domingo, 30 de noviembre de 2014

Una mujer violada


 
Todos los días son violadas en el mundo miles de mujeres. Se llevan la palma de la estadística los países en guerra, le siguen de cerca los entornos rurales en vías de desarrollo, detrás van las grandes urbes con su enorme índice de peligrosidad para acabar con el entorno cotidiano de la mujer y poner la guinda las violaciones de puertas para adentro, es decir, las que ocurren entre las cuatro paredes de la familia y, más concretamente, del matrimonio.

Hasta aquí pura estadística que, pensaremos, poco o nada tiene que ver con nosotros. Pocos hombres habrá cerca que conozcan a alguna mujer que haya sido agredida sexualmente –excepto que lo sepan por el ejercicio de su profesión o porque hayan sido ellos los propios agresores; sin embargo, pocas mujeres somos las que hemos dejado de tener noticia y conocimiento de la agresión sufrida por alguna otra mujer, porque estas desgracias cuando se cuentan casi siempre la confidente es otra mujer, creándose un círculo hermético del que son excluidos los hombres, por extensión, los agresores finalmente.

En secreto y jurando ser tan callada como una tumba, recibirá una mujer la confesión hecha por una amiga de que su pareja tiene la costumbre de “forzarla” a mantener relaciones cuando ella no quiere; avergonzada y porque no puede más, lo cuenta para recibir apoyo y una supuesta solidaridad de género, pero esta “denuncia” no traspasa el ámbito del dormitorio. La mujer “se deja” paralizada por el miedo; el hombre la agrede, considerándolo un derecho y quizás no se dé cuenta de lo que está haciendo realmente: violar a una mujer.

Médicos y psicólogos, policías y personal auxiliar están obligados al secreto profesional cuando atienden a mujeres que han padecido una agresión sexual brutal, de esas que es obligado acudir a un centro sanitario o que es la policía quien ha debido intervenir por el escándalo producido. Interponer una denuncia en muchos de estos casos conlleva que la mujer pase por el calvario añadido de verse señalada con el dedo, mirada con conmiseración, dañada su dignidad (lo que quede de ella) y su autoestima pisoteada indefectiblemente. Amen del problema creado en su propio entorno familiar que, al tiempo, puede acabar volviéndose en reproches y recriminaciones hacia la víctima convirtiéndola en co-responsable de la propia violación.

Cuando andaba por la veintena, algún imbécil machista (hombre o mujer) inventó un eslogan para el caso de las mujeres que estuvieran siendo agredidas sexualmente: “Relájate y disfruta”, decía. Tengo el convencimiento de que multitud de hombres se lo creyeron; y muchas mujeres también.

En fin.
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sábado, 29 de noviembre de 2014

Vivir aquí o allá ¿qué más da?


 
(Recuerdos de hace un par de años...)

Yo no quería irme de Sevilla. Después de dos semanas fuera de casa descubro, no sin desconcierto, en esta sala plena de luz del aeropuerto, que no tengo sensación alguna de “volver a casa”, mientras espero anuncien mi vuelo.  ¿Qué me espera en mi ciudad? ¿Mi cama, mi gente, mi perrillo?

Mientras miro a los viajeros de Ryanair desesperados, sacando prendas de sus maletas y forrándose como esquimales, con sus pertenencias por el suelo, pesando una y otra vez el equipaje de mano ante la mirada cancerbera del personal de la compañía, me siento satisfecha de no volar con ellos, (una y no más santotomás) de aprender de una vez por todas que “lo barato sale caro”.

Mientras espero mi vuelo “normal” con el ordenador en las rodillas, escribiendo estas letras, me siento como en un limbo de puertas abiertas batidas por el viento y sin letrero alguno que indique la dirección a tomar.

Vivir aquí o allá...¿qué más da?

Voy comprendiendo poco a poco lo que son los apegos y la ausencia de ellos; voy aprendiendo a golpe de calendario que la vida pasa de todas formas te quedes donde te quedes, duermas en cama propia o extraña, desayunes café con tostada con aceite o tocino con frijoles. Lo que importa de verdad, lo ÚNICO que importa de verdad, es lo que uno guarda en su equipaje interior.

