lunes, 31 de marzo de 2014

Reflexiones de una mujer madura

 
Los lunes cada quince días nos reunimos el grupo de amigas “de arte”. (Hay también el grupo “de literatura” y el grupo “del curro”, así que yo ya me entiendo). Quedamos más bien pronto para asistir a una conferencia, un recital de poesía, ir al teatro, en fin, una de esas actividades ñoñas a las que acudimos las mujeres con inquietudes de esta ciudad; y luego, cenita. En plan suave, porque es lunes, pero no nos privamos. Hace dos semanas, nos vimos inmersas en la vorágine futbolera del Real Sociedad-Mallorca y decidimos, visto lo visto, mejor pasar el tema a los miércoles, for if the flys. Como no podía ser de otra manera, ayer nos vimos inmersas (siempre andamos por Amara) en la vorágine futbolera del Real Sociedad-Levante, lo de siempre, la Ley de Murphy.

Y a nosotras nos parece muy bien que a la gente le guste el fútbol y aguantamos estupendamente estar de charleta y picando algo en un pub lleno de televisores y de hinchas hinchándose a birras; por lo menos ahora nos hemos librado del “smog”. Pero lo que nos llama muchísimo la atención, a la vez que nos mueve a complacencia con nuestro prójimo, es la cara de felicidad que llevaban los chavales y no tan chavales que, bufanda al cuello –y no por apoyo al equipo sino porque hace un frío que pela- y bolsa de plástico con bocata en ristre que se dirigían hacia el estadio de fútbol. Esta observación era fácil de hacer en el hacinamiento inevitable del transporte público del que también formamos parte.

Una tarde noche feliz –aunque nuestro equipo no fuera capaz de pasar del empate- en la que las penas se quedaron en casa –junto con las esposas y las amatxos, con las novias y las amantes-, una noche feliz en la que no hubo paro, ni crisis, ni angustia por venir, un paréntesis mágico de un par de horas en las que la vida quedó suspendida, fuera de una realidad que, el resto de las horas del reloj, aprieta tanto como en esos momentos afloja.

El fútbol también mueve la economía, supongo, los bares estaban llenos, relaja a los matrimonios tensos que disfrutan de un “break” de un par de horas a la semana (algo es algo y siempre suponiendo que él se vaya a ver el partido fuera de casa) y ayuda a todos los que no participan de la fiesta a tomar conciencia de la diferencia y, por ende, ser también un poco más felices.

Así que, entre croquetas y calamares, ensalada de queso de cabra con nueces y la botella de vino, llegamos a la conclusión de que, en vez de la queja aburrida contra el fútbol que hemos hecho siempre las mujeres, lo que deberíamos hacer es regalar a nuestros hombres por su cumpleaños la tarjeta de socio de la Real. O por Olentzero; lo que antes ocurra.

Así matamos dos pájaros de un tiro.

En fin.

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A buen entendedor...cuantas más palabras, mejor

 
Estoy aprendiendo a plantear al prójimo mis necesidades en términos concretos y desechar la mala costumbre –arrastrada durante toda la vida- de decir las cosas con circunloquios, dejando caer los mensajes como confetis que luego quedan esparcidos por el suelo para después quejarme de que nadie me entiende cuando pido las cosas. ¡Qué manía tenemos de no decir las cosas claras, de presuponer que el otro tiene una bola de cristal donde leer nuestros deseos y pensamientos!

¿Cuándo nos daremos cuenta de que no es efectivo eso de andar por las esquinas diciendo –como quien no quiere la cosa- que “llevo una temporada muy cansada” cuando lo que se quiere decir es exactamente: “vámonos unos días por ahí a tomar el aire”?. O maldecir por activa y por pasiva al que instaló la calefacción que funciona de mala manera cuando lo que queremos de verdad es que nuestro interlocutor venga a calentarnos los pies por la noche. Mejor aún; en vez de enviar un e-mail interesándonos por el estado general de la otra persona, lo que hay que hacer es cambiar las palabras no comprometedoras por las que expresen explícitamente lo que necesitamos o deseamos de esa persona. “Que vengas, YA” o “me muero de ganas de ir contigo a algún sitio bonito” o incluso “voy a hacer torrijas para que te las comas tú”. O sea, un mensaje claro para que el otro no pueda usar como subterfurgio cualquier interpretación peregrina o el tan manido “ah, pero es que yo había entendido, yo creía que …”

Lo estoy probando a ver si funciona con varias personas de mi entorno. Decir las cosas bien claras, llamarlas por su nombre, sin marear la perdiz. Esto necesito, esto pido, con estas palabras. ¿Puedes dármelo? A partir de ahí…nos vamos conociendo mucho mejor. Los sueños nocturnos son agradables pero una debe saber dónde ubicarse en esta vida tan complicada a veces por culpa precisamente de esos “mensajes cifrados” que no entiende nadie. O por lo menos ellos no los entienden.

Así que a buen entendedor… cuantas más palabras, mejor.

En fin.

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domingo, 30 de marzo de 2014

Pobre San José, ¡quién te ha visto y quién te ve!

Si el primer domingo de mayo todo son flores y peleas sobre si celebramos consumistamente el día de la Madre o no, el día 19 de Marzo –desde que nos lo apearon del calendario festivo y voló el puente por los aires- ya no es lo que era. A ver.

Y no es porque –por fin- hayamos contestado a la preguntita aquélla de: “¿a quién quieres más: a tu papá o a tu mamá”? sino porque para celebrar algo tienes que tener algún motivo. Con esto no quiero decir que la figura del padre (amorosa y temida, principio y fin de todos los traumas) deba ser ninguneada, sino que algo habrá escondido allá detrás –y que no alcanzo a comprender- para que el santo carpintero, padrastro divino, haya sido desprovisto de las medallas que tenía de toda la vida.

Como no miro la televisión, no puedo constatar si siguen vendiendo las colonias por litros, que parece que era el regalo obligado (un frasquito de Varón Dandy o los pañuelos moqueros con la inicial bordada, las corbatas eran más de Reyes), pero me da que no. La figura del padre la ensalzaba –con más o menos entusiasmo- la madre que estaba al lado. “Que no os olvidéis que el martes es el Día del Padre” –nos decía- y ese día venían los abuelos a comer y había arroz con gambas. Como para olvidarse…

No veo ahora muy por la labor a las madres divorciadas –que son legión- preocupándose mucho de que sus retoños sigan perpetuando la tradición. Por el contrario, y como cae en sábado, muchos padres separados con derecho a visita, tendrán que soportar la murria de estar con sus hijos sin que les ofrezcan un detallito.

Ahora voy intuyendo porqué trasladaron el famoso (en el mundo entero) Día de la Madre del 8 de Diciembre –festivo donde los haya- al primer domingo de mayo. Le ha costado unos cuantos años más, pero al final ha caído, también, el pobre San José.

En fin.

