viernes, 11 de febrero de 2022

Párate o el cuerpo te parará

 

Párate o el cuerpo te parará

Vengo padeciendo desde hace varias semanas una terrible tendinitis en la rodilla derecha. Doler, dolía bastante, pero a fuerza de darle caña conseguía moverme –aunque cojeando un poco-. Obviamente, al cargar más peso del debido en la otra pierna me regalé unas buenas contracturas musculares y, como guinda del pastel, me atacó una lumbalgia de las de quedarte tiesa aullando de dolor. (Al final la tendinitis ha resultado ser una rotura de menisco).

Pues ya está, eso es lo que mi cuerpo me presenta para que aprenda a no tirar demasiado de la cuerda o –en román paladino- por borrikota y no hacer caso del DNI; que los años son para algo más que para adquirir experiencia, que deberían servir también para hacer caja en el bolsín de la humildad, –virtud de la que siempre he andado bastante escasa-.

Así las cosas, o te paras tú o el cuerpo te va a pasar una factura de aquí te espero. Y, además, en todos los sentidos. Da igual que tus órganos internos funcionen como un reloj, porque los relojes también se atrasan; da igual que hayas tenido siempre una buenísima salud; nada es eterno. Y si no me lo quería creer, aquí tengo la realidad que me ha saltado a la cara dándome una buena bofetada.

Ya van para tres semanas que me siento condenada a viajar en un tobogán que alcanza el pico del dolor cuando le da la gana y se esconde en una semi-bonanza que dura las pocas horas que tardo yo en volver a quebrarme el sosiego. La medicación bien, gracias.

Es por eso que le he estado echando un pulso a mi cuerpo, tirando de energía positiva (si es que alguien sabe qué es eso exactamente), de respiraciones intensas con la ventana abierta –ya que no al aire libre- y más buena voluntad que remedios efectivos. Conclusión: que o te paras tú o el cuerpo te frenará… de manera fulminante. (Hasta aquí el recuento de mis males y los cinco minutos de queja)

Esto les valdría también a quienes trabajan sin descanso por conseguir una meta autoimpuesta, a los que ofrecen de sí mismos a los demás casi tanto como lo que tienen consiguiendo vaciarse y debilitar sus fuerzas. Es momento de recordar que “nadie da lo que no tiene”, que para ayudar a los demás hay que tener energía y fuerza de sobra y no apurar hasta la última gota la capacidad personal. Luego, a la postre, todo se paga.

¿Quién no conoce el caso de la persona entregada/abnegada que ha estado cuidando a un enfermo terminal y cuando al final todo termina es el propio cuidador el que enferma? Me acuerdo en estos casos de las recomendaciones que dan en los aviones antes de despegar, que cuando muestran la mascarilla de oxígeno en caso de despresurización de la cabina, insisten en que antes de ayudar al de al lado nos coloquemos bien la propia.

La mente es a veces nuestra peor enemiga lanzándonos a osadías que nunca deberíamos realizar. El cuerpo es siempre quien tiene la última palabra. Este año 2022 comienza fuerte.

Felices los felices.

LaAlquimista

También puedes seguir la página de Facebook:

https://www.facebook.com/apartirdelos50/

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

Aguantar lo inaguantable

 

Aguantar lo inaguantable

 

 

Me admira y estremece la capacidad de sufrimiento, de aguante, del ser humano sobre todo en las ocasiones  terribles, en situaciones extremas o circunstancias  trágicas;  el instinto de supervivencia de la especie prevalece sobre la adversidad buscando vericuetos, atajos y pegando triples saltos mortales para escapar de la desgracia. Sin embargo, demasiadas veces, en las situaciones cotidianas, las que serían mucho más fácilmente subsanables, la modorra existencial toma las riendas.

Nos hemos acostumbrando a alimentarnos de lo que yo llamo “filosofía de mercadillo” y creemos esa chorrada elevada al cubo que proclama que: “Si un problema tiene solución, ¿para qué preocuparse?; si no la tiene… ¿para qué preocuparse?” y con estos mimbres vamos tejiendo el telón adecuado para que los que mueven los hilos se oculten tras él y sigan creyendo que sus marionetas no tienen vida… ni ideas propias.

