lunes, 14 de junio de 2021

Padre e hija en el restaurante

 Martes, 15 junio 2021, 06:30

El título de este post podría haber sido “silencios que hieren” o “indiferencia de alta cocina”; o quizás, “la manera más estúpida de tirar el dinero”. Pero he decidido ir directamente al grano, para que se entienda rápido de qué va la cosa.

La cosa va de una noche de sábado en un restaurante con chef de campanillas, de una cita con amigos y mucho por compartir: celebrar la vida, por ejemplo, que no es poco en estos tiempos que corren.

En la mesa más cercana se sientan un padre y una hija; el parentesco es notable no sólo por los rasgos físicos sino por la actitud de ambos, se ve que se compenetran a la perfección. Él lleva clavados a los oídos los pinganillos inalámbricos mientras que la chavala (unos catorce años raspados) se engancha a su Smartphone mediante cable conectado a batería portátil.

Están comedidos y tranquilos, les sirven manjares que van consumiendo con los mejores modales que permiten hacerlo con una sola mano, ya que la otra la utilizan para sujetar ambos sus respectivos teléfonos.

Ella visiona videos y tiene tan alto el volumen que desde nuestra mesa escuchamos la música de fondo. Él habla con alguien a través de sus pinganillos en voz queda, para que no se le escuche –para que no le escuche su hija-. Cada uno a lo suyo, sin perturbarse ni que se les mueva un pelo.

De vez en cuando, la camarera se acerca a escanciar la bebida (vino él, agua ella). No toman postre. Se van antes que nosotros, como fantasmas o humanos robotizados.

Sin embargo, han dejado una estela; desde el resto de las mesas se les ha seguido con la vista, ha sido casi imposible no fijarse y comentar lo absurdo de la situación, lo anormal de la circunstancia. Seguramente en cada mesa ha habido comentarios, gestos de conmiseración, quizás alguna reflexión interesante. Y no es para menos.

Mis amigos y yo no necesitamos desbordar la imaginación para hacer el esquema básico de la situación. Padre separado pasa fin de semana de visita con su hija. Él está en otra parte aunque esté de cuerpo presente. Ella se aburre infinitamente y busca refugio en las redes sociales.

A partir de ahí las lecturas se multiplican, su comportamiento ha dejado una estela de tristeza en la sala del restaurante; las camareras disminuyen el garbo, los comensales dejamos enfriar la comida en los platos: ha pasado un ángel con las alas negras.

La vida sigue y de esta manera.

Felices los felices, malgré tout.

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Un respeto a las canas

 Viernes, 11 junio 2021, 07:31

Soy una mujer mayor de esas a las que autobuseros y taxistas llaman “señora”. Gracias a una buena salud (toca madera) y una mente ágil y pizpireta puedo disfrutar de las delicias de la jubilación, palabra que significa en latín: “gritar de alegría” y no otra cosa. Conduzco un SUV de última generación y mi Smartphone me guía por la vida. A falta de nietos cercanos me apaño lo mejor posible con amigos con ganas de pasarlo bien.

No cuento “batallitas” del pasado porque a los jóvenes de hoy se la soplan, de la misma manera que las historias de mis padres sobre una época gris y represiva no quise escucharlas en su día abducida como estaba en el presente rico en rebeldías y utopías que me tocó vivir en los 70/80 del siglo pasado.

¡Qué cosa hablar del siglo pasado como los filósofos hablaban de lo “decimonónico”! Por cierto, cómo se le dice a lo del siglo XX todavía no se han puesto de acuerdo. Pero no quiero distraerme de lo que quiero decir.

Por edad tengo el dudoso derecho de poder hablar de los últimos cincuenta años con más o menos conocimiento, bien entendido que el relato de la historia no va acorde con el paso del tiempo sino que hay que esperar muchos lustros para que se divulguen las verdades que en su momento estuvieron confiscadas y manipuladas. Lo del “ministerio del tiempo” no es tema baladí, porque ya sabemos que la historia de los pueblos la han escrito siempre los que más fuerte golpearon con los tacones de sus botas.

