martes, 24 de mayo de 2022

Mi "zona de confort" viaja conmigo

 

Mi “zona de confort” viaja conmigo

 

Dicen que la adaptación del ser humano al entorno es inherente a su naturaleza por aquello del instinto de supervivencia. Dicen también que el hombre –genérico de la especie humana- ha construido una “zona de confort” sacándole de la cual se vulnerabiliza a tal extremo que puede derrumbarse como individuo y como especie.

Pues será que tienen razón, pero yo esto de la “zona de confort” sólo sé interpretarlo de manera literal; a saber, aquel lugar en el que me siento cómoda y sin preocupaciones. Y para ello nada tan sencillo como crear una “mochila confortable” para llevarla a todas partes como equipaje de mano.

Soy perfectamente consciente que “nuestra” zona de confort no es más que un estado psicológico, que hace referencia a un estado mental y, a la vez, de comportamiento, en el cual nos imponemos límites o aceptamos un determinado estilo de vida para evitar presión, riesgo, miedo o ansiedad ante lo que queda “fuera”.

Cuando salgo de mi casa, de mi “cueva”, de mis paredes emocionales protectoras y me instalo en “cueva ajena”, sé que en las primeras horas de adaptación deberé aceptar todo aquello que se me ofrece como parte del “regalo de bienvenida” y que va a conformar emocionalmente el espacio en el que sentirme tranquila mientras dure el cambio circunstancial.

Por eso me viene siempre bien una habitación sin goteras aunque no tenga vistas al mar; por eso me adapto a dimensiones diferentes a las habituales. No importa dormir en una cama más pequeña o compartir un baño o cocinar con aparatos rarísimos en vez de con gas y cacerolas. La bebida sabe igual en vasos grandes que pequeños, la comida hecha con amor alimenta siempre el cuerpo y el alma.

Mi “zona de confort” es siempre aquella en la que me siento protegida y acompañada, donde sé que me quieren y me respetan, ese lugar donde la amabilidad no se regala sino que se respira con el aire limpio de la mañana. Cualquier “zona de confort” tiene que hacerte sentir tranquilo, sin tensión de ningún tipo por estar conviviendo con personas que se rigen por normas diferentes a las propias. Si puedo ser yo misma, con mis pequeñas quisicosas y manías de señora mayor sin que me burlen o critiquen, me siento en paz con el mundo en general y con esa “zona de confort” nueva en particular.

Puede ser una ciudad desconocida, un hotel impersonal, el apartamento que alquilas para las vacaciones, la casa de unos amigos, el hogar que ha formado parte de tu familia. Donde te dejen ser tú misma a todas horas, donde no tengas miedo de molestar o hacer ruido o comerte algo que has visto en el frigorífico. Donde puedas sentirte “como en casa”, esa frase manida y con tan poco fuste que se dice para quedar bien a la vez que te pueden estar vigilando por el rabillo del ojo cuánto papel higiénico o agua caliente gastas.

Mi “zona de confort” viaja conmigo y allá donde voy la extiendo como una alfombra en la que voy a sentarme a comer o tumbarme a dormir o a desperezarme de la modorra que la vida nos apaña tantas veces.

Donde te dejen ser tú mismo, donde te ofrezcan todo lo que tienen y más, extiende allí tu “zona de confort” y luego, al despedirte, no te olvides de dar las gracias. Que un regalo siempre será un regalo.

Felices los felices.

LaAlquimista

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El coronavirus y yo

 

El coronavirus y yo

Llegué al mes de Mayo de 2022 habiendo sorteado con éxito todos los ataques de la Covid-19. Mientras tanto, alrededor, habían ido cayendo, contagiados, amigos y conocidos, vecinos y paseantes. Servidora, en casa, más sola que la una, mantenía el baluarte firmemente protegido a base de paseos por la naturaleza, comida sana y buena lectura. Tanto en 2020 como en 2021 viajé a México –por aquello de lo que tiran los hijos- y esquivé al “bicho”; no así parte de mi familia que lo padeció hasta en dos ocasiones, pero con la gravedad justa y superable. Menos mal.

Pero esto de la COVID ha sido como todo en mi vida: en cuanto me relajo, zas, salta la liebre y me desmorona el arbolito. Quiero decir que, con tres vacunas en el cuerpo y muchos planes sociales rechazados (no cine, no teatro, no comilonas en sitios cerrados, no besos, no abrazos, no roce), recibí con alivio el levantamiento de la obligación de portar tapabocas en interiores.