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Otro triunfo social: mis "amigos" de Facebook

 
Cada vez que escucho a alguien de mi quinta decir eso tan manido de: “en mis tiempos” esto era así o asá, por más que me haya vuelto tranquila para otras cosas, salto como pinchada por un bicho y le digo: “eh, un momento, que “tus tiempos” son estos de ahora, por lo menos mientras estés vivo…” Así que nada de estancarse en el siglo pasado, nada de quedarse anclados en lo conocido, es obligación nuestra seguir caminando –o corriendo- al paso que marcan la tecnología y los avances para que nuestro pequeño mundo siga en la órbita de lo positivo. Otra cosa son las ideologías y los comportamientos, pero hoy no hablo de eso.

Mi abuela –que falleció a los noventa y uno- se interesó por todos los adelantos de la época y flipaba con el fax, la gameboy y las video conferencias. Mi madre –que pronto llegará a sus 84- alucina cuando me ve navegar por Internet y le explico todo lo que se puede hacer con un Iphone. Así que como esto debe ser genético, me he apuntado a Facebook –para lo que necesité la ayuda de mis hijas, por supuesto-.

Algunas de mis amigas y amigos se resisten todavía a engancharse a cualquier carro que suponga una intromisión en su intimidad, una especie de pantalla abierta al público donde cualquiera puede entrar a fisgonear y lo entiendo porque somos la generación que más ha luchado (en los últimos cincuenta años) para conseguir una cierta cota de libertad y no estamos por la labor de poner puertas al campo (a nuestro campo). Sin embargo, yo sé que estamos equivocados, que lo más inteligente es ir al paso de los tiempos en todos los aspectos porque si no nuestro discurso se quedará obsoleto antes de lo que imaginamos.

Después de la euforia inicial en esto de las redes sociales y de comprobar como cualquiera te añade como “amigo” sin preocuparse de quién eres (y el peligro que ello comporta), creo que le he cogido el tranquillo al asunto. De casi cuatrocientos “amigos” que me surgieron en las primeras semanas, ahora he hecho la criba necesaria –como no podía ser de otra manera- y no tengo en mi lista más que a gente que conozco personalmente y cuya relación me resulta agradable. Y que conste que he dicho “agradable” y no “interesante”.

La comunicación con el otro tiene que empezar por algún sitio y si cada vez estamos más encerrados en casa, si cada vez se habla menos por la calle, por algún lado tiene que salir todo ese vapor que se nos va acumulando dentro. Lo estoy viendo cada día que entro en la citada Red y veo cómo las personas van, poco a poco, desnudando algo de sus almas aunque sea delante de la pantalla de un ordenador.

Que hay que ir con los tiempos y no solamente porque sea necesario para el trabajo sino porque si nos estancamos en una cosa probablemente nos estancaremos en muchas otras también.

Lo dicho, si recibes una invitación de amistad desde mi ordenador…!acéptame, por favor…!

En fin.

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Noches de violines, mañanas de trombones




Es lo que tiene conservar el espíritu joven, que sigue apeteciendo la noche con toda su guarnición añadida. ¿Por qué me gusta más ir al cine después de cenar en vez de a media tarde? Pues porque de esa manera, a la salida, con la excusa de comentar la película caen un par de cervezas en un sitio medianamente tranquilo y ya una vez puestos pues igual nos dejamos llevar por la música (siempre hay música) y acabamos yendo a echar unos bailes y unas risas. Y como el reloj es sólo para ir a trabajar para cuando te das cuenta estás volviendo a casa a las cuatro de la mañana…

El cuerpo es sabio y duerme lo que tiene que dormir (en mi caso siete horas de vellón) así que me despierto a las once pasadas y, entre pitos y flautas, me he comido la mañana y ya es tarde para ir al monte, la excursión prevista o el largo paseo de primera hora.

Ya no te digo nada si las que han salido por la noche son mis hijas; como se me ocurra hacer ruido (o poner música, que sigue siendo uno de mis placeres de un día de fiesta por la mañana) antes de la una de la tarde puede haber una buena trifulca o cuando menos morros para todo el día.

Visto lo visto, o disfrutamos por la noche o disfrutamos por la mañana. ¿Por qué cuando éramos (más) jóvenes no nos importaba perdernos la luz, el calor, la naturaleza en todo su esplendor y preferíamos lanzarnos a la vida por la noche? Ahora ya estamos más para que nos den sopitas porque me he despertado hoy con el siguiente pensamiento: “pero cómo me voy a perder la mañana del sábado quedándome en la cama…” y me he sacudido la pereza, he espabilado mi resaca –pequeña- y he decidido que se pueden tener las dos cosas: la fiesta nocturna y el plan diurno. A ver qué opinan mis hijas.

En fin.

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sábado, 29 de marzo de 2014

La tristeza de pertenecer a una clase inútil

 
No miro la televisión desde hace más de quince años por un puro ejercicio de higiene mental, pero no puedo sustraerme a los periódicos –aunque sean en formato digital-, y he cogido la costumbre, ahora que mi situación de pre-jubilada me lo permite, de llevarme el portátil a la cama y reubicarme en el mundo mientras saboreo el primer té de la mañana. Después de espantarme con lo que me cuentan desde la prensa local está ocurriendo en el mundo (árabe) paso a la nacional y, sin necesidad de billete ni pasaporte, doy el salto a la internacional. Allí todo es temblor y crujir de dientes.

Mientras el mundo se convulsiona a nuestro alrededor, parece que es efectivo el sistema de mirar hacia otro lado y pensar que todas esas cosas ocurren lejos de aquí. Y no es cierto, por mucho miedo que nos dé, tenemos que ser conscientes de lo que está pasando en el mundo y de que TODO nos afecta, nos va a afectar, aunque sea colateralmente.

Uno no puede hacer oídos sordos a lo que está ocurriendo, uno no puede encerrarse en su pequeño mundo de pequeños horizontes y hacer como que no tiene nada que ver con todo lo demás. Uno tiene que involucrarse de alguna manera en este loco devenir de la humanidad. De palabra, obra u omisión. Hablando para que con las palabras demos carta de naturaleza a los grandes cambios que están aconteciendo, de obra, para desarrollar la magnífica capacidad que tenemos de poner en acción los pensamientos que se han conformado a partir de nuestras ideas y de omisión, para dejar de hacer todo aquello que nos despoja de nuestra dignidad como personas.

Menudo discurso que me ha salido… pero me quema por dentro la conciencia de que podemos estar escribiendo la Historia desde una posición pasiva como dejaron que la escribieran en la Edad Media los siervos de la gleba, atados a una tierra que decimos nuestra y que pertenece a los grandes señores (los Bancos), repitiendo como papagayos el discurso de nuestros gurús (los políticos) y reduciendo nuestra conciencia a la mínima expresión. (Aquí no sé cómo definir al conjunto de una humanidad que está perdiendo su sentido humanista, si es que alguna vez lo tuvo)

Todo esto me pone muy triste, cuando hace veinte años me hubiera puesto la sangre a hervir. A mi alrededor impera la indiferencia o la tristeza. Quizás sea porque ya hemos visto muchas guerras –en la televisión, desde lejos- y demasiado pocas revoluciones…

En fin.

