sábado, 28 de febrero de 2015

¿Qué significa hacerse adulto?




Recuerdo las ansias nada disimuladas que tuve a los dieciséis para aparentar dieciocho y poder entrar al cine a ver las películas que me encandilaban; y cuando cumplí los dieciocho quise tener veintiuno para ser mayor de edad –en los tiempos en que estaba fijada en tal fecha el sello oficial. Pero quería hacerme mayor para poder tener opción a derechos legales, en ningún caso quería cumplir años para asumir responsabilidades, que ese era el caballo de batalla que asomaba la testuz detrás del D.N.I.

Las responsabilidades vinieron –unas queriendo, otras sin querer- de la mano del devenir cotidiano y los avatares de la vida me hicieron adulta antes de los treinta, de la misma manera que la infancia se me enredó con la adolescencia y algo de ambas perdí en el intento. Pero ahora voy camino de los sesenta y creo que voy entendiendo lo que significa hacerse adulto (en mi percepción personal del asunto).



Quizás tan sólo signifique que uno aprende a ocultar mejor la inseguridad, que con el paso de los años se van adquiriendo herramientas para apuntalar el edificio en el que bregamos por conciliar nuestros deseos con las normas generales, los sueños privados con las pesadillas públicas, el silencio interior con la bulla circundante.

Un niño no se siente inseguro ante el mundo; lo afronta como un paladín invencible dotado de la espada flamígera que todo lo vence. A ese niño que todos llevamos dentro se le va recortando luego la seguridad y tirando por tierra todos sus cimientos. Allá donde creyó que sus padres eran dioses, descubre el pedestal de barro; donde pensó reinar pronto se siente príncipe destronado; alargar la mano para tomar lo deseado conlleva la posibilidad de que se la corten. Y como sabe, como intuye que vive en una selva disfrazada de cemento, comienza a darse golpes en el pecho –como sus amigos los gorilas- o a aullar más fuerte que el vecino –como sus amigos los lobos- para disimular que no es más que un pobre ser humano, débil e inseguro de sí mismo.

Pero pronto se hace adulto, incluso algunos antes de cumplir el primer decenio, y oculta su miedo, su angustia, el susto cotidiano ante la vida de la mejor manera que puede. Y se reviste su rostro de adustez, huye la mirada clara de sus ojos y el beso fácil de sus labios, guarda las distancias intuyendo enemigos, sella su boca de cariños y ahoga palabras en el fondo de su corazón. Y una vez revestido de las características típicas del ser humano, se hace adulto, madura en la siguiente primavera y comienza a pudrirse veinte o treinta años antes de desgajarse del árbol de la vida y caer al suelo donde ya nunca más podrá optar a nada.

Pero el título de este post es una pregunta que quizás tenga muchas respuestas, tantas como lectores este blog.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:





viernes, 27 de febrero de 2015

"Cambio perro por novio. Sólo fines de semana"


 

Las cosas como son; esto de tener perro ofrece muchos inconvenientes y una serie de ventajas (dicen) que todavía estoy por descubrir. De momento, voy tomando buena nota de las prohibiciones que han aparecido en mi vida de la pata de Elur, bien entendido que yo pensaba que la única molestia de verdad iba a ser la de sacarlo a la calle tres veces al día a hora fija y resulta que eso es lo que menos me molesta, apenas nada.

En mi ingenuidad pensé que podía incorporar al perro a mi vida cotidiana– una vida normalita de ciudadana socializada y tal- y resulta que no, que por mucho que los humanos protejamos a los animales, hacer una vida normal y corriente con el chucho entre las piernas es absolutamente impensable (e imposible). Partiendo de la base de que en ningún momento se me ocurrió dejarlo encerrado en casa, excepto sus tres salidas mingitorias y de lo otro, me he dado cuenta de que mi vida no se puede conciliar con la vida de un perro que se precie.


Para empezar, al probrecito mío, no me lo dejan entrar en ningún sitio. Es decir, que si estoy dando un paseo me tengo que tomar el café en la mesa de los fumadores (o sea, en la pura calle); si aprovecho para hacer algún recado, en el colmado no puede entrar y tengo que dejarlo amarrado al anaquel de las frutas que suelen poner en la acera, con el consiguiente riesgo de que: a)me lo pisen, b)me lo roben o c) que el pobre –del susto- riegue las naranjas con el consiguiente mosqueo del personal. Tampoco puede acompañarme a mirar escaparates –como no sea eso, “mirarlos”- porque si quiero probarme alguna ropa o comprar un libro o ir a la biblioteca o visitar una exposición, me encuentro con el cartelito de “PERROS NO”.

Y tengo que elegir entre seguir haciendo mi vida cotidiana sin perro o cambiar mis costumbres porque tengo perro. En cualquier caso, me niego a dejarlo encerrado en casa y solo a todas horas, para eso me ahorro la molestia, faltaría más, pobre bicho, con lo que le gusta a él retozar, pero… ¿dónde? ¡Si en los parques no puede entrar!, -y de rebote yo me quedo sin pisarlos-, tan sólo nos queda el monte, al que voy muy a menudo, pero soy de asfalto…

Eso sí, todo el mundo que me para le hace mimos, caricias y le prodiga halagos –es un bicho simpático y cariñoso además de guapo- pero su ámbito de “actuación” está tan restringido que ya me estoy planteando una solución que equilibre el desequilibrio en el que nos encontramos él y yo.

Además, los fines de semana me aburro un montón, porque tampoco puedo llevarlo al cine, ni a un restaurante, ni a un pub a por el gintonic de rigor, así que, visto lo visto… voy a tener que pillar un noviete para los días festivos para poder hacer un poco de vida social, y dejar al perro en casa haciendo sudokus…

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:

jueves, 26 de febrero de 2015

Gastar bien el dinero, todo un arte




Ya hemos discutido muchas veces sobre el tema y parece que no queda más remedio que aceptar que “cada uno se gasta el dinero en lo que quiere”. Pero a mí lo que me preocupa es en qué NO nos gastamos el dinero.

¿Cualquiera entiende que dé placer ir a un restaurante, comprarse algo bonito o hacer un viaje? ¿Seguro? Pues, no señor; hay muchísimas personas que consideran un despilfarro innecesario –o una solemne tontería- pagar porque te sirvan una comida que –dicen- en casa sabe igual o mejor. Conozco a quienes no han ido a un restaurante en toda su vida, exceptuando bodas o comuniones. Y también sé de quien no viaja jamás de los jamases por placer o por conocer, sino –como mucho- por ver a la familia en el pueblo (o que la familia del pueblo les vea a ellos) o ir a una clínica en una lejana ciudad. Vamos, por obligación. Ellos pensarán de quienes, como yo, se han dejado el sueldo de muchos años viajando a lejanos países y probando diferentes culturas, culturales y gastronómicas- que no tenemos dos dedos de frente…

Pero a lo que voy no es a en qué nos gastamos el dinero, sino a en qué NO nos lo gastamos… y el ejemplo de la discordia es casi siempre el mismo: que somos reticentes a pagar para que alguien haga por nosotros lo que nos repatea hacer. Pagamos por proporcionarnos placer, pero parece que cuesta más pagar por quitarnos molestias. ¿Por qué esa especie de pánico a contratar los servicios de una persona que haga por nosotros ese trabajo que tanto nos fastidia?



