jueves, 25 de marzo de 2021

Lepismas

 

Lepismas

Con ese nombre oficial se identifican en zoología a esos bichitos asquerosos, tipo cucarachas transparentes, que aparecen en el cuarto de baño cuando enciendes la luz. No los soporto, desde siempre me han producido repelús y si veo uno lo persigo con la zapatilla y no paro hasta que lo aplasto. Ya lo siento si me descubro como “asesina en serie de seres vivos”. No puedo evitarlo.

Viven en lugares oscuros, húmedos y escondidos, alimentándose de todo lo que pillan, generalmente porquerías como la silicona de las juntas de los baños, las escamas de piel que caen por ahí, qué sé yo, basura pura y dura de la que no se puede sacar ni restregando con estropajo.

Sé que esta fobia me viene de cuando era pequeña y salían cucarachas en la cocina de detrás de la “carbonera”, el lugar donde teóricamente había que guardar el carbón pero que se usaba para meter la ropa sucia antes de poner la lavadora. Tuve pánico a levantarme por la noche, ir a la cocina por un vaso de agua y, al encender la luz, espantar a un par de esos insectos negros y veloces que corrían desesperados huyendo de la probable muerte que les amenazaba la presencia humana.

Los insectos deberían vivir en la naturaleza y no en casas de apartamentos de hormigón, hierro y acero. No estamos hechos para convivir los humanos y ellos. De la misma manera que cada uno en el orden natural del mundo debería saber cuál es su lugar para vivir en paz con el entorno y no exponerse estúpidamente a ser considerado especie invasiva y que se les intente exterminar. Luego se quejarán, las lepismas.

A veces yo me he sentido también como uno de esos “pececillos de plata” –eufemismo mucho más poético que el oficial-. Aturdida, escondida detrás de un muro fabricado por mi mente, buscando los lugares oscuros, fuera del foco social, necesitada de alimento pero sabiendo que me jugaba la vida al salir de mi escondrijo para procurármelo. Como esos bichitos, también me he sentido perseguida con intenciones de aplastamiento y he tenido que correr desesperada a recuperar el refugio en las grietas donde no podía llegar ni la luz ni la maldad humana.

Reconozco que me ha dado el cuarto de hora victimista, son ramalazos del pasado difíciles de eliminar por mucho restregón psicoanalítico que se le prodigue. Siempre me ha resultado algo estúpido ese afán por olvidar, por no querer recordar y luego quejarnos de que llegue el alzheimer. ¿En qué quedamos? ¿Me olvido de todo lo malo que me ha ocurrido en la vida o lo tengo presente para que no me vuelva a morder esa hiena?

Me río yo mucho de los “vendedores de paz” de todo tipo y pelaje que se empeñan –previo pago- en convencer a los humanos atribulados de que la auténtica paz interior consiste en perdonar, olvidar y sonreír a la vida. ¿Y qué hacemos con las cucarachas (mentales y de las otras) que siguen visitando nuestros dominios por la noche? ¿Hacer como que no las vemos?

El otro día estuve con un amigo muy querido que me confesó que se sentía “completamente feliz”. Me quedé mirándole con cara de “no te creo nada” y, ante mi silencio pertinaz, se vio en la obligación de aclarar: “bueno, igual es que no soy demasiado exigente con la vida”. Pues eso será, que le da lo mismo pisar una lepisma que dos…

Felices los felices. Malgré tout.

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Familia y parientes

 

Familia y parientes

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Siempre había pensado que el concepto que ampara estos dos vocablos era similar cuando no idéntico. Mis parientes son los abuelos, padres, hermanos, maridos, hijos y nietos. Y por extensión, primos, sobrinos, cuñados, suegros y hasta el perro y los gatos de mis hijas, que si te olvidas de alguno luego las susceptibilidades son el plato fuerte del menú del día. Sin embargo, empiezo a tener mis dudas ya que hay un discurso (ajeno, de momento) que me está haciendo reflexionar más de la cuenta.