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Picardías para una tarde de lluvia

 
Viento, lluvia, frío y los deberes hechos. Los mejores ingredientes para una tarde invernal y doméstica. No hay excusa que valga para salir de casa –crucemos los dedos para que no haya emergencia alguna- y sí unas cuantas horas vírgenes por delante, deliciosas para gastarlas o dejar que se pierdan ellas solas en las sombras del anochecer.

El armario de la curva del pasillo me hace guiños desde hace varios días como invitándome a un pequeño viaje a través del espejo que adorna su puerta. Conecto el equipo de música de mi dormitorio y el equipo de música del dormitorio de mi hija mayor y así consigo una especie de cuadrafónico ambiental ideal para entregarme en cuerpo y alma a la exploración espeleológica de las entrañas del ropero en cuestión.

Casi esperaba al abrir su puerta que produjera un chirrido admonitorio, como una pequeña queja por desempolvar su presente, que es mi pasado, algo que ya no está pero que sigue estando de alguna manera en mí. Yo me entiendo.

El vestido de novia. Mi primer vestido de novia, cuando no llevaban etiquetas prendidas al forro porque te lo confeccionaban a medida y sobre diseño en las dos o tres tiendas que se dedicaban a ello en la ciudad. Sencillo y elegante (como mandaban los cánones de la época), algo alicaído ya su porte original, conserva prendida en el pecho (izquierdo) una flor de gasa y tul -mustia con el paso de los años- que le daba un toque de frescor al conjunto. En la balda de los accesorios, los zapatos a juego, de un imposible número 37 para mis pies cansados y el bolsito (ése sí, de Loewe) que sustituyó al ramo de flores que me negué en redondo a llevar. No porque no me las mereciera –así debieron pensar los invitados a la boda- sino porque en él podía guardar el paquete de tabaco y el mechero además del pañuelito de batista que me recogería las lágrimas que sabía iba a derramar. De blanco, y en Aldaba, arriba del monte exuberante de un viernes del mes de julio.

El otro vestido de novia. Mi segundo vestido de novia, con la etiqueta de Roser Marcé bien visible todavía después de tantos años… Catorce años de diferencia entre un vestido y otro, catorce años de sueños, de ilusiones, de viajes, inquietudes, risas y llantos y tantísimo amor…

Me desnudo en un pispás y me pongo el primer vestido; como era de esperar los veinticinco botoncitos de la espalda no pueden abrocharse, me faltan brazos y me sobra espalda. Los zapatos me hacen sentir la hermanastra de Cenicienta con mi pie que ha crecido con los años en la misma proporción que el corazón. Me recojo el cabello con un bolígrafo bic y aparece en el espejo el recuerdo remedo de hace… ¡treinta y cinco años…! Pero…!qué guapa estaba…!

Me quito el vestido largo (color champagne le dicen ahora, beige se le decía antes) y me pongo el traje de dos piezas de corpiño de encaje bordado y falda plisada hasta media pierna, blanco, enormemente blanco todavía. ¡Qué bien me sienta todavía! El pelo suelto, como aquel día y esa vez sí que hubo ramo de flores, me plegué a los deseos de alguien; aparecen los guantes de gasa fina que hacían juego con el traje, mon Dieu, qué cursilería tan chic… Descalza, doy unos pasos de baile por el pasillo, mi silueta blanca contra el espejo acariciador…

De repente suena el timbre de casa, el encanto se desvanece al instante… abro la puerta y ahí está, con la sonrisa sorprendida que tanto me gusta, mi vecino (sí, el de las torrijas) conteniendo la carcajada. Me mira, le miro, nos miramos.

- ¿Qué? –me dice- ¿jugando a princesitas?

- Sí, -le contesto- esperando a mi príncipe azul…

El que no se consuela –una tarde de lluvia- es porque no quiere…

En fin.

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viernes, 28 de marzo de 2014

Mi hedonismo particular

 
Ayer llegué a casa flotando en una nube, ahíta de placeres. No es habitual que en un jueves cualquiera –y menos de Marzo- concurran diversos hechos que lo configuren como un día especial y digno de ser recordado. La mañana se despertó limpia y con esta anticipada primavera que por efímera se vuelve intensa; una reunión creativa y prometedora se juntó con el desayuno lujoso de los días especiales (rebanadas de pan tostado con aceite de oliva virgen y un té Earl Grey) para depositarme a la hora del Angelus en un bar con jardín que mira a la bahía desde poniente. El Sol –al que cariñosamente siempre doy la espalda por cuestiones muy íntimas- estuvo acariciándome durante casi dos horas mientras mi espíritu volaba con las alas recién lavadas. La mente divagando y el calorcillo en el cuerpo me apuraron la mañana y caldearon la sonrisa.

Decidí saltarme la comida hogareña y seguir disfrutando de la insólita bonanza circundante, compré algo de fruta que alivió otros excesos gastronómicos y ya con el café a mano y un buen libro en el regazo, seguí confirmando que era un día feliz el que me había tocado en el sorteo –compensando algunas pequeñas debacles que a veces se me cuelan por los flancos desprotegidos del alma-.

Ya entrada la tarde me preparé con deleite anticipado para asistir al recital de poesía y música que se ofrecía en un Centro de Cultura de la ciudad. ¿Somos conscientes de cuántas actividades enriquecedoras para el espíritu se llevan a cabo en esta pequeña ciudad nuestra sin mediar pago alguno?

Vivir, otra vez y siempre, la poesía de Miguel Hernández de la mano de actrices y músicos con voces y manos mágicass al piano ha sido el remate de oro del día. ¡Qué regalo la poesía, qué ofrenda el sentir de estos chicos que se brindan con amor para deleite de quienes, sin nada que ofrecer a cambio, conteníamos la respiración mientras se desgranaban los poemas en la voz de los rapsodas como granos maduros, al humo de las velas, al murmullo de cantores, al embeleso del piano…!

Un encuentro poético hermoso y profundo, purificador incluso, palabras como agua de lluvia limpia que arrastra tantas penas, o quizás tan sólo una, la importante, la que oprime a cualquier corazón que siga latiendo por un sentir que se le escapa…

Un encuentro inesperado después, sonrisas que bailan y palabras que enlazan países lejanos, otra semilla plantada para la nueva primavera…

! Con qué poco podemos ser felices… y no nos damos ni cuenta! Al alcance de la mano, fuera de las rutinas, en esta ciudad hermosa acechan pequeños placeres que rebosan el alma…

Mi agradecimiento a quien lo ha hecho posible.

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Comportamiento social y ganas de vomitar



A veces no queda otra que hacer de tripas corazón. Pero cuando son demasiadas las veces en que sentimos que nos vemos obligados a hacer cosas, por pequeñas que sean, que nos provocan cierto disgusto por aquello de “quedar bien”, es obligado plantearse la cuestión. No suelen ser situaciones exageradas, más bien pequeños detalles, pero un detalle por aquí y otro por allá al cabo de la semana son un grano molesto que no se puede uno rascar sin que empiece a supurar.