El equipaje. Recuerdo cuando yo viajaba con grandes maletas, pertrechada de forma precavida, -una vez llegué a cargar con una plancha de viaje para que mis blusas y vestidos estuvieran impecables-, como si mis pasos me llevaran a países donde “nada” iba a ser “como en casa”,  sin comprender que la capacidad de adaptación es lo que ha hecho sobrevivir al ser humano.

He aprendido a llevar lo justito y entender como tal...!tan poco! Si llueve me compraré un paraguas, si hace frío un jersey. Ayudaré a la economía local comprando artesanía para adornar mis orejas, mi cuello, mis muñecas. Los libros pesan demasiado y los hay en todas partes: comprar uno, leerlo y dejarlo allí donde lo termine, siempre habrá alguien que lo disfrute. O no leer, como en estas dos semanas que cada vez que pensaba en leer el libro que acarreo -medio kilo de Murakami- me surgía otra cosa más interesante que hacer. No acaparar bienes, cosas, artículos de viaje...ir vaciando la maleta en vez de llenarla superfluamente. Aprender a lavar la ropa en vez de guardarla en bolsas de plástico y acarrear sudor y cansancio de una ciudad a otra, de un país a otro....

Y a la hora de hacer el camino de regreso tener esta sensación que me embarga ahora mismo. No creer que mi casa está en ninguna otra parte que donde estoy yo con mi corazón, mis ilusiones,  mis sueños y mi pequeña maleta que está más llena de recuerdos emocionales que otra cosa.  Volver al sitio donde estoy empadronada, pago mis impuestos y me recogen la basura todas las noches; esa ciudad que guarda los recuerdos de toda una vida pero que no me garantiza futuro afectivo alguno, porque nada es inmutable, porque nada es para siempre, porque la vida se rompe, la gente enferma y muere,los amores prescriben, las amistades se despistan, el tiempo todo lo cambia a la vez que todo lo pone en su lugar.

Ni siquiera tengo esas ganas bucólicas de otrora de ver el  mar Cantábrico, “mi” mar, de asomarme a la bahía y disfrutar en silencio de un marco incomparable que ya no me dice nada si no llevo las palabras cosidas al corazón.

La ciudad a la que regreso es la misma para todos los que en ella habitan, pero hay quien se encierra en su casa,  en la casa de sí mismo, impenetrable, y hay quien abre puertas y ventanas para que entre el aire, la gente, la vida.  Así que da lo mismo vivir aquí o allá, porque la actitud personal no depende de la geografía física sino de la geografía emocional...

Yo me hubiera quedado en Sevilla un par de meses más. Cerca y lejos de mi hija a la vez;  cerca y lejos de mis amigos también. Sintiendo calor al mediodía y fresquito a medianoche. Haciendo nuevas amistades, aprendiendo a suavizar las erres y a arrastrar las eses, desayunando tostada con jamón en vez de cereales, bebiendo “cruzca” todo el día y olvidándome del vino verdejo que tan de moda está en Donosti (y es una porquería destroza-estómagos). Tomando tapas que son pintxos mutantes y alimentan el estómago y no entristecen el bolsillo, dejándome engatusar por la alegría de un pueblo que no sabe o no quiere ser serio, como nosotros los vascos,  que ya está bien de ir por el valle de lágrimas... que la única cruz que llevan a cuestas por aquí es la CruzCampo y eso está mucho mejor.

Mi vuelo saldrá dentro de media hora y tendré otra hora larga para cambiarme el chip y volver a comportarme como está mandado;  una señora de más de cincuenta años comme il le faut en vez de un piojo verde, que es lo que creo que soy en realidad.

En fin.

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 Post escrito en Octubre 2012

viernes, 28 de noviembre de 2014

Mi perrito casi se muere (Reflexión a posteriori)


    

*Ocurrido en Noviembre 2012

Ya ha pasado el susto, pero durante una semana larga mis días (y mis noches) han transcurrido en un sinvivir cuidando y vigilando la evolución de mi perrillo Elur que fue diagnosticado de meningo-encefalitis y que padeció una grave hemiparexia en el lado derecho. Ver a la pobre criatura tambaleándose sobre dos patas y sujetando su cuerpo en precario contra la pared, para acabar cayendo al suelo encogido sobre sí mismo, sin reflejo alguno, con la vista perdida, las mandíbulas imposibles de abrir –y en consecuencia de ingerir alimento-, me dejó hecha polvo por dentro y por fuera.