Se lo escuché hace poco a un famoso actor en un documental y también a un amigo con quien hablo de lo divino y de lo humano: que hay “dos tipos de familia”, por un lado de la que formas parte o la que tú has formado, y por el otro esas otras personas con las que, sin haber lazos de sangre ni legales, uno ELIGE para que sean su “familia” al margen de la “oficial”.

Me lío con tanta sutileza y acepciones alternativas ya que siempre he sido amante de decirle al pan, pan y al vino, vino. Aunque estemos acostumbrados a hablar de, por ejemplo, una amiga “como si fuera mi hermana” y puede resultar que te llevas a matar con la hermana que está inscrita en el mismo Libro de Familia que tú. También se dice mucho eso de: “le quería como a un hijo”, pero ni lo habías parido ni adoptado y con el hijo biológico real y contundente llevabas sin hablar varios años por diversos desencuentros.

Por un lado nos hemos acostumbrado a ensalzar a la FAMILIA y por el otro la denostamos cuando nos ha tocado las narices la parentela. O somos o no somos, y me pregunto por qué esa necesidad de buscar sustitutos, paliativos o remedos de lo que desearíamos fuera de una manera distinta a como es en realidad.

No conozco a ninguna familia o parentela en la que sea fecunda la armonía, el cariño, el respeto y la consideración. Son virtudes que fluctúan según las circunstancias; unas veces a la baja y otras por todo lo alto según haya bueno o mal rollo entre los diversos personajes. Egoísmo, envidia y celos son ingredientes que nunca han faltado en este pastel en el que todos hincan el diente procurando comerse un trozo más grande que el de al lado.

Por eso queremos escapar –y muchos lo consiguen- de esos lazos que pueden convertirse en nudos marineros y apretar demasiado en el momento menos conveniente. Por eso se oye tanto eso de: “mi familia de verdad son mis amigos” y a mí me chirría muchísimo porque es como querer renegar de la luz del sol –que quema además de dar la vida – o de la lluvia –que anega la tierra a la par que hace crecer las lechugas-.

No vale hacerse trampas a uno mismo cambiando el nombre de las cosas y la esencia de los conceptos. Tus amigos los eliges tú y la familia te viene impuesta. Y hay que lidiar con ello sin ases en la manga. Los amigos vienen y van al ritmo de la música cuando los queremos como pareja de baile y la familia te la comes con patatas…excepto que pases olímpicamente de ella. Como hacen tantas personas y allá ellas con sus decisiones y las consecuencias de esas decisiones.

Mi familia ha ido menguando con el paso (natural) de los años. Fallecieron mis abuelos, mis padres y mis tíos. Ahora está en vanguardia la siguiente compañía: las hermanas (teóricamente yo la primera puesto que nací antes), cada una de ellas con su particular “arbusto genealógico” de hijos (sobrinos), maridos (cuñados) y nietos (sobrinos nietos). No hay más cera que la que arde y no quiero que nadie me líe con las palabras puesto que tampoco yo me quedo manca utilizándolas.

Como salvedad estarían los llamados “parientes políticos” que forman parte de SU familia de origen puesto que si hay un divorcio de por medio todo se viene abajo y ya no hay “títulos que valgan” porque entonces parientes o familiares en segundo grado van todos de cabeza al saco de los “ex”.

Si no te gusta tu familia, te aguantas. Una verdad como un piano y no intentes cambiarla porque acabarás comiendo pastillas. Y si quieres otra mejor…¡Fórmala tú y ten hijos y esas cosas! Los amigos me los pone en cuenta aparte y envueltos en papel de regalo, por favor, que son para llevar…

Felices los felices. (A pesar de la familia)

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Pedofilia

 

Pedofilia

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Me gusta mucho leer de noche en la cama; al ser una costumbre adquirida en la infancia, no me ocurre como a tantos lectores frustrados que, a la segunda página, se despeñan por el barranco del sueño. Como sé que puedo estar mucho rato abducida por la historia elegida, pongo cuidado en la elección del libro ya que los sueños reflejarán de alguna manera los estímulos a los que la mente sea expuesta en esas horas en las que, cansado, el cuerpo tiene la guardia baja.

