lunes, 26 de abril de 2021

Engañabobos

 

Engañabobos

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Hay en mi barrio un par de supermercados que amortizan el presupuesto de marketing hasta el último céntimo y lo hacen con “Ofertas” que me he tomado la molestia en analizar, calculadora en mano para no sentir que hablo por hablar.

El caso es que, de repente, ponen muchos de sus productos en una especie de 2×1 camuflado que indica que la “2ª unidad está al 70%”. Qué chollo, pensé la primera vez, total voy a comprar dos desodorantes (o lo que sea) porque viene bien tener en casa de lo que se usa a diario. Mi sorpresa llegó al comprobar que el “precio unitario” era objeto de una subida considerable, de forma que al comprar dos unidades y aplicar el descuento en la segunda…¡acababas pagando el mismo precio que tenía el producto la víspera! Con el agravante de que habías consumido el doble, claro.

Luego pasas por caja y te piden el teléfono porque controlan tu consumo y te sueltan un vale de 4€ a descontar de una próxima compra de 40€; es decir, un escurrido 10% sobre el monto total. Como siempre compro lo mismo –soy fiel hasta en eso- compruebo que el aceite, los garbanzos, las cervezas y los huevos han subido de precio…¡hasta un 10%!

¿Soy tonta y no me había dado cuenta? Ya ni te cuento cuando me ofrecen una bolsa de rafia o un mantel de plástico a secas como “regalo” si mi cuenta supera los 60€, regalo que en “los chinos de la esquina” se compra por la irrisoria cantidad de 3€. O sea, que me hacen un 5% de descuento y me lo dan en especies, como cuando los bancos te regalaban sartenes y copas de vidrio cristalizado por dejar los ahorros sin intereses durante seis meses.

También aplico la misma aritmética a esas personas que cada vez dan menos aunque sigan pidiendo lo de siempre.

¿De verdad creen los responsables del marketing de estos supermercados que los compradores no sabemos ni las cuatro reglas para multiplicar y dividir los precios que nos ofrecen? Bien es verdad que algunos productos tienen el precio rebajado eventualmente; cuando están a punto de caducar o cuando no han tenido la salida esperada. Otros, para desconcierto del comprador, suben continuamente de precio de 20 en 20 céntimos de euro, como disimulando, como a escondidas.

Y luego…los bares: el truco que utilizan –la mayoría- para no subir los precios descaradamente consiste en reducir el tamaño de sus productos. La copa de crianza tiene cada vez menos vino, las cañas ya no llegan hasta el borde, los cafés son más ligeros, de una tortilla sacan diez pintxos en vez de ocho, las raciones de calamares ya no rebosan el plato y las cocacolas las sirven de unos botellines que parecen de juguete. ¿De verdad creen que no nos damos cuenta?

Y con la coartada del coronavirus, lo del servicio en hostelería ya es que es de juzgado de guardia. Que vayas a la barra, hagas la cola y te sirvas tú mismo; luego observas que donde antes había cuatro personas atendiendo ahora no hay más que una y la de la cocina. Que si pides que te limpien la mesa de la terraza te miran con el gesto de “¿No ves que estoy solo y que no puedo?”. Y te callas, claro, porque la culpa no es suya sino del dueño que aprieta las tuercas todo lo que le sale del trigémino.

Yo comprendo que suban los precios y disminuyan los contenidos porque para eso me han subido el 0,90% la pensión de jubilación y todos tenemos que comer. Pero de ahí a que me tomen por boba va un abismo, de verdad, así que he decidido seleccionar con cuidado dónde dejo mi dinerito. En mi derecho estoy.

Y también decido seleccionar con mucho más cuidado todavía dónde dejo mis afectos, no vaya a ser que me cuelen alguna “oferta”.

Felices los felices.

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Hacerse daño a uno mismo

 

Hacerse daño a uno mismo

No han sido pocas las veces que he tenido que escuchar de boca de quien me quería la dichosa frase: “No te hagas daño a ti misma”. Ocurría en situaciones en las que yo estaba metiendo la pata hasta el corvejón, obcecada y emborricada -casi siempre por cuestiones de amor/pasión-; aunque mi GPS emocional andaba al pairo y los papeles se me habían volado me resistía a tascar el freno y ponerme en modo avión para reflexionar.

Porque ahí precisamente estaba el truco, en pararse a reflexionar. En realidad, si tú no lo haces (lo de pensar con dos dedos de frente) la vida y la realidad te van a dar un buen meneo –en el mejor de los casos- o te irás de cabeza al barranco de la depresión si te cae encima la Ley de Murphy.

Dicen –y doy fe-, que la experiencia llega cuando ya no sirve para casi nada, pero aun y todo, bienvenida sea. Bienvenida la memoria mantenida que recuerda los errores cometidos; los que estragaron lo cotidiano y deslucieron la alegría de una juventud que se pierde irremisiblemente por mucho que se quiera hacer creer a los de cuarenta que siguen siendo jóvenes y a los de sesenta que nunca llegaremos a viejos.

La gran paradoja es que una de las formas más sutiles y dolorosas de hacerse daño a uno mismo es cuando aceptamos seguir los “buenos consejos” o “sugerencias bienintencionadas” de personas cercanas que dicen querernos mucho, cuando damos carta de naturaleza al criterio ajeno por encima de lo que nos dice el instinto. Esas voces cariñosas “que quieren lo mejor para nosotros” y que, a la postre, esconden un egoísmo terrible. Con ejemplos esto se entiende mucho mejor aunque sean políticamente incorrectos a pesar de ser reales como la vida misma.

Se repite desde hace unos meses –desgraciadamente- el posicionamiento inflexible y autoritario de aquellos hijos