viernes, 31 de enero de 2014

Treinta y tres años de amor




Se dice pronto, treinta y tres años, toda una vida, la tuya…

Como si fuera ayer el recuerdo me asalta, vivo todavía, la madrugada inquieta, el deseo y las ganas empujándose, casi riendo de los nervios y la emoción. Una noche entera sin dormir, tu padre y yo ansiosos, contando contracciones como si fueran estrellas, bebiendo el aire frío de la espera, reloj y corazón en mano. Por fin, a la hora del primer café que no pude tomar, fuimos juntos a la clínica, confiados y felices, preparados para recibirte aunque con el miedo escondido entre las chaquetitas blancas –nunca rosas- y la sonrisa ancha, inmensamente feliz. El último tramo de la espera, unas pocas horas compartidas entre risas y besos, siempre cronometrando, con el ritmo de la respiración partido por la risa y los nervios y hacia la hora del Ángelus, como humildes personajes de un cuadro de Millet, comenzamos a asistir a tu llegada a este mundo.

Venías empujando, fuerte y decidida –como no has dejado nunca de ser-, alentada por jadeos y pequeños cantos de amor, bajo la luz de dos focos encendidos detrás de las contraventanas entornadas. El sol me encendía la cara y el vientre, no quería cerrar los ojos por no perderme nada, sentirlo todo, cada instante perfecto, único, irrepetible. Tu padre me miraba y te miraba aparecer desde detrás del objetivo de la Canon que le regalé por sus treinta, los mismos que tú ahora tienes ya, otro círculo perfecto, sigues viva y feliz otro año más.

Nueve meses, dos días, treinta y cinco minutos y seis fotos. Ese es el recuerdo imborrable, magnificado año tras año por la inmensa vivencia de tener un hijo. Ahí estoy, tú me has visto en las fotos que celosamente he guardado para ti todos estos años, mi rostro, mis ojos, mi vida entera saliéndoseme del corazón, y tú, la sorpresa de verte a ti misma treinta años después, asomándote al mundo en seis imágenes, el vientre materno, la cabeza, el hombro y el brazo, media vuelta, el tronco, un último aliento, toda tú entera reposando en mi pecho. Ahí estás, te estás viendo en el momento excelso de tu llegada al mundo.

¡Cuántos años queriéndote! ¡Cuántos todavía por querer!

Gracias, Xixili, mi primer y hermoso gran amor.

Mmmy.

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

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jueves, 30 de enero de 2014

Listado de tonterías


Los que estamos en una edad en que todavía tenemos una generación por delante (además de padres o tíos) tenemos la suerte de que todavía nos quedan referentes. Referentes que no sirven ya para ejemplarizar actitudes sino, en la mayoría de los casos, como aviso a navegantes de lo que nos espera. Y como es bueno observar y tomar apuntes he hecho una lista rápida de todas las tonterías de las que me quiero salvar cuando llegue el momento.

1.- Que me dé igual que se rompan las copas de la cristalería de cuando me casé.
2.- Dejar de mirarme al espejo antes de salir a la calle pensando en qué dirán en el barrio si voy vestida demasiado ‘atrevida’ para mi edad.
3.- Evitar contar los ‘progresos en la vida’ de mis hijas dando la tabarra con lo bien que les va en el trabajo o con el marido o…
4.- No empezar a leer revistas del corazón cuando no las he leído jamás.
5.- Preferir salir del brazo de alguien en vez de llevar un buen bastón.
6.- Bajar las persianas para que no entre ‘demasiado’ sol.
7.- Comer alimentos de ‘enferma’ cuando tan sólo estaré ‘vieja’.
8.- Seguir dando consejos a mis hijas como si yo supiera más que ellas.
9.- Evitar las letanías del tipo ‘yo ya no valgo para nada’, ‘yo ya no estoy para estos trotes’. Aunque sea verdad.
10.- Creerme que ya no debo nada a nadie y que todo me lo deben a mí.

Pues eso, haga usted su propia lista y yo tomaré nota, que seguro que se me han escapado muchas cosas.

En fin.

Sexo nada más


Mi amigo Koldo tiene 60 años, un divorcio y una hija a sus espaldas, y también algunas penas, como todos. En realidad no se llama Koldo, pero eso ya se suponía. No es que seamos íntimos de la muerte pero nos contamos nuestras cosas de vez en cuando, cotilleamos, nos damos la chapa con las vicisitudes que nos aquejan, hacemos unas risas y ponemos a parir al sistema; lo normal.

El divorcio le dejó tocado del ala, como a todos, y lo que más le importa en la vida es su joven hija; con respecto a las mujeres y una posible relación de pareja, ni harto de vino quiere verse enredado de nuevo, así que tomó la decisión de que cuando una mujer le gustara limitarse a tener con ella sexo nada más y no dejarse atrapar por la afectividad. Pero Koldo es un profesional independiente y las mujeres con las que le toca relacionarse no son de chichinabo, son mujeres cultivadas, educadas y con buen nivel y, para su desconcierto, no están por la labor de acostarse con él cuando a él le apetezca y aquí paz y después gloria.

Pero eso mi amigo Koldo no lo entiende, le trae por la calle de la amargura desde hace bastante tiempo. Yo, en mi irónica ingenuidad ,le aconsejé que pagara, que hay que ayudar a todos los gremios, pero tiene el chaval su puntito de orgullo y no quiere. Mas el problema está ahí, en su cabeza y en todo su cuerpo y yo, como amiga sin derecho a roce que soy, tengo que hacer de abogado del diablo.

¿Estamos atrapados ante la disyuntiva del compromiso o el sexo de pago? ¿Realmente las mujeres de hoy y aquí y ahora, de una edad comprendida entre los 50 y los 60 no están por la labor? Según Koldo, parece ser que no. Y, ojo, de feo no tiene nada, pero en su sinceridad va con la verdad por delante y, claro, le huyen como conejos.