Con demasiada frecuencia encuentro en mi camino a personas que se sienten oprimidas, gente que se queja continuamente de su mala suerte, de las injusticias de que son objeto, del abuso que padecen y yo, que soy de poco compadecerme cuando le veo el truco a la cosa, no tengo palabras de ánimo o consuelo del tipo “bueno, ya pasará” o  “no hay mal que cien años dure”.
No, yo soy más bien de meter el dedo en el ojo y preguntar mirando por encima de la mascarilla: “¿por qué lo aguantas?”. Y es curioso, porque entonces el quejica se revuelve con cara de acusarte de falta de empatía o de amistad o incluso de maldad encubierta, y te das cuenta de que ya no le interesa lo que le vayas a decir.

Lo que siempre digo es que no existen opresores sino oprimidos, que la situación que está padeciendo es porque quiere, que en su voluntad está darle la vuelta a las cosas…que tome decisiones aunque sean dolorosas, que busque la llave de las cadenas que ella (o él) misma se puso… No, lo que quiere es solidaridad con su falta de valentía, cuarto y mitad de empatía e incluso un ratito de  conmiseración.

Esposas soportando lo innombrable por miedo a enfrentarse al mundo, maridos más que hartos y aburridos pero incapaces de renunciar a su vida cómoda y rutinaria. Hijos que aguantan en la casa familiar para que les sigan lavando la ropa y poniendo la comida en la mesa a cambio de silencios abrasadores e incomprensión mutua. Asalariados agachando la testuz por no soltar su mísera nómina, abuelos explotados por hijos egoístas que se sienten chantajeados emocionalmente y culpables de la (presunta) mala educación que dieron a su progenie.

Por no hablar de los amantes aferrados a unos brazos fríos e indiferentes elegidos como tabla de salvación frente a la terrible soledad que intuyen está más allá de ese corazón.

¿Por qué aguantamos ciertas cosas? Cada uno tiene sus propias justificaciones, las excusas exactas y precisas para acallar la conciencia lacerada. Su único desahogo es llorar en  el hombro de alguna amiga o amigo como víctimas inocentes  de la opresión de que son objeto.

¡Qué poca pena me dan los que creen que las medallas las dan gratis!

Felices los felices.

También puedes seguir la página de Facebook:

https://www.facebook.com/apartirdelos50/

LaAlquimista

apartirdeloscincuenta@gmail.com

¡Cuánto tiempo perdido!

 

!Cuánto tiempo perdido!

Mi amona Julia me lo repetía una y otra vez: “A esta vida hemos venido a aprender”, y lo mismo daba que se refiriese a los libros escolares como a los buenos modales en la mesa. Aprender a comportarme bien, aprender la educación que propugnaban –e imponían- mis mayores; aprender los preceptos religiosos, sociales, familiares. Aprender era una tarea de amplísimo espectro que implicaba interés, atención, dedicación y disciplina. Qué tortura, por todos los dioses.

Los decálogos (interminables) de un sinfín de cosas que “no había que hacer” y otra lista igual de larga de lo que “había que hacer”. Dos listados paralelos de normas para “domesticar” a una niña de espíritu poco proclive a la doma. Huelga decir que aprendí la mitad de la mitad y seguramente con “mala nota”.

Sin embargo, a lo que sí me interesaba le dediqué mi esfuerzo, atención, voluntad y muchas horas, a las cosas imprescindibles para andar por la vida a la edad de diez años: atinar con el tirachinas, patinar dando saltos, ser la reina del brilé. Y jugar a las damas y al ajedrez, montar el mecano, revelar fotografías, escribir a máquina, escuchar música clásica y leer todo lo que pillaba de la biblioteca paterna. (Yo no supe que era “rarita” –por culpa de mi padre- hasta que me lo dijeron mis crueles amigas adolescentes).