Lo que en un ser humano puede ser una enfermedad grave, en un animal de cuatro kilos es casi la muerte segura, principalmente porque no se dispone de una asistencia sanitaria que acoja al paciente con intención de salvarlo sino que, según he descubierto, en cuanto un perro cae enfermo ya hay muchas “almas caritativas” que te recomiendan que lo hagas sacrificar para evitarte molestias, ahorrarte un dineral en veterinarios-que esa es otra-  y, eventualmente, sufrimiento al perro.

Hice caso omiso de esas voces agoreras y me dediqué a pasarle energía positiva que apoyara el efecto de la cortisona y los antibióticos. Lo tuve en brazos más horas que las que lo había abrazado en el año largo que está conmigo; le conté cuentos de perritos que se curaban, le canté canciones tontas que me inventaba sobre la marcha, le llené de caricias y hasta de besos (quién me ha visto y quién me ve) y, con santa paciencia, le fui introduciendo por entre los colmillos una jeringuilla de boca ancha con agua mezclada con medicamentos. Tres días estuvo sin comer –porque no digería nada- y perdió el 25% de su peso. Se quedó literalmente en los huesos.

 Ya ha pasado la fase crítica y mi Elurtxito vuelve a querer ser el perrillo contento, simpático y guapo que siempre ha sido. Al ver que reaccionaba bien al tratamiento compuesto (de medicamentos y mucho amor) y que la recuperación de su salud era un hecho, fue cuando a mí me dio un ataque de ansiedad por la tensión acumulada y caí redonda (es un decir). Necesitaba reubicarme espacialmente –demasiados días sin hacer vida normal, sin salir de casa prácticamente- y recuperar mi ritmo, volver a cantar por las mañanas.

Mis amigas y amigos queridos (ahora los quiero todavía más) han estado ahí, que le han hecho escuchar música especial, que han rezado a San Francisco, le han puesto velas y regalado paté de importación rico en proteínas. A mis hijas les oculté la gravedad del asunto porque no soy yo de las que da noticias malas en la distancia ni aporta preocupaciones a la vida de los demás hasta que no están los asuntos encarrilados.

¿Qué he sentido yo durante la semana larga en que he visto a Elur apagándose por momentos y dependiendo exclusivamente de mí para recuperarse? Podría contar aquí que se me ha despertado la fibra sensible, que egoístamente no quería perder a mi perrito, que no me conformaba con que su vida escapara de mi lado de esa manera…

¿Por qué hace falta la enfermedad, la angustia y el dolor para darnos cuenta de lo que queremos a otro ser?

 ¿Qué necesidad hay de esperar a que alguien cercano esté moribundo para decirle “te quiero”?

¿Nos damos cuenta de cuánto amor se desperdicia por falta de toma de conciencia?

Sí, ya sé que un perro –que a fin de cuentas es un animal- no puede ni debe ser comparado con un ser humano; no obstante, éste ha sido mi aprendizaje. Tomar conciencia de que, imaginándome la vida sin Elur a mi lado ésta no tendría la misma dulzura que tiene ahora. Igual es que me he convertido en una sentimental con el paso de los años; igual es que he aprendido a dejarme sentir totalmente en mis propias emociones quitándome caparazones racionales que no me hacían maldita la falta.

También he pensado mucho en una persona que no me hace caso apenas cuando las cosas me van bien y estoy feliz como una lombriz, pero que cuando estoy sufriendo o me ocurre algún percance, siempre está ahí sin saber decir ni expresar su cariño más que en esos malos momentos. Nos perdemos tanta vida, nos perdemos tanto amor por no dejarnos sentir…

Como efecto colateral de esta situación que ha alterado mi día a día y removido mis entrañas, también debo aprender a gestionar el reproche que me ha surgido hacia quienes, “debiendo” haberse interesado por la salud de Elur, no han sido capaces ni tan siquiera de ofrecer una llamada de teléfono. Otro trabajo de Hércules más a acometer…

Bien está lo que bien acaba. Lección aprendida y…espero no tener que volverme a presentar a examen.