Pero ayer me equivoqué totalmente. Tenía tanto interés en conocer la historia de Vanessa Springora sobre su relación a los trece años con el icono literario francés Gabriel Matzneff que lo empecé a las diez de la noche. Tres horas después, mi espíritu estaba revuelto y condolido. El sueño, como no podía ser de otra manera, no me ha proporcionado descanso alguno. Por la mañana, he terminado el libro y me he puesto a investigar, acuciada por la necesidad de conocer más.

Hay cientos de entradas en Internet sobre el caso Matzneff y su condición de pedófilo orgulloso de serlo, sobre sus libros autobiográficos en los que relata la seducción que llevó a cabo de muchísimas niñas púberes en aras de una “educación sexual” para ayudarlas a “hacerse mujeres” de la mano cariñosa y dulce de un depredador sexual que se vanagloriaba de sus viajes a Filipinas para gozar de niños de once años, obviamente previo pago.

El tema es morboso a la vez que estomagante, qué duda cabe, pero lo realmente terrible es cómo una sociedad tan admirada como la francesa de los años sesenta/setenta consintió y jaleó públicamente los desmanes de uno de sus iconos literarios. Sin olvidar los alegatos en contra de la penalización de las relaciones sexuales de adultos con adolescentes que firmaron tan tranquilamente intelectuales reconocidos de la época sin que les temblara el pulso.

En el libro “El consentimiento”, su autora, Vanessa Springora, narra el enamoramiento total y absoluto que padeció –y disfrutó hasta que se dio cuenta de la manipulación de la que estaba siendo objeto- sin haber cumplido los catorce años. Relata cómo su propia madre –divorciada de un padre ausente- aceptó y propició la relación de su hija con el escritor. Todo el mundo lo sabía y nadie hizo nada. Ni una denuncia a los Servicios Sociales de Protección al Menor, ni un intento de arrancar a una criatura de las garras del depredador con el que se fue a vivir a una habitación de hotel durante casi tres años.

¿Cómo es posible? Springora lo explica: porque hubo “consentimiento” y ahí quedaba sumergida y amparada la “libertad” de la persona aunque ésta no fuera legalmente responsable de sus actos.

Consentimos y miramos hacia otro lado como la cosa más natural del mundo. Consentimos como sociedad y como individuos. Nos llenamos la boca con frases ambiguas del tipo: “ya es mayorcita para saber lo que hace”, “él sabrá dónde se ha metido” o “cada uno es dueño de hacer lo que quiera con su vida”.

Pues sí…y no. Porque si hay gritos pidiendo ayuda al otro lado de la pared no vale subir el volumen de la televisión para no oírlos. Porque si hay un abuso flagrante de poder de alguien fuerte sobre alguien débil, no es de recibo mirar hacia otro lado apartando el grito de la conciencia a manotazos.

Vanessa Springora ha alzado su voz treinta años después de haber “consentido” ser el juguete sexual de un pervertido al que la sociedad de su tiempo protegió por ser alguien importante. Escribió su historia en 2020 y tan sólo porque son tiempos ahora en los que la moral va evolucionando y poniendo trabas a ciertas tropelías. La moral de nuestra sociedad… no de todas, desgraciadamente para los más débiles. Ojalá su testimonio valiente sirva para ayudar a otras personas que “consienten” sin atreverse a denunciar. Ojalá.

Felices los felices, aunque antes hayan sufrido.

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Pequeños/grandes placeres

 

Pequeños/grandes placeres

Teniendo en cuenta los tiempos que corren he dado en acomodar los restos del naufragio de mi vida social a las isobaras; es decir, ¿ Que va a hacer bueno el sábado? Pues quedamos. ¿ Que va a jarrear con viento del norte? Pues a cuidarse en casita que falta nos hace. Se le llama aprovechar las oportunidades, como comprar cuando todo está a la baja o vender cuando han subido los precios, nada del otro mundo.

Así que el sábado hice mi turno de vigilancia en mi terraza favorita a la espera de que se librara mi mesa preferida, la 9, que es donde da el sol cuando tiene que dar y la sombra cuando ya te has cansado de hacer la fotosíntesis.  La pillé a la una menos cinco y –después de desinfectada (la mesa y las sillas)- me senté a esperar a mi amiga J. Tocaba aperitivo femenino con ración de sororidad y calamares y con intercambio de libros incluido. Todo un clásico y todo un lujo.