El ejemplo típico es, desde luego, la limpieza del hogar. Los argumentos suelen ser del tipo: a) “ya puedo hacerlo yo”, b) “me fastidia pagar”, o c) “eso es de ricos”, y luego –en cualquiera de los tres casos- todo es quejarse de que hay que pasar el aspirador, limpiar las cortinas o “tender lavadoras”.

Personas que dedican su jornada a trabajar para su empleador, vuelven a casa y tienen que seguir trabajando de autónomas en una espiral cansina y sin fin; la mayoría son mujeres, pero también hay hombres solos que “se lo hacen todo” (qué mal suena) ellos solos… “a ver si le voy a pagar a alguien por lo que puedo hacer yo.” Son también los hombres los que se niegan a llamar a un electricista, un fontanero o al empapelador y creen que ninguna chapuza doméstica se les va a resistir.

¿Por qué creemos que somos capaces de abarcarlo todo? Lo profesional, lo doméstico, lo público y lo personal. ¿Por qué nos sobrevaloramos convencidos de que nuestra capacidad no tiene límites? Es un mal de los tiempos y ahora que son críticos se acentúa.

Las peluqueras sin trabajo gracias a los tintes caseros (y chapuceros), las interinas desesperadas porque ahora ya no queremos pagar porque nos ayuden a pasar el aspirador, limpiar los cristales, planchar las cortinas; y luego está el cambiar el aceite al coche en cualquier descampado, lavar a mano en vez de llevar a la tintorería, bajar películas de Internet en vez de ir al cine, seguir usando un viejo abrigo en vez de comprar uno nuevo, en una palabra, volvernos unos rácanos. Y si fuera por culpa de la crisis tendría razón de ser, pero es el color de los tiempos… grises, demasiado grises.

¿Y separar un poquito de dinero para darlo a alguna asociación que se dedique a ayudar a quien menos tiene? Lo dicho: gastar bien nuestro dinero para obtener satisfacción es todo un arte.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:

miércoles, 25 de febrero de 2015

¡Milagro! He dormido ocho horas




Dicho así parece una boutade por mi parte, pero para quien está acostumbrada a las cinco horas como máximo, dormir ocho horas de tirón es algo fuera de lo habitual, una especie de regalo que me hace el cuerpo (y el espíritu).

Dormir poco es una de las peculiaridades de la edad más que madura que tengo a la que he tenido que acostumbrarme y darle la vuelta con inteligencia para no ponerme histérica cada vez que me despierto, completamente despejada, a las cuatro y media de la mañana. Siempre lo he atribuido a que es el inconsciente el que se pone a meter horas extras (y nocturnas) y va sacando de sus escondrijos los problemillas sin resolver, los chirridos sin engrasar, las basuras sin sacar y como está concentrado y en silencio –el inconsciente- puede realizar su labor de “escaneo de virus” con total efectividad e impunidad.

Así que, esta mañana, hace un ratito, cuando me he despertado y he comprobado con asombro que había permanecido ocho horas en mi cama descalza y sin comer (es una de mis tonterías recurrentes) me he dado cuenta enseguida de cuál era el motivo de tan fastuoso descanso.

Es algo así como esos zapatos carísimos y buenísimos que nos compramos en un pequeño rapto de locura y que, ya desde el primer día, no se acomodaron como esperábamos a nuestros pies. Y lo intentamos una y otra vez, pero nada. ¿Será posible que unos zapatos de este precio, de esta calidad, de esta marca, no me sienten como zapatillas? Y nos los seguimos calzando porque, a ver, faltaría más, con lo que me costaron y lo bonitos que son, pero no, me hacen un gesto en el empeine que me mata al cabo de un par de horas con ellos y ya la única satisfacción que tenemos es… cuando nos los quitamos. Pero los seguimos usando…

Y un buen día, al cabo de mucho tiempo y en un rapto inusual de lucidez, -casi siempre a las cuatro y media de la mañana- decidimos que ese dolor constante en los pies…!es debido a ESOS zapatos! y saltamos de la cama y cogemos una bolsa de basura y metemos dentro el problema identificado y nos ponemos los vaqueros encima del pijama, y el abrigo encima de las legañas y bajamos a la calle, derechitas al contenedor de basura y ahí van, nuestros maravillosos zapatos de piel italiana y diseño torquemada.

Así que lo de dormir ocho horas ha debido ser porque ayer mismo tiré a la basura…unos zapatos italianos. Y el que quiera entender, que entienda.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com

*Post escrito hace un par de años, pero vigente todavía.






viernes, 20 de febrero de 2015

La resistencia al cambio



Creo que a todos nos han enseñado que, “si algo funciona, no lo muevas”. Evidentemente es esto una de tantas falacias –mentiras que parecen verdades- que nos conviene dar por buenas para no tener que tomarnos la molestia de mejorar y cambiar. Si no nos viéramos en la obligación de movernos seguiríamos usando la txalaparta en vez del teléfono… Y si esto está bien claro en el ámbito de la tecnología, no lo está tanto a nivel personal, cuando algo nos toca bien de cerca.

Ayer mismo, con esto de los cambios en los Blogs de DV. anduvimos todos revolucionados, medio enfadados y con la paciencia perdida. Decía alguien: ”¿pero para qué hay que cambiar?” pues para qué va a ser: PARA MEJORAR. Lo que ocurre es que, al principio, cuesta aprender a aceptar el cambio, hace falta una buena disposición a soportar las molestias que supone en aras del futuro bienestar.


Ayer mismo, con esto de los cambios en la vida personal, muchas personas siguen aferrándose a lo que tienen, aun sabiendo que está obsoleto y que podría sustituirse por algo mucho mejor, demostrando una gran resistencia al cambio. Piensan: “mejor ni lo muevo no vaya a ser que…” y ahí se sigue, en situaciones que se sostienen con pinzas y en las que se invierte –por mantenerlas- casi más energía de la que se emplearía en cambiarlas.

Si el techo tiene goteras, es de cajón arreglarlo lo antes posible y a nadie se le ocurre poner cubos debajo para recoger el agua y agradecemos tener los medios (dinero) suficientes para solucionar el problema. Si nos sale un tumor vamos corriendo al médico y por curarnos somos capaces de recorrer kilómetros y de gastar lo impensable; no se nos ocurre quedarnos en casa, sin movernos, pensando: “ya se pasará”.