Tener paciencia, saber esperar, dejar que la vida fluya, no andar buscando una mujer como el que va mirando al suelo por si se encuentra un billete de 10 euros, no obsesionarse, todos esos consejos –la única cosa que es gratis y nadie quiere- no le sirven de nada. Porque es un bicho raro, eso ya lo sabe él, que los divorciados de 60 años están deseando –en general- encontrar una buena mujer para vivir en compañía y tranquilitos y lo que él ofrece es sexo, nada más.

Lo tengo apuntado en mi agenda por si me pilla el Apocalipsis sin nada en la nevera.

En fin. Sin acritud y con cariño.

miércoles, 29 de enero de 2014

Los sueños de toda una vida


No recuerdo a partir de qué edad empecé a tener sueños, proyectos de vida, ambiciones de futuro. Supongo que todo comenzaría a partir de los primeros libros leídos (entonces no se accedía a la televisión con facilidad –parece increíble, como si estuviera hablando de la era de las cavernas-), de las historias que me contaba mi padre antes de dormir, de cuando la imaginación empezó a tomar parte activa en mi existencia cotidiana.

‘La vuelta al mundo en ochenta días’, la magnífica novela de Verne fue, sin duda alguna, mi pequeña ambición de andar por casa hasta los doce o trece años. Mi sueño no era subir en globo, montar en barco o viajar en tren, sino la aventura continua de la peripecia, la emoción de lo desconocido, la sensación de movimiento, de energía producida y consumida en algo mucho más interesante que la presumiblemente aburrida rutina.

Ahora, después de tantos años, tengo que agradecer a mi madre que no me permitiera leer ‘cuentos de hadas’, que se esforzara, en una lucha sin cuartel, para que en casa no entraran lecturas alienantes para la mujer (éramos cuatro sus hijas), para que nuestros sueños no se limitaran a encontrar ‘un buen partido’ y pasar por la vida sin más sueño por delante que ser ‘la señora de’.

Ahora, después de tantos años, sigo soñando con la próxima etapa de mi viaje. Pasada otra página más, cumplida otra andadura, busco en mi mapa vital el camino hacia la nueva aventura que me espera para formar parte de los sueños de toda una vida.

En fin.


Foto: Amanda Arruti

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Madre no hay más que una


El tonillo irónico festivo con el que mis hijas me regalan de vez en cuando esta frase topicazo me suele poner de los pelos; obviamente no me ensalzan por mis virtudes sino que se congratulan de la ‘unicidad’ de la que les ha tocado en suerte. En estos casos me suelo agarrar –como a un clavo ardiendo- a la teoría filosófico-espiritual que dice que elegimos a nuestros padres, que venimos a este mundo a aprender para mejorar en nuestra próxima reencarnación, etc.

Pero no cuela. Mis hijas –cuánto las quiero- tienen un ojo agudo y perspicaz para verme tal y como soy: con toda mi grandeza y adornada de mis miserias. Aquí no hay trampa ni cartón, una madre no tiene la más mínima posibilidad de falsear, ocultar o hacer pequeñas trampas con lo que es como persona humana y como mujer. No hay maquillaje ni artificio capaz de engañar a un hijo.

Nos conocen desde siempre, desde antes incluso, han percibido nuestros latidos y los gritos al parir, el llanto emocionado y las penas acumuladas. Nos han escuchado hablar en susurros las más bellas palabras de amor y han bebido la leche y las lágrimas de las que ahora están ellos formados. No hay engaño posible. Ellos saben.

Por eso, porque nos conocen profundamente, saben de nuestras debilidades y, a veces, meten el dedo en ellas; porque ‘pueden’, a veces, se aprovechan de ese amor que saben incombustible; y cuando quieren –tan sólo cuando quieren- te miran a los ojos y te dicen ‘amá, eres la mejor’.

Y una se emociona –cómo no hacerlo- a pesar de saber que… precisamente, “madre no hay más que una.”

En fin. Por nosotras.

martes, 28 de enero de 2014

Una torre gótica


Dice mi profesor de arte –y no seré yo quien se lo discuta- que la torre Eiffel es una torre eminentemente gótica. Faro y enseña del mundo capitalista, al igual que las catedrales góticas, marca con su aguja altísima el punto más alto al que se puede llegar, la cima, la cúspide del poder.

Vista desde esta perspectiva nada se puede objetar, sobre todo cuando descansas el cuerpo –bendita permisividad para tumbarse en la hierba- en los jardines de su perímetro y compruebas, abrumada, que la aguja que quiebra el cielo - mires hacia donde mires - es hermosa, increíblemente bella.

Y aunque Paris sea mucho más que su torre, aunque nosotros seamos mucho más que lo que destaca y ‘visitan los turistas’, sigue existiendo un mito emocionante, un secreto que cada uno debe descubrir. Es la sensación inefable, individual, que se queda prendida en el corazón ante la enormidad de esta vieja belleza gótica.

La belleza que descubrimos con nuestros propios ojos es lo que hace que la vida tenga una luz especial; con algunas personas ocurre lo mismo.

En fin.


Foto: Amanda Arruti

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"La vie en rose"




“Quand il me prend dans ses bras, qu’il me parle tout bas, je vois la vie en rose…”

A saber qué he soñado esta noche que me despierto cantando, y no una canción cualquiera sino el himno amoroso por excelencia, el lamento de amor desgarrado de Edith Piaf. Y me asomo al balcón y hay un cielo rosa, amaneciendo vida, y se me antoja desayunar un puñado de fresas que maduran para mí desde ayer mientras, en silencio todavía, se despierta la ciudad.