Previendo que hubiera prórroga en el partido amistoso, había dejado la comida preparada, tan sólo a falta de comprar el pan en el bar de abajo donde tienen un horno que convierte un trozo de masa de no sé qué congelada en una delicia olorosa y calentita.

Me gusta mucho estar con mis amigas…de una en una. Ya antes de que restringieran los grupos sociales a cuatro había yo cambiado mi modus operandi pasándome al petit comité, en realidad tan petit que ya era casi vis a vis. Decidí que no me gustaba perderme en los vericuetos de varios temas a la vez ni mucho menos desperdigar la energía como si fueran migas entre los pajaritos. No me gusta el “picoteo” en ninguna de sus muchas acepciones, cosas mías.

El caso es que ahí estábamos J. y yo tan ricamente, al solecito de marzo -ése que dicen que da con el mazo- charlando bien tapaditas: abrigo, sombrero, gafas de sol y la cosa ésa que hay que ponerse en la boca y cuyo nombre nefasto me niego a poner aquí. (Dicen que Corín Tellado escribió sus casi cinco mil novelitas de amor sin usar jamás la palabra “bragas” por considerarla poco romántica. Bueno, pues yo lo mismo pero con lo otro.)

Estábamos J. y yo charlando de cosas nada aburridas: de nosotras mismas, de literatura y de sueños volanderos, cuando de repente le dije: -“¿Sabes qué te digo? Que yo no me voy a casa con este tiempo, que voy a aprovechar la coyuntura y cuando tengamos que dejar esta mesa (reservada para comer a las dos de la tarde) y tú te vayas a tu casa a comer con tu marido, yo me iré de “aventura” por el barrio a seguir disfrutando del día que hace. No me nace encerrarme en casa.” (Estas pequeñas libertades que puede una tomarse cuando no tiene quien le espere ni perro que le ladre.)

Seguimos con nuestra conversación a fuego lento, saboreándola, dejándola hacer “chup chup” porque no hablamos de tonterías sino de cosas que nos importan y aportan. No discutimos casi nunca porque J. tiene muy buen carácter, qué le vamos a hacer.

Terminados ya los riquísimos calamares y las dos primeras tandas de vinitos ricos (J. su tinto de crianza y yo mi Chardonnay) empezamos a recoger los bártulos para dejar la mesa libre a los que venían detrás. Fue visto y no visto, en lo que tardé en ir a pagar y volver, a mi amiga le había cambiado la cara: tenía una expresión como de chavalita a la que le han dado una buena noticia.

-“¿Sabes qué te digo? Pues que yo tampoco me voy a casa a comer, que me voy contigo por ahí…!” Y agarró el móvil para llamar a su compañero de Libro de Familia y comunicarle que oye, chico, que lo siento, pero que el marmitako de salmón ya lo compartiré contigo mañana, que estoy muy a gusto aquí con Cecilia y el avance primaveral…

Parecerá una tontería, pero yo sé que es un “pequeño/gran placer”, que no todo el mundo puede permitirse –y sobre todo si eres mujer- eso de cambiar los planes sobre la marcha y decirle a tu pareja que no vuelves a casa a comer, porque hay demasiada gente que se enfadaría y te llamaría egoísta si le abocas a tener que comer en soledad para que tú lo pases bien. Egoísmo por egoísmo, la cosa está clara. Pero J. eligió bien a su compañero y éste se alegró de que ella estuviera feliz y contenta. (Suerte que tienen algunas)

Al final, nos dieron las cinco de la tarde en otra terraza al sol, comiendo esos pintxos de la tierra que tanto levantan el ánimo y rematando con café y pastelito. No nos quedamos al gintonic porque se levantó algo de viento…

Y colorín colorado este cuento de sábado se ha acabado. Por si a alguien le sirve para repensarse el romper las rigideces que a nosotros mismos nos imponemos.

