jueves, 12 de agosto de 2021

Cómo pasar el verano sola

 Martes, 10 agosto 2021, 08:19

Este es un clásico que se me repite todos los años desde hace casi un lustro, cuando la pareja que tenía se fue diluyendo poco a poco en la bruma del aburrimiento hasta que desapareció por completo de mi horizonte vital (y yo del suyo). Una vez más, llega Agosto con la agenda llena de arena y vacía de personas, como los desiertos que son hermosos de ver en un documental de La2 pero una pesadilla  si de atravesarlos en solitario se trata.

Sé que a muchas personas les ocurre lo mismo que a mí, que si no espabilas con tiempo, la familia y los amigos hacen sus planes sin contar contigo y te tienes que consolar con las fotos que te envían por whatsapp o las stories que publican en Instagram: un asco, vamos.

En Agosto mis amistades se ponen en “modo family” o “pareja feliz” y se lanzan a quemar kilómetros por tierra, mar y aire. Otros okupan la casa del pueblo y remolonean entre la piscina municipal y el bar de la plaza. Unos y otros, llaman de vez en cuando a ver qué tal estoy y cómo lo llevo para quedar bien conmigo y procurando no dar demasiada envidia. Las hay que se apuntan a viajes grupales para subir y bajar montañas o se ponen una pulserita en un hotel de playa con olor a fritanga desde que amanece hasta que es de noche cerrada. Yo, que no tengo cabida en ninguna ecuación de esas, me quedo sola.

Buscarse la vida en pleno agosto puede ser una labor de titanes o una nimiedad, todo dependerá de la actitud del protagonista afectado por esta “espantá” veraniega. Si te quedas sola en la ciudad, te van a pisar los callos (morales) la avalancha de turistas con los que no tienes nada en común. Ir al teatro o a escuchar a la banda municipal, pasear por los sitios de siempre a base de codazos y con mascarilla apetece poco tirando a nada, excepto que tengas tendencias masoquistas.

Así pues, he decidido que Agosto es mi mes para la reflexión y para elegir las “asignaturas” –troncales u opcionales- en las que me voy a matricular –hablo en metáforas- el próximo curso. El estudio de pintura está cerrado por vacaciones y los pinceles parecen de huelga de pelos caídos. La biblioteca está a medio gas y no se publican libros ni estrenan películas que valgan la pena. Las tiendas lo rebajan todo, tanto, que casi ni apetece salir a buscar gangas entre la morralla que, además, no sabes si vas a poder lucir más allá de la pasarela que va de tu cuarto, por el pasillo, al salón; patético, vamos.

“Siempre nos quedará París” –repetía yo como un lorito hace años, pero ya no voy porque no está el horno para bollos. Ni en París ni en Villaconejos de Abajo por mucho que nos empeñemos en hacer como si la vida corriera por el cauce de siempre y no hubiera sobresaltos sanitarios a la vuelta de cualquier esquina. Campings, hoteles de playa o de montaña, apartamentos de alquiler en urbanizaciones con piscina –como en “mi otro mar” del que tuve que huir con los pelos como escarpias-; todo el mundo empujando y pidiendo paso para aprovechar el mes de Agosto, el único, el sin igual, el paradigma de la felicidad chorreando sudor y churretones de helado industrial.

Esto que escribo es como el cuento de la zorra y las uvas,  la que, no pudiéndolas alcanzar, dijo que estaban verdes. Eso debe de ser, pero yo soy mucho más operativa que la zorra de la fábula de Esopo. Ahora hay otras frutas al alcance de cualquiera: las virtuales que alimentan y no engordan.

La limonada que tengo que hacer con los limones de Agosto la dulcifico con algo de miel y con la certeza de que son tan sólo treinta y un días; cuando acaben, todos volverán cansados y felices –o infelices, que de todo hay- y me preguntarán qué tal he pasado estas semanas en soledad. Cuando ellos vuelvan a sus cosas…yo me iré a las mías en Septiembre y entonces me dirán poniendo ojos como a cuadros: “¡Qué envidia!” y yo pensaré… algo que me callaré.

Felices los felices.

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¿Memoria de elefante o memoria pez?