“Il me dit des mots d’amour, des mots de tous les jours et ça m’ fait quelque chose”

Así que empiezo a sospechar que hoy no va a ser un día cualquiera, que una sorpresa buena va a salir a mi encuentro, como si una voz en sordina –siempre cantando- me dijera que me deje llevar hacia mi destino.

“Il est entré dans mon coeur, une part de bonheur, dont je connais la cause”

Ahora que conozco la letra y que siento la música en mi interior, tan sólo me falta a quién dedicarle la canción. Y quien lo tenga, que le cante –aunque no sepa francés-.

En fin


Foto: C.Casado

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lunes, 27 de enero de 2014

Los malos amigos


Los malos amigos están camuflados entre los buenos; como una seta que parece comestible y es algo venenosilla y no la identificas hasta que te la has comido y tu estómago reacciona y entonces sí, entonces caes en la cuenta de que era aquélla, la que tenía una pinta un poco extraña, pero como estaba justo al lado de las buenas te la has comido también.

Yo no tengo ningún amigo malo, de eso soy más que consciente, porque cuando alguno ha habido se ha descubierto a sí mismo junto con la faena (incluso a veces ‘putada’) que me ha hecho y bueno, pues a las claras la cosa ya no se sostenía la amistad y yo soy de las que sale por piernas cuando disparan con balín.

Digo estas cosas porque el otro día una amiga me exponía sus dudas sobre la supuesta amistad de una tercera persona y yo le decía: “A ver, ¿te ha tratado mal alguna vez? ¿ha hecho labor de zapa contigo? ¿piensas que sus sonrisas son fingidas?”, a lo que mi amiga respondía, “no, no, nada de eso, pero…es que no me cae bien”. Ah. Entonces eres TÚ la que no es amiga suya. (Ella pagó la cuenta, no le quedó otro remedio).

Cómo enjuiciamos y miramos con lupa la forma en que nos tratan los demás, sus palabras, sus gestos, sus actitudes y se nos olvida mirarnos en el espejo… ¡qué fácil es sentirse herido y pasar por alto los desprecios que nosotros hacemos…¡

A ver si resulta que somos nosotros los ‘malos amigos’ y no nos damos cuenta. Voy a pensar en esto mientras me ducho.

En fin.


LaAlquimista

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No quiero estar enferma


Los psicólogos dicen muchas cosas raras que suena a chino para el común de los mortales pero a veces dan en el clavo. Una de estas ‘perlas cultivadas’ es que la mente puede originar multitud de enfermedades reales que afecten al cuerpo. Luego tú les crees o no les crees, pero cuando miras a tu alrededor tienes que pararte a reflexionar por fuerza.

¿Acaso las personas felices no enferman? Pues claro que sí, pero una persona que soporta tensiones psíquicas o dolores en el alma es caldo de cultivo para todas las flaquezas habidas y por haber. Así en la mujer el cáncer de mama y el de ovarios tiene relación más que directa -en un porcentaje altísimo-, con la infelicidad, las pocas ganas de vivir y la insatisfacción. Y no digamos ya un cuadro depresivo que viene de la mano de patologías bien identificadas y poca gente se da cuenta de lo que puede ‘deprimir’ es estar solo, sin nadie que te abrace o te rasque la espalda.

Necesito que todas mis enfermedades estén encuadradas dentro de las patologías médicas comprensibles y definidas; es decir, que si he fumado durante cuarenta años, vale, pues acepto deterioros en los pulmones. O si el trabajo me obliga a posturas forzadas aceptaré que mis huesos se desvíen de su camino o se atrofien. Pero de ahí a permitir que la angustia me cause un carcinoma, que el desamor me lleve al quirófano, que la traición de un ser amado haga que se me caiga el pelo o, mucho más común, que la vida y las gentes me resulten indiferentes y para poder levantarme por las mañanas tener que estar colgado de la medicación, hay un paso enorme.

No quiero estar enferma. Así que ya sé lo que tengo que hacer. Y lo que no.

En fin.



Foto: Amanda Arruti

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domingo, 26 de enero de 2014

No pienso dejar de comer


No sé para qué tengo una báscula en el cuarto de baño; de esas que las programas y te dicen si tienes exceso de agua en relación con tu masa corporal pero que a la postre siguen indicando una cifra con la que no estás nada a gusto. Vale, lo reconozco, peso 5 kilos más de lo que marcan los manuales y para mi desgracia están perfectamente localizados, todos juntos, como viejos amigos.

Yo, hasta hace pocos años, era una mujer delgada; ahora soy una señora bien conservada. Aunque siga yendo a curiosear por H&M a ver si me cabe algo y a pesar de mi tendencia a vestirme como me da la gana, lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.
Así que he decidido que no pienso dejar de comer. Y como no quiero que se considere mi comentario superficial voy a explicar el porqué.

Acabo de terminar de leer –estremecida- el último libro publicado en España de Henning Mankell, ‘El ojo del leopardo’, una realidad documentada y aterradora sobre Zambia y el continente africano. Mankell escribe novelas y en algún momento una se pregunta cuánto es real y cuánto es producto de la imaginación del autor. En este caso, supongo que se ha debido escudar en su condición de novelista para que no le tachen de persona ‘non grata’ habida cuenta de que reside la mitad del tiempo en Mozambique.

Hay un párrafo que no se me va de la cabeza.

“Joyce Lufuma puede que tenga treinta y cinco años. Ha dado a luz cuatro hijas, tiene aún fuerza suficiente para triturar el maíz con un grueso tronco. En su vida no ha habido nunca sitio para la reflexión, sólo para el trabajo, trabajar para subsistir. Tal vez se haya imaginado vagamente que al menos dos de sus hijas van a poder vivir otra vida. Los sueños que tiene se los transmite a sus hijas. Golpea el maíz con el tronco como si fuera un tambor. Àfrica es una mujer que tritura maíz.”