Esa llamada que alguien prometió hacernos y que nunca llega y que nos fuerza a “ceder” y llamar nosotros para que nos digan que… ya nos llamarán. Esa cita que nos retrasan una y otra vez por “compromisos de última hora” y que nos sitúa al borde del pozo donde rumian los desclasados. Esa persona que nos debe un par de favores y que cuando la necesitamos está ocupadísima y agobiadísima. Y la amiga a la que te encuentras una y otra vez y siempre promete llamarte para salir pero nunca lo hace…

Ante todas estas situaciones respondemos habitualmente con una sonrisa; más o menos de circunstancias porque estamos bien enseñados a “aguantar el tirón”, pero en el fondo… en el fondo todo esto da muchas ganas de vomitar. De vomitar la decepción por la falta de compromiso, el desagrado por la tomadura de pelo, la pena por la ausencia de cariño… aunque nos limitemos a mantenernos a la altura de la educación que se nos presupone y del comportamiento social adecuado.

¡Cuántas veces no nos habremos tragado un “sapo” y encima hemos tenido que sonreir como si no nos estuvieran haciendo daño…! Apuntalando de esa manera la carrera de los hipócritas que se refuerzan en su creencia de que todo les está permitido, que el respeto que deben a toda persona con quien tratan es un concepto que pueden saltarse a la torera… De este tipo de personas seguro que todos tenemos un botón de muestra en nuestro haber (o más). ¿Por qué no nos alejamos de ellas de una vez por todas? ¿Qué tememos perder si las borramos de nuestra vida y de nuestro pensamiento?

Al final siempre acabamos enfadándonos con nosotros mismos… y con ganas de vomitar.

En fin.

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jueves, 27 de marzo de 2014

Súbete a una bici y dominarás el mundo

 
El domingo es día de observación y reflexión. La vida se ralentiza un poco para los atados a la rutina lunes-viernes y la gente sale a la calle a respirar el airecillo del descanso. Y a enfrentarse a los “enemigos públicos” que pululan por doquier.

El domingo pasado tuve una experiencia que no era de este mundo viendo cómo una parte de la plantilla de la Policía Municipal se dedicaba a vigilar celosamente que hubiera plazas libres de aparcamiento en los alrededores del estadio de Anoeta, llegando incluso a llevarse vehículos con la grúa en el Paseo de Errondo para que pudieran aparcar los que tuvieran que aparcar para presenciar el partido de la Real Sociedad, mientras que la otra mitad de la plantilla se dedicaba a poner multas como locos a los vehículos mal aparcados en los alrededores del estadio. Correcto. Nada que objetar. El Ayuntamiento vela por el cumplimiento de Normativas, Reglamentos y Códigos varios y a la vez que protege al ciudadano de a pie de desmanes aumenta sus arcas mediante el cobro de multazos y sanciones a los delincuentes de turno. De paso garantiza que los mandamases y enchufados guipuzcoanos y navarros tengan donde dejar sus vehículos –gratis- mientras presencian el partido –gratis también-.

Este domingo no había partido y no sé cómo se las habrán ingeniado para amortizar los salarios de los Agentes de servicio en día festivo –menuda faena-, pero por si no se les ocurre la manera, le voy a dar una idea fabulosa a quien corresponda. No tienen que hacer más que ponerse en cualquier esquina de los barrios que componen el llamado Ensanche de Amara e ir multando, uno detrás de otro y sin solución de continuidad a todos los que van en MOTO por la acera para atajar y librarse de las calles de dirección prohibida. Cuando acaben con estos desaprensivos (ver Av.de Carlos I y enlace con Isabel II por debajo de la variante) pueden seguir con los de las bicis a los que no les apetece nada, pero nada de nada, ir por esos engendros llamados bidegorris que al Ayuntamiento se le ha ocurrido poner por todas partes. (Ver Av. de Carlos I, calle José Mª Salaberria, parque del Gobierno Civil, etc.)

Calculo que, entre unos y otros, con la nueva Normativa al respecto en la mano se recaudaría dinero suficiente como para, no sé, ¿hacer más bidegorris…?

No es que me esté volviendo una vieja gruñona (todo llegará a su debido tiempo) es que no entiendo qué tienen en la cabeza las personas que van con sus vehículos por la acera sembrando el pánico entre los ancianos del barrio. Un golpe de nada con una bici a alguien de más de ochenta años le supone condenarle a un sufrimiento poco deseable para nadie. Están convirtiendo a los peatones en una especie amedrentada, sobre todo a los de avanzada edad, que llendo por la acera que es su habitat natural, se están viendo expuestos al acoso de depredadores sobre ruedas. Y, ojo, que no son chavales únicamente, no. Adultos y adultas de ambos sexos y poco seso.

Si por casualidad –y digo por casualidad con conocimiento de causa- pillas a un Guardia Municipal por estos barrios y le comentas el tema te dirá que “él no puede hacer nada”. Bueno, pues desde aquí le pregunto al boss de turno qué es lo que hay que hacer. ¿Ir al Ayuntamiento a rellenar una “Hoja de Reclamaciones” o pegarle un empujón al que va como una exhalación en bicicleta por la acera sorteando malamente a los viandantes? Porque a los de las motos no les digas nada, ni se te ocurra, vamos, ¿no ves que llevan casco y no te oyen?

En fin.

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Una ducha de agua fría

Nuestra ciudad será pequeña, pero se empeña en hacer muchas cosas a lo grande y así ocurre que, en el transcurso de una semana laborable, la oferta cultural se solapa siendo una lástima no poseer el don de la ubicuidad, pero en fin. Así que ayer elegí, creyendo que era bueno mi criterio a una conferencia cuyo título se me antojaba más que prometedor. Pero aunque ya sabemos que hay demasiadas promesas que no se cumplen intentaré rescatar lo positivo que también lo hubo.

Decía –y repetía constantemente- el conferenciante, que la vejez comienza “oficiosamente” a partir de los cincuenta. Obviamente, pegué un respingo la primera vez que se expresó de esa manera y me entraron ganas de decirle que, ya puestos, la vejez comienza en el momento exacto del nacimiento, pero parece ser que es a partir de esa edad cuando los investigadores (a cuyo grupo él pertenecía) coinciden en definir el comienzo del imparable fin. Teniendo en cuenta que la audiencia estaba compuesta por personas que ampliamente rebasaba ese límite se escuchó un rebullir sordo e incómodo.

Porque vejez es un término que esta sociedad equipara a deterioro, decrepitud, falta de ilusión y ausencia de proyecto vital, me parece que es una forma de definir y limitar arbitrariamente, pero bueno. Después de una disertación exhaustiva sobre qué son las emociones, concepto que, pongo la mano en el fuego, los presentes conocíamos por fuerza, ya que por edad debíamos estar sintiéndolas muchos lustros, vino a decir que a partir de los cincuenta años el declive es inevitable y no se puede hacer nada. Punto pelota y ahí te dejo esa patata caliente a ver qué haces con ella.