Te relajas, te confías, porque (casi) todo el mundo lo hace, sin darte cuenta de que el deseo de que algo ocurra no es protección alguna contra los efectos negativos de esa acción. Como cuando quieres enamorarte y se te olvida que luego vendrá el llanto o el desajuste a toda alteración hormonal.

Así las cosas me fui a la masajista habitual y ya nos vimos las caras sonrientes; y luego a la “pelu” y todas estábamos como niñas en el recreo. ¡Y en el colmado de la esquina! Saludándonos con las cajeras y el de la pescadería con unas sonrisas de oreja a oreja. Felices también en el bar de abajo de tomarnos el cafecito de media mañana con tranquilidad, sin el sube y baja de la mascarilla…

Luego me fui a Berlín (un taxi, un bus, dos aviones y otro taxi) a compartir la primavera con mi hija y le llevé un regalazo que no fue detectado en el control policial –ya que control sanitario no había- del aeropuerto ni de ninguna manera: la Covid-19, cepa Omicron VI, modelo primavera-verano 2022. Mucho vigilar que el champú fuera en botellín pequeño y NADA DE NADA para el virus que nos ha tenido a morir desde hace dos años. Europa, Espacio Schengen, libre acceso y tránsito incontrolado. Ni pasaporte covid, ni pepinillos en vinagre. Allá fuimos todos, dos avionazos a tope de personal –con mascarillas, eso sí- alegres y contentos en pos del destino final; en mi caso, cuarenta y ocho horas de cuartelillo esparciendo el virus por Berlín hasta que aparecieron los 38 grados colmados de fiebre y el positivo en el test de antígenos. Cinco días de calvario entre paracetamol, tos y dolor por todas partes. Por lo menos, la enfermera –joven, rubia, guapa y más fuerte que yo- me ha cuidado amorosamente.

Utilicé el whatsapp para comunicar a mi gente cómo había caído miserablemente y cuál fue mi sorpresa al comprobar que andábamos todos más o menos en la misma tesitura: en plan plaga primaveral, como si de polen se tratara o de mosquitos tigre. Que aquí no se libra ni el Tato…está más que escrito y comprobado. También comprobé con asombro que lo que para mí era algo HORRIBLE, para los demás no era más que una anécdota…y eso también me puso de nuevo en mi sitio, que no es otro que desarrollar el aprendizaje de que ya te puedes estar muriendo que eso al otro le importa bien poco… También he descubierto que no pocas personas han pasado la Covid-19 y ¡no han dicho ni esta boca es mía! Cuánto se aprende aunque no se quiera aprender de esta manera…

Resumiendo: que con tres vacunas en el cuerpo me la he pillado. Por boba y por confiada y dando gracias de las vacunas y los anticuerpos que si no acabo en un hospital alemán mirando al techo.  A ver qué pasa ahora que ya se acerca la temporada de vacaciones y vamos a ir todos esparciendo virus a diestro y siniestro sin más contención que la del propio miedo. Yo, por si las moscas, voy a seguir con la mascarilla en lugares cerrados, como estoy viendo que aquí, en Berlín, hace todo hijo de vecino. Y, si los alemanes lo hacen…por algo será.

Felices los felices.

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Viejas cartas, e-mails eternos

 

Viejas cartas, emails eternos

Ya hace años que tiré a la basura todas las cartas que –también durante años- había conservado como puntales de mi biografía. Me deshice de ellas por pudor a que alguien las leyera sin mi consentimiento, pero también por sana limpieza mental y emocional. Ni siquiera he querido darles a mis hijas las cartas de amor; para qué, si ellas ya tienen las suyas…aunque no sean de papel.

Sin embargo, me cuesta muchísimo más mandar a la “papelera de reciclaje” los cientos de correos electrónicos  que, a lo largo de los últimos veinte años, -¡Veinte!-, he cruzado con quienes me unió en su momento un sentimiento hermoso de amor, cariño o amistad. Como no molestan ni abultan en los cajones, cuesta más deshacerse ellos… Tengo todos los emails –más de mil- archivados en sus carpetas correspondientes y mientras no haya un colapso global en Internet ahí seguirán en esa “nube” que no se ve y que todos confiamos que exista en algún lugar.

