sábado, 8 de agosto de 2015

Las ventajas de vivir sola



Si hace veinte años me hubieran dicho que iba a ensalzar el hecho de vivir sola, sin compartir la cotidianeidad con alguien –de igual o diferente sexo- me habría echado las manos a la cabeza. “¿Vivir sola, yo? ¡Ni loca!”. Pero a la fuerza ahorcan o de sabios es rectificar. Y me explico.

Creo que me educaron como a todas las chicas de mi quinta: dentro de parecidos valores y con similares fines en perspectiva. Variaciones sobre el tema en cuanto a estudios, futuro laboral o devaneos intelectuales, habría unas cuantas, pero fundamentalmente la idea de “formar una familia” estaba implícita en cualquier visión de (mi) futuro. No sé si porque me la inculcaron o porque yo la tomé de lo que veía a mi alrededor, pero el caso es que todas, pero lo que se dice todas las chicas que yo conocía querían casarse y tener hijos. A ser posible en ese orden.

Cuando llegó el momento de casarse –una vez superado el trámite de encontrar novio en serio- me pareció como que no iba conmigo la cosa esa de firmar papeles “para siempre”, pero la familia me apretó las tuercas de tal manera que, al final, para que ellos no comulgaran con ruedas de molino, comulgué yo. Y supongo que, en parte, también fue porque no me gustaba estar sola, porque consideraba la soledad como una lacra insoportable que esperaba no tener que soportar jamás de los jamases. El miedo a la soledad estaba bien acendrado entre quienes yo conocía, por ende contagioso,  y al que se quedaba solo se le miraba como si fuera un desclasado o, como mínimo, un bicho raro. ¿Cómo era posible que, siendo joven, no disfrutara de las fiestas y algarabías propias de la edad o fuera capaz de pasarse un fin de semana entero sin hablar con nadie? Eso si era hombre, que si era mujer, bueno… entonces… peor todavía.


¡Qué atrevida es la ignorancia! Y cuánto atrevimiento en la juventud que cree saberlo todo y no teníamos ni repajolera idea de la mitad de la misa… ¡Así nos ha lucido el pelo luego…! (Pero a lo que iba)

Formé mi propia familia, más o menos atípica, pero familia al fin y al cabo como certifica un libro de tapas azul marino que me dieron en el Juzgado, para luego decidir que no me importaba estar sola*. De repente, al filo de los cuarenta, comencé a darme cuenta de que mis mejores momentos los pasaba en soledad elegida; no hablo de situaciones divertidas o extraordinarias, sino de pequeños instantes que saboreaba desde una emoción de pura felicidad. Un aire de libertad paseando por un quai del Sena, un amanecer imposible asomada a la ventana, un silencio abrazando el alma sin pedir nada más…

Tomé conciencia de que no siempre necesitaba estar oyendo voces, ni tropezándome con alguien por el pasillo; comprobé que era perfectamente capaz de dormir sola y dormir a gusto o coger el pasaporte y viajar ligera de equipaje, en resumidas cuentas, caminar por la vida sin pareja al lado y no sentirme infeliz por ello.

Las ventajas de vivir sola consisten en no tener que padecer las desventajas de vivir con alguien.

En fin.

(*) “Sola” = sin pareja amorosa oficial, no sin amor, que hay mucho por dentro, los hijos rebosan el corazón y los amigos rellenan todos los huecos.

LaAlquimista

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