Obviamente el público se quedó boquiabierto y callado. Callado porque somos todos muy educados y tampoco era cuestión de que se levantara un señor de unos setenta y tantos a preguntarle qué había venido a contarnos o que mi vecina con sus más de sesenta dijera en voz alta lo que me susurraba a mí: que ese hombre no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

No nos animó a compensar la pérdida de vitalidad con inquietudes intelectuales, no expuso las incontables ventajas de mantener un equilibrio espiritual para compensar los desequilibrios hormonales, no dejó filtrar ni un solo rayo de esperanza para los que traspasamos la barrera de los cincuenta. Sí dijo, y bien claro, que cuando envejecemos se focaliza el interés en la memoria histórica ¿? y se deja de tener proyectos de futuro. Cuando acabó, demasiado tarde para el gusto de todos, el silencio fue total. Estábamos todos pasmados. ¿Qué íbamos a preguntarle a ese buen señor que nos había estado machacando durante más de una hora –sonsonete monocorde de datos estadísticos y presentación de power point- con el augurio nefasto del futuro que nos depara? La persona que había presentado la conferencia, en vista de lo desangelado de la situación, quiso salvarla realizando una pregunta sobre las emociones, a lo que el conferenciante, respondió “que no tenía ni idea”. Fue una pena total y absoluta.

Una pena, porque los que allí estábamos seguro que deseábamos que nos hubieran señalado cómo manejar las emociones para hacer que el envejecimiento sea fuente de riqueza interior, proyecto de sabiduría y conocimiento, posibilidad de paz y equilibrio. Cómo atemperando la ira, la rabia y el miedo se puede llegar a ver la vida –a pesar de los pesares- con alegría, optimismo y serenidad. Se le olvidó decir que la tristeza no es patrimonio de la vejez sino que ataca también a los jóvenes, nos colgó –a los mayores de cincuenta años- el sambenito de la apatía y el desencanto.

Culminó diciendo que en la juventud miramos hacia el futuro, en la edad adulta vivimos en el presente y en la vejez no nos queda más que el pasado. Todo un ejercicio de negatividad al servicio de la salud mental del personal. Menos mal que nos fuimos las amigas a tomar unos vinos a la salida .... Si no, como para deprimirse durante una semana…

En fin.

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miércoles, 26 de marzo de 2014

Mimosas



Es miércoles y son las once de la mañana, llevo cinco horas levantada. Cada vez duermo menos, quiero decir que cada vez el cuerpo me demanda menos tiempo para dormir, y gracias a este reajuste mis días tienen más de veinticuatro horas. Las once de la mañana de un día de invierno-primavera reluciente de fría luz. Tengo muchas tareas que acometer: andar diez kilómetros, leer cien páginas de un libro o, como hoy, asistir a una reunión que no va a cambiar el curso de mi vida. (¿o quién sabe?, es lo que tiene estar pre-jubilada, que todo es posible.)

El caso es que me pongo al volante de mi coche y decido regresar a casa por el camino más largo, disfrutando de la sensación de no ir a ningún sitio mientras todo el mundo se afana alrededor. El piloto automático me lleva a uno de mis parques favoritos; todavía falta para que el sol caliente y hay pocas madres con cochecitos de bebés y los abuelos con el periódico están al abrigo del cercano bar.

Con mi libro a cuestas busco uno de tantos rincones para disfrutar de la soledad, el viento de las últimas horas se ha calmado por completo y parece que este espacio haya quedado algo fuera del calendario invernal. De vez en cuando un corredor sudoroso pasa por detrás del banco donde nos sentamos (V.E.Frankl y yo), pero sus pisadas no llegan a distraerme lo suficiente. Al cabo de un rato largo noto que un leve sopor va invadiéndome y que las letras quieren escapar del libro y descansar un poco. Sé que me estoy durmiendo y me dejo llevar.

En mis sueños –porque he soñado- estoy bajo un gran arbusto de acacia mimosa que ofrece una floración espectacular; sus racimos llenos de polen invitan a la libación y exhalan su particular perfume. La capacidad olfativa se acentúa en mi sueño y me asalta sobresaltándome. El libro se ha deslizado hasta el suelo, el bolso sigue ahí, a mi lado, miro el reloj: acaso he dormido veinte minutos…

Para espabilarme voy contando uno a uno mientras los visualizo los veinte dedos que tengo e, incorporándome, busco con la vista la gran acacia del sueño. No, en este parque hay casi cien variedades de árboles pero nunca he visto mimosas. Recorro una vez más sus senderos confirmando que la primavera vendrá también este año, árboles brillantes de vida, parterres en floración, la naturaleza se ha salvado de la crisis…

De vuelta a casa, por el camino del último monte antes de volver a bajar a la ciudad diviso una gran mancha amarilla contra el cielo azul. Mimosas…

Para perfumar la vida.

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Peligro, tres mujeres en la sidreria

 
(*) El sábado tocó sidrería. Es la época ideal y como coincide con el cumpleaños de mi hija mayor no lo dudamos ni un instante y allá que nos fuimos las tres, más felices que el pipas, a la sidrería de toda la vida, la de nuestro querido Marxel que ya no está, pero a quien seguimos siendo fieles. Nos conocen y nos dejan una mesa cerca de la cafetera que es donde se está más calentito; la comida es extraordinaria y la sidra pues depende de cómo le haya dado el aire.

Fue entrar y todas las miradas para nosotras; claro, a ver si no, cincuenta hombres y tres mujeres, menudo chollo, para elegir lo que se quiera, oyes, hoy es nuestra noche de suerte.

“Txotx!...! y a probarlas todas –las kupelas- entre bacalao con pimientos y tortilla de lo mismo, ahora me siento, ahora me levanto, por la Virgen María y el Espíritu Santo, hacemos tiempo para la txuleta y vamos catando poco a poco –la sidra-, ésta más ácida, la de allá con menos cuerpo, vamos a ver la kupela del rincón… Y entre risas nos vamos moviendo a través de la masa masculina que mira y remira, como pensando, “pero éstas… míralas qué felices, no se cortan un pelo…” nos ceden el sitio en la cola y nosotras “que no, que no”, que parecíamos “reinas por un día”. Unos machos jóvenes se acercan, quieren tantear el terreno y se topan con la amatxo y no saben qué decir, se trabucan y pierden el compás de la conversación, perplejos.

Esta sociedad hecha para los hombres en la que nos dejan entrar por la puerta pequeña a las mujeres, mirándonos de refilón –o descaradamente los más jóvenes- una madre con sus dos hijas, (miradas escrutadoras buscando al macho de la familia), disfrutando de un placer tan sencillo y de toda la vida como ir a una sidrería, aunque solas, sin problemas, sin complejos.

Nos sacamos unas fotos, nos gustan mucho las fotos, pequeños destellos del presente para cuando haya que buscar consuelo en el pasado o por el puro placer de hacer perdurar la risa y la alegría.

De vuelta a casa, hay que seguir en pie para ayudar a una pesada digestión –demasiadas calorías de golpe- y nada mejor que un gintonic y una sobremesa calentita y acogedora.

Mañana será otro día.

En fin.

• Deberes para el “finde” : ¿A dónde podemos ir las mujeres sin los hombres? ¿Dónde están más a gusto los hombres sin las mujeres?

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* Post escrito hace dos años exactamente. Sigue en vigor, Nostalgias. Recuerdos

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martes, 25 de marzo de 2014

El blog ¿Una terapia colectiva?