¡Qué cantidad de relaciones he mantenido en los últimos veinte años! Relaciones de todo tipo: algunas pura pasión (sufrimiento), otras puro amor (eterno, pero menos), la mayoría de amistad incondicional condicionada a demasiadas cosas (como luego se vio).

Relaciones virtuales, correspondencia suscitada por el blog que llevo escribiendo doce años, gente de aquí y de allá con la que he compartido emociones, pensamientos y alguna que otra tribulación. Relaciones que dieron el salto a la vida real y que buscaron su camino entre diversas vicisitudes para hallar, finalmente, el punto de equilibrio.

Posibles “enamorados” de alguna página de contactos o de aquellos chats de hace quince años a los que acudíamos las personas sociables cuando no podíamos socializar de manera real. Ahí han aparecido un par de personas a las que me unió en su día una profunda amistad (o eso creía yo) y que solicitaron mi ayuda en los momentos complicados de su vida. Ahí siguen los emails de cuando me pidieron dinero y se lo envié y el gran vacío que siguió al momento en que lo recibieron y ya no supe más de ellas. Supongo que más por vergüenza de no poder devolvérmelo como me prometieron que por afán de engaño o abuso.

Ahí están los emails en los que la empresa en la que trabajé durante treinta y cuatro años me mandaba “la cuenta” y las condiciones para prescindir de mis servicios a la peligrosa edad de 55 años.

Sin embargo, no he querido releer las “cartas de amor”. Ahora mismo lo que menos me hace falta es mirar hacia atrás, rebozarme en la nefanda nostalgia de recordar o añorar aquello que me “dopaminó” en su día y que tantos disgustos me trajo después. ¡Una historia de tres años puedo hacerla desaparecer a golpe de clic!

Y los emails familiares, horror grande donde los haya, llenos de reproches, cuentas mohosas entre hermanos, heridas que no terminan de supurar, quién necesita conservar ese testimonio doloroso. Mis padres no accedieron a ordenador alguno, lo cual es un punto a favor para extender bálsamo sobre su recuerdo. Mis hijas, benditas ellas, me llenan el whatsapp de preciosas fotos y nos vemos las caras por videoconferencia con asiduidad. Los abrazos, compañía aérea mediante, siguen vivos y amorosos cada vez que queremos y podemos.

Vivimos de otra manera a como se marcaba la hoja de ruta cuando nacimos. Hijos de un tiempo en el que la tecnología ayuda y apabulla a partes iguales, no sabemos cómo terminaremos. Igual a la gente la enterrarán con un “pendrive” en el que esté toda su biografía. En mi caso, cenizas, por favor, muchas cenizas al viento…

Felices los felices.

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"No quiero saber nada". La ecpatía

 

“No quiero saber nada”. La ecpatía

El mundo está convulso y nos salpica a todos, lo queramos o no. Y ahora mismo se divide en dos tipos de personas: los que “no quieren saber nada” y los que se sienten afectados por la realidad aunque sea ajena a ellos. A lo segundo se le llama “empatía” y no es tan difícil encontrar personas que sienten y padecen por que otros padecen y sienten.

Pero los otros, los que “no quieren saber nada”, también tienen un nombre. Son los ecpáticos, los opuestos, los que bordan el antónimo que todo concepto lleva en su sombra: ser uno y su contrario. Sin entrar en filosofías –porque luego me lío y ni yo misma sé salir- están aflorando a la superficie los sentimientos ocultos por tantas personas que, sabiéndose insolidarias e indiferentes, acaban de blanquear esa falta de amor cubriéndola con un manto de “autoprotección” que igual no es otra cosa que un desamor total y absoluto hacia el género humano.

Los conozco en grupo y a nivel individual y de todos ellos huyo como de la galerna en una tarde playera de verano. Y me alejo de ellos porque me llenan la mente de polvo que no es mío, me irritan los ojos y el corazón con su desprecio y, sobre todo, quiero escapar porque sé que lo suyo es contagioso, que yo también puedo acabar pensando y manifestando como ellos: “No quiero saber nada de lo que pasa en el mundo, todo es demasiado terrible y cruel, no lo soporto. Paso.”