También aprendí “valores”; obviamente, los de la época. A saber: que la mujer debe ser generosa y abnegada en todas sus variantes: hija, esposa y madre, a pesar de que el modelo femenino cercano me mostrara a una mujer que iba a lo suyo y no asumía responsabilidades de ningún tipo. También me recalcaron que habíamos venido a este mundo a sufrir –lo del valle de lágrimas-; que en la vida no se puede conseguir siempre lo que uno quiere y hay que saber resignarse. Que hay que obedecer al que manda, sea el alcalde, el cura, el pater familias, el marido o el jefe. Y a Dios, claro está.

Luego resultó que la vida me pasó por encima y ahora se ha demostrado que no hacía falta aprender todas aquellas cosas que parecían tan importantes. Que ahora lo que cuenta es educar en libertad, respeto al otro y tolerancia. Se educa en inteligencia emocional donde antes tan sólo se hablaba de “coeficiente intelectual”; se valoran los sentimientos, se desarrollan las emociones; el hombre autorrealizado * (Ver Abraham Maslow) es posible y también probable. Vaya cambio radical en tan solo una generación.

Llegué a los cincuenta con una serie de “conocimientos” en mi haber que –descubrí estupefacta- no me servían apenas para nada. Ni  a mí ni eran ya válidos para la sociedad. Obsoletos como el télex, la taquigrafía y las plumas de cartucho de tinta. Y no solamente tuve que aprender “lo nuevo” y estar al tanto de las nuevas tecnologías sino que ADEMÁS hube de revisar lo que aprendí mal y darle al botón de “eliminar” en mi ordenador central.  ¡Años perdidos, esfuerzos malgastados, energía desperdiciada!

Pues sí; así es el aprendizaje. Un continuo trabajo de “prueba y error” para llegar a conclusiones más que elementales. Las mías, sencillísimas: que si me hubieran educado mejor me habría ahorrado el trabajo de Hércules de “darle la vuelta” a la mitad de las ideas que me inculcaron. En fin. Mejor tarde que nunca.

Felices los felices.

LaAlquimista

También puedes seguir la página de Facebook:

https://www.facebook.com/apartirdelos50/

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

"El día de la marmota"

 

“El día de la marmota”

Dicen que es una película muy famosa y divertida, pero he de confesar que no la he visto (ni pienso verla). Dicen que es la forma de expresar el concepto de verse “atrapado en el tiempo” a la americana, algo mucho más rotundo que lo que los franceses inventaron hace siglos y llaman “déjà-vu”. Dicen que todo se repite inmisericordemente; no sé, pero parece que sí.

Es la sensación que me ha avasallado al regresar de México a mi casa, en plena pandemia, y después de haber realizado el viaje familiar anual que me lleva a reencontrarme con mi hija mayor y mis nietos allende los mares. No me puedo quitar de la cabeza que “esto ya lo he vivido antes”, sí, concretamente en el invierno de 2020, cuando abrí la puerta de mi hogar y lo encontré devastado emocionalmente por la más grande de las ausencias.

Regreso a mi pequeña ciudad y los puntos de referencia han vuelto a moverse de sitio a pesar de que, aparentemente, todo siga en su lugar de siempre. El colmado de la esquina, el bar de Oscar, el paseo hasta el mar, el bosquecillo y sus ardillas y pájaros…pero sobre todo mi gente, mis amigos y conocidos pasan a formar una especie de nebulosa que me obliga a escudriñar buscando lo que pensaba estaría –inamovible- en el lugar que me da seguridad.

Ya todos nos hemos acostumbrados a vivir con una máscara/antifaz delante de la cara, nos parece lo más normal no ver sonrisas ni gestos ni expresiones faciales en los demás y sustraer las nuestras a las miradas ajenas. Las ganas de ver a mi gente, de charlar, compartir y –por qué no decirlo- tocar, abrazar y besar se van a quedar frustradas una vez más, en un bucle tristísimo que ya dura dos años, veinticuatro meses, noventa y seis semanas, casi setecientos días…¡setecientos días con la vida revirada!

Los medios de comunicación se esfuerzan en mostrar el desajuste psicológico que afecta a casi todos, merodeando el morbo por las depresiones y suicidios, nos cuentan desde todas las palestras que acabaremos contagiados y “tocados del ala”, que los trastornos psiquiátricos están tan a la orden del día como los infectados del virus que muta y cambia de nombre pero no nos quiere dejar tranquilos.