Por edad vivida –eso que se llama “experiencia”- he hecho guardia en muchas garitas y arrastrado carros y carretas porque es lo que nos tocaba a las mujeres que levantábamos la voz (y el puño) para conseguir derechos, justicia, respeto. Así que me descoloca cuando me vienen con las verdades “neo-feministas” como si la pólvora se hubiera descubierto en el siglo XXI.

Boquiabierta me quedé no hace mucho cuando una “chavala” de veinticinco años, activista de lema bordado en camiseta y tatuaje en el brazo, me quiso explicar lo que era eso del feminismo. Ni me reí ni me enfadé, que una ya tiene tolerancia de serie, -y sobre todo por no liarla parda- pero me pareció un acto de desconocimiento supino intentar enseñar a un padre a hacer hijos (burrada que se decía de mala manera pero que se entendía a la primera).

Vale, vale, que lo nuestro está ya trasnochado y nos hemos convertido en pequeñas burguesas aburridas en la zona de confort… ¿Seguro? ¿De verdad es así como nos veis, vosotras, las de mantita y peli, las de estar en casa hasta casi los treinta a pesar de tener novio formal desde los veinte?

Me interesa seguir luchando por que a cada generación se le dé lo suyo; es decir: lo que se ha ganado por mérito propio y no por réditos heredados. Que está muy bien pegar cuatro gritos para la foto, pero también hay que batirse el cobre buscándose los garbanzos fuera de casa y no comiéndolos en los tapers de mamá. Que ya está bien, hombre, que a ver si nos tienen un poco de respeto a las que peinamos canas, que nadie nos regaló nada y además de dejarnos el pellejo en el camino fuimos las que clavamos los pilares de una sociedad más igualitaria, aunque luego hayan venido otros a demolerlos a golpe de mandoble derechista.

No doy lecciones de ningún tipo a mis hijas porque creo firmemente, que: 1) no tengo autoridad moral 2) cada uno tiene que buscar su propio camino y 3) sé que no me iban a hacer ni puñetero caso así que me ahorro inteligentemente el esfuerzo.

Pero el respeto nos lo debéis, por ahí no paso. Y eso consiste en no pretender convencernos de que vosotros sois los únicos que sabéis hacer las cosas como es debido porque también mis padres se sonreían cuando yo les contaba mis planes con esa vieja sabiduría del viejo diablo que las ha pasado de todos los colores.

En fin. Que parece que ahora nos toque a nosotros, los mayores o muy mayores, probar de nuestra propia medicina. Justicia poética será, digo yo…

Felices los felices.

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Recuento de arrugas

 


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Siempre he odiado esos espejos de cuarto de baño de hotel que sirven para buscarse los pelos hirsutos y arrancárselos con las pinzas para disimular lo evidente. Como me daban para atrás nunca compré uno para mi manejo personal y así he ido por la vida, contándome las arrugas desde lejos y evitando ciertos complejos tan extendidos entre el personal.

Pero qué paradójico me resulta ahora que cualquiera pueda contarme las arrugas con tan sólo un gesto de sus dedos pulgar e índice abriendo la foto que he enviado –en mi vanidosa ingenuidad- por whatsapp. O poniendo la lupa al máximo en la pantalla de la computadora para escudriñar mi rostro en cualquier foto de Facebook. ¡Si es que esto es como salir a la calle en ropa interior!

Pero recapitulemos. Que nos exponemos voluntariamente al ojo crítico ajeno en cuanto utilizamos cualquier aplicación que permita envío de fotografías no es novedad y no vale rasgarse las vestiduras porque ya sabíamos los riesgos que implica el asunto. Y no hablo de delitos contra la intimidad ni nada parecido; tan sólo de lo voluntario, de lo de andar por casa, de las foticos que compartimos con los colegas de buen rollito.