Y da lo mismo que cierren los brazos, bien apretaditos contra el pecho, sobre lo que pasa en Ucrania, en Afganistán, en Siria o en cualquier país doliente. Da lo mismo, porque se han convencido de que eso “no tiene nada que ver con ellos” y dirigen su vista y su esfuerzo únicamente a su pequeño mundo, a sus cosas, sus afanes, excluyéndose de participar en un mundo solidario, comunitario y afectivo del que reniegan.

Son los que no sufren ni por ti ni por mí, porque eso les provocaría muchísimo dolor, claro está; que da igual que tú estés con medio cuerpo en el pozo que a ellos les da exactamente igual. Ahora la empatía se mide con emoticonos de whatsapp.

Esta gente ecpática, que controla su mente y sus intenciones voluntariamente para no verse afectado por ningún estímulo emocional que provenga del exterior y pueda afectarle negativamente, existe. Y han venido para quedarse.

Ellos se llaman individualistas o escépticos. O indiferentes o equidistantes. Desencantados de la humanidad como tal y tan sólo condescendientes con algunos seres vivos en particular.

Son esos que se quedan callados si les dices que se ha muerto tu madre o tu perro. O que tienes un tumor. Les da todo igual, lo único que quieren es que “nadie les moleste”. Son esos que “cogen manía” al que les resulta incómodo; son los que critican y nunca ayudan, los que cuando parece que dan, en realidad, te están quitando.

Son los incapaces de sentir empatía hacia los sentimientos de los demás. La cara oculta –fría y distante- de la empatía. Acaban siendo antisociales, obviamente, puesto que carecen de herramientas para relacionarse de forma positiva con el resto. Se vuelven huraños y algunos hasta amargados. Se quejan de todo y no hay manera de que sonrían a cambio de nada.

La horma de su zapato la encuentran cuando tienen que echar mano del “bienestar social” que abunda por estos lares. Entonces sí que aporrean la puerta del ambulatorio para que les curen sus pupitas o ponen la mano para exigir al sistema “lo suyo”.

Protestan en las redes sociales, se ciscan en todo lo que se mueve y levantan el puño y la tecla afilada contra un sistema del que, cuando les conviene, “no quieren saber nada”. Porque, en definitiva, lo que viven en su mente –corazón cerrado a cal y canto- es que SUS problemas son los únicos que importan y los de los demás una tabarra insoportable.

Avisados estamos. Que no nos pillen desprevenidos.

Felices los felices.

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Tomarse las cosas como algo personal

 

Tomarse las cosas como algo personal

Como es bien sabido, aunque lo queramos negar, nos creemos que el mundo gira alrededor de nuestro ombligo y hay que disponer de cuarto y mitad de humildad para reconocerlo. Es por eso que nos sale la susceptibilidad como los granos por comer demasiado chocolate o esas manchas horribles en la piel por abandonarnos al sol.

Nos tomamos las cosas como algo personal pillándonos el ego con papel de fumar y ese es el motivo por el que nos enfurruñamos más veces de las necesarias ya que presuponemos “mala intención” en comentarios o actos ajenos aunque quien los haga ni tan siquiera haya pensado en nosotros en las últimas semanas.

Cualquiera que sepa quién fue Wihlelm Wundt lo verá clarísimo y para quien tan sólo se aproxime al padre de la psicología moderna también se dará cuenta de por dónde van los tiros: inseguridad en uno mismo, falta de autoestima, debilidades personales mal gestionadas y así hasta llenar un par de folios.

Con demasiada frecuencia damos un paso al frente dándonos por aludidos cuando tropezamos con una crítica de un tema que “podría” tener alguna relación con nosotros y si esa relación no es de claridad meridiana se le buscan tres pies al gato para arrogarnos el derecho de refunfuñar o poner a parir a alguien. Diremos que nos han faltado al respeto situándonos en el epicentro de la cuestión, sea ésta cual sea.

Me ha ocurrido en las dos direcciones; es decir, que lo he sufrido como acusación y lo he padecido como dardo envenenado. En el primer caso, me dicen que meto la pata cada vez que escribo un post donde pongo en solfa cualquier comportamiento humano que me llama la atención. Si hablo de parejas que se soportan malamente, siempre habrá algún amigo o amiga que –estando en esa tesitura- se dé por aludido y… ¡se enfada conmigo!