En fin.

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*Dos años después, una fuerte recaída ha vuelto a convulsionar la salud de Elur. Pero...¡prueba superada de nuevo!



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Mi perrito casi se muere. (Reflexión a posteriori)
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Cecilia Casado | 23-01-2013 | 12:25

 

Ya ha pasado el susto, pero durante una semana larga mis días (y mis noches) han transcurrido en un sinvivir cuidando y vigilando la evolución de mi perrillo Elur que fue diagnosticado de meningo-encefalitis y que padeció una grave hemiparexia en el lado derecho. Ver a la pobre criatura tambaleándose sobre dos patas y sujetando su cuerpo en precario contra la pared, para acabar cayendo al suelo encogido sobre sí mismo, sin reflejo alguno, con la vista perdida, las mandíbulas imposibles de abrir –y en consecuencia de ingerir alimento-, me dejó hecha polvo por dentro y por fuera.

Lo que en un ser humano puede ser una enfermedad grave, en un animal de cuatro kilos es casi la muerte segura, principalmente porque no se dispone de una asistencia sanitaria que acoja al paciente con intención de salvarlo sino que, según he descubierto, en cuanto un perro cae enfermo ya hay muchas “almas caritativas” que te recomiendan que lo hagas sacrificar para evitarte molestias, ahorrarte un dineral en veterinarios-que esa es otra-  y, eventualmente, sufrimiento al perro.

Hice caso omiso de esas voces agoreras y me dediqué a pasarle energía positiva que apoyara el efecto de la cortisona y los antibióticos. Lo tuve en brazos más horas que las que lo había abrazado en el año largo que está conmigo; le conté cuentos de perritos que se curaban, le canté canciones tontas que me inventaba sobre la marcha, le llené de caricias y hasta de besos (quién me ha visto y quién me ve) y, con santa paciencia, le fui introduciendo por entre los colmillos una jeringuilla de boca ancha con agua mezclada con medicamentos. Tres días estuvo sin comer –porque no digería nada- y perdió el 25% de su peso. Se quedó literalmente en los huesos.

 Ya ha pasado la fase crítica y mi Elurtxito vuelve a querer ser el perrillo contento, simpático y guapo que siempre ha sido. Al ver que reaccionaba bien al tratamiento compuesto (de medicamentos y mucho amor) y que la recuperación de su salud era un hecho, fue cuando a mí me dio un ataque de ansiedad por la tensión acumulada y caí redonda (es un decir). Necesitaba reubicarme espacialmente –demasiados días sin hacer vida normal, sin salir de casa prácticamente- y recuperar mi ritmo, volver a cantar por las mañanas.

Mis “hermanas del alma” han estado ahí; también mis amigas y amigos queridos (ahora los quiero todavía más) que le han hecho escuchar música especial, que han rezado a San Francisco, le han puesto velas y regalado paté de importación rico en proteínas. A mis hijas les oculté la gravedad del asunto porque no soy yo de las que da noticias malas en la distancia ni aporta preocupaciones a la vida de los demás hasta que no están los asuntos encarrilados.

¿Qué he sentido yo durante la semana larga en que he visto a Elur apagándose por momentos y dependiendo exclusivamente de mí para recuperarse? Podría contar aquí que se me ha despertado la fibra sensible, que egoístamente no quería perder a mi perrito, que no me conformaba con que su vida escapara de mi lado de esa manera…

¿Por qué hace falta la enfermedad, la angustia y el dolor para darnos cuenta de lo que queremos a otro ser?

 ¿Qué necesidad hay de esperar a que alguien cercano esté moribundo para decirle “te quiero”?

¿Nos damos cuenta de cuánto amor se desperdicia por falta de toma de conciencia?

