tema no me incumbe ni siquiera a mí, como hija suya, considerar.

Pienso que “el peor ejemplo es el mejor ejemplo” y con eso me quedo, subida en el tren de la vida y sin ninguna intención de apearme en la próxima… malgré tout.

Felices los felices.

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El error de prohibirnos cosas

 

El error de prohibirnos cosas

Ayer estuve charlando por teléfono con un amigo con quien a veces nos hacemos una especie de “terapia de grupo”; de grupo de dos, para que nos entendamos. Yo le cuento mis cuitas y mis sonadas meteduras de pata y él se desahoga con lo suyo, que también tiene su cosa. No coincidimos en frustraciones porque somos muy diferentes, pero sí tenemos en común algo que nos hace mucho daño.

Por educación e inercia familiar, ambos hemos crecido con el baldón de la “culpabilidad” encima de la espalda, ese suplicio de Sísifo que nos ha llevado –durante muchos lustros- a sentir que no merecíamos según qué cosas o que si cumplíamos nuestros deseos podríamos ser tachados de egoístas, desconsiderados o, simplemente, malas personas.

Aquella casposa conciencia que nos infiltraron en vena –familia, colegio, sociedad- de que la libertad era algo “malo” y que –como en una distopía hecha realidad- nosotros debíamos ser nuestros propios carceleros, amén de censores intolerantes e inflexibles de la propia libertad.

Parece un auténtico dislate pensar y tejer la propia vida con estos mimbres lacerantes, pero…mucho me temo que somos producto de una generación que se desarrolló de mala manera bajo una nube tóxica de prejuicios, pecados y culpas.

Lo único bueno de esto –reconocía mi amigo- es que somos completamente CONSCIENTES de ese candado con el que clausuramos la propia libertad; no obstante, todavía tiene un gran peso sobre nuestra conciencia el censor torturador que nos asfixia desde el espejo y al que toleramos lo que él no nos tolera a nosotros.

¿Qué es lo correcto hacer en cada circunstancia? ¿Quién fija las reglas para la actuación personal? En la mayoría de las ocasiones no hay más normas que las que resuenan en nuestra mente, ésas que nos hacen sentir culpables si, precisamente, no seguimos esas normas tácitas, silenciosas y letales como dardos envenenados.

Tenemos miedo a que nos hagan reproches por no ser lo que los demás esperan que seamos; huimos de la confrontación aunque eso suponga un detrimento de nuestra propia libertad y no digo ya nada, de la satisfacción legítima de la que cualquiera es merecedor.

Ante el egoísmo personal, cierra sus filas de legión romana el egoísmo ajeno con sus escudos, espadas y catapultas. Este verano pasado, no pocos han sido quienes se han tenido que privar de sus más que merecidas y necesarias vacaciones por no atreverse a despertar al león adormecido del reproche que no deja de vigilar lo suyo, lo de su guarida, las normas que ha establecido…

También yo fui así hasta que dejé de serlo. Hace ya bastantes años que decidí que estaba más que harta de censores y reprochadores oficiales que sojuzgaban mi vida pretendiendo (y consiguiendo demasiadas veces) que me sintiera culpable por hacer uso de mi libertad. Me llamaron egoísta y me crucificaron con etiquetas clavadas con chinchetas por negarme a  fastidiarme la vida. Es decir: que si los demás sufren, que suframos todos, en una espiral de alambre espinoso maquillado de falsa empatía.

No le dije a mi amigo lo que –en mi opinión- debía hacer porque su discurso era autocrítico y él ya sabía perfectamente dónde le apretaba el zapato. Que no es en otro lugar que en ése donde nos prohibimos cosas para luego lamentarnos de no haber sido capaces de hacerlas. Por lo menos, será coherente y si no se atreve a darse un respiro menos se atreverá después a quejarse…

Le digo, con mucha sorna, que se le pasará con la edad al igual que se me pasó a mí y que cada persona tiene su límite de tolerancia, una especie de “umbral del dolor” que nadie puede traspasar sin perecer en el intento. Cuestión de años, ya digo… y es que tener amigos jóvenes enseña mucho.