 
Ayer por la noche regresé a mi casa después de una escapada de seis días que me ha recargado las pilas en casi todos los sentidos. Llegué tarde y -¿qué me esperaba yo?- por supuesto tuve que aparcar mal; eso o dejaba el coche a un kilómetro de casa, pero no me importó demasiado. Subí con mi bolsa roja a reconcón y con otra de esas reciclables que sirven para cargar de todo: en este caso, productos de la huerta y comestibles varios, de esos que te tienes que llevar porque alguien insiste en regalártelo con todo el cariño del mundo, como si tu ciudad estuviera desabastecida de materia prima alimenticia. El buzón vacío de propaganda (primera sorpresa), en casa todo en orden excepto la exuberante flor de Pascua que dejé en el balcón siguiendo no sé qué criterio (segunda sorpresa) – ya verás qué bronca me monta mi madre, que era regalo suyo-, el contestador del teléfono con cero recados –esto no es sorpresa sino constatación agradable- y el ordenador, encima de la mesa de trabajo, encendido y sin baterías, es decir, apagado por fuerza. Esa soy yo.

Como vivo sola y no tengo que dar cuenta de mis manías a nadie, puse el ordenador a cargar mientras deshacía mi exiguo equipaje, cargaba una lavadora y ponía a calentar unos trozos de lecha frita regalados por mano generosa –soy caprichosa en el comer, qué le vamos a hacer-. Una ducha rápida para quitarme el olor a volante y el resto estaba cantado: el blog.

¿Qué me empuja a sentarme delante del ordenador a la hora en que las personas decentes duermen y las más decentes hacen otras cosas más interesantes? Ha sido un tema recurrente en las conversaciones de estos días; ¿buscamos una realidad alternativa que nos descargue del peso –tan pesado a veces- de vivir? ¿Qué pueden aportar a nuestras vidas “ectoplasmas pensantes” a los que ni siquiera somos capaces de poner cara?

Los profesionales del tema ya tienen todo el pescado vendido; ellos saben –y nos han contado- que los recursos del ser humano para paliar soledades, angustias y penas diversas buscan todos los vericuetos posibles para alcanzar el alivio. En otros tiempos por medio de drogas de todo tipo para acabar en un lugar común: la locura. Hogaño, nuestro ritmo de vida no deja espacio para demasiada reflexión aunque sigamos –algunos- formulándonos preguntas básicas con respuestas escondidas y nada básicas.

Antes de perderme en circunloquios diré que me puse a cantar después de reir; que adorné la mesa con mi copa especial de los gintonics especiales y que estuve leyendo hasta la madrugada con la sana intención de tomarme el fin de semana sabático –nunca mejor dicho-, antes de volver a engancharme a este bendito blog. Pero no ha sido posible. Lo leído, lo intuido y ciertas certezas, me han hecho despertarme al cabo de pocas horas y ponerme a escribir. Con el deseo y la intención de decir cuatro cosas bien claras.

La primera de ellas es que estoy feliz como una lombriz de haber podido conseguir, casi sin pretenderlo, que se creara un grupo de personas humanas capaz de compartir vivencias y pensamientos de tal forma que supone un espacio de confraternación en el que todo el que quiera puede encontrar un sitio con su nombre. La segunda, pero no menos importante, es que yo no creo en casualidades sino en causalidades, y que todos los que participáis en el blog ofreciendo el regalo de vuestro cariño, ánimos y fuerzas para quien lo necesita estáis creando una energía que no puede más que originar un efecto positivo y feliz en vuestras vidas.

Y que, creyendo como creo en el poder de la mente y en la fuerza del corazón, estoy convencida de que nos estamos ayudando unos a otros de la manera más sencilla que existe a realizar la terapia individual que todos –en algún momento- necesitamos, como si fuera una psicoterapia colectiva que nos ayuda a reubicarnos en el papel que nosotros –y no los demás- hemos elegido para representar esta única función de la obra más importante en cartel: nuestra vida.

Así que gracias de todo corazón y seguimos cabalgando.

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Estas cosas sólo me pasan a mí...

 
Hasta hace unos pocos años, si una mujer se quedaba sin pareja siendo “talludita”, lo más normal era que no tuviera más opción que acceder a los requiebros de algún caballero de “edad madura” si es que tenía esa suerte o, en su defecto, comprarse un perrito y dedicarse a verlas venir suspirando a la puesta del sol. Pero ahora, con esto de las redes sociales ya no hace falta trabajarse demasiado el tema porque salta la liebre (la oportunidad) en casi cualquier esquina de la pantalla del ordenador.

Mi conexión a Internet ha sido vía intravenosa hasta que me dí cuenta de que tenía que “desenchufar” y aprender a utilizar la tecla OFF del ordenador. (Fue uno de mis propósitos de cara al nuevo año y creo que lo voy haciendo bien, ahora apago el portátil cuando me marcho de casa, jeje…) Sobre todo porque, no estando obligada a estar encadenada a una mesa de trabajo por mi condición de prejubilada, tenía que quitarme ese “síndrome de Estocolmo” que me había perseguido durante el último semestre del año pasado.

Pero a lo que voy. Que me apunté al Facebook porque me lo aconsejaron y al principio fue divertido. De media docena de amigos y cuarto y mitad de amiguetes subió la cosa como la espuma hasta pasar el centenar y ahora resulta que soy más popular que la Chelito, pero es mentira, vamos, faltaría más, a la mitad de los que me tienen en su lista ni los conozco, pero como son “conocidos de conocidos” pues parece que eso es patente de corso para entrar a saco y tomarse confianzas. (A ver si aprendo a tomármelas yo también y saco algún beneficio). El caso es que un caballerete de la provincia se dirigió a mí en buenos y correctos términos sin más interés (aparente) que “darme palique”, aparte de engordar mi ego a base de halagos por mi blog. Servidora, educada ella para lo que haga falta y más, contestaba sin mayor inconveniente.

Se acercaban las fiestas navideñas y este ciudadano –amante de la música según él- me invitó a compartir el Concierto de Año Nuevo (sí, Strauss, que no me gusta nada y menos dar palmas), porque decía iba siempre con su hermana y cómo ésta estaba enferma, claro, no era cuestión de desperdiciar.

La verdad es que era un compromiso, pero como la fecha era muy tonta, accedí no sé bien porqué; desde luego no porque el ciudadano fuera un georgecluny sino, ya digo, por quedar bien. El caso es que, para mi sorpresa, el tipo tenía buena conversación –lo que aprecié después del nefando concierto- y la cena a la que fuimos después deparó una hora y media de agradable compañía. (A veces una tiene suerte, no todo va a ser Murphy). A la hora de pagar él, caballero y yo, señora, insistimos cada uno por nuestro lado: él en pagar la cuenta común, yo en pagar mi parte. Ganó él porque, con casi sesenta años no iba a llevarle la contraria.

Después de la cena, fuimos a tomar una copa a un local del centro –ahí sí que pagué yo- y a una hora más que prudencial –la una de la mañana- decidí dar por finalizada la velada de esa manera elegante y correcta en que sabemos decirlo las chicas bien educadas.