¿Por qué pues, en nuestra vida personal, en nuestras relaciones que no funcionan, nos quedamos mirando al infinito y no hacemos lo que sabemos que tenemos que hacer para solucionar el problema?

Quizás lo que más cueste sea tomar la decisión, lo reconozco porque me ha pasado en mis propias carnes. Pero una vez tomada… ¡a por todas¡ Porque después del cambio está la mejora, la tranquilidad, el beneficio…incluso algo parecido a la paz y a la felicidad.


Primero decimos que NO SABEMOS cómo hacerlo. Después que NO PODEMOS acometerlo. Y rematamos con el que NO QUEREMOS llevarlo a cabo. Y entre no saber, no poder y no querer…así nos luce el pelo.

Bueno, pues los de DV, saben, pueden y quieren. A ver si cunde el ejemplo y nos aplicamos el cuento… aunque luego todo cueste un poco más de lo que pensábamos y tarde en ponerse en marcha también algo más de lo deseado.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:

De lo virtual a lo real. ¡Somos diferentes!

 
En el mes de Julio pasado una de las asiduas comentaristas del blog me sugirió la idea de hacer un llamamiento a los lectores y convocar un “tea-party”, una especie de “cita a ciegas en la que se trocaría la presencia virtual, y no siempre cotidiana, por una presencia real alrededor de una común inquietud: atravesar la barrera de los cincuenta y ver qué pasa después. La idea era un poco descabellada, pero funcionó. Un buen puñado de personas se atrevió a dar el salto de lo virtual a lo real y fue divertido y enriquecedor. Y después del primer “tea-party secreto” hubo otro más, que se convirtió en merendola y, como no hay dos sin tres y no damos un paso atrás ni para tomar impulso, ahora llega el “tea-party secreto con cena incluida”. ¿Por qué secreto? Pues porque quienes participen lo harán escribiendo a mi correo electrónico y yo “no diré ni mú” de quién viene o deja de venir. Y tampoco haremos público el lugar de encuentro (para que no vengan los papparazzi ni nadie a cotillear) y porque el factor sorpresa es algo muy agradable y divertido según hemos podido comprobar.


En realidad hace falta “valor” para traspasar la barrera sutil que separa la tranquilidad del anonimato y, venciendo pudor y timidez –que todos tenemos en mayor o menor grado- presentarse a cara descubierta, a corazón descubierto, ante otras personas que, al igual que uno mismo, sienten dudas de si no irán a hacer el ridículo…Reticencias humanas y compartidas todas ellas, pero superadas una vez que se comprueba que los demás llevan, al igual que nosotros, una gran sonrisa prendida en el rostro.

No, no se trata de una reunión de amiguetes en la que todos nos conocemos. La primera vez la gente vino y nadie se conocía entre sí; de hecho, ni a mí me conocían… y fue agradable, enriquecedor y positivo. La segunda vez, algunas personas repitieron y otras se sumaron al encuentro venciendo timideces peregrinas y pudores sin sentido y conseguimos quemar cuatro horas de risas que pasaron como un suspiro. Sabiendo ya que la fórmula funciona y que este pequeño mundo es de los valientes –que no son los que no sienten miedo sino los que se atreven a enfrentarse a él- ahí va la siguiente convocatoria del:

 “Tea-party secreto con cena”

Fecha:                Viernes 3 de Febrero 2012

Lugar:                Restaurante en el centro de Donostia/San Sebastián.

Asistentes:         Quien quiera atravesar la barrera virtual y sentarse al otro lado a compartir con personas igual de “valientes”.

  • No es requisito tener más de 50 años, faltaría más, todos tenemos espíritu joven.
  • Plazas limitadas.


Lo que nos une a las personas es algo que no hace falta ponerlo sobre el papel; salta a la vista en cuanto nos re-conocemos unos a otros. Seguro que esta vez también saldrá todo estupendamente y nos brindaremos la oportunidad de hacer nuevas amistades… reales.

Para apuntarse, escribir a mi e-mail privado, desde donde se confirmarán los datos concretos del evento.


Abrazos, bendiciones, ánimos y… !somos diferentes!

LaAlquimista

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50/







martes, 17 de febrero de 2015

Creo que se me ve el plumero



No hace mucho, una persona que ya no me quiere pero que de vez en cuando habla conmigo, me expresó su disgusto por la forma y manera en que me muestro en este blog escribiendo sin pudor alguno sobre cosas íntimas y personales… Dejando de lado la cuestión de qué le importará a esa persona lo que yo cuento o dejo de contar, como nunca tiro directamente a la papelera los comentarios que me desagradan sino que primero les doy vueltas a ver si puedo aprovechar algo, he llegado a la siguiente conclusión después de un rato de reflexión.

Me he visto a mí misma leyendo un blog cualquiera de los varios que sigo asiduamente y debo reconocer que, en cada uno de ellos, en cualquier párrafo, he podido sentirme identificada con las palabras del autor, con las ideas de quien maneja la pluma, empática con sentires o puntos de vista y, sobre todo, reflejada en una inquietud común a tantos seres humanos. Pero nunca he sentido vergüenza ajena porque alguien tenga la suficiente valentía como para compartirse desde lo más íntimo y mucho menos se me ha ocurrido juzgar a quien así actúa.

Cuando alguien ridiculiza a las mujeres cincuentonas y divorciadas (clasificación social entre la que me cuento) le busco al texto el punto de fuga para tener una perspectiva que me permita aprender algo (que siempre se aprende, doy fe). Cuando alguien hace mofa y befa de una idea que me conmueve por dentro y por fuera (como el movimiento 15-M) intento leer hasta el final la crítica e intento todavía más situarme en los zapatos de quien así habla para comprender y aprender aunque me ponga de mal humor.

A todos los que compartimos nuestras ideas, nuestro profundo sentir a través de esta palestra mágica e inacabable que es Internet, se nos ve enseguida el plumero. Es imposible ocultarlo o disfrazar las palabras o cubrirlas de pátinas políticamente correctas; a poco que se rasque sale la verdadera esencia del escribidor y no hay nada que hacer.



Por eso le contesté a esa persona -que ya no me quiere pero que sigue intentando meter alguna que otra cuña en mi vida por los pocos resquicios que le han ido quedando- que mejor que no siga leyendo mi blog… no vaya a ser que se le pegue algo y luego no sepa qué hacer con ello. O que la crítica la haga públicamente en forma de comentario en vez de agarrar el teléfono y calentarme la oreja en privado. Jamás he dicho que sólo acepte halagos y quien así piense que haga la prueba y verá cómo “aguanto el tirón”.