Creía que volvía a mi hogar y me he encontrado “atrapada en el tiempo”, en un bucle de rabia absurda y de miedo imperecedero que no parece tener visos de finalizar. Ya casi nadie quiere aceptar que la vida es para vivirla (lo pondría con mayúsculas, pero no quiero provocar), tan sólo se habla de tener precaución, no confiarse ni confiar en nadie, ya nos veremos algún día, cuídate y no hagas tonterías…

El miedo es libre, dicen, y yo añado que las ganas de vivir, también. Y si las pierdo, si las perdemos, difícil será que las volvamos a encontrar. La vida puede ser como un amante despechado, no va a estar esperando a que mudemos de parecer…

Felices los felices.

LaAlquimista

También puedes seguir la página de Facebook:

https://www.facebook.com/apartirdelos50/

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

Gritos e insultos

 

Gritos e insultos

No soy gritona. He aprendido que cuando se alza la voz puede ocurrir que las razones salgan volando como se ve claramente en ciertas tribunas. Además, no me gusta gritar porque no me gusta que me griten, en un elemental ejercicio de supervivencia consensuada, y porque los gritos arrastran consigo lo peor del ser humano, las miasmas que supuran cuerpos y almas cuando se les da de comer ira, rabia e inquina. A mi provecta edad he aprendido algunas cosas importantes (importantes para mí, claro está) como es no levantar la voz siempre que pueda evitarlo, aunque otras enseñanzas añejas sigan manifestándose en mi inveterada porfía a cerrarme en banda cuando algo no me gusta ni un pelo.

Por ejemplo, lo de “poner la otra mejilla” se me da fatal y no digamos ya lo de aguantar impertérrita la violencia, sea ésta física, verbal o sibilinamente emocional. A veces –las menos- me enfrento si hay afrenta; otras –las más- salgo por piernas, y en ocasiones no siento ni frío ni calor porque no me tomo como personal las andanadas del (o de la) bocachanclas de turno.

Cuando nos enrocamos en posturas inflexibles porque no nos da la santísima gana de dar nuestro brazo a torcer –postura aprendida tras muchos años de práctica-, lo habitual suele ser que la gente eleve el tono de voz. Cuando una (agria) conversación va camino de despeñarse por el barranco de la cerrazón mental, intento zanjar el tema con un: “mejor lo dejamos y ya”. Esa actitud puede ser interpretada como condescendencia y provocar en mi antagonista una subida de presión arterial rayana en el colapso cardíaco. En función de la poca o nula educación de los “púgiles” el asunto puede acabar mal, tirando a muy mal.

No es de recibo que te griten y te manden a esos sitios que huelen que apestan amén de desear que te profanen violentamente cierto orificio del cuerpo sin tu consentimiento (por usar eufemismos, que seguro que algún algoritmo habrá que censure los vulgares insultos), pero… ¿a quién no le ha pasado alguna vez?

No sé si es de recibo…y creo que tampoco debe serlo que nadie grite para imponer sus opiniones pues envilece más el insulto a quien lo lanza que a quien lo padece porque a nadie se le oculta que una persona,  por muy amargada que esté y muy infeliz que sea, no tiene ningún derecho a vomitar encima de los demás sus frustraciones y su malísima educación. Igual quien lo hace es porque tiene práctica de años y se le ha aguantado por imposición social –cosa que ocurre dentro de algunas familias y en ciertas relaciones de poder-.

Cuando algo así ocurre, cuando la pelota queda en nuestro tejado, es aconsejable tenerlo a dos aguas para que resbale lo más rápido posible todo lo que no tiene cualidad positiva alguna. No viene mal vivir en un sitio donde llueve mucho…

(Hace tres meses que una persona de mi entorno cercano me gritó y me insultó, dinamitando todos los puentes que nos podían acercar. Tres meses son los que he tardado en gestionar y digerir la afrenta. Más vale tarde que nunca.)

Felices los felices.