Por el contrario, cuando alguna de mis relaciones deja de llamarme tres semanas seguidas, enseguida pienso que “algo he hecho mal” –es decir, me lo tomo como personal-, sin darme cuenta de que esa persona puede estar viviendo sus peculiares circunstancias por las que no piensa en mí… porque no tiene que pensar.

Luego están los que tienen “mala baba” y disparan con balín y luego ponen cara de no haber roto un plato y dicen… -”¿Quién, yooo?”. Esos son los que piensan que no se les ha visto el plumero; a ésos, ni agua. O como decía mi padre: “No hay mayor desprecio que no hacer aprecio”. Aunque te hayan dado en mitad de la frente, tú, disimula y “pon dientes” como decía aquélla a la que metieron en la cárcel por latrocinio.

Volviendo al tema con un poco más de seriedad. El mejor aprendizaje en la vida –cuando ya llevas muchos lustros a cuestas- es tomar consciencia de que no somos ni más ni menos que nadie y que algunas veces andaremos “sobrados” y otras “escasos” de casi todo.

Así que, como farfullaba Don Corleone: “Mantén cerca a tus amigos y más cerca a tus enemigos”, para no confundirte cuando pinten bastos.

Felices los felices.

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Mi cuerpo es el que es

 

Mi cuerpo es el que es

Estoy luchando contra la rabia de tener un cuerpo viejo malamente instalado en una mente mucho más joven. Quiero decir que sigo con la pelea de los gimnasios (que no quiero ir ni harta de vino), de las dietas (que ya hay suficiente hambre en el mundo) y de la falta de pareja (que parece que si la tienes te mantienes más en forma).

Me miro al espejo desnuda cada mañana y veo cómo mi cuerpo se va transformando; y digo transformando porque no puedo decir “evolucionando”. Si fuera valiente –y famosa- como Valeria Schapira me fotografiaría desnuda para salir en un periódico de tirada nacional y romper una lanza –otra más- a favor de la dignidad de la mujer y en contra de la dictadura del cuerpo perfecto.

Es curioso cómo en las redes sociales se censura la desnudez humana, pero en los medios “pagados” no sólo se tolera sino que se abunda en ella con permisos y parabienes. Como si fuera más digno –o menos indigno- desnudarse bajo según qué árboles protectores.

Pero a lo que voy, que me disperso.

Dice el viejo chascarrillo que el deseo que le pediríamos todas las mujeres al genio de la lámpara sería “poder comer todo lo que quisiera, sin engordar”. Puede ser; igual no andamos demasiado lejos, igual es el caballo de batalla que nos hace “infelices” a muchísimas mujeres de hoy en día en este lado del mapamundi. En el otro, las carnes rollizas, las lorzas abundantes son objeto de deseo; aquí, de desprecio.

Envejecen los cuerpos y envejecen las mentes, aunque nos empeñemos en adulterar ese proceso a base de tratamientos de choque que nos son vendidos por quienes siempre tienen algo que vender incluso a los que declaramos no necesitarlo.

Sí, la mente también envejece, no me vale eso de “tengo el cuerpo de 60, pero la mente de 30”. ¡Qué me estás contando! Si a los treinta no sabíamos ni por dónde nos daba el aire…en comparación con lo que hemos aprendido y evolucionado a lo largo de los lustros. ¡Ojalá hubiera sabido a los treinta la mitad de todo lo que sé ahora mismo! ¡Otro gallo me habría cantado y no una lechuza desafinada!

Por eso insisto: mi cuerpo es el que es. Y el tuyo y el de todos. Y no andemos comparando ni para ganar ni para salir perdiendo. Puede que la carrocería esté rayada y deteriorada, pero mientras el motor aguante todos tan contentos. Todas y todos, que aquí no se libra ni el apuntador.

Me estaba acordando ahora de cierta amiga a la que le ha dado por decirme: “Ceci, tienes que adelgazar, ir al gimnasio, hacer más ejercicio” y eso supone, untar menos pan, comer menos croquetas, menos jamón, beber menos vino del bueno y abandonar para siempre los placeres que conforman nuestra cultura.

Una cosa es la salud física y otra la salud mental. Deberían ir de la mano, pero mucho me temo que quienes se someten a duras disciplinas para tener un cuerpo fetén, tendrán en un rinconcito del cerebro alguna queja por verse privados de los disfrutes de la vida.

Mi cuerpo es el que es y mientras yo lo ame todo está bien y en orden. No hay nada más que decir.