 Viernes, 6 agosto 2021, 07:55

La vida da sorpresas y las redes sociales las multiplican de manera (casi) surrealista; tal es el caso de que vuelva a aparecer en tu vida –o en tu página de Facebook- una persona a la que no has visto en los últimos treinta años. Cosa curiosa y que ofrece posibilidades que pueden ir desde lo absurdo hasta lo estremecedor.

Pues ahí estaba yo, el finde pasado, intentando reconocer detrás de su mascarilla a un hombre que fue importante en mi vida en el lapsus de soltería que me sobrevino entre mi primer y segundo matrimonio. Tenía buen recuerdo de él o quizás –para ser sincera- debería reconocer que toda su persona estaba envuelta en la bruma esa de la memoria que se nos instala a muchas personas a partir de cierta edad, bruma que cultivo y defiendo porque creo firmemente que la buena salud (mental) va de la mano de la mala memoria.

El caso es que, ¿cómo reconocernos si estábamos enmascarillados? Sin sonrisas visibles de por medio, sin mirarnos a los ojos –porque para qué-, de la manera más aséptica y menos emocional posible porque había una contención, una prevención o acaso un temor a vaya usted a saber qué más allá de un eventual intercambio de virus (caso de que uno de los dos estuviera contagiado, que siempre damos por supuesto que “el otro” puede estarlo).

Pues ya puestos nos pusimos a hablar; al principio por no callar y luego ya metidos hasta el cuello en la piscina de los recuerdos que, me dio la impresión, estaban dulcificados por la pátina de los lustros, que tampoco nos vamos a poner intensos con las vivencias del siglo pasado.

Mi amigo –porque así tengo que considerarlo mientras no pase nada que nos dinamite-, hizo gala de lo que se llama comúnmente una “memoria de elefante”, relatando situaciones compartidas en el pasado y vivencias bastante contundentes… ¡de las que yo no me acordaba en absoluto! Quizás, una bruma, allá en el fondo de la amígdala o un leve soplo en el hipocampo; poco más pude sacar en limpio, es decir, recordar con claridad y compartir el regocijo de anécdotas que serían impensables hoy en día gracias al bagaje de batacazos que nos hemos dado (todos).

El encuentro fue agradable y se alargó hasta la hora del  toque de queda recomendado –lo matizo para que quede claro que el tiempo compartido fue amigable y positivo. No obstante, ya en mi casa, me dieron “los maitines” con el ojo abierto pensando y repensando cómo es posible que haya olvidado varios meses de mi vida,  como cuando uno sabe que ya ha visto una película pero la vuelve a ver y todo le suena a nuevo.

Sé que no tengo la enfermedad esa de cuyo nombre alemán nunca me acuerdo, pero también soy consciente de que he hecho todo lo posible por olvidar… ¡tantas cosas! Lo que me hizo daño (que no es el caso), lo que me machacó la autoestima, lo que estropicié por soberbia, lo que perdí por falta de cuidado… y no sigo que no me conviene auto compadecerme más allá de un párrafo y medio.

Creo que prefiero tener “memoria de pez” a “memoria de elefante”; si acaso me quedaría con la “memoria de la hormiga” que siempre recuerda el camino que le lleva de vuelta al hormiguero, a su hogar, que en definitiva es el lugar interior donde podemos vivir en paz.

Felices los felices.

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Yo invito y tú pagas

 Martes, 3 agosto 2021, 08:10

Es un chiste con aroma viejuno que estuvo de moda cuando cierto tipo de cortejo empezaba a cambiar gracias a que el  feminismo reivindicativo de los años 70 puso a la mujer ante una realidad incuestionable: si queríamos dejar de ser dependientes del hombre debíamos ser capaces de gestionar los garbanzos del propio puchero. Y salió el chiste este que digo y la “gracia” era que había un hombre que  “invitaba” y el resto se daba por sentado. A mí me prevenía mi madre: “hija, no te dejes invitar que luego te lo querrán cobrar”, hasta que llegué a una edad en la que yo le respondía a ella con mi peculiar retranca, “mamá, si ahora soy yo a quien le gusta invitar…” y hacíamos risas como tontas; o como listas, ya no me acuerdo.