No voy a dejar de comer para tener mejor tipo. Sobre todo teniendo en cuenta que mi lucha no sería contra las grasas saturadas y los azúcares refinados sino contra mi propia naturaleza, intentando negar lo que mi constitución ha llegado a ser después de haber vivido más de medio siglo. Así que he decidido que la balanza del cuarto de baño está equivocada. A mí no me sobran cinco kilos. Son míos y punto.

En fin.

LaAlquimista

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¿Quién cuida de los padres ancianos?




Esta es otra de las preguntas del millón para todos aquellos que tenemos más de cincuenta años.

Por supuesto que cada familia es un mundo, y no siempre es válida para nosotros la solución que ha encontrado el vecino. El problema comienza cuando fallece uno de los progenitores y el que queda decide que quiere seguir viviendo en su casa mientras pueda. Mientras pueda… pero pasan los años y ya no puede o se ha cansado o los hijos ven que no es conveniente que siga en soledad.

Hemos desarrollado –supongo que para bien- un grado alto de independencia, una especie de orgullo mezclado con ganas de no molestar y de que no nos molesten, que hace poco apetecible la convivencia de padres ancianos con hijos y nietos. “Cada uno en su casa y Dios en la de todos”… La fórmula del siglo pasado de que los padres ancianos, al quedarse solos, pasaran a vivir con los hijos, al menos en el ámbito urbano, está prácticamente obsoleta por inviable. Todos trabajan y nadie puede ocuparse del anciano abuelo. Así que miramos alrededor a ver cómo lo ha hecho el vecino.

Y el vecino ha contratado los servicios de una inmigrante, casi siempre sin papeles, que está dispuesta a convivir con nuestro padre o nuestra madre y cuidarle, darle de comer, acompañarle a pasear y levantarse por la noche si es menester. Los hijos estamos, mal que bien, conformes con esa solución puesto que nos libera de la mala conciencia de no poder atender a la abuela (hay más viudas que viudos, ya lo siento).

Vienen, las inmigrantes, sabedoras de que van a vivir en casas lujosas (en comparación con las que abandonan), que van a tener unos ingresos extraordinarios (en comparación con la renta de su país de origen), que van a poder acceder a una asistencia sanitaria jamás soñada, que van a tener casa, comida, salario, un TODO INCLUIDO, por hacer algo que en su país es un deber sagrado para todo hijo: cuidar a la madre o al padre anciano.

Seguro que piensan que somos unos ‘monstruos’ sin corazón. Igual por eso nos miran como si lo fuéramos y se niegan a integrarse y a pagar impuestos y se acomodan a decirle a la abuela: “dígame doña Josefa, ¿le traigo ya su vasito de leche de antes de dormir?”.

En fin.

sábado, 25 de enero de 2014

Ahorrar no alarga la vida


En esta cultura nuestra nos han enseñado que es el ahorro práctica conveniente y prudente para propiciar un buen dormir. Así pues, mi madre, apañadita ella, me quiso convencer de dividir el sueldo (mi primer sueldo) en tres partes: una para colaborar en casa, otra para mis gastos y la tercera para ahorrar. Pero a mí se me antojó que el fruto de mis sudores prefería organizarlo yo como mejor me conviniese e hice de mi capa un sayo.

El caso es que , a lo largo de mi más de medio siglo de fichar todas las mañanas, he seguido tropezándome por doquier con ese concepto arraigado, casi visceral, de considerar el ahorro como una de las grandes virtudes a que puede aspirar el ser humano.

Los que no tenemos caudales inmensos, los que vivimos de nuestro sueldo en un nivel sin estridencias, ¿de qué nos sirve ahorrar? La respuesta sería: “para el día de mañana” o “por si pasa ‘algo’. ¿El día de mañana? ¿Por si pasa algo?

El día de mañana es hoy y ese ‘algo’ ya ha pasado. Estamos quietos-parados sin atrevernos a pestañear por miedo a que nos cobren por ello, asustados pensando en que toda una vida laboral va a quedar reducida a una pensión de jubilación inferior a cualquier subvención de esas que dan hoy en día. Miramos el saldo de la cartilla como si fuera la panacea de nuestros males…Mal, muy mal.

Ahorrar no alarga la vida, ahorrar dinero no es garantía de felicidad futura alguna, ahorrar no es más que el producto de una manipulación educacional bien orquestada para que los bancos sigan quedándose con el fruto de nuestro dinero. Y el fruto de ese dinero no deberían ser los miserables porcentajes de interés que pagan como si fuera la limosna a la salida de misa, no. El fruto de ese dinero debería ser…el viaje que siempre se soñó hacer, invitar a los hijos a algo bueno, bonito y caro, regalarse bienestar –aire libre, masajes, talasoterapia-, ir al teatro todas las semanas, no perderse ni un concierto, comprar esos libros caros que nos tientan…

Porque ese dinero ahorrado acabará sirviendo únicamente para ser los más ricos del cementerio… y eso sí que es la estupidez más grande que se puede cometer.

En fin.


LaAlquimista

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La quema de libros


Ayer volví a visionar por enésima vez ‘Farenheit 451’, la visionaria novela de Ray Bradbury llevada al cine con genialidad por François Truffaut en 1966. Es una película que no me cansa volver porque cuenta la utopía de la cultura, intentando convencer a la sociedad del gran legado que tenemos en nuestras manos. A través de los libros principalmente, de la palabra escrita. Para quien no conozca la obra diré que en un tiempo de ciencia-ficción ¿?, los libros estarán prohibidos por considerarlos el gobierno ¿? perjudiciales para la salud moral del individuo y su buen equilibrio emocional. Y son los bomberos, que antes sofocaban incendios, los encargados de quemar literalmente los libros que logran –mediante delaciones- descubrir en escondidas y privadas bibliotecas.

