sábado, 7 de noviembre de 2015

Como sobrevivir sin pareja a partir de los 50


 

En el tiempo en que el mayor problema de una niña española de comienzos de los sesenta, de familia burguesa en una ciudad de provincias, consistía en terminarse el chocolate con churros de la merienda con tiempo suficiente para sentarse a la mesa a la hora de la cena, ya la educación consistía en regalarle muñecos para que fuera “entrenándose” en su papel de madre –y esposa- futura. Mientras tanto, en la calle, sus hermanos pateaban balones de cuero.

Cuarenta años más tarde, henos aquí, cansados y pasados de peso, yendo a recoger a los nietos a la salida del colegio y no más cerca del fútbol que del sofá del salón en los días de partido. La vida ha pasado por encima de nosotros –nos ha arrollado, más bien- y se ha instalado en esa rutina acomodaticia que transitan las personas mayores en su inmensa mayoría, los roles definidos manteniéndose en su lugar.

Sin embargo, gracias a “San” Francisco Fernández Ordoñez, ministro de Justicia de UCD (1980-1982) que propició la Ley del Divorcio, desde hace treinta años se ha instaurado en España un nuevo estado civil –o “incivil”- que es el de divorciado. Esta situación tiene muchas ventajas y muchos inconvenientes –exactamente igual que el matrimonio-, pero uno de los más acuciantes es el de la soledad y cómo remediarla. Por eso, la mayoría de personas divorciadas, acceden otra vez -en un plazo de tiempo mayor o menor- al estatus de “emparejados sociales”. Por comodidad y miedo a la soledad y, en algunos casos notables, mis bendiciones para ellos, por amor también.

Pero quedan –quedamos- muchos divorciados, sobre todo muchas divorciadas, recalcitrantes, con el listón puesto bien alto que, junto con las personas solteras de toda la vida o viudas conforman un colectivo de “solitarios” que tienen que “buscarse la vida” de una u otra forma para sobrevivir en esta sociedad de gente en pareja.

Para empezar, hay que luchar contra el “desclasamiento” que se arroja sobre ellos por parte de los que están en ese castillo asediado que es la vida en pareja (del que los que están dentro quieren salir y los que están fuera quieren entrar). Una mujer o un hombre de cincuenta años solo no cuadra bien entre los matrimonios de su entorno; ni por temas de conversación ni por visión de la vida en conjunto. Además… ¿impares en la mesa? Con el tiempo se deja de invitarle a los eventos de antaño y se espera que lo comprenda. Eso sí, si un día da el campanazo e informa de que vuelve a estar con alguien, rápidamente se le reincorpora al círculo social. Ya es apto otra vez, como si hubiera pasado una enfermedad contagiosa y acabado –por fin- la convalecencia.

¿Cómo sobrevivir sin pareja a partir de cierta edad? Casi siempre a base de autoestima bien alta e ideas claras. Es decir, yo soy estupenda o un tío legal a pesar de… la vida que ya ha dejado sus huellas en el alma y en el cuerpo.

 
Y sobre todo por:

 - No tener perro que te ladre.

- Que nadie te monte una bronca al llegar a casa por algo que hayas hecho mal o algo que hayas dejado de hacer.

- Perdonarte por los fallos que cometes y pensar que la siguiente vez lo harás mejor.

- No tener más obligaciones que las que quieras asumir libremente.

- Comer y cenar todos los días lo que te apetezca.

- Poseer el mando a distancia sin discusión alguna.

- Dar cabida en tu mente únicamente a las preocupaciones propias.

- Dormir hasta la hora que quieras.

- No tener familia política.

- Disfrutar de la cama en horizontal y en diagonal.

- Estar con gente sólo cuando se tienen ganas de verdad.

- Ir cada año de vacaciones adonde quieres ir. O no ir.

- Administrar el propio peculio sin interferencias.

 
Y así…hasta hacer una lista más que exhaustiva.

Y cuando llega el frío invierno y la soledad intenta encoger el alma y el cuerpo, ser precavido y tener las suficientes relaciones –familiares, amistosas o afectivas- para ir dosificándolas cuidadosamente alrededor de las necesidades anímicas o físicas.

Que no falte la amiga o el amigo para compartir cuitas; que siempre se tenga a mano quien  “purgue los radiadores” a cambio de una buena cenita cocinada con cariño; que se mantenga el equilibrio entre lo que se necesita y lo que se está dispuesto a dar.

Que sepamos, de una vez por todas, que el auténtico amor es el que vive en nuestro interior y que nunca, pero nunca nunca tiene que llegar desde fuera para completarnos, porque completos ya lo estamos.