Sí, ya sé que un perro –que a fin de cuentas es un animal- no puede ni debe ser comparado con un ser humano; no obstante, éste ha sido mi aprendizaje. Tomar conciencia de que, imaginándome la vida sin Elur a mi lado ésta no tendría la misma dulzura que tiene ahora. Igual es que me he convertido en una sentimental con el paso de los años; igual es que he aprendido a dejarme sentir totalmente en mis propias emociones quitándome caparazones racionales que no me hacían maldita la falta.

También he pensado mucho en una persona que no me hace caso apenas cuando las cosas me van bien y estoy feliz como una lombriz, pero que cuando estoy sufriendo o me ocurre algún percance, siempre está ahí sin saber decir ni expresar su cariño más que en esos malos momentos. Nos perdemos tanta vida, nos perdemos tanto amor por no dejarnos sentir…

Como efecto colateral de esta situación que ha alterado mi día a día y removido mis entrañas, también debo aprender a gestionar el reproche que me ha surgido hacia quienes, “debiendo” haberse interesado por la salud de Elur, no han sido capaces ni tan siquiera de ofrecer una llamada de teléfono. Otro trabajo de Hércules más a acometer…

Bien está lo que bien acaba. Lección aprendida y…espero no tener que volverme a presentar a examen.

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Sobre el autorCecilia Casado
Una mirada alternativa a la vida después de haber cumplido los 50. Con un martillo rompe-tópicos y una sibilina barrena destroza prejuicios. Desde la óptica femenina y quizás por ello más interesante para el hombre.



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jueves, 27 de noviembre de 2014

Mi primera vez. Mi primera sopa de pescado



 
Aprendí a cocinar hace unos diez años; hasta entonces y por razones concretas –tales como que en mi casa no me enseñaron y que después me sumergí en el mundo laboral- sentía que dedicar tiempo a la confección de la comida, placer efímero y autofagocitante donde los haya, era tiempo perdido. Pero un día me enamoré como una loca y quise amar con todos los sentidos y, quizás porque él me regalara “Afrodita” de Isabel Allende, quise incorporar al festín del amor el placer del gusto por la comida.

Enseguida descubrí que, como en el amor, tenía una facilidad innata para el asunto, que estaba dotada de una lógica sencilla y efectiva para la conjunción de alimentos que existían para yacer unos junto a otros en el fondo de mi “cazuela afectiva”. Al cabo del tiempo preciso él se fue, pero yo seguí cocinando (y amando, obviamente).

Tampoco creí necesario proveerme de libros e instrucciones ajenas y complicadas, sentía que mi gusto por la comida, mis preferencias naturales iban marcando el camino de los platos que mejor se rendirían a mis pies. Así que empecé con lo que más me gustaba: los pescados.

Sacarle el punto a unas kokotxas no es tema baladí; ni mucho menos ligar un pil-pil al borde del orgasmo. Ya no te digo nada de manejar el horno para que un cogote esté en su punto. Como en el amor, la cocina precisa de entrega desinteresada, no se puede una meter entre fogones pensando que la emoción y anhelo de unas horas va a verse reducida a unos cuantos cumplidos retóricos después de una ingesta superficial. Hay que echar cohetes cuando el plato está bordado…

Hablando del amor y figuraciones mías, se me ha ido el santo al cielo… Ah, sí, la sopa de pescado. Pues eso. Que el otro día me di cuenta de que mi sopa favorita, la de pescado, no sabía cocinarla, así que hice acopio de ingredientes (según una receta sacada de Internet al buen tuntún, de la abuela de Bruno Oteiza –gracias amona-) y me puse a ello. La hice para mí y para mi hija, sin pensar en un hombre y su estómago/corazón; la hice con todo el buen humor, cariño, entrega y fervor de que soy capaz y, como en el dormitorio, aunque fuera la primera vez, los afanes de la cocina dieron un honrosísimo resultado. Vamos, que estaba riquísima. (Aunque todo es mejorable…)

Al día siguiente, al abrir el frigorífico, la sopa sobrante nos saludó con un aroma conocido; y, como en el amor de nuevo, al degustarla por segunda vez, nos supo mucho más sabrosa que el día anterior. Todo es cuestión de ponerle cariño al asunto ¿no?

En fin.
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