El argumento sería simpático sino fuera trágico. En la escena en que la anciana profesora se inmola junto con su biblioteca clandestina está resumida la importancia que tiene la cultura como para morir incluso por ella.

Si en tiempos de la Santa Inquisición la quema de libros –y de personas- era la forma de evitar la difusión de ideas innovadoras o contestatarias, si después se hicieron listas de libros prohibidos, las secuelas siguen dándose en nuestros días en un mundo, como el de Ray Bradbury, en el que la difusión del conjunto de la cultura sigue controlada y dominada por los que detentan el poder. Sin embargo, el problema no es ese en el fondo, el problema es que somos nosotros, los miembros de esas sociedades bienpensantes, los que estamos ‘quemando’ los libros.

Simplemente no leyendo lo suficiente enviamos a la cultura a la hoguera. Sin necesidad de que se entere el vecino ni escarnio público.

En fin.

viernes, 24 de enero de 2014

Soltarse el pelo


Era costumbre bien vista que cuando una joven se casaba cortase sus cabellos; las solteras podían llevar melena, las casadas, no. Entre las mujeres de mi generación esa práctica se observaba en no pocas ocasiones. Quien no quisiera darle importancia no se la daba y punto; pero si le buscabas tres pies al gato llegabas fácilmente a la conclusión de que ese ‘corte’ era un gesto de sumisión (como tantos otros).

El cabello da para mucho símiles: “se te va a caer el pelo”, “te voy a dar para el pelo”, “de medio pelo”, “tirarse de los pelos” pero tan sólo uno me gusta: “soltarse el pelo”. O sea, atreverse a obrar o hablar sin miramientos. Los hombres no se sueltan el pelo, ellos no parece que tengan esa necesidad.

Es un acto silencioso, íntimo y personal de la mujer, una especie de pequeña reivindicación de andar por casa, pero más que necesaria en algunas ocasiones. Cuando ya alguien tiró demasiado de la cuerda, al pasar de una estación a otra, cuando abres el armario y ves que te has vestido durante todo el invierno de negro y gris, cuando te dan el resultado de un análisis y es mejor de lo que esperabas…

Soltémonos el pelo, por favor, una vez más…aunque lo llevemos corto, una transfusión de alegría, una limpieza de cutis para el alma, un portazo a tiempo…

En fin.



Foto: C.Casado

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La infidelidad


Una se levanta algunas mañanas con el cable cruzado, o será que estos días de verano antes de la primavera me tienen un poco loca. El caso es que ayer por la noche terminé un libro titulado “Jugando con fuego” del psicólogo Walter Riso, en el que habla de la infidelidad. Cuenta, de manera clara y sencilla, lo cansado y rocambolescamente complicado que es ser infiel, pero que, a pesar de ello, el 50% de la población occidental emparejada engaña a su media naranja.

Una ya no está para estos sobresaltos, debo reconocerlo, no porque esté retirada de la circulación sino porque no hay nada que me dé más repelús que meter mi cuchara en guiso ajeno. ¡Qué horror!

Cuando las mujeres somos infieles (ejem) lo hacemos –dice el insigne psicólogo- como mecanismo de defensa y supervivencia. O sea que si tu pareja no te habla durante la cena, si el beso de buenas noches es en la frente y le da lo mismo que te dejes la mitad del sueldo en Zara (o DKNY) pues está cantado que le tienes que ser infiel para que tu autoestima no se mezcle con las obras del Topo.

Cuando los hombres son infieles, lo son por su instinto depredador –parece ser-. No hace falta que la que tienen en casa no les haga caso, no, qué va, incluso todo lo contrario, es que no resisten a la tentación que ellos mismos se inventan si no se la presentan en bandeja.

Leo también que la infidelidad es un acto de la voluntad… y desmonta el tan consabido: “yo no quería, fue ella la que…”. Y como parece que las mujeres tenemos ‘más fuerza de voluntad’ pues pasa lo que pasa, que ahora se explica eso del 50%...

El caso es que yo no sé qué –ni con quién- he soñado esta noche que esta mañana he salido a la calle con el ojo afilado, intentando poner cara de depredador(a). El camarero que me ha servido el café lo ha derramado y ha tenido que ponerme otro, el anciano que se ha sentado a mi lado en el bus no ha dejado de darme palique –menos mal que un Gros-Amara se hace en un pispás- y el amable comercial de mi sucursal bancaria se ha empeñado –infructuosamente- en venderme un Plan de Inversiones en vez de un Plan de Pensiones, así que he vuelto a casa sintiéndome Sharon Stone rociada de Dior.

Han caído dos cervezas y una ensalada. Para celebrar mi ‘infidelidad’ matutino-mental.

En fin.


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jueves, 23 de enero de 2014

La envidia sana no existe


Fíjate si será cicatero nuestro uso del idioma que no hay en curso una palabra para designar el hecho de alegrarse del bienestar ajeno; lo más parecido, aunque poco utilizado, es la palabra ‘emulación’. Así cuando alguien se va de viaje a un paraíso de esos de postal al que siempre hemos soñado ir o tiene un golpe inesperado de buena suerte, le decimos que tenemos ‘envidia sana’ y eso no es posible. La envidia es verde, bien verde, siempre lo ha sido.

Amando de Miguel lo explicó muy bien hace años y recuerdo aún cómo definía las facetas más usuales de la envidia: 1) alegrarse del mal ajeno, 2) entristecerse del bien ajeno o ignorarlo completamente. El señor de Miguel se refería al mundo literario –que no es poco decir-, pero supongo que es extensible a cualquier otro ámbito.