Ahí empezó a torcerse la cosa porque cuando dirigí mis pasos a la parada de taxis del Boulevard, el hombre insistió en acompañarme “dando un paseíto, que hace muy buena noche”. La verdad es que para la fecha que era el tiempo estaba más bien caribeño, pero como es más listo el diablo por viejo que por diablo, le dije que nones y muchas gracias, añadiendo lo típico, que lo he pasado muy bien, que ya volveríamos a repetir cuando yo tuviera entradas para algún concierto, ¿?¿? y como no parecía captar mis ganas de despedirme, añadí contundente que mi hija estaba en casa algo enferma y no quería demorarme más en regresar.

Si dije, ya dije. Vamos, que si me lo cuentan no me lo creo. El caballerete en cuestión se puso farruco, me cogió del brazo y casi empezó a zarandearme, levantando la voz (no había bebido él más que yo, es decir, lo justo para mantener compostura y educación) y me espetó de muy malas maneras: “!Ah, pero tú te creías que “todo esto” te iba a salir gratis, a tus años, no te da vergüenza aprovecharte de la situación…!”

Que conste que me ha llevado mi tiempo analizar la situación, reflexionar sobre mi comportamiento (y sobre el suyo) y no me queda otra que llegar a la conclusión de… que estas cosas sólo me pasan a mí.

En fin.

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lunes, 24 de marzo de 2014

Maldito espejo de las narices


Dicen que el ser humano cuando se mira en el espejo no se ve, al igual que un animal en idéntica circunstancia no se reconoce, sino que el reflejo de la imagen pasa a formar parte de un campo visual global, ausente de detalles y percepción pormenorizada excepto que haya intención de ello. Para eso están esos espejos de gran aumento que se sitúan bajo la luz adecuada en un cuarto de baño, buscadores de granos, imperfecciones de la piel y pelos duros como escarpias.

Pero yo ando en otras batallas… concretamente la de posicionarme frente al azogue y hablarle a esa mujer que está ahí para decirle cuatro cosas que tengo guardadas desde hace mucho tiempo. Lo primero de todo que me ha ocurrido cuando he encarado el experimento es que me da la risa; una sensación de ridículo grande y absurda (obviamente estas cosas se hacen en la intimidad más íntima) llena todo el espacio. Pruebo a experimentar emociones: miedo, alegría, susto, tristeza, ira… y voy comprobando –con espanto y desconcierto- que el espejo refleja a una desconocida.

No me reconozco por mucho que lo intento. Tomo la palabra y le cuento alguna cosa intrascendente – a “ésa” que está ahí-, juego a la presentadora del telediario o le hago alguna pregunta capciosa del tipo -¿quién eres tú? o peor aún -¿qué quieres de mí? y ya no hay forma de evitar el subidón de adrenalina, el desconcierto envolviéndolo todo.

No nos miramos cómo somos, no nos vemos el gesto cuando hablamos, cuando discutimos, cuando nos enfadamos, en lo agrio, en lo amargo y les dejamos a los otros la triste carga de la imagen antipática de nuestro malestar… somos como Dorian Gray pero a cámara rápida.

Este pequeño juego me ha llevado una hora larga. Cuando, cansada y aburrida de mí misma y de lo que “veía” en el espejo, le he dado la vuelta a la moneda y he comenzado a poner caritas dulces, amables, acogedoras… comprendiendo la barbaridad que cometemos cuando proyectamos en los demás las miasmas del alma en vez del regalo que podemos hacerles si lo que expresamos son las luces cálidas de nuestro interior.

Uno de los desconocidos trabajos de Hércules para quien quiera enfrentarse a ese… maldito espejo.

En fin.
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Las encuestas no son más que tonterías



Cada vez que leo una noticia encabezada por la frasecita “Según un estudio realizado por…” ya sé lo que va a venir a continuación por lo predecible. Pero esta vez lo han hecho mejor; la noticia es contundente: “Ellos mendigan sexo y ellas intentan evitar situaciones de riesgo”, aunque ahí está también la opción B “Una vez a la semana es poco para ellas”, contradictoria con la opción A de forma que al lector –siempre tan vulnerable y sufrido- no le queda más remedio que leerse el artículo completo para enterarse de qué va la cosa.

Que va de sexo, está claro, pero qué es lo que quieren decir no se entiende demasiado bien aunque me parece que diciendo que las mujeres queremos más y más van a conseguir vender lo que necesitan vender los que han encargado la encuesta de marras, (que vaya usted a saber si se realizó realmente o se la inventó el de marketing, que también se han visto muchos casos). Si el hombre se conciencia de que la mujer necesita más atención sexual y por capacidad física, edad o situación particular no se la puede dar pues para eso están las pastillitas que vende el laboratorio farmacéutico que ha encargado la encuesta… si es que está clarísimo, hombre.

Ah, pero como en toda puesta en escena que se precie hay que buscarle el truco (o como diría mi abuela “aquí hay gato encerrado”).

En una línea , como quien no quiere la cosa, vienen a decir que el 75% de las mujeres están satisfechas con sus relaciones sexuales; ya está, pues bueno sea ¿no? ¡Un 75%! Casi nada… por mucho menos porcentaje se aprueban leyes, se condena a muerte a seres humanos, se cierran empresas o se eligen políticos con los que hay que cargar durante años… Pero luego añade que el 29% de las encuestadas no se acuesta más con su pareja porque padece halitosis. ¿Halitosis? Venga ya, lo que pasa es que les han preguntado si les gusta hacer el amor recién despertadas y han dicho que NO. Y cuando les han preguntado el porqué han respondido “porque a mi pareja le huele el aliento por las mañanas”. ¡Pues claro! Y… ¿a ellas no? Venga, por favor, será posible tamaña chorrada…

Conclusión: que hoy todo el mundo a hablar del tema y así desviamos la atención de lo que verdaderamente importa, que se nos sigue hundiendo el país, que se os sigue hundiendo el mundo. Bueno, por lo menos es más divertido que hablar de fútbol… ¿o no?

En fin.

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domingo, 23 de marzo de 2014

¡Qué bonito es ser mayor!

 
De verdad de la buena, cada día que pasa estoy más contenta de tener la edad que tengo, de saber lo que sé –lo suficiente para desenvolverme en este mundo proceloso- y de haber superado la época en que me daba miedo la vida… Sobre todo estoy feliz de haber cruzado la frontera de los cincuenta sin hacer alharacas, ni echarme encima traumas y complejos innecesarios. ¿Qué tontería es esa de las crisis cuando se cambia de década? Quien esté predispuesto a sufrir y a sentir que por cumplir años uno se queda fuera del circuito allá él, pero conmigo que no cuente.

Ayer por la noche tuve una experiencia nueva y diferente. (No, no fue en posición horizontal…) Tuve la suerte y la oportunidad de que un buen periodista con un programa divertido en Teledonosti (el buen profesional es Mitxel Ezquiaga y el programa “Keridos monstruos”) corriera el riesgo de invitarme a participar en su tertulia de los martes y allí me fui más feliz que el “pipas” y eso que yo no me he puesto delante de una cámara más que a la entrada del banco cuando voy a pagar las multas de aparcamiento. El caso es que –qué casualidad- va y me meten en un grupo de jóvenes opinantes.