Sabiendo estas pocas reglas básicas…doy fe de que se puede vivir felizmente aunque no se tenga pareja conocida o por conocer. A la espera –o no- de lo descrito en el post de ayer.

La vie est belle!

En fin.

LaAlquimista

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lunes, 2 de noviembre de 2015

Volverse a enamorar



Ni siquiera cuando era joven pensé que el amor era exclusivo de los jóvenes; yo no fui de esas que apostrofaban de “patéticos” a dos personas mayores cogidas de la mano ni me reí nunca ante el beso en la boca de unos septuagenarios. El amor y sus manifestaciones me han parecido siempre un milagro y como tal lo respeto y venero. Aunque ahora hay mucho “estrecho” que dice que es de poca vergüenza que los ancianos se enamoren o, sin ir tan al extremo, que si dos personas talluditas –pongamos de más de cincuenta años- sienten algo la una por la otra pues bueno, de acuerdo, pero que no hagan el ridículo en público como si tuvieran veinte años.

¿Qué son los besos, yogures que caducan? ¿Qué los abrazos, qué el mirarse a los ojos, patrimonio de la humanidad menor de treinta años?

Cuando uno se enamora de escapa del mundo y se eleva, se eleva –hasta esa estratosfera donde no hay sentido del ridículo, ni convencionalismos sociales, ni escándalo público, ni juicios ni prejuicios- y es allí donde se mezclan la pasión y la ternura, el deseo y la dulzura, es en ese espacio inviolable, único e intransferible, donde se gestan los sueños eternos que van a durar lo que duran las cosas del amor, pero que en esos momentos van hasta el infinito y más allá.

Si hablamos de endorfinas está claro que su segregación remite con la edad física; si vamos a contar prestaciones amatorias, la próstata juega malas pasadas y la menopausia unas cuantas también. Si nos quedamos en lo puramente físico no se puede comparar, -afortunadamente-, porque el corazón no resiste siete orgasmos a partir de cierta edad-, ni se puede comparar ni hace falta hacerlo.

Pero se me ha ocurrido hablar de volverse a enamorar, esa magnífica posibilidad que nos sigue acechando, incluso a quienes estamos ya en el otro lado de la montaña, “over the hill”, empezando a bajar la pendiente que se vislumbra desde la cumbre.

Un enamoramiento a los ocho años es dulce y no patético. El mismo sentimiento a los sesenta o setenta también puede albergar toda la dulzura de las mariposas en el estómago porque es un círculo que se cierra –el de nuestra existencia- y el amor sigue estando presente aunque no se manifieste con estridencias, seguramente porque no se lo permitimos.

Volverse a enamorar…habría dos bandos opuestos si se lanzara la pregunta al aire. Uno, el de los gatos escaldados que ya han sufrido y padecido las mieles y hieles del amor y que prefieren no volver a intentarlo para ahorrarse el sufrimiento que lleva implícito el gozo. Otro bando, el de aquellos soñadores, corredores de fondo, que no cejan aunque se cansen, aunque se caigan, porque sienten en su interior que, a pesar del precio a pagar, vale la pena volverse a enamorar.

Por supuesto que no es todo tan fácil como decir: “hala, pues me apetece volverme a enamorar y voy a hacerlo”, porque cuando se busca se encuentra o no se encuentra y en la espera también se desespera, aunque influye mucho la actitud. Si ésta es abierta y positiva, esperanzada y alegre…llegará mucho antes de lo imaginado. Si, por el contrario, las puertas están cerradas es imposible –o lo dejamos en improbable- que ocurra. Quien tiene muy claro en su interior que nunca volverá a amar, está echando sobre su mente esa certeza convertida en sentencia, está proyectando esa fuerza –negativa, pero fuerza- hacia afuera y rebotará en los demás y le volverá a su corazón entera y reforzada. No volverá a amar.

Luego están (estamos) “los otros”, los que siguen cuidando a su “niño interior” y despiertan cada mañana sintiendo que ése puede ser un día feliz –hoy mismo- y que a la vuelta de la esquina, quizás, se detengan en una persona-humana que haga saltar por los aires las manías, las costumbres adquiridas de tanto tiempo sin enamorarse y resurjan con fuerza los deseos de volver a tropezar con la misma bendita piedra del amor.

Por y para ellos mi post de hoy. Porque el enamoramiento es bueno para la piel a nuestra edad, quita arrugas en vez de sacar espinillas, nos permite abrazarnos en camas de 2 x 2 en vez de en bancos de los parques y no hay que pedir permiso a los padres para ir a dormir a casa de un amigo. Sinceramente, no le veo más que ventajas…

En fin.

LaAlquimista

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