¿Por qué no hemos podido encontrar una forma generosa, humana y amigable de expresarle al otro que nos alegramos de su bienestar? Podríamos decir, obviamente, ‘me congratulo de que te haya tocado la lotería’ y en vez de eso decimos: ‘tengo envidia sana’. Paparruchas. La envidia no puede ser sana de la misma manera que la guerra no puede ser humanitaria –ahora que caigo, me parece que ya he escuchado yo esta barbaridad en boca de algún líder del mundo-mundial-. Pero a lo que iba.

Eso de la ‘envidia sana’ es muy peligroso porque se acaba considerando cotidiano y ético sentirla, vamos que se empieza envidiando al vecino y se acaba denunciándolo cuando llega una guerra cualquiera. Mira que soy exagerada poniendo ejemplos…¿o no? El caso es que nadie me dijo nunca que me tuviera envidia, ni lo percibí ni padecí hasta hace pocos años, quiero decir, ya de mayor.

Siempre en las mismas situaciones y similares circunstancias, después de haberte dejado los hígados en un proyecto de vida, cuando tienes las manos y el alma medio rotas de tanto desenredar la maraña de la existencia, cuando por fin parece que la próxima primavera saldrán las flores y el próximo verano recogerás los frutos, te encuentras a alguien que te observa con ojos fríos, mira hacia otro lado y no te dice nada. Ni siquiera que te tiene ‘envidia sana’.

Si hubiera un solo hombre inmortal, sería asesinado por los envidiosos(Chumy Chúmez)

En fin.

Jubilados estresados


Vaya por delante que yo no estoy jubilada todavía y que lo que voy a contar lo sé de oídas o lo he visto y lo he interpretado por mi cuenta. El título de este artículo lo dice bien claro: “jubilados estresados”. ¿Cómo es posible? Si precisamente se supone que la jubilación abre la puerta al jardín del dolce far niente?

Una amiga que sabe más que yo me hace llegar el siguiente texto:

En la época de Moisés, los hebreos celebraban una importante fiesta al ir a cumplir 50 años -el yobel- que se encuentra en el origen etimológico de la palabra latina "iubileus" (jubileo) y de nuestra actual "jubilación". En aquella fiesta se rompía cualquier atadura material para dedicarse a reflexionar, meditar y volver a la esencia de la vida. Con ese sentido de gozo, alegría y júbilo, el término pasó al latín y, de allí, a las lenguas romances"

Sin embargo, no es jubileo todo lo que reluce. Hay quien, al día siguiente de dejar de trabajar, se apunta a cursos variopintos e incluso inverosímiles, sintiendo despertar en su interior las ganas irrefrenables de pintar al óleo, cantar en un coro, hacer gimnasia bailando o en tabla fija, aprender a escribir en endecasílabos o, esta es buenísima, bailar salsa, merengue o bachata.

Estos son los que, cuando les propones tomar un cafecito y dar un paseo te contestan: “uf, chica, desde que me he jubilado es que no tengo tiempo para nada” y se van a trotecillo ligero con su chándal recién estrenado.

Luego están los esclavos de los nietos; los que, ingenuamente, se ofrecieron a ir a buscar al crío a la guardería o a quedarse con él el sábado por la noche ‘para que vosotros podáis ir al cine’ y resulta que los ves, mañana y tarde, tirando de silleta y comprando gusanitos. Estos tampoco tienen tiempo libre para nada, “ya sabes, los nietos…”.

Como me decía uno ayer, “hija, si lo llego a saber no me jubilo, que antes estaba más descansado”.

Risas aparte, espero que cuando me toque (jubilarme) caiga en cualquiera de los baches descritos y me sienta igual de feliz.

En fin.


Amanda Arruti. "El embarcadero de la nostalgia". Oleo sobre lienzo.
 
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miércoles, 22 de enero de 2014

La huida de uno mismo


Uno no huye de sí mismo amparándose en la oscuridad; tampoco hace falta esconderla –la huída- de los demás, tan sólo disfrazarla un poco. Contar una película –más o menos creíble- cuyo fondo, cuyo mensaje sea difícil de interpretar, como las de arte y ensayo de la primera época.
El guión se escribe en la oscuridad de ciertas soledades, la producción se lleva a cabo con los restos del naufragio y el actor principal tiene el caché tan bajo que está dispuesto a rodar la película en escenarios de bajo presupuesto e incluso haciendo horas extras. Es decir, el círculo se cierra sin salir del interior de uno mismo.

Pero el que huye se olvida la mayoría de las veces de que llevará una mochila invisible con todas sus penas a cuestas, que los asuntos sin resolver le seguirán –sin resolver- por mucho que uno ponga millas de por medio entre su angustia y el portal de su casa; el que huye de sí mismo carga con una sombra que le recordará que no dejó nada atrás, que el nuevo camino estará repleto de piedras conocidas, será el mismo sol y los mismos vientos los que azoten su deambular por la vida, huyendo, siempre huyendo.

Es el no querer mirar atrás, es el estar harto de todo, es el ‘quiero empezar de cero’, es el ‘no puedo más’. Quien huye sabe que no sirve de nada intentarlo, pero le queda la esperanza de ser diferente, de ser la excepción de la regla, de pensar que tiene para huir la fuerza que no ha tenido para afrontar el gran problema que es vivir.

Y de la vida sólo se escapa de una manera y ésa, me temo que no le gusta a casi nadie.

En fin.


Foto: Amanda Arruti

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Los días tristes y grises


Ya están hechos todos los estudios sobre la influencia de los días nublados, donde el sol se escapa, tintados de ese color que sólo es bonito en los vestidos de Adolfo Domínguez, sobre el estado de ánimo de las personas. Hoy me apetece llevar la contraria y pensar que no tiene porqué ser, el de hoy, un día triste aunque sea gris.