–“Vaya, pensé, ya estamos buscando el contraste. Hablemos de amor, de ligoteo, de sexo y a ver qué dice la “carroza” esta…” Pero ya, ya… si se piensan que me voy a cortar un pelo…”

Después de lo que se habló allí, ¡qué contenta estoy de relacionarme con los hombres en igualdad de condiciones sabiendo lo que todos buscamos sin perder el tiempo mareando la perdiz…! Y no me refiero al “aquí te pillo aquí te mato” sino al amor romántico con mucha pasión y muchas locuras de por medio. Me dio la impresión de que los jóvenes estaban todos como “coitadiños” frente al sexo contrario; que si el qué dirán, que si la cuadrilla de amigas y amigos impone mucho, que si te pones en pareja es poco menos que imposible desarrollar la personalidad en libertad… Me sentí en algún momento como un anacronismo, pero no por vieja yo, sino por antiguos ellos, recatados, temerosos, escaldados antes de que les caiga encima el agua hirviendo… y es que en la vida –y en el amor- hay que arriesgarse, pegar saltos sin red, romperse un par de huesos y aprender, seguir adelante, luchar, disfrutar…con menos miedo, caramba.

Tuve que decirlo en voz alta y clara: estoy orgullosa de ser una persona mayor, -mayor de cincuenta años-, estoy feliz de estar viva y con muchísimas ganas de vivir, con sueños y esperanzas por cumplir en el amor, (de nuevo y todavía) sin tirar la toalla a pesar de los descalabros habidos y de los que estén por venir; feliz de no trabajar ya fichando todos los días, pero de seguir ocupando un puesto activo en la sociedad, en una ciudad provinciana, eso sí, pero en la que se puede evolucionar como ser humano igual que en una gran urbe.

Mientras me maquillaba –la encantadora maquilladora- me confesó su ausencia total de miedo a cumplir los treinta a pesar de que casi todo su entorno lo ven como una especie de trauma. Bien, chavala, tú eres de las mías, llegarás lejos aunque sea dando saltos. Llegarás a los cuarenta y a los cincuenta y mucho más allá gracias a esa actitud positiva ante la vida y, sobre todo, disfrutarás mucho más que los que encorsetan a la gente por la edad que tiene.

¡Qué bonito es ser mayor aunque no se lo puedas hacer entender a una persona joven! Pero ya sabemos todos que la juventud es una enfermedad que se cura con la edad y eso mismo me ha pasado a mí, que ahora que estoy curada de todo (y de espanto) no me queda más que disfrutar de toda la vida que me queda por delante.

¡A por ellos, que son pocos y cobardes…!

En fin.
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*Post escrito hace dos años. Vivencias viejas, pero no obsoletas.
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Si cruzas en rojo no llegarás a viejo

 
Soy una paseante empedernida de esta ciudad nuestra que tantas alegrías y penas nos ofrece; mas sobre todo soy una paseante atenta. Lejos de ir con la mirada perdida y los cascos en las orejas voy observando todo lo que veo. Me gusta mirar los edificios, levantar la cabeza y contemplar los maravillosos adornos arquitectónicos de que están provistos –sobre todo en el área romántica-, descubrir balcones exuberantes, “selváticos” imposibles e incluso algunas muestras de anecdotario de lo cutre, lo insólito o lo extraño.

Empezando por la “casa del águila” de la Plaza del Centenario, siguiendo por el precioso templete del edificio que mira al Parque de Amara justo al final de la calle Prim, el tristemente abandonado Teatro Bellas Artes del genial Cortázar –a ver si antes de que se cumpla el centenario de su construcción -2014- “quien corresponda” le echa un cable-, mi itinerario favorito recorre la calle Prim con las preciosas farolas de la acera de los números pares, los templetes y pérgolas en lo alto, sus portales modernistas y, ya casi en la Plaza de Bilbao, la magnífica y hermosa fachada de Prim 17. Si el camino hacia el centro de la ciudad se hace por el Paseo de los Fueros la vista, siempre a mano izquierda, descansa y se sorprende en los jardines vetustos, abandonados algunos y utilizados otros, que hacen imaginar el esplendor de unos edificios del siglo pasado con viviendas que daban a dos calles y por cuyos pasillos se podría andar en bicicleta.

Pero tanto como disfrutar de la contemplación de los edificios me gusta observar detenidamente a los paseantes, a la gente con la que me cruzo en el agradable deambular. Si van apresurados intento imaginar el porqué de su prisa, si tranquilos y pausados demoro mi sonrisa en sus ojos un segundo, el justo para muchas veces ser correspondida. Un día laborable por la mañana somos ciertamente muchos los paseantes, haciendo ejercicio o compras cotidianas, caminantes y usuarios teóricos del bidegorri (que no siempre utilizan aun discurriendo éste paralelo a su camino), allá ellos y su sentido del civismo. Hombres y mujeres aireando a sus perros: pequeños, medianos, grandes y enormes, con correa o sueltos, depositando regalitos que son retirados o permanecen –allá los dueños y su sentido del civismo-; los vagabundos en los bancos del parque haciendo tertulia mañanera alrededor de sus cartones de vino, las cuadrillas de pedigüeños tirados –literalmente- por el suelo con la mano extendida…me fijo en todo esto.

Pero hoy me ha llamado la atención un detalle y ya no lo he soltado en mis dos horas de paseo citadino. Los semáforos en rojo y los peatones. ¿Qué absurda ley impera en esta ciudad que hace que un porcentaje altísimo de peatones cruce las carreteras con el semáforo en rojo confiando su integridad física a la buena suerte o al azar? Miran a un lado y a otro, y si consideran que no viene nadie o que tienen tiempo para cruzar, se lanzan a la calzada temeraria pero decididamente. Supongo que serán los mismos que si un coche no respeta un paso de cebra vociferarán como energúmenos llamándole de todo al conductor…

¡Qué sensación solidaria con otras personas esperar a que el semáforo se ponga verde aunque no se divise ningún coche en lontananza mientras otros cruzan tranquilamente! Nos sabemos diferentes, como miembros de un club clandestino que se reconocen por signos ocultos en la calle… como diciendo, nosotros somos distintos, queremos respetar para también ser respetados…

Curiosamente, los que cruzan en rojo son lo mismo jóvenes que mayores, hombres o mujeres, solos o en compañía de otros… se ve que es un deporte popular…

Mi último recorrido –de Anoeta al Kursaal- me ha llevado a cruzar cuarenta y cuatro calles entre ida y vuelta, de las cuales veinte con semáforo añadido; en siete ocasiones lo he pillado en verde y en las otras trece el semáforo estaba rojo y he debido detener mi paso. Cada espera ha sido de entre 30 y 60 segundos, así que me he pegado casi un cuarto de hora parada al borde de la calzada esperando para cruzar. ¿Exagero? En absoluto. Reto a cualquiera a hacer la prueba. Un día de estos voy a empezar a charlar y hacer nuevas amistades con gente civilizada…en los semáforos en rojo.

En fin.

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