Felices los felices.

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Rencor y resentimiento, cánceres del alma

 

Rencor y resentimiento, cánceres del alma

Quienes hacemos malabares con las palabras tenemos la tendencia a poner “entre comillas” las cosas personales adjudicándoselas a personas o personajes imaginarios. Es una pequeña trampa, un truco del almendruco que consigue disimular la propia fragilidad. Ahora mismo, con el tema que me ocupa, bien podría echar los balones fuera y escribir como si la cosa no fuera conmigo o la contara un narrador omnisciente pero, sinceramente, prefiero afrontar el tema con mucho arrojo y cuarto y mitad de humildad.

Al lío. Mis relaciones personales han sido, por decirlo de una manera suave, controvertidas. El motivo de elegir personas con las que necesitar construir puentes por hallarnos en orillas opuestas, ha sido una constante en mi vida. Conmigo nunca es sencillo. Aburrido, tampoco. Dicho esto, paso a esquematizar el tema.

-Relación familiar inevitable.

-Traumas de la infancia en la mochila.

-Errores, ofensas y desencuentros auspiciados por un ambiente de escaso cariño y muy poco respeto.

Luego pasa el tiempo, los años de cinco en cinco o de diez en diez, el río se divide en afluentes, los hijos, en su cansino e inevitable camino hacia la desembocadura final, la muerte.

De abuelos a nietos, de padres a hijos y entre hermanos se sigue repitiendo el esquema aprendido hasta que alguien comprende que hay que romper esos diques y dejar que el agua fluya con el caudal en libertad y según su necesidad. Es decir, destruyendo las amarras del pasado, cuestionando la educación recibida, escudriñando los supuestos “valores” en los que se ha cimentado “esa” vida familiar.

Es en la edad adulta y más que adulta cuando atisbamos la sabiduría necesaria y acumulamos la experiencia suficiente como para afrontar esa mala praxis relacional e intentar darle la vuelta, o como se dice ahora, “vaciar la mochila de piedras”.

Ese ha sido mi trabajo de Sísifo en los últimos años; esa ha sido la “limpieza” en la que me empeñé en mis viejos aposentos, ahogándome con el polvo removido, arruinándome la espalda de agacharme para arrancar la porquería incrustada en los rincones menos accesibles. He pedido perdón desde el corazón y desde la mente, lamentando el dolor causado y comprendiendo los malos motivos que me impulsaron a ello.

En la otra cara de esta luna emocional, en el lado oculto de la misma, he tenido que bregar con el rencor y el resentimiento que llegué a sentir hacia quienes, dentro de la propia familia, me infligieron el daño que me atenazó el alma durante tantos años.

Tuve que racionalizar esa carga, buscar una solución positiva, o pragmática, para que no me destrozara por dentro y se convirtieran esos sentimientos negativos en un cáncer que se comiera mi vida por dentro y me llenara el alma de hiel. He ido a terapia tres veces durante la edad adulta impelida por la necesidad de gestionar las emociones y sentimientos más conflictivos. Menos mal que lo hice. Menos mal que desoí las voces prejuiciosas que zumbaban como moscas verdes alrededor.

Real o figurado el dolor, psicosomático o no el sufrimiento, tanto me daba. He querido perdonar para perdonarme a mí misma; he solicitado el perdón para aliviar y aliviarme. Algunas veces he sido acogida y aceptada. Otras, rechazada sin compasión ni comprensión, condenada desde el rencor y el resentimiento. Allá ellos, ya no es mi problema.

Ya no tiene importancia, y no la tiene porque ya no me afecta si hay personas que me siguen guardando rencor ahora que ya no lo siento yo hacia ellas. Porque cada cual tiene que transitar su propio camino para que todos nos encontremos en el destino final, ese fin de la vida ineluctable ante el que no valdrán ya justificaciones ni quejas ni victimismo alguno.

Releo lo escrito y parece que hoy me he lanzado sin frenos por la pendiente del “buenismo”; nada más lejos de mi realidad. Porque reconocer los propios errores o las miasmas interiores y aceptar la contradicción que nos acecha es la única manera de percibir un atisbo de paz desde adentro. Y cuando hay paz no hay “cáncer en el alma”… o eso creo firmemente. Todo sigue siendo un aprendizaje.

Felices los felices.

LaAlquimista

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