Esto viene a que la hija de una amiga mía ha sido “invitada” a una boda y ella y su pareja –y el resto de hasta casi doscientos invitados- han tenido que pagar de su bolsillo la comilona en un afamado restaurante y me da en la nariz que con lo apoquinado de más ha llegado todavía para el exótico viaje de novios. O sea que ha vuelto el trasnochado “yo invito y tú pagas” pero con muchísima alevosía y no poca premeditación.

Serán las modas o los nuevos tiempos o que la gente no tiene un duro y quiere dárselas de “señorío” y cursa tarjetones de boda incluyendo el número de la cuenta corriente junto con el “dress code”. Y digo yo, ¿pondrán también la cantidad sugerida como “óbolo” o eso quedará ya demasiado feo?

¡Anda que si lo llego a pillar yo cuando me casé que todavía andan dando vueltas por casa las bandejas de alpaca y la cristalería d’Arques! Invitamos a noventa y cinco personas entre familiares y amigos y nos gastamos una pasta gansa en pagar la factura del restaurante. Mis padres, muy en su papel, pagaron la mitad (“su” mitad), me regalaron el vestido de novia y ancha es Castilla.

Pero lo cierto es que se me hubiera caído la cara de vergüenza de hacer un bodorrio sin tener dinero suficiente para pagar las facturas. A eso se le llamaba antes “quiero y no puedo”, pero ahora se le dice “porque yo lo valgo” y todos tan felices pasando los euros (¿se podrá por Bizum?) de un banco a otro a favor de los novios para que nos salga “su” boda por un pico y la yema del otro. No sé quién patentó el sistema, pero habría que ponerle una placa en alguna calle del extrarradio poligonero de todas las ciudades.

Los tiempos cambian y debemos adaptarnos a los mismos, esa es la sabiduría y el apaño que a todos nos conviene para que no nos tilden de carcas o de reaccionarios. O eso dicen. O eso hace la mayoría. Aunque yo me lo pensaría antes, sinceramente, aun a riesgo de quedar mal con los novios. Vamos, que cruzo los dedos para que nadie me invite a festejo alguno que tenga que pagar yo de mi propio bolsillo.

Aunque, pensándolo bien, no creo que sea cuestión de que me estoy haciendo mayor al galope sino de que la picaresca ya ni siquiera es lo que era porque se ha incorporado al modus operandi de las gentes de este país, donde, no lo olvidemos, el más tonto hace relojes. En fin…

Felices los felices.

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Viernes que parecen lunes

 

Se me ha caído el ratón del ordenador al suelo –una vez, sólo una vez y no desde un acantilado sino desde la mesita bajita que todos tenemos delante del sofá- y ha dejado de funcionar al instante. Ya sé que tengo que comprar otro, que son de plástico, de la república popular esa donde todo lo hacen bajo el lema de “mírame y no me toques”.

Mientras me armo de paciencia computerizada suena el móvil desde un número oculto y a pesar de que me han dicho muchas veces que no hable con extraños desobedezco y resulta que es del Hospital para decirme que la consulta de ginecología que tenía para hoy (desde hace tres meses) me la pasan a septiembre porque la titular no puede atender “por asuntos personales”.  Que digo yo que si esos “asuntos personales” no incluirán las vacaciones completas de verano… y cruzo los dedos por no tener un papiloma o algo peor que se degrade de aquí a dos meses más. La paciencia se me escurre de entre los dedos y se me escapa un juramento pequeñito, es demasiado pronto para cabrearme como dios manda…

Después de cargar un poco de combustible a base de café y pan tostado –que casi se me quema y he tenido que raspar- llamo a mi operador telefónico para que me confirme si tengo “datos indefinidos” en mi Smartphone o me los van a cobrar a precio de oro a partir del día que a ellos les dé la gana, que te hacen “ofertas de verano” que lo mismo caducan el 1 de Agosto. Llamo pero no consigo contactar más que con un ciborg que repite su mantra metalizado mientras me taladran los oídos con una musiquita de sala de espera de dentista. Como en el número de Atención al Cliente (menudo eufemismo) no consigo más que ponerme de los pelos, cruzo los dedos y a tirar millas.