¡Qué peligro, por todos los dioses antiguos y modernos, qué miedo da el asunto ahora que me doy cuenta de ello! Ahí estoy –ahí estamos- mostrando sin pudor ni vergüenza los michelines en esa foto en la que el jersey se nos ha arrebujado alrededor de la cintura o el tinte sin hacer y mal disimulado con el pelo peinado de costado, las patas de gallo numeradas del uno al cincuenta, las manchas en la piel de tanto sol, las arrugas de la vida en sus surcos como patatales…

¡Todo, absolutamente todo queda a la vista a golpe de un clic! Porque –ahora me he dado cuenta- la gente que recibe una foto no se limita a echar un vistazo y responder con un emoticono sonriente, no, se puede solazar en el cotilleo más vil ampliando, escudriñando, haciendo una espeleología mortal sobre las imágenes enviadas. Para eso están los amigos y los familiares cotillas, para pasarnos por los morros los defectos físicos que no hemos tenido la precaución de disimular o proteger de la mirada ajena.

Así que, mucho cuidado con la confianza mal entendida y más aún con la vanidad atontolinada, que si te parece que estás guapa en una foto y la publicas en tu página de Facebook como si fuera un photocall en la cocina estás dando de comer al monstruo.

Es que yo misma me he contado las arrugas en el whatsapp y me he visto los poros sucios del rostro con mayor nitidez que en ese espejo del cuarto de baño que tanto miedo me daba…

En fin, que no somos nada.

Felices los felices.

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Fotografía sacada de Internet

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Cartas de amor

 


Arrinconar el amor como si fuera una hermosa planta en el interior de un corredor donde no llega la luz del sol ni la brisa de la tarde es condenarlo a morir. Tardará más o menos, según haya sido “amor cactus” o “amor orquídea”, pero se secará. Y ya se sabe que un amor “seco” es algo muy poco divertido.

Hay personas que una vez amaron y sufrieron daño y ya nunca más han querido confiar en nadie; por miedo a repetir la mala historia, se retraen en sus aposentos emocionales y allí viven aburridos, aunque eso sí, sin sobresaltos.

El miedo es el agente paralizador más potente que existe para el ser humano y bien lo estamos comprobando en estos tiempos convulsos. Por miedo no se actúa, por miedo se omite, por miedo uno puede convertirse en “otro”, en un desconocido que “okupa” la propia personalidad, una sombra que se acuesta en la misma cama y mira al espejo desde atrás, soplándonos un aliento helado en la nuca.

Hubo un tiempo en el que guardaba las cartas de amor, porque disfruté de un tiempo en el que se escribían cartas. Las que me escribieron quienes dijeron amarme en un tiempo añorado en el que las palabras daban fe sobre el papel de los sentimientos del corazón. Demasiadas veces fue papel mojado de lágrimas o descuartizado con rabia. Eran cartas escritas a mano, con temblorosas promesas de amor. Alguna vez las volvía a leer, sobre todo cuando me sentía abrumada por la soledad, como si quisiera recordar que también hubo para mí el tiempo del amor, que allí, en aquellos papeles amarillentos estaba la prueba.

Ahora son tiempos en los que el amor está (casi) ausente del orden del día de las personas adultas, donde ya no se escriben cartas porque ni sabemos la dirección real de nadie, justo el apellido y ya eso es mucho. Un tiempo en el que ya no se memoriza el número de teléfono de la gente con la que se habla, ni hay fotos en la mesilla de noche, ni una pequeña flor seca entre las páginas de un libro, porque las acciones han traspasado el plano real para refugiarse en lo cómodamente virtual.

¿Dónde están las flores que huelen para adornar mi habitación? ¿Acaso me hace más feliz un video de youtube con gente que canta al amor… en vez de la voz, el contacto, el olor de una persona?

Mis cartas de amor están ahora guardadas en una carpeta del servidor de correo electrónico. Ya no puedo disfrutar –o llorar- mientras las leo y recuerdo porque no me inspiran nada…

Una historia de amor no debería quedar para la posteridad guardada en imágenes en un teléfono móvil, en conversaciones tecleadas, en mensajes crípticos, cortos, inanes.