¿Por qué tengo que deprimirme si el color del cielo no es como necesito? Los motivos para entristecerse se cuecen en la trastienda del alma, no hay que olvidarlo. Si soy feliz –moderadamente-, si mi vida está en orden, si siento que hay en mi interior la cantidad suficiente de paz…¿qué me importa a mí de qué lado sople el viento?

De la misma manera que no disfrutaré de un día hermoso y soleado si la tristeza encoge mi ánimo, no tengo porqué dejarme llevar por melancolías absurdas cuando el día esté gris o frío o lluvioso o, simplemente como hoy, deshojando copos de nieve en un quiero y no puedo alfombrar las calles.

Hace frío fuera y puede que haga frío también adentro, pero casi todos tenemos un buen abrigo y unos guantes y una bufanda (aunque sean del Todo a 100 -los accesorios, el abrigo mejor que sea de calidad-) para que no se nos escape el calorcito interior aunque los pensamientos se hayan vuelto un poco tristes y un poco grises… a pesar de las buenas intenciones.

En fin.



Foto: C.Casado

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martes, 21 de enero de 2014

Estoy hasta el gorro de:


He aquí la lista corta de las cosas de las que estoy absolutamente harta y aburrida.

· Estoy hasta el gorro de ver en los supermercados el cartelito de “enseñe su bolso en la caja” porque es más barato que poner cámaras o contratar un guarda.

· Estoy hasta el gorro de las personas que ocupan en el autobús dos asientos: uno para ellos y otro para sus bolsas de Zara.

· Estoy hasta el gorro de las bicicletas que vienen de frente por la acera como si fueran tanquetas.

· Estoy hasta el gorro de los dueños de perros que andan sueltos, sobre todo cuando te ladra como un loco y encima te aseguran ‘que no hace nada’.

· Estoy hasta el gorro de tragarme el humo de todos los porros que se fuman en las terrazas de los bares. (Del tabaco ya ni hablo).

· Estoy hasta el gorro de que el vecino de un portazo de órdago a las 7 de la mañana cuando sale y otro a las 10 de la noche cuando entra.

· Estoy hasta el gorro de ser yo quien cede, quien se calla, quien se achanta, quien se comporta civilizadamente para que no se me tome por una vieja gruñona.

En fin. Qué bien me he ‘quedao’.


Foto: Amanda Arruti

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Total, por el mismo precio...


Las cosas vienen mal dadas a veces, malhadadas que diría el diccionario. Pero vienen, están ahí, aporreando la puerta sin miramiento alguno, con el derecho de pernada sacado de la manga (no el ‘sexual’ sino el ejercicio abusivo de poder o de autoridad).
Y es cierto, no hablo por hablar, todavía hoy en día se comenten desafueros à la remanguillèe con total impunidad por parte de aquellos que “creen” que pueden hacerlo –hasta que alguien les para los pies, obviamente-.

¿De qué hablo? De cualquier injusticia, de cualquier desigualdad, de esos abusos que –quien más quien menos- sufre cotidianamente conformando el perímetro exacto de nuestra cobardía. En el ámbito doméstico, en el marco laboral, en el entorno político-social, hay pequeñas infamias que se agarran a la dignidad como sanguijuelas y es arduo el trabajo doloroso de arrancárselas. (Engordadas ya con nuestra sangre)

Miro alrededor y lo veo; no lo señalo con el dedo porque bastante notorio y vergonzoso es por sí mismo y porque me eduqué en una buena escuela pública donde aprendí que era de mal efecto señalar con el dedo pero que era peor aun callar.

¿Que de qué hablo? ¡Y yo qué sé! Allá cada cual con su conciencia…
Pero eso sí, por el mismo precio del disgusto que ya está ahí, en el corazón, en la mente o en el bolsillo, se le puede dar la vuelta, con la pequeña alquimia redentora de andar por casa para sobrevivir.

Total, por el mismo precio, voy a darme una alegría y luego…luego ya habrá tiempo de afilar la katana.

En fin.


Foto: C.Casado

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lunes, 20 de enero de 2014

Demasiado tiempo libre




Andamos un poco revueltos los de mi quinta con el tema de las prejubilaciones, pues más que nunca ahora con el tema del socavón económico-productivo los cerebros pensantes de las empresas desayunan trabajosamente haciendo números, no para invertir o salir del atolladero, sino para ver a cuánta gente “mayor” pueden quitarse de encima. Y se da el caso de “proposiciones indecentes” verdaderamente difíciles de rehusar en lo económico.

Pero no todos los que bordean los sesenta están deseando dejar el mercado laboral y pasar a engrosar las filas de los “vigilantes de obras públicas” porque es precisamente el empleo racional del tiempo libre lo que aterra a quienes han pasado los últimos cuarenta años levantándose a las siete de la mañana para ir al tajo. ¿Demasiado tiempo libre…? ¡Demasiado tiempo libre!

Variantes insólitas, novedosas y satisfactorias para llenar ese saco de horas rapiñadas a las arcas de las prestaciones de capitalización hay unas cuantas. Normalmente piensa casi todo el mundo en leer más, pasear más, comenzar a viajar, aprender ahora los idiomas que había que haber aprendido antes, apuntarse a clases de disciplinas creativas, formar un grupo para tomar café o hacer de guardería infantil gratuita de los nietos.
Variantes todas estas que pueden ser ensalzadas, por lo de digno que tienen, o ironizadas ampliamente, allá cada cual.