Afuera llueve, poco pero llueve. He guardado la ropa de invierno y no tengo más que sandalias y ropa ligera a mano después del amago de verano que tuvimos hace unas semanas. ¡Que todas las desgracias sean así! –pienso mientras rebusco la chamarra ligera y rescato las deportivas que no calan… y los calcetines. No hay cosa que fastidie más que andar guardando y sacando ropa según las estaciones, me consta que es una labor que aborrecemos las mujeres (los hombres ni idea, mucho me temo que lo tienen todo junto para no liarse demasiado).

Otro año más Hacienda me la ha vuelto a meter doblada en el IRPF a pesar de ser pensionista. Ha subido la luz, la gasolina y las cerezas de Milagro están por las nubes y junto con los melones de Villa Conejos están en la sección VIP del colmado de la esquina. Me han aumentado el seguro del coche –y mira que lo tengo en esa compañía que hace una publicidad asquerosamente agresiva-  con la excusa de no sé qué del Consorcio y he reclamado y para consolarme me han regalado 40€ en dos vales gasolina, otros mentirosos. La segunda dosis de la vacuna me la pusieron el lunes y todavía no me he recuperado del atontamiento y dolor de riñones.  Llega el mes de Agosto y los geranios se han muerto por culpa de una corriente de aire malintencionada.

Los amigos me consuelan cuando no les consuelo yo a ellos, que andamos todos con el paso cambiado, cansados, irritables, deseando irse de vacaciones con o sin tapabocas, con ganas o sin ilusión porque este año huir de la rutina va a ser una necesidad casi vital, ya está el personal calentando motores y pegando acelerones como los moteros en un semáforo en rojo.

Yo también deseo cambiar mi rutina por otra que me sea un poco más amable lejos del asfalto que me asfixia, lejos de la playa con aforo limitado y guardias de la porra vigilando y, sobre todo, lo más lejos posible de esa parte de mí misma que se levanta cada mañana con el ruido del tren machacando las neuronas y se duerme cada noche con los dedos cruzados para que el mundo sea un poquito mejor, para que las personas dejen de reprocharse unas a otras las cosas viejas y, sobre todo, para poder sentir que hay un huequecillo de esperanza…a pesar de todo.

Es viernes y –una vez más- tengo que inventarme la vida. Me compraré un libro y unos salmonetes, que eso siempre levanta el ánimo.

Felices los felices.

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Atrapados entre padres e hijos

 

Soy casi la única huérfana de mi grupo generacional de relaciones; amigas y amigos cuentan todavía con un padre o madre anciano al que querer o cuidar e incluso ambas cosas a la vez. Las expectativas de vida suman ya en los anales de los récords y es usual llegar a nonagenario con la cabeza en su sitio (más o menos) y las piernas sosteniendo el cuerpo (más o menos también).

En cualquier caso, ahí están los de cincuenta y sesenta, con sus propios achaques a cuestas, haciendo de “generación bocadillo” sin poderlo evitar: hay ancianos a los que atender, hijos a los que apoyar e incluso nietos con los que volver a tirarse por el suelo aunque luego haya que apretar el botón rojo para poderse levantar.

Esto es un sinvivir y sé de lo que hablo porque he enterrado a mi padre y a mi madre con mucho trabajo emocional y desgaste de todo tipo. Había que estar dando la talla –aunque el cansancio lo impregnara todo-, había que hacer “lo que tocaba” con el amor o el agradecimiento o la compasión debidos. Cada uno según sus sentimientos o su grado de autoinculpación. Mejor no meneallo.

La terrible –y digo “terrible”- paradoja es que a pesar de haber acompañado hasta el final a nuestros progenitores, no sé quién nos ha metido en la cabeza la idea de desechar que nuestros hijos tengan que pasar por lo mismo que hemos pasado nosotros. Es decir: se rechaza el concepto de imponer a los hijos el sacrificio y el desgaste que nos ha supuesto a nosotros la decrepitud y muerte de sus abuelos.

Este planteamiento que nos hacemos los de esa “generación bocadillo” hace equilibrios entre el sofisma, la contradicción y la paradoja, para resumirlo –por cansancio- en el manido y huero: “los hijos tienen su propia vida”. O sea: que la fórmula familiar llega a consistir en repartir amor por un lado, y por el otro convencerse de que no somos merecedores de recibirlo.