Felices los felices.

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Sobredosis de socialización

 

Sobredosis de socialización

Ya he contado por aquí que he hecho un viaje en grupo como contradicción flagrante de mi inveterada necesidad de silencio y soledad; también me he perdonado por hacerlo, ya que una no se va al confín del mundo sola a mi edad y sin saber si tendrá comida caliente y cama cómoda al llegar la noche, aunque una cosa no quite la otra y tengo que confesar que he regresado de mi pequeño periplo islandés un poco tocada del ala.

Soy extremadamente observadora y para ello hay que “ver, oir y callar”, materia en la que voy sumando puntos a la vez que gano en años. Ya no soy aquella persona que quería destacar en los grupos hablando más y más alto que los demás; he tenido la buena suerte de poder comparar los beneficios de la sociabilidad con los de la solitud elegida y hallar un punto más o menos intermedio que me hace sentir tranquila y en paz conmigo misma amén de no dar la tabarra al prójimo.

Así las cosas, doce días de “excursión de colegio” en un bus con la “andereño” (señorita o maestra de niños) amarrada al micrófono contándonos lo que veíamos por la ventanilla, lanzando admoniciones para infantes atolondrados -a pesar de que la edad media del personal superaba con creces la de jubilación-, y recordándonos machaconamente que no olvidáramos las maletas o los dónuts en ninguna esquina…me han dejado un poco fuera de combate.

Mis oídos no han disfrutado de silencio durante casi doce horas al día. O daré la vuelta a la frase. Mis oídos han estado avasallados por el ruido y la cháchara durante demasiadas horas porque todo se hacía en grupo, como si estuviera mal visto separarse unos cuantos metros para disfrutar en calma de la naturaleza o de un buen plato de comida sin tener que comentar la jugada con el de al lado o el de enfrente. Una tortura -siendo un poco exagerada-, pero un gran inconveniente sin lugar a dudas.

Sin embargo, yo les veía a todos felices y contentos en su algazara compartida, en las risas comunitarias, en la costumbre de estar todos juntos a la vez en el mismo sitio. Soy consciente de que di la nota en algunos momentos por mi querencia de soledad o mi manía de sentarme sola en el bus, pegada a la ventanilla y con cara de ensimismamiento meditativo. A pesar de ello, he hecho algunas nuevas amistades con personas con las que compartía inquietudes o la ausencia de intereses grupales.

¿Cuál es el auténtico fin de un viaje? Me lo pregunto y lo pregunté a algunos de mis compañeros de reparto. -“Conocer lugares diferentes, hacer amistades nuevas, salir de la rutina”. Estas fueron las respuestas más comunes y todas válidas sean para quien así lo sienta por aquello del respeto al prójimo y a ver si hay suerte y me respetan también a mí.

Viajé a Islandia únicamente por ISLANDIA. Como el que quiere ir a París por ver la torre Eiffel y cumple su sueño o su deseo una vez en la vida. Quise ser espectadora de una naturaleza grandiosa y, muchas veces, estruendosa, pateando sola con mi bastón de monte los caminos marcados para los visitantes, pero en mi silencio interior, intentando sentir sin alharacas ni abuso de fotos con el móvil o posando haciendo el signo de la victoria.

Qué trabajo cansado compartir con desconocidos (amables, eso sí) todas las horas del día en un desenfrenado vaivén de maletas –el horror de haber dormido cada noche en un hotel diferente-, horas en autocar cabeceando y sentirse –como yo me sentía- una oveja pequeñita dentro de un rebaño pequeñito también.

Presentía que algo así ocurriría y lo doy por bueno puesto que he conseguido la meta que anhelaba: visitar un país por el que me sentía profundamente atraída. Agradecida por el privilegio de haber satisfecho mi deseo, ahora tengo que compensar de alguna manera esta sobredosis de socialización.

Y lo mejor de todo es que el remedio lo tengo al alcance de la mano.

Felices los felices.

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