Pero hay otra alternativa que, desgraciadamente, muy pocas personas tienen –tenemos- en cuenta y es la del empleo solidario del tiempo libre. En cada ciudad, en cada pueblo existe la posibilidad de apuntarse a un grupo social comunitario aportando una parte del tiempo libre y toda la buena voluntad posible. No me refiero al club de jubilados que hay en cada barrio, sino a organizaciones de más altas miras; aquellas que ofrecen un servicio generoso y gratuito a la comunidad por parte de personas que tienen “demasiado tiempo libre”. No quiero citarlas porque quien quiera compartirse solidariamente con los demás las va a encontrar con facilidad.

En mi opinión, es tan sólo este tipo de trabajo el que “realiza” al ser humano. Lo otro ha sido desde siempre el cuento chino para contentarnos mientras perseguíamos la zanahoria atados a la noria.

En fin.

LaAlquimista

Foto. C.Casado

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50/

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Los domingos por la tarde son sagrados


Con mi padre podías contar cualquier día a cualquier hora excepto los domingos por la tarde. Eran unas horas en las que se pertrechaba en su pequeño dominio y podías encontrarlo leyendo, escuchando un disco enganchando a los auriculares, fumando un puro sin abrir la ventana o mirando al infinito perdido en sus ensoñaciones. –“¿Qué haces, papá?”, fue la pregunta inevitable. –“Lo que quiero, hija mía, lo que quiero”, fue la respuesta inteligente.

Así que me viene de lejos eso de que los domingos por la tarde son sagrados, un tiempo en el que no hay manera humana de convencerme para ir a pasear, al cine o de alargar una sobremesa por interesante que sea. Regalo de fin de la semana o víspera pacífica de otra semana laboriosa.

Son cuatro o cinco horas en cuyo transcurso sé que nadie, pero nadie-nadie, me va a coaccionar para hacer lo que no quiera hacer, unas horas que me he ganado –que todos nos hemos ganado- para elegir qué hacer con ellas. Pueden llenarse con una siesta perezosa, un libro apasionante, una película a la que le teníamos ganas o con remover los cajones y perderse entre fotos viejas y recuerdos dulces. Es una tarde que lo mismo se mantiene con un té con pastas que con un gintonic con mucho hielo, una tarde apacible y deseada y disfrutada hasta el último minuto.

Luego están los que dicen que ellos los domingos por la tarde ‘se aburren’, que son los peores momentos de la semana, preámbulo predecible del siguiente tramo laboral.

Bueno, cada uno tiene sus propios recursos, yo tan sólo me he acordado –como todos los domingos por la tarde y todos los días de la semana- de mi padre, al que siento cerca del ordenador, enfrascado en un libro, levantando de vez en cuando la vista y sonriendo.

En fin.
http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50/

LaAlquimista

Foto: C.Casado "Siesta del domingo por la tarde"
 
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domingo, 19 de enero de 2014

Tambores lejanos




Unos días antes del 19 de Enero mi padre me invitaba a acompañarle a Hendaya a comprar angulas. Vivitas y coleando las traíamos para desesperación de mi madre que sabía del proceso de matarlas con tabaco y limpiarlas incontables veces. Pero era este un ritual ineludible, una tradición más allá de cualquier discusión doméstica.
Había quien las iba a pescar con fanal a las orillas del Urumea o quien, mucho más racionalmente, las compraba ya listas para el consumo. A cuarto de kilo por cabeza, que más vale que sobre que no que falte, y no es que fuéramos millonarios es que todavía no habían venido los japoneses.

Aunque a mí, la verdad, desde la perspectiva de mis seis o siete años, lo de comer “gusanos” como yo les llamaba no es que me entusiasmara demasiado. Lo que sí me gustaba y me enardecía era salir a la calle para presenciar la Tamborrada Infantil. Creo que fue gracias al desfile de tambores a los sones de Sarriegui cuando empecé a saber lo que era la envidia de pene. No, no se me ha ido la olla, es que en aquella época, en la tamborrada infantil sólo participaban los niños,-como bien recordamos todos- y las niñas, cuatro por compañía, estaban relegadas a ser “cantineritas” y como yo no tenía ningún contacto con las altas esferas que elegían a las afortunadas pues, como las demás, a mirar desde la acera.

Las féminas de la familia también echaban leña al fuego con la sempiterna cantinela de porqué a las mujeres no se les permitía entrar en las sociedades gastronómicas más que en dos días “sagrados” y que, por puro espíritu de contradicción, no había que asistir a la cena de la víspera; total, que el día de San Sebastián era más el día de las reivindicaciones doméstico-feministas que el día de jolgorio que debía ser.

Pasados los años, alguien se dio cuenta de que tanta protesta debía ser atendida y ya las niñas dejaron de estar excluidas en las tamborradas de sus colegios, pero creo que eso fue porque, al convertirse la mayoría de estos en mixtos, hubiera sido demasiado descarada la discriminación.

Entonces no había “chinos” ni sus antecesores “Todo a 100” que vendieran tambores de plástico ni gorros de cocinero de papel, así que la tamborrada la seguías manejando unos palillos invisibles sobre un también imaginario barril; pero no importaba, podías ser feliz con tan poco en las manos y tanto en la imaginación. Igualito que ahora, vamos.

Pero no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista y tuve cumplido resarcimiento de las tamborradas que me faltaron en la infancia preparando, veinte años después, las de mis hijas que, ellas sí, pudieron desfilar con honor y todo el derecho por las calles de la ciudad. A las sociedades, también vamos ya cuando queremos y no cuando nos dejan y para el año que viene me voy a apuntar a una Tamborrada de mi barrio, que hay plazas libres.

Esto de la Tamborrada nos ha ayudado mucho a las mujeres a recuperar los espacios perdidos. Aunque ya no comemos angulas, claro.

En fin.

LaAlquimista

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