Felices los felices. (Y J. y yo más…)

LaAlquimista

*** Ilustración: Sisters and the city

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Saber dar las gracias

 

Saber dar las gracias

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Cada noche, justo en el momento de apoyar la cabeza en la almohada, rasco treinta segundos para hacer un brevísimo repaso al día y me reconforta poder agradecer que no haya habido ni sobresaltos ni desgracias en mi entorno personal. Parecerá una tontería, pero ese pequeño agradecimiento al Universo me deja la mente en “modo avión” y el cuerpo relajado. Cuando me despierto, siete horas después –más o menos- doy las gracias por el descanso y por sentirme viva y con ganas para afrontar el nuevo día. (Releo el párrafo y parece que me ha dado un ataque agudo de mindfulness)

Ahora mismo –mientras escribo estas letras en una cómoda habitación- siento agradecido el estómago que acaba de disfrutar del rico desayuno que le he proporcionado. En un ratito, cuando me meta bajo la ducha, cantaré a mi manera la magnífica sensación del agua caliente, la caricia del gel sobre mi piel, el gustazo de sentirme purificada; y la toalla mullida, la ropa interior limpia y oliendo a suavizante. La cremita suave para la cara, el cepillo limpio sobre el pelo. (Releo el párrafo y parezco un anuncio de Rituals)

Me siento confortada y moderadamente feliz por vivir en un piso que no se cae a cachos, con todo pagado y luz que entra a raudales por las ventanas. Me voy a la calle cerrando tras de mí la puerta blindada, para andar con buen calzado y mejor abrigo, por los caminos que hoy elija transitar. (Aquí ya soy una medio-embajadora de Leroy Merlin e Ikea)

Si me tomo un cafecito de media mañana en el bar de abajo, le doy las gracias a Oscar por su amabilidad; al hacer la compra al colmado de la esquina respondo con alegría al chiste cotidiano de Koldo. Si me toca “masajito”, le digo a Ana que qué bien que me menee las carnes con cariño y me deje como una reina mora. A Mónica le agradezco con un buen té y dos abrazos cada vez que viene a casa a ayudarme a que no me coman las telarañas. (Aquí ya parezco la hija adoptiva de Teresa de Calcuta)

A mis hijas, Xixili y Amanda, les mando bendiciones a chorros por todo el amor que me dan; por saber cuidarse y ser felices y evitarme preocupaciones y disgustos. Agradezco a Alejandro y a Guillermo que trabajan con ellas codo con codo para hacer el mundo un poco mejor: y que las cuiden cuando enferman y les den mimos y les hagan masajito en los pies. Doy las gracias por mi hermosa nietecita Eila que ha venido a nuestras vidas para hacernos reflexionar sobre casi todo lo que hacíamos mal: ella, desde su especial mirada y su corazón limpio también me llena el frasco del amor. (Y, de repente, empiezo a ser yo misma…)

Doy las gracias por vivir en una ciudad hermosísima; por poder moverme con mis piernas, por respirar el aire limpio del monte y emborracharme con el salitre del mar. (Chardonnay aparte). No vivo en una celda oscura: mi mente amplía todas las grietas para que entre la luz. Doy gracias incluso cuando siento la tristeza porque sé que así apreciaré más la alegría que está detrás. Y  a mis amigas y amigos del alma que ocupan todas las letras del abecedario. Y sobre todo, feliz porque no me duele nada. Más agradecida estoy todavía por tener un espíritu que no me hace temer casi nada. Soy como el tonto aquel que se conformaba con un caramelo gordo, sólo que en mi caso el “caramelo” me lo he fabricado a mi conveniencia.

Al final, me aplico mi pequeña filosofía en zapatillas y la alquimia de andar por casa (como si fuera la crema hidratante de las mañanas) que tan bien me reconforta de las iniquidades, miserias y crueldades de este mundo en el que todos vivimos. Total, por el mismo precio… doy las gracias por todo lo que tengo en vez de condolerme por lo que creo que me falta. Y a tirar millas.

Felices los felices.