LaAlquimista

También puedes seguir la página de Facebook:

https://www.facebook.com/apartirdelos50/

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

 

¿Para qué me voy a quejar?

 

¿Para qué me voy a quejar?

Hay días en los que los dioses juegan a ”emmerder” a los humanos con manifiesto disfrute. Es ese tiempo en el que parece que el Universo y todas las galaxias por descubrir se ponen en nuestra contra, jugando a la entropía como un mono loco con una pistola cargada.

Esas situaciones que nos hacen pensar: ¿Pero, realmente me está pasando esto a mí? porque –ingenuos y poco inteligentes- nos hemos convencido de que las situaciones adversas o manifiestamente difíciles las vamos a ver en el telediario y que les van a ocurrir a “los otros”, esos “otros”, que son el infierno, ya lo dijo el filósofo.

He vivido mi particular “Día de la marmota mexicano” intentando regresar a mi txoko desde tierras aztecas; un penoso déjà-vu que ya padecí hace dos años, cuando el comienzo de la Covid-19 me dejó varada en el mismo sitio y…por las mismas causas.

Yo ya sabía a lo que me exponía, pero era más fuerte el deseo que la prudencia, más poderosa mi voluntad que todos los virus visibles e invisibles… Así que ahora mismo, y visto lo visto, he decidido no quejarme de nada (o de casi nada) durante todo el año 2022, en una especie de “penitencia social” que me impongo para ver si aprendo de una vez por todas –que ya va siendo hora- a aceptar sin mover una ceja ni lanzar una queja las consecuencias de mis propias decisiones.

En realidad, la vida tiene estos riesgos, qué duda cabe de que si te quedas encerrado en casa minimizas las posibilidades de que te ocurra algo penoso aunque, bien mirado, también entre cuatro paredes hay grietas por las que se puede colar la insania, la depresión y la infelicidad.

Vivir es apostar. Sin mucho fundamento, la mayoría de las veces, como cuando jugamos a la lotería que ya de entrada se da lo invertido por perdido esperando que suene la flauta que tenía Bartolo en un acto tan descerebrado como pretender que un virus se cebe en el que está a nuestro lado, comiendo, bebiendo o cantando tan feliz y nos respete a nosotros que estamos haciendo lo mismo amparados en la inmunidad de la más auténtica estupidez, también llamada estulticia, insensatez, imbecilidad, bobería o necedad.

Porque está bien quejarse cuando alguien nos pisa un callo con alevosía –sea de noche o no- y se niega a disculparse; o cuando los gobernantes nos mienten a la cara tomándonos por idiotas en general –aunque en lo particular los haya a puñados-. También hay que quejarse de las injusticias, de los atropellos a los derechos humanos y del mal humor de camareros y taxistas (con perdón de los buenos camareros y taxistas, que haberlos, haylos).

El resto de las quejas van a ir directamente al contenedor de lo “ridículamente prescindible”. Que si hace mal tiempo o me han suspendido tres vuelos seguidos, que si el amor ya no es lo que era o el besugo sigue por las nubes. Porque lo que hay que tener bien presente es que todo tiene arreglo en esta vida… menos la muerte.

Lo contrario de “queja” es ni más ni menos que “satisfacción” y este antónimo me parece mucho más interesante para andar por la vida, aunque sea para sentirse contento de haber dejado de quejarse y de aburrir al personal y a nosotros mismos con lloriqueos de niño pequeño.

El primer vuelo de retorno a España desde México que me anularon el miércoles me reubicó en un hotel de lujo con todo pagado y me dio la oportunidad de un tiempo extra con mi consuegra mexicana (y de varias “margaritas”). El segundo que me anularon el jueves me libró de un viaje inútil al aeropuerto.

Y el tercero -que llegó con dos horas de retraso a Madrid-, me ofreció la oportunidad inesperada de veinticuatro horas en la capital del reino, pasar el jetlag en una cama 2×2, la visita feliz a la exposición de Magritte, pasearme por el Retiro y degustar las delicias añoradas en México (léase jamón, tortilla de patatas –con cebolla- y Ribera del Duero). 