Una historia de amor sólo puede ser como siempre ha sido: con besos y abrazos reales, con la piel echando chispas, con el silencio compartido en el mismo atardecer, paseando un domingo por la mañana, ensuciando la cocina mientras el puchero anticipa el placer de comer de a dos, siendo dos, juntos, pero siendo…

Sin embargo, y desgraciadamente para muchas personas que siguen creyendo en el amor, éste se ha reducido a razones. Hoy te quiero porque PIENSO que esto está bien, hoy te evito porque PIENSO que necesito estar solo. “Me conviene esta relación” o “estoy cómodo con esta persona” y el pavoroso “cada uno en su casa y Dios en la de todos”… Valorando los pros y los contras, en un puro ejercicio de egoísmo absurdo por el que se pierde mucho más de lo que se gana: una supuesta tranquilidad ausente de calor humano e ilusión compartida. Una victoria pírrica.

Vamos a ver si le damos la vuelta, que la ilusión es lo último que se pierde.

Felices los felices…malgré tout.

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jueves, 3 de junio de 2021

La gran ciudad me mata

 


Ya no me importa que me llamen provinciana o “ñoñostiarra”; de verdad que llega un momento en que es como si estuviera plastificada, recubierta de ese film transparente que aísla y hace resbalar lo que se vierte por encima. Escucho a quienes lanzan loas a las grandes urbes y no tengo nada que decir porque cada uno ve las cosas a su manera.

Pero hay que comparar, siempre hay que enterarse de la “otra versión” para no sacar conclusiones erróneas. Y en este caso nada como haber pasado diez días entre los árboles de una masía y una casa en lo alto de una montaña para explicar lo que se siente al bajar a la gran urbe y meterse en el metro.

Nací en Donostia-San Sebastián,  ciudad donde todavía no hemos llegado a los 200.000 habitantes, así que mi vida ha transcurrido bastante lejos de aglomeraciones y empujones, de la contaminación exagerada y los agobios de las grandes ciudades. Aquí se puede ir andando a la orilla del mar y a los montes, a llenar el carro de la compra y a visitar a los amigos. Todo un modus vivendi.

Con todo, la ciudad me sigue pareciendo limitadora del espíritu ejerciendo una presión insana sobre el ser humano que necesita vivir en contacto más estrecho con la naturaleza. La única solución es irse a vivir a la punta de un monte y alejarse de comodidades, hospitales, bares, teatros y bibliotecas. Parece que no hay término medio.

He tenido la gran suerte de poder disfrutar de unos tranquilos días de relax en un entorno apacible, natural, durmiendo con los pajarillos y viendo la gran ciudad –Barcelona- allá a lo lejos, envuelta en su hongo de contaminación sucia durante el día y lumínica durante la noche.

Tan sólo un día me acerqué a la misma –sin usar mi coche por no volverme loca con el tráfico de acceso ni el galimatías de encontrar aparcamiento-. Para recorrer 25kms. en transporte público tuve que sufrir una hora entera dentro de un autobús. Una vez allí tuve que caminar tres manzanas para enlazar con el metro que me llevó a mi destino final tras otro paseo andando. Total: dos horas de trayecto de ida –más otras dos de regreso- para ver una exhibición en 3D de la obra de Gustav Klimt, uno de mis pintores favoritos.

Es otro ritmo, es otro chip, no tenemos nada que ver los “de provincias” con los habitantes cosmopolitas. A mí se me cortocircuitan las meninges, se me seca la boca, se me hinchan los pies y el trigémino; en definitiva, me siento sumergida en una dimensión que no es la mía y quiero salir, quiero marchar, volver a la vida pausada, a mi frecuencia cardíaca de siempre.