En este siglo XXI no sé cuál es el porcentaje de hijos que han volado en pos del destino elegido lejos del entorno familiar. Me falla la estadística generalista, pero la de andar por casa es contundente: más de la mitad de mis amistades con hijos de entre treinta y cuarenta años los tienen a miles de kilómetros de distancia. En otros países europeos o en otros continentes a donde sólo se puede llegar previo pago de mucho dinero y desgaste en demasiadas horas de avión.

Tanto nos hemos repetido que queremos lo mejor para nuestros hijos (al revés de nuestros padres que casi siempre exigieron lo mejor para sí mismos) que hemos ido haciendo cada vez más grande el abismo que separa una generación de la otra. Estamos asumiendo que cuando nosotros lleguemos a una más que provecta edad y seamos dependientes emocionalmente de su afecto, cariño y amor o no podamos valernos por nosotros mismos no nos salvará más que el dinero. El necesario para pagar a alguien y crear nuevos puestos de trabajo de cuidadores.

Nuestros abuelos disfrutaron de nosotros, los nietos que correteaban por todas partes y a los que querían igual cuando llegaban que cuando se marchaban; nuestros padres recuperaron la “inversión” que hicieron con sus hijos. Y nosotros…ya no seremos abuelos aunque tengamos que seguir comportándonos como padres generosos con sus hijos.

De los que no se han reproducido en uso de su libertad no puedo –ni debo- decir nada: me faltan datos.

Felices los felices. Que todavía quedan.

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Toda una vida de mentiras

 

Lo sabemos por las novelas y lo hemos visto en películas y hasta en las mejores familias: existen personas que se envuelven en la mentira, se enredan en ella de tal manera que acaban creyéndose el retorcimiento de la realidad que han escrito como un guion personalizado.

Son esas personas que ya tienen “una edad” y siguen vendiendo el mito de una infancia feliz aunque sus padres nunca les regalaran una caricia o un “te quiero”. ¿Para qué a estas alturas de la película desmitificar una historia bonita y rascar bajo la superficie y que aflore el óxido del malquerer y peor comportarse?

Uno sigue creyendo que su padre “estuvo fuera por trabajo” y otro que su madre “les había abandonado”, cuando la realidad es que el primero se había puesto el mundo por montera y la segunda había tenido que emigrar para enviar dinero a casa y dar de comer a los suyos. Mentiras, muchas mentiras. Como la mosquita muerta que le cuenta al marido que tan sólo tuvo un novio antes que él y resulta que era conocida por su “manga ancha” con los chicos.

Bueno, tanto da, digo yo, pero a qué mentir, a qué ocultar, a qué fabricarse una autobiografía falsa, más falsa que la de Salvador Dalí o Woody Allen. Aquel otro contaba que su mujer y él se habían separado por diferencias irreconciliables y resultó que ella se había largado con otro dejándole al titular al cuidado y custodia de los hijos. Orgullo se le llama.

Las mentiras tienen su razón de ser, son el escudo perfecto para evitar estar en el candelero y que nos juzguen y nos condenen previo despellejamiento público en la terraza del bar. La gente que miente es la más cobarde que existe, lo sé, doy fe, yo también lo he hecho  cuando no tenía fuerzas ni ganas de enfrentarme a las consecuencias de mis actos. Inmadurez se le llama.

Es humano errar, claro, esa es la justificación que todos repetimos como loritos, pero… ¿qué ocurre cuando esa manipulación de la realidad afecta a otras personas que se ven perjudicadas en su equilibrio emocional? ¿Quién será merecedor de perdón por el daño infligido con mucha o poca inconsciencia?

Los mentirosos me dan ganas de vomitar, no quiero tenerlos cerca ni protegida con traje anti-Covid. Los quiero lejos, en una isla donde no haya aeropuerto, en un país para el que nunca me den el pasaporte no vaya a ser que caiga en la debilidad/tentación de ir a visitarles cuando me llamen pidiendo ayuda porque la vida les ha pasado la factura definitiva y entonces se acuerdan de ti.

Para reconocerlos –a esos falaces- basta con diseccionar su discurso que suele consistir en tildar a los demás de faltar siempre a la verdad, su queja sempiterna tiene la misma banda sonora original: rencor del otro, retorcimiento de los demás, agudeza por su parte para no dejarse engañar. Unas joyas, ya digo.