 

 

¿Para qué me voy a quejar, si todo lo que me ha ocurrido ha sido para permitirme hacer de la necesidad, virtud y ha tenido un happy end?

 

 

Pues eso, que felices los felices.

LaAlquimista

También puedes seguir la página de Facebook:

https://www.facebook.com/apartirdelos50/

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

 

 

Todo es tan relativo...

 

Todo es tan relativo…

Estos últimos días nos ha visitado en Mérida (Yucatán), la famosa “heladez”, que no es otra cosa que un bajonazo de las temperaturas que deja a los lugareños temblando de frío y descompuesto el paso y el semblante. De repente, de los 35º habituales el termómetro se planta en 25º y es el acabose, el tema del día favorito para charlar con el taxista.

Yo he estado feliz –qué duda cabe- con ese “fresquito” que me recuerda a mi tierra, sin sudar en todo el día ni poner el aire acondicionado, disfrutando de una rica cena en el patio/jardín, escondidos los moscos (mosquitos) en su agujero existencial. Mi hija mayor, aclimatada a esta tierra desde hace tantos años, viene a verme con su “chaquetita” y abriga a sus hijos para que no se resfríen.

Todo es tan relativo…que hay que resetearse para encontrar el punto exacto en el que cada quien empuña su razón. Para esto –tan insulso como hablar del tiempo- como para cuestiones más enjundiosas, ésas que atañen a las tesis sobre las que se sustenta la existencia, en las que todo hijo de vecino está convencido que “sus” razones son el paradigma cartesiano de la lógica universal.

Me cuesta muchas veces recuperar el “archivo” de mi mundo real, del mundo en el que vivo rodeada de personas que piensan y sienten de manera más o menos parecida, donde todo es mucho más sencillo –para las personas sencillas como yo misma- y no hay que estar haciendo continuamente la “conversión” de una moneda emocional a otra; como ando yo todo el día queriendo saber si los 140 pesos mexicanos que me piden por un pan tipo payés de masa madre pueden no pelearse con los 6€ que son al cambio.

Todo es tan relativo… que me vuelve los sesos gelatina. Porque las vigas culturales son tan diferentes que creo que jamás podré hallar la ecuación que me permita adaptarme al choque frontal que suponen. Y por eso me dicen que me vuelva a mi tierra, que aquí son bienvenidos los turistas que dejan buenas divisas pero sin que eso les dé derecho a criticar –y mucho menos juzgar y condenar- las costumbres arraigadas desde el comienzo de los tiempos en esta sociedad…y tienen más razón que un santo porque, al final, la integración se pega de bofetadas con la relatividad con la que todos analizamos lo que nos interesa y lo que no.

Bendito México que acoge a mi familia –todos ellos nacionalizados por libre decisión o por nacimiento-, bendito país que sigue luchando por que la justicia y la igualdad no se burle de sus ciudadanos a la cara misma, como hace tantísimas veces en el nuestro, ése con el que se nos llena la boca diciendo que “somos europeos”, como si perteneciéramos a un club V.I.P donde sólo existiera buena gente, honrada y justa. No es así y lo sabemos, qué le vamos a hacer…

Cuando los sueños mágicos del día de Reyes estén amaneciendo en España, tomaré un avión para cruzar el océano y llegaré –toco madera- cuando de los roscones de nata no queden más que las migas. De nuevo más de treinta horas de viaje (dos menos al volver por la rotación de la Tierra, otra relatividad pasmosa). Un camino de retorno a mi hogar que realizaré con la sonrisa puesta, sin tristeza por lo que termina sino con alegría por haberlo podido disfrutar.

Siempre digo que las separaciones son como cuando presencias un maravilloso concierto (en mi caso de música clásica); al salir, el semblante está relajado, el espíritu feliz por el disfrute conseguido y nadie sale enfurruñado o triste porque se haya terminado.

Y así, pasito a pasito, voy aprendiendo a relativizar las cosas…

Felices los felices y ¡aúpa Aeroméxico!

LaAlquimista

También puedes seguir la página de Facebook:

https://www.facebook.com/apartirdelos50/

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com