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jueves, 11 de marzo de 2021

Cháchara

 

Cháchara

B. y yo nos conocemos de toda la vida. Cuando marchó a trabajar a una ciudad lejana intentamos seguir la relación de amistad como podíamos, casi siempre por teléfono y nos veíamos cuando volvía a Donosti a visitar a su familia de siempre con la nueva que había formado. Desde hace tiempo tan sólo nos queda El Teléfono. El de ahora, el que se lleva en el bolsillo o incluso en la mano.

Invasión donde las haya, amigo de doble filo, rastreador espía de la poca libertad que le queda al individuo. Cuando las llamadas costaban lo que se decía que costó el Congo, todos éramos comedidos o llamábamos desde el trabajo, que pagaban otros. Pero ahora con lo de los planes planos ya no hay excusa y parece que tener un móvil es la carta blanca para cualquiera al que se le ocurra marcar nuestro número. No voy a hablar de vendedores a distancia –que a fin de cuentas están trabajando- sino de la cháchara por imperativo amistoso.

B. está ya jubilado y el tiempo se le va entre aburrirse y no hacer nada; sus nietos están lejos y no puede ir a buscarlos al colegio como le gustaría. Yo estoy divorciada y jubilada y tampoco puedo ejercer de abuela, así que el tiempo se me va en hacer cosas que me salven del aburrimiento típico de mi edad y condición. (O eso es lo que se piensa B.) Porque cree que no tengo nada en qué involucrarme, cuando me llama, con inusitada frecuencia, sé que me esperan larguísimos minutos escuchando. Porque llama para ahuyentar su soledad, para buscar compañía en esas larguísimas horas en que no tiene a nadie con quien hablar hasta que su pareja termine su extensa jornada laboral y regrese a casa para cenar en silencio viendo la tele o riñendo por cualquier tontería.

Por más que le explico que yo vivo feliz precisamente por eso, porque no tengo nadie con quien hablar (o discutir) B. no lo entiende; quizás me llame también en parte porque le doy un poco de pena, no lo sé y no se lo pienso preguntar por si acaso me dice algo que no necesito saber.

El caso es que el otro día se pegó veinte minutos de reloj contándome el peñazo que le da un conocido hablándole de sus cuitas, que le traen sin cuidado porque a fin de cuentas son las cuitas de alguien con quien no tiene desarrollado el sentido de la amistad. Me decía: “¿Qué puñetas me importa a mí si le faltan papeles para tramitar sus cosas? ¿Por qué me cuenta si su mujer esto o su yerno lo otro? ¡Que me deje en paz, que me aburre!”…

Y entonces yo le digo que esto es una rueda que no para de girar porque nos vamos transmitiendo unos a otros las historias aunque sepamos que estas no interesan a nadie porque – sencillamente –carecen de interés humano alguno. E intento hacerle ver que está en bucle contando la historia de un desconocido durante el tiempo que podría estar ocupando en hacer algo de mayor enjundia, no sé, como mirar al horizonte y ver lo bonito que está o leer un libro o darse un paseo por la orilla del mar.

Como el que yo –C.- esté repitiendo la misma cháchara insulsa, sin gracia y sin interés, poniéndola por escrito y compartiéndola con quienes se pasean un rato por este blog. Es una cadena de sin propósitos, -o con muchos despropósitos- me doy cuenta, nos repetimos obviedades, nimiedades, tonterías, cosas absurdas, cotilleos y pequeñas maledicencias continuamente. Por teléfono y por escrito; a la cara misma o a espaldas de la eventual víctima. No paramos de hablar por no callar, de escucharnos a nosotros mismos aunque haga eco la voz propia. Yo misma, tú, tantos…

También están esas personas antipáticas que, cuando un amigo les explica algo que les parece un rollo, se lo dicen, le cortan de raíz el discurso y marcan distancias. Esa gente se queda sin amigos más rápidamente que los que sabemos aguantar la cháchara que inunda el Universo porque la hemos incorporado a nuestras vidas como el silbar del viento o las sirenas de las ambulancias. Y porque la vida siempre ha sido más de “cháchara” que de conversaciones profundas.

Felices los felices. Y los que saben callar.

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