Es cosa de la edad, lo sé, soy consciente, pero precisamente ahí está el truco, que hay que saber adaptarse a las modificaciones que ésta nos impone y no pretender mantener el ritmo frenético que hemos seguido durante toda la vida ahora que ya no vamos a cumplir ni los cincuenta ni los sesenta.

La gran ciudad es para quien ha vivido toda su vida en ella, de la misma manera que despertarse con el gallo y dormir con las campanas de la iglesia del pueblo es el otro extremo de este larguísimo camino de gran diversidad que es la vida. Y cada uno en su sitio, sin forzar la máquina, disfrutando de su particular “velocidad de crucero”, sin sobresaltos, piano piano porque sólo así si va lontano.

Y no olvidar nunca el privilegio que supone poder vivir donde uno ha elegido y no donde se ha visto obligado por las circunstancias. Pero a estas alturas, ya no tenemos excusa…

Felices los felices.

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Las condiciones del amor incondicional

 

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Me ha dado por pensar en estas últimas semanas de convivencia elegida y feliz –por lo deseada y por lo inusual- con mi hija pequeña, venida desde su Berlín de acogida a restañar las pequeñas grietas que arañan el corazón de una madre tras una separación forzosa –y larguísima- de sus hijos. ¡Cuántas somos en estos últimos tiempos las personas que hemos tenido que transitar ese amargo camino! ¡Cuántas madres lloriqueando disimuladamente, uniendo gerundios que se arrastran y superlativos adverbios de modo!

Diez meses, diez han sido mi “condena” esta vez, por culpa de la pandemia, por decisión ajena, por imperativo legal –que no moral-, trescientos días sin abrazar, sentir, oler como sólo puede hacerlo una hembra a sus cachorros por mucho que estos hayan crecido. Diez meses marcados en el calendario de la vida como el tiempo en el que se ha temido por la salud ajena mucho más que por la propia, como si fuera un cordón invisible que nos ha unido formando una red de fuerza contenida.

Dicen que el “amor de madre” es paradigma del amor incondicional, aquel para el que no tienen importancia las consecuencias, ni peso las decepciones, ni vara de medir que constriña el sentimiento hacia los retoños del propio ser. Dicen que es un amor de entrega o de sufrimiento, de trabajo esforzado pintado de generosidad ilimitada. Dicen. Y yo no lo sabría limitar entre adjetivos calificativos hiperbólicos y desmesurados.

Cuando estoy con mis hijas –la mayor de ellas en otro continente y con catorce meses de separación a cuestas- suelo estar un poco alerta, esperando que en cualquier momento se dé esa situación estereotipada en la que se me exija comportarme con “amor incondicional” porque eso es lo que la sociedad ha dictaminado (sin consultarme) se espera de quien ha contribuido con un par de granitos de arena a poblar este mundo tan a menudo infame.

Dicen –siempre hay alguien que lo dice- que el amor sin interés es la más elevada de las entregas, la sublimación del ser humano en su esencia más limpia y pura, como las vírgenes inmaculadas de nuestra infancia que luego resultaron ser leyendas urbanas esgrimidas por una religión adocenadora para tener bien amarrados a sus adeptos.

Igual tienen razón y yo no alcanzo a comprender porque lo que veo y siento (y a veces padezco) es que el “amor incondicional” ni existe ni debería existir ya que echa un pulso doloroso a quien no tiene necesidad –no debería tener necesidad- de demostrar nada.

Se quiere a los hijos porque existe la voluntad de quererlos. (O a una persona cualquiera sin compartir ADN con ella) Se los quiere porque se siente la necesidad desde una profundidad que ninguna lumbrera estudiosa de la personalidad de la hembra maternal de la especie debería definir ni limitar sin haberlo padecido –o disfrutado- en sus propias carnes. ¡Qué saben de amor a los hijos quienes no los han tenido por no desearlos o por no haberlos podido parir!