¡Sólo faltaría que yo escribiera un blog que va dirigido mayormente a personas maduras, mayores de cincuenta, con inquietudes profundas y cuestionamientos existenciales y lo hiciera desde la superficialidad y sin poner nada de mi yo más íntimo y personal! ¿Es acaso posible expresar opiniones, contar experiencias, reflexionar en público sin poner ni una pizca de la propia esencia en ello? Noli me tangere, que diría aquél…

Feliz día para todos; incluso para quienes me leen cada mañana buscándole tres pies al gato (o a mí las cosquillas…J)

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:



lunes, 16 de febrero de 2015

La gente que finge que es feliz



Estoy leyendo a David Lodge, uno de esos escritores británicos que bordan la novela aunque también escriba crítica literaria, teatro y hasta guiones televisivos. Sus personajes, que tanto me recuerdan a los de Ian McEwan, siguen un patrón bien definido: triunfadores (o casi), educados, correctos –es decir, británicos- y profundamente infelices. Pero lo disimulan con esa flema victoriana que todavía no se ha pasado de moda aunque se les vea el plumero desde lejos. “Terapia”, me está proporcionando hojas de apuntes y horas de reflexión además del puro disfrute de la lectura.

Pero no hace falta ser inglés –ni siquiera pertenecer a la zona euro- para tener el fingimiento instalado entre los patrones culturales. Si bien se rompen otros prejuicios y se erradican algunos tabúes, lo que pertenece a la más pura esencia del ser humano queda relegado al ámbito íntimo, hermético, inviolable del confesonario, el café con el/la confidente o la consulta del terapeuta. Se sigue siendo infeliz y en vez de admitirlo y ponerle remedio a la situación se finge lo contrario.

Obviamente se engaña al público que observa la representación –excepto al que está ayudando a escribir ese guión o al que sube y baja el telón- pero lo más terrible es que, aunque uno sepa que es una pura pose, una mentira insostenible, persevera con tozudez y, en muchísimas ocasiones, acaba por adecuar su ánimo, su espíritu a esa mentira. Y la mente pega un bote enorme ante tal contradicción y se dispara hacia otro lado pegando los zurriagazos que luego se corrigen con chupitos de whisky, Lexatin o chocolate negro (según se tercie).

Yo no finjo ya que soy feliz; hace muchos años que dejé de poner sonrisa de pingüino cuando me preguntaban por mi vida. Me negué en redondo a lugares comunes como “bien habrá que decir” o “tirando”. Ahora, lo más que digo es “quitando lo malo, bien”, pero dejando bien claro que no vivo en un mundo piruleta ni es prejubilación jubilosa todo lo que reluce.

Y entonces… ¡ah, entonces…! Entonces se metamorfosean los que  creías verdaderos amigos en especialistas en driblar la pelota y se cae por su peso la máscara de empatía social que hasta entonces habían sostenido con gomitas finas a sus orejas. Hace poco le llamé a una amiga con la que llevábamos un tiempo sin vernos; como no coincidíamos en horario libre nos pegamos una buena charleta sobre esto, lo otro y lo de más allá. En un momento dado me preguntó: “¿y a ti cómo te va la vida?” y le conté que llevaba una época muy rara, con pocas ganas de ver a gente, reconcentrada en mis reconcomios internos de mudanza de piel y otras finuras a las que a veces se dedica mi ánimo. Después de un brevísimo silencio, recuperó el hilo y me dijo, -“bueno, ya se te pasará y, a ver si quedamos cualquier día de estos…”

La cara de imbécil que se me quedó con el teléfono en la mano me la estoy viendo todavía.

Claro, ella igual es de las que finge que es siempre feliz…

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:




sábado, 14 de febrero de 2015

Hay quien lleva máscara todo el año



Sé poco del auténtico origen del Carnaval –levantar la carne- o carnestolendas –fiestas de la carne-, de ese tiempo de jolgorio antes de la tristísima y gris Cuaresma cristiana y es poca mi experiencia en esto de disfrazarme y salir a la calle a bailar al son de las comparsas. Quizás es que tampoco entendí –ni le saqué chispa- a esa inveterada costumbre que hay en este pueblo grande en el que nací de desfilar serios y compuestos mientras los demás te miran en silencio. Dicen que los donostiarras somos especialistas en eso, no lo sé, a mí nunca me han pillado en ninguna parada ni militar ni de las otras, mi forma de ser es poco proclive a ser comparsa de nadie, ni siquiera con música de fondo.

Corría el año 1976 y hacía menos de tres meses que el dictador dormía debajo de una losa; las prohibiciones empezaban a destaparse, algunas discretamente, otras a bombo y platillo y adornadas con no poca alharaca. Los desfiles de Carnaval habían estado prohibidos –como tantas otras cosas- en esta ciudad y ni siquiera tuvimos cuando niños el alivio de disfrazarnos inocentemente en el colegio así que, como nunca antes me había disfrazado de nada, opuse una cierta resistencia a hacer algo tan sólo porque lo permitieran. Al año siguiente, alguien tuvo la visión necesaria para organizar pública y oficialmente el festejo y parecía como si nunca nos hubiera faltado el jolgorio de los disfraces. En realidad fue un “salir a la calle” haciendo el tonto, pero con la cara tapada, sin “darla”, impunemente.

Y eso es lo que me sigue sin gustar, lo de esconderme. Recuerdo a una de mis hermanas –que siempre se las daba de buenita- tapada con una sábana vieja, manchada de pintura roja y envuelta en cadenas, pegando saltos, brincos, gritos, en un frenesí enloquecido que, por lo inhabitual de la cosa, se me quedó grabado. Servidora se puso un vestido indio antes de que inventaran a Pocahontas –vestido auténtico, nada de disfraz, me lo trajeron de un viaje trasatlántico como regalo- y me sentí incómoda, ridícula y fuera de mi pellejo hasta que pude volver a casa y ponerme los vaqueros de siempre.

Pero aprendí a observar cómo personas adultas, teóricamente responsables, por el simple hecho de ocultar su rostro, es decir, por sentirse IMPUNES, cometían pequeñas tonterías tales como “meterse” con los demás, molestar un poco, bromear, empujar o hacerles bromas…a cara tapada. Así que una y no más santotomás y me bajé del carro de los carnavales para los restos. Más que nada porque no es una tradición de esta ciudad, no lo llevamos en la sangre como en Tolosa y otros lugares y a mí lo de hacer el tonto se me da muy mal puesto que soy una persona con el sentido del humor atrofiado de nacimiento y los muchos tratamientos a los que lo he sometido a lo largo de la vida para regenerarlo no han dado más que resultados mediocres. A lo más que he conseguido es a reirme de mí misma, nunca de los demás.

Esta tarde/noche se pondrán la máscara permitida muchas de las personas que conozco para salir a la calle a disfrutar de la fiesta o harán la fiesta en casa, con glamour y amigos de confianza. Algunos serán identificables porque son ya muchos años, pero otros conseguirán engañar hasta a sus propios conocidos.

Esos serán los que, al quitarse la máscara que han llevado durante todo el año y mostrarse tal y como son en realidad no podrán ser reconocidos ni por su propia madre. Algunas personas se quitarán la máscara en vez de ponérsela y, en ese ejercicio de magia/potagia, mostrarán durante unas horas su verdadero rostro al mundo para hacerse con fuerza suficiente para poder estar ocultos tras de sí mismos hasta los próximos Carnavales.

Algunos se quitan la máscara voluntariamente para poder respirar; a otros se las está arrancando la vergüenza de que se aireen sus trapos sucios y todo el país sepa que eran ladrones disfrazados de políticos, directores, consejeros o gente de bien. Ya no está de moda el disfraz de yerno –real o no- para esconder a un avaricioso depredador, ni tiene maldita la gracia ir con máscara de buena persona por la vida mientras que entre bastidores se solazan en la maledicencia, la envidia y las puñaladas traperas.
 
 

Aquí mismo, en este pequeño mundo de los blogs, hay disfraces que ocultan lo que no es de recibo enseñar al personal. Una careta se compra en la calle o se fabrica en casa, pero a quien la usa deberían avisarle de que, con el tiempo todas se caen, se resquebrajan, incluso las que querían ser de cemento armado. Y cuando una de estas personas “se disfraza” nos muestra su verdadera cara. Tan sólo hay que observar detenidamente…ahora que son Carnavales.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:


 
http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

San Valentin para principiantes





Casi se me escapa la fecha porque nunca enciendo la televisión, pero los banners de publicidad con que salpimentan las noticias en la prensa digital, me la han recordado: 14 de Febrero, día de los enamorados. Pues qué bien. Hagamos un pequeño resumen de los últimos cincuenta años.

Fue a mediados del siglo XX, cuando unos grandes almacenes decidieron declarar el 14 de Febrero “Día de los Enamorados” para incentivar las ventas. No, no fueron los que adelantaron la primavera en el calendario, sino los pioneros en España, Galerías Preciados, que murieron por quiebra con el siglo y fueron devorados por su citado y posterior competidor.

La primera vez que me hicieron un regalo por San Valentín tenía yo trece años; la última…está por ver si cae algo en la presente edición. Entre aquella prueba de amor eterno que recibí en el pleistoceno de mi vida y el día de hoy, he disfrutado de varias historias de amor eterno y para siempre jamás, pero afortunadamente, los restos arqueológicos no duraron más allá de algún anillo de oro o con algo que brillaba y los fósiles de varias docenas de ramos de flores. (El cacao en forma de bombones nunca me ha hecho especial ilusión)



Curiosamente, cuando he vivido el amor desde lo profundo siempre se me ha olvidado la celebración de marras. No sé porqué –y mira que soy detallista- no sentía que mi amor creciera en determinadas fechas del calendario ni mucho menos que un paquete de regalo me hiciera percibir el sentimiento del otro con más intensidad. De hecho –y porque lo he visto mil veces- los regalos que se ofrecen por San Valentín son en muchísimas ocasiones “regalos de compromiso” o “alhajas con dientes”, una manera fácil y no siempre cara, de quedar bien con la pareja y dejarla con una sonrisa por lo menos hasta fin de mes.

Así que recomiendo a los principiantes en estas lides del amor, que no se dejen deslumbrar por corazones rojos pintados en la pared, que un detalle el 14 de Febrero puede querer tapar algunos descosidos que campan por sus respetos a lo largo del calendario o simplemente sirven –esto es historia ya- para hacerse perdonar en nombre del amor la ausencia del amor. Ése que no necesita de fechas ni de regalos con lazo rojo.

En un mundo que se va vaciando progresivamente de valores como el respeto, la honestidad, la responsabilidad, la bondad y la empatía –por citar sólo unos pocos de los llamados “valores humanos”- no queda otra que guardar las formas…ya que el fondo se ha quedado…demasiado al fondo.

¡Ojo con los regalos de San Valentín! Que no enmascaren al verdadero amor…

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:


























                                                                                

jueves, 12 de febrero de 2015

Santa paciencia y aguanta lo que te echen


Meterse en obras en casa es algo que no le deseo ni a mi peor enemigo, si lo tuviera, pero servidora tiene paciencia por arrobas y sabe coordinar gremios, organizar gente y templar gaitas, así que me puse a ello pidiendo presupuestos y haciendo selección de personal gremial. Los afortunados –es una forma de hablar- empezaron a pisar mi parquet hace cuatro semanas y cada uno, cada gremio, dejó su huella –aunque afortunadamente, no indeleble. (Debo precisar que, entre quienes han cambiado las persianas, las ventanas y las puertas, acuchillado el parquet, pintado paredes y techos, desmontado armarios empotrados, picado azulejos y acarreado material y muebles diecisiete pisos no ha habido ni una sola mujer. Está claro que hay oficios que no nos interesan lo más mínimo.)

El albañil llegó con sus botazas de seguridad y fue dejando –como Pulgarcito- cagarrutitas de cemento por todo el pasillo y plasmó su traza del cuarenta y cinco en la alfombra que tengo a los pies de mi cama. Como a mí no me gusta chillar, le hice notar de buenas maneras que me lo estaba pringando todo y él, mefistofélico sin saberlo, me contestó: “Es lo que hay, señora”. –“Lo que hay es una escoba, compañero…” Me temo que no le hizo mucha gracia.

Los persianeros entraron por la puerta con cara de pocos amigos, sudorosos a más no poder y echando el bofe por haber tenido que cargar las persianas al hombro los diecisiete pisos. (El que viene a hacer el presupuesto no es el mismo, evidentemente, que el que pone la mano de obra y a veces los comerciales callan lo que les conviene como muertos y luego te gastas una pasta en propinas)


Lo mejor es cuando te piden usar el baño y sabes la que te espera, pero ¿hubiera quedado correcto poner un cartelito que dijera–como en tantos establecimientos- “reservado exclusivamente para nuestros clientes”? Luego el tema de los horarios; no hay manera de que vengan a trabajar pronto y puntuales –el acopio de materiales, el tráfico, el aparcamiento- pero a las diez y media parada y fonda y a la una les suena una sirena interna que hace que lo dejen todo como un plano congelado en el cine y salgan escopeteados a comer. Como van a volver a las dos y media más te vale adecuarte a su horario o estás muerta, porque a las cinco echan la persiana y hasta el día siguiente. Y no digo nada de la suciedad que extienden por doquier a su alrededor… para disimular te piden una escoba y un recogedor, pero es sólo para disimular.

Pero con quien he establecido una especie de relación autista es con el pintor. Hombre de pocas palabras –más bien mínimas, justo hola y adiós- el primer día vino con las manos vacías. ¿Y la escalera? –le pregunté yo. –No tengo, respondió él. –Pues vale, de coña, le dije.

Así que se fue en autobús a buscar una donde un amigo y volvió después de comer. (No tiene furgoneta porque no le hace falta) -¿Y la pintura? le pregunté yo. –Otro día, contestó él, primero hay que poner cinta protectora. Y como lo mío no es la brocha gorda, me fui a otra habitación a seguir con mis cosas.

Al cabo de un ratito me llega el tufillo inconfundible de un cigarrillo… -vaya, hombre, -pensé-, ahora me toca ponerme en plan ogro… así que me dirigí a la habitación y allí estaba el buen hombre, echando un pito mirando por la ventana y justo, justo lo termina y con ademán certero lanzó la colilla al aire haciendo chirigüeltas –la colilla, se entiende.

(¿Tengo que explicarle a un adulto que lanzar cigarrillos encendidos por la ventana a la calle por donde pasan personas, niños, perros y guardias de la OTA es un desafuero?)

Con la antena puesta y el ojo avizor fui detectando sus idas y venidas por el pasillo hasta el baño, la cocina, ¿? Y… ¡mi dormitorio! Salté del sofá en el que intentaba –en vano- leer un libro y fui a inquirir qué tenía que hacer en mi cuarto, y ahí me lo encuentro, sentado en la cama, mirando al techo y…calculando –según él- la pintura que tendría que comprar. Paciencia, paciencia…

Pero a los cinco minutos le oigo entrar en el baño del pasillo (si llega a entrar en el de mi dormitorio me lo meriendo vivo) y escucho el inconfundible sonido de una micción larga y ruidosa. (¿Pero es que este hombre no va a cerrar la puerta cuando vaya a orinar?) Atenta al ruido de la cisterna, me lo cruzo en el pasillo y…voilà! La tapa del inodoro ¡!!LEVANTADA!!! Ahí ya no pude más y con mi mejor sonrisa me lo encaré y le dije que lo que estaba haciendo era motivo de divorcio; me miró como miraría un campesino de la edad media a un par de bueyes y me espetó: “yo ya estoy separado… “.

Llevamos un par de semanas cruzándonos por la mañana y después de comer. En un par de ocasiones me ha enviado un sms diciendo: “mañana no voy”. El jueves le pagué la mitad de lo acordado y se llevó la escalera y llevo varios días llamándole al móvil que está apagado o fuera de cobertura. De recuerdo me ha dejado en el baño del pasillo la cubeta, dos botes de pintura, la brocha gorda y la tapa del inodoro levantada. (¿Por qué le llamarán inodoro si no evita olor alguno?)

Está claro que los hombres desaparecen de mi vida dejando huellas difíciles de borrar…

En fin. Paciencia. A ver si llama hoy.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

"Me estoy haciendo mayor"

 

Me compré unas botas y un abrigo hace cosa de un mes y están con la etiqueta colgando, sin estrenar. No porque sea una caprichosa sino porque el calendario sigue su camino inexorable mientras que la meteorología le ha hecho un quite, así que seguimos disfrutando de los coletazos del otoño mientras los que cobran por predecir el tiempo se equivocan miserablemente en sus predicciones.

El caso es que, últimamente, aprovecho los viernes para salir a comer a algún sitio al aire libre y apurar el sol, el aire, llenarme de naturaleza la retina y el alma para cuando no haya, para cuando llegue la oscuridad que acompaña al invierno. El silencio del monte bien vale el pequeño desplazamiento; recorrer caminos detenidos en el tiempo, pintados con una paleta de ocres, naranjas, rojos de fuego que comienza a arder, al abrigo de árboles que susurran historias mecidos por la brisa, con mi perro Elur hocicando –libre y feliz- algunas setas, el rastro antiguo de alguna hembra o el olor de una comadreja entre el follaje.

El silencio, que es sagrado aunque venga perlado de conversación, el cielo y la mar que se han vestido del mismo color, y sobre todo, el espacio detenido en el tiempo, ausente de seres humanos, sin un sólo artilugio que eche humo, dos figuras fantasmas con un perro que se acercan al merendero en la punta del monte; dentro, el calor de un fuego de hogar en tonos grises. Fuera, el verde de la yerba brillante como una ilusión que todavía es.

Alargar la sobremesa de una comida casera, suculenta y bien servida con una copa como fondo de la foto, mientras a nuestros pies la ciudad sigue agitándose como un hormiguero en su locura, y en las alturas, dos amigas y un perro, desgranan las horas y la conversación mientras el sol va cayendo sobre el monte de enfrente. Las luces se prenden dando paso a otra sesión, la de noche.

Son las siete de la tarde y vuelvo a casa con un día perfecto a mis espaldas, imposible superarlo. Por eso, cuando al filo de las ocho, suena el teléfono con la invitación a salir… descubro que estoy tan tranquila, plena y feliz que me supondría un castigo –y seguramente sería un error- dejar que las sensaciones placenteras, bucólicas, llenas de paz, luz, olores y vida que he atesorado durante el día, se diluyan en ruido, humos, gentío y alcohol. Así que intento explicarle todo eso a quien está al otro lado del teléfono y no lo debo hacer con el suficiente énfasis porque obtengo un lapidario vaticinio: “Te estás haciendo mayor…”

Será eso…

En fin.

LaAlquimista
 
http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

Por si alguien quiere contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

miércoles, 11 de febrero de 2015

"Tonto el que lo lea"

 

Yo es que no tengo mucho sentido del humor; de hecho, en la mayoría de las ocasiones, creo que tengo poquísimo. Porque, la verdad, nunca le he visto la gracia a eso de burlarse del prójimo utilizando la –casi siempre poca- inteligencia del burlador. Porque gastar una “inocentada” –como es tradición en día como hoy- casi siempre consiste en utilizar armas para humillar al otro. Y me explico. La gente se aprovecha de la buena fe para colarte una mentira que puede ser creíble, si no, no colaría. El que maneja la ironía, el sarcasmo y la mordacidad lanza andanadas de venablos –envenenados o no- sobre quien no está contaminado por la falsedad y presenta todavía un corazón puro para creer en ciertas utopías.

Lo de colgar un monigote de papel en la espalda del “tonto” mira que tiene poca gracia… y sin embargo, parece que es lo que se enseña a los niños, mira a ver de quién puedes burlarte, de quién puedes reirte, quién es menos listo que tú y aprovéchate…


Inocentadas me han hecho muchas y muy buenas a lo largo de la vida: soy la reina de la mofa y la befa. La mejor de todas fue cuando me hicieron creer –bien orquestada la cosa y con complicidades imposibles- que cada seis de Enero subían por el balcón de casa unos seres fantásticos que me dejarían regalos si me había portado bien. Y me lo creí a pies juntillas. Otra de las grandes que me tragué durante muchísimos años fue la de que había un ojo divino que me veía siempre, estuviera donde estuviese –incluso sentada en el inodoro- y que si hacía algo “malo” sería castigada por ello. Y también me lo creí hasta que me entró “el uso de razón”.