Yo he mentido como todo hijo de vecino: para protegerme, para no verme involucrada, por miedo a recibir demasiados palos. Pero nunca lo he hecho para sacudirme responsabilidades y cargarlas sobre las espaldas ajenas, como el que comete un robo, una traición, un atropello y no sólo no aguanta su vela sino que le carga la culpa a otro.

Una se harta –al fin y al cabo- de la etiqueta de “oveja negra” que le ha clavado a martillazos en la espalda la típica persona “incapaz de matar una mosca” y que ha resultado ser el paradigma de la mentira total y absoluta.

Nunca es tarde si el bálsamo es bueno, ni para desenmascarar al mentiroso que ya no es cojo sino que va en patinete eléctrico como mandan los tiempos. La decepción, el dolor y el desconcierto van aparte, qué duda cabe, pero todo se puede tirar a la basura hoy en día si sabe dónde arrojarlo. Aunque haya porquería imposible de reciclar.

Felices los felices.

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Dejar la vida pasar

 

“Mañana en Cape”. Edward Hopper.

Las grandes revelaciones no ocurren de repente ni sobrevienen inspiraciones divinas en forma de llamas de fuego que iluminen la parte en sombra de la mente; se labran durante años los surcos necesarios para recibir la simiente, se espera el riego, el sol, el fruto. Y, a veces, germina –la revelación- y otras –la mayoría- se queda la tierra baldía, yerma, como tantas vidas.

En eso pienso ahora, tranquila en la mañana sin sobresaltos que me acoge mucho más como regalo que como rutina, después de haber padecido sobre mi cabeza (en el piso de arriba) los brotes psicóticos de una vecina con gran desequilibrio en todos los órdenes: mental, emocional, conductual e higiénico, envuelto todo ello en la más pura violencia hacia sí misma y hacia los demás.

He vuelto a casa con la agenda perlada de citas, compromisos o cosas que había decidido que “tenía que hacer”; gente con quien estar, libros que leer, reflexiones para volcar en palabras, planes, proyectos, expectativas. Pero sé que necesito un parón –otro más- ý sentarme tranquila con la taza de té humeante junto a la ventana y mirar pasar las nubes, las horas incluso, en una no-actividad de vivir y sentir el momento presente, sin otra necesidad.

Dejar la vida pasar observándola cómo se comporta; mirando y viendo, oyendo y escuchando, sintiendo y padeciendo, todo junto en el mismo círculo pero separado por las emociones. Quizás algo de tristeza por lo que se perdió, pero que se compensa por la alegría esperanzada de lo que está a punto de llegar, una nueva vida a la familia. Quizás un punto de rabia por la última pequeña infamia descubierta (hay muchas que nunca conoceremos, afortunadamente) que durará lo justo para dejar paso a las pequeñas generosidades de las que somos objeto con tanta frecuencia.

Dejar la vida pasar sin empeñarme tanto en conseguir las cosas. ¿Qué importancia tendrá a fin de cuentas que esté todo ordenado y en su sitio si no somos más que juguetes del azar? ¿Para qué luchar y sufrir queriendo conseguir cosas o caricias que no están hechas para nosotros? Ni el dinero ni el amor hacen una vida plenamente satisfactoria puesto que siempre nos empeñaremos en buscarle tres pies al gato para tener algo de lo que quejarnos; nosotros mismos nos ponemos palos en las ruedas, basta con hacer un rato de autocrítica.

Que la vida pase a nuestro lado sin arrastrarnos en ninguna avalancha; que nos sea dado el privilegio de ser espectadores reflexivos y, cuando llegue el momento, seres humanos activos y, entonces sí, hacer lo que tengamos que hacer volcándonos en ello con la conciencia de hacer las cosas lo mejor posible.

“Verlas venir” desde lejos y dejar que se acerquen y cuando estén lo suficientemente cerca, afinar la vista para que no nos deslumbre ninguna luz más que la de la realidad y, si es posible, la de esa “verdad” que tanta paz interior proporciona.

Decir adiós sin pena a quienes ya hace tiempo se alejaron, desprenderse de los últimos rencores que daban vueltas por ahí y dejar que las vidas, todas, la propia y las ajenas, sigan su caminar sin que la ruta elegida nos haga daño alguno. Que todos puedan ser felices a su manera. Y yo, a la mía.

Felices los felices.

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