El “amor incondicional” es como “el truco del almendruco” para conseguir el mayor beneficio con el mínimo de esfuerzo. Y comprendo ahora –ya con mis hijas casadas- que las quiero a pesar de las condiciones que la relación ME impone; condiciones que –la sociedad acepta plenamente- y que no son obligatoriamente recíprocas porque, ya se sabe, si el amor de una madre no es “darlo todo a cambio de nada” pues apaga y vámonos.

Me encanta reflexionar sobre estas cuestiones, me encanta darme cuenta de que todos ponemos condiciones en el amor que compartimos, como madres o padres hacia los hijos y como hijos o hijas hacia los padres. Es un derecho de ida y vuelta, equilibrio indispensable para que funcione bien y la energía fluya sin alteraciones. Así que menos conceptos grandilocuentes que no están los tiempos para más heroicidades.

Felices los felices.

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Ni series ni películas, sólo realidad

 


Es curioso cómo la mente tiene archivados diversos modelos de rutina según cómo sea el posicionamiento del GPS que rige nuestro día a día, cómo va adecuándose al logaritmo vivencial sin que surja trauma alguno ni se produzcan chirridos.

Me pasa cuando me alejo de las cuatro paredes en las que estoy empadronada, que se me olvida el decorado de mi zona de confort y aparece otro diferente, aceptable, deseado incluso. Entonces dejo de hacer ciertas cosas sin las cuales me parecía en otros momentos que no podía vivir feliz.

En mi equipaje llevo siempre libros y zapatillas de deporte, la libreta de escribir y la computadora que me une al mundo a través del milagro del wifi. El Smartphone también da su soporte emocional por aquello de que te indica a qué distancia está lo que amas o a qué distancia estás tú de quienes no te quieren demasiado bien: es un escudo protector a fin de cuentas la tecnología.

Pero en cuanto salgo de casa se me acaba la cinefilia, se pierde el deseo de ponerme frente a una pantalla a visionar vidas ajenas o vidas inventadas o –las mejores- vidas soñadas. No tengo tiempo, no me dan las horas para conocer lugares nuevos, hablar con humanos diferentes, patear otras piedras, respirar aromas olvidados y luego volver al refugio y ver una película cuando estoy siendo yo misma la protagonista de andanzas, vivencias y hasta de nuevas aventuras.

Lo que sale en la pantalla no es más que el ensueño de una realidad que nos resulta inaccesible en lo cotidiano. Una historia de amor perfecta –sin mentiras o trampas o cicatrices-; un viaje hacia las auroras boreales sin pasar frío o sufrir inclemencias; unos recuerdos de infancia sin tristeza alguna, con meriendas ofrecidas por mano amorosa o cuentos escuchados al calor del hogar.

Cuando cambio de cama o de sillón de lectura, cuando como en platos diferentes y bebo en copas que no son mías, siento que la vida me está haciendo el regalo de saberme privilegiada porque esa cama es caliente, cómodo el asiento y protector el entorno sin gente que grite a mi puerta ni leyes ajenas que quieran restringir mi libertad.

En esa tesitura, jamás echo en falta las cosas que no me son necesarias para estar en paz conmigo misma. Sé entonces que podría vivir lo que me queda de biografía sin volver a ver Netflix, ni la última de la Coixet, ni reir con las payasadas amables del Calleja.

Sé que hay gente que llega a un hotel en las antípodas y van derechos a ver si en la pantalla pegada a la pared hay imágenes mejores que las que les brinda la realidad al otro lado de la ventana. Es una adicción como cualquier otra esto de ver la vida con los ojos de los que la filman para mostrárnosla.

Quizás la literatura sea algo parecido, lo pienso ahora y puede que a los lectores de libros haya que darnos de comer aparte porque de ellos –los libros- no prescindo ni en el más lejano confín al que me lleven los pasos, aunque no sea más que un ratito antes de dormir, como mis oraciones agradecidas al final del día.

Por eso desde hace una semana no tengo tardes de cine, sino puestas de sol a la orilla del mar o rodeada de árboles. Y ni tan mal.

Felices los felices.

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