Otra inocentada –porque yo seguía siendo inocente- fue la del amor eterno y hasta que la muerte nos separe del matrimonio. Me creí como un corderito al que llevan a sacrificar que las promesas realizadas “ante Dios y ante los hombres” de respeto, amor, ayuda mutua y no sé qué más se iban a cumplir únicamente porque las habíamos formulado.

Inocentadas buenas de verdad: las de firmar un “Contrato Fijo” y que a la vuelta de treinta años estés en la calle cobrando el paro porque te has hecho “mayor” y poco rentable para la empresa. O esa otra de que le votes a un partido con una lista estupenda de promesas electorales y en cuanto se sienta en la poltrona del poder “donde dije digo, digo Diego”.

Todas estas pequeñas, medianas y grandes desgracias ocurren porque sigue habiendo “inocentes” de alma limpia y corazón abierto que creen en la verdad, en la honestidad del ser humano y confían en que quien dice amar, lo hace de verdad.

Pero no. Ya sabemos que no es así y hoy, veintiocho de Diciembre, nos darán muchas más razones para seguir desconfiando del ser humano porque alguien, más listo que nosotros, se nos reirá a la cara y nos llamará: !“Inocente, inocente”!

Lo dicho; que no tengo sentido del humor.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:

laalquimista99@hotmail.com




martes, 10 de febrero de 2015

Pegando la hebra por doquier



Otro de mis experimentos en zapatillas. Ahora que tengo la casa patas arriba y me recorro las tiendas de decoración buscando, una estantería de acacia aquí, una lámpara que dé bonita luz allá, he decidido aprovechar la obligada relación verbal con los dependientes/propietarios de los negocios que visito para pegar la hebra y expansionar mi ánimo.

Por supuesto que no es lo mismo decirle a una dependienta de Zara: “¿vaya cosa lo de las  nieves del pasado fin de semana, eh? –que seguro que me miraría como si fuera una señora mayor con la cabeza fuera de mi sitio-, que hacer un comentario inteligente a la gente del pequeño comercio, a esa persona que está sola en una tienda esperando a que yo entre para que me atienda. ¡Cómo agradece el personal que se le dé un poquito de palique para atenuar el aburrimiento de ver pasar las horas…!

Esta mañana, en una tienda moderna y postinera del centro, he visto un mueblecito precioso: mitad mesilla, mitad secreter de guardar secretos, de madera de teca y lacado en dos colores vivos y atrayentes, me ha atraído su reflejo desde el escaparate y hemos entrado (Elur y yo) para interesarnos en él. El precio, no siendo nada interesante, ha puesto una barrera infranqueable entre mi deseo y la realidad, pero he aprovechado para comentarle al señor que allí estaba que, no teniendo la excusa de decir “lo voy a consultar con mi marido”, no me quedaba más remedio que decir que me resultaba caro a mi bolsillo de prejubilada. Pues si he dicho, ya he dicho. Resulta que él también está prejubilado “del Banco”; que él tampoco tiene esposa porque a “estas edades” mejor cada uno en su casa y Dios en la de todos y a lo tonto, a lo tonto, nos hemos pasado unos veinte minutillos pegando la hebra como dos comadres a la puerta de su casa. La despedida: “a ver si pasas por aquí otro día aunque no compres el mueble…”

De vuelta a casa, con el sol de frente, me paro en mi pescadería de cabecera donde hemos hablado de mis hijas y del bebé de la pescatera, de la enfermedad de su padre y de la vacunación contra la gripe; del buen precio de los chicharros y de que la gente come poco pescado aunque esté barato y, para despedirnos, me ha dado el ramito de perejil preceptivo (que en las pescaderías grandes no dan porque Sanidad se lo tiene prohibidísimo).

¿Os acordáis de cuando subías al autobús e ibas de cháchara con el conductor la mitad del camino? Ya ni siquiera ponen aquellos letreros que decían “Prohibido hablar con el conductor”, como si fuera un apestado, pobrecillo, con lo que les aliviaba la rutina hablar del tiempo con los pasajeros… Ahora les han puesto radio para que no se aburran, pero no es lo mismo.

El pintor que me está dejando como la patena las paredes y techos de mi casa ya me ha contado que está separado, que tienes dos hijos y vive con su madre (él), que se hizo Autónomo cuando le despidieron de la empresa y que si lo prefiero, que le pague en mano, sin facturas de por medio que para dar de comer a cuatro buitres mejor nos lo quedamos nosotros ¿?¿

El remate de honor es por la noche, al filo de las 9, cuando saco a mi perro a regar el jardín. Ahí es la tertulia propiamente dicha: un grupito de habituales con perros de diversas “marcas” contando peripecias (no siempre caninas, no siempre instructivas) que me devuelven la poca esperanza que me quedaba en que los seres humanos recuperemos un poquito de aquella comunicación que nos unía antes de quedarnos aislados cada uno en nuestra casa mirando la caja tonta. Aunque, pensándolo bien, creo que si los vecinos pasean a sus perros a la hora del telediario ya hemos dado un pequeño paso adelante…

Así, si hablo con la gente, no caeré nunca en la tentación de hablarle a mi perro… o a las paredes, como hacen otros.

En fin,

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50/





lunes, 9 de febrero de 2015

¿Con quién voy a estrenar mi nueva cama?





Hace un mes y pico me dio el arrebato de cambiarlo todo en mi casa a la vez que mudaba la piel. Decidí que no solamente debo renovarme lo más a menudo posible en lo interior, sino que ya iba siendo hora de hacer una remodelación de mi hogar. Un hogar que primero fue para dos, luego para tres, se extendió hasta el cuarteto y ha acabado con el número que faltaba: el uno. Ley de vida que le dicen. Así que la idea era desprenderme de los apuntes de las carreras, los peluches de las niñas, los disfraces de carnaval, los libros de Wally y las cartas de amor.

Vaciar armarios de varios metros cúbicos de ropa, seleccionar los libros que me voy a quedar –inventariados casi dos mil- regalar los muebles en buen uso y llenar la basura de todo lo inservible. Trabajo de titanes para una persona sola.

Pero lo más difícil ha sido sacar de las paredes los miles de susurros de amor y cuarto y mitad de gritos y malas palabras; acuchillar, lijar y barnizar el paso cansino de quien se fue sin mirar atrás dejando en el suelo una impronta triste; dos capas de pintura plástica en techos y paredes que se lleven los malos humos –literales y de los otros-; desmontar y tirar a la basura los armarios empotrados, rascando bien a fondo para que se vayan las energías acumuladas en abrigos que ya no dan calor y bufandas que aprietan demasiado, volviendo a rellenar los huecos con material virgen de amores, recuerdos y sinsabores.



Cada rincón un recuerdo, una parte de mi tiempo, treinta y un años de risas y llantos –incluidos los de los bebés-, miles de horas musicales y otras tantas de silencio y las palabras… todas volaron por las ventanas desde las que se ve la ciudad, la mar, el mundo en el que habito… Dueña de una gran determinación he vaciado los cuartos –incluidos los de mi nostalgia- y ayer comencé desde cero: volviendo a llenar las habitaciones vacías, vírgenes.

Hoy se llevarán la cama, mi cama “de toda la vida”, la que compré cuando me casé con las ilusiones de un futuro feliz que descansaban sobre un presente que se convirtió en pasado antes de tiempo, ese colchón que he cambiado cada diez años –por recomendación del fabricante y para mi equilibrio emocional- se irá a la basura llevándose semanas de amor, horas de pasión y algunos minutos de auténtica angustia vital.



Esta noche dormiré en una nueva cama. Espléndida y enorme, con el olor excitante de lo que está por estrenar, con unas preciosas sábanas nuevas –bordadas y caprichosas- y el edredón de plumas de ganso que sustituye casi todos los afectos. Y se me ha ocurrido preguntarme quién será la primera persona que estrene conmigo esa cama… quién me acompañará en la “inauguración oficial” de mi nuevo dormitorio. (Preguntándome esas cosas extrañas es como consigo que el día se me haga luminoso o se me oscurezca el ánimo como en galerna imprevista, pero tenía que hacerlo)

Porque lo nuevo sin usar se queda viejo enseguida y pierde el encanto, adormece la ilusión y agosta casi cualquier pasión. Y por ahí no paso… que todavía me queda mucha emoción por vivir.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:



domingo, 8 de febrero de 2015

Lo mental y lo espiritual ¿Pelea o pacto?




Con los tiempos que corren poca gente tiene tiempo para ocuparse del espíritu, de ese “aditamento” del ser humano que está ahí y que –antes por lo menos- servía para algo. Maslow lo explicó bien claro en el diseño de su “pirámide”: conforme el ser humano va viendo satisfechas sus necesidades básicas, tiende a escalar peldaños e implicarse en retos de otra magnitud. Así ocurría (hace ya bastantes años) que los de mi generación pasábamos por una casi “obligada” fase en la que criticábamos los valores sociales y buscábamos otros de mayor envergadura; bueno, esto no lo hacía todo el mundo, tan sólo quienes escarbaban en su interior y se daban cuenta de que había “algo más” por lo que luchar en la vida aparte de ganar dinero.

Si Maslow levantara ahora la cabeza no comprendería apenas nada; o mejor dicho: entendería a la perfección la recesión en la escala de valores del ser humano y pensaría que vivió en una época afortunada en la que conceptos como “autorrealización” tenían un profundo sentido humanista. Ahora ya cada vez queda menos de todo aquello.

Me temo que se están acabando los tiempos en los que “trascender” estaba de moda; me temo que estamos bajando peldaños a empujones, que nos dirigimos hacia un abismo creado por nosotros mismos en el que se apelotonarán virtudes y miserias con poco distingo entre ellas.

Si hay que pensar en cómo pagar la hipoteca queda poco tiempo para dedicarlo a sentirse interiormente; si el único reto consiste en que no se vacíe del todo el bolsillo… ¿quién va a tener ganas de hacer un pequeño trabajo de interiorización para mirarse a sí mismo? Así que quizás lleguemos a una profunda pelea entre lo mental y lo espiritual, entre lo que nuestra mente calculadora (y nunca mejor dicho) nos incita a pensar y esa pequeña lucecita que quizás todavía siga prendida en nuestro interior diciéndonos que hay que pactar, que hay que seguir buscando el equilibrio entre lo mejor y lo peor del ser humano para no olvidarnos completamente –que camino llevamos- de que nuestra naturaleza nos ha hecho el mejor regalo posible que nos diferencia de otros seres vivos: una mente para pensar y un espíritu para encontrar la paz.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:
 



sábado, 7 de febrero de 2015

Espabilando, que es gerundio



Éramos cuatro mujeres, cuatro amigas con ganas de compartir las vivencias acaecidas desde la última vez que nos habíamos juntado, así que reservamos una víspera de fiesta como “espacio propio” y quedamos a la hora decente de las ocho de la tarde. Un par de días antes había intentado reservar sitio para cenar en un restaurante más o menos de moda, más o menos con precios aquilatados y poco menos que se me rieron a la cara. -“¿Para el sábado y llamas el jueves? No, no, imposible, todo completo...

Como yo siempre tengo un plan “B” pensé que igual era el día apropiado para tomarnos unos pinchos o una pizza, tampoco vamos a ponernos en plan exigente, que lo que nos importaba era estar juntas, juntas nada más. Así que después de los besos y abrazos y con el verdejo de rigor en la mano confesé que había fallado en mis labores de organizadora y que habría que improvisar sobre la marcha y enseguida empezamos a proponer sitios alternativos, bares de diseño con carta en miniatura y tonterías varias. Hasta que una de nosotras –la más lista, me temo- dijo: “¿Y si compramos algunas cosas ricas y nos vamos a mi casa a cenar?”

Una lata de mi-cuit de 150 grs., una bolsa de salmón noruego ahumado de 250 grs., ensalada de brotes tiernos para parar un tren, un queso Camembert y un Gorgonzola picante, dos botellas de buen vino y tarta helada de postre, con licor de hierbas y buen humor, nos dieron para una cena riquísima con sobremesa hasta pasada la medianoche. (Los jovenzuelos que compraban en el supermercado barato -al que parecía que nos daba vergüenza entrar- lo que yo llamo “alcohol de quemar” y refrescos de cola para su juerga callejera nocturna nos miraban como si fuéramos un anacronismo.) Pagamos a escote y no llegó a los 10€ cada una.

Luego salimos a tomar el gintonic de rigor a un bar de copas y allí constatamos que habíamos hecho el canelo una vez más. Pagamos a escote y nos salió a 10€ cada una.

La reflexión subsiguiente, azuzada por el vino de la cena y la Tankeray, no nos llevó a determinar que la próxima vez nos tomaríamos también la copa en casa, porque “si no sales” es como si no disfrutas, si rehúyes la noche –aunque sea la donostiarra- es como si hubieras envejecido un poco más rápido, como si ya estuvieras para tomar sopitas. Y eso no, ni hablar, menudas somos nosotras, además es cuestión psicológica, así que nos fuimos a por la segunda ronda  y nos gastamos en tónica y hielos con un poco de gin el carro entero de la compra de una familia de medianos posibles.

Al mediodía siguiente nos llamamos las unas a las otras para corroborar que lo habíamos pasado mucho mejor mientras estuvimos en casa que en el tiempo hueco de conversación y saturado de decibelios que vino después. Pero yo les entiendo a ellas: la que está en casa necesita salir a tomar el aire y yo, que ni salgo sino todo lo contrario, no me queda otra que adaptarme para seguir conservando a mis amigas –lo cual, dicho sea de paso, no me cuesta esfuerzo alguno. Pero eso sí, para la próxima, a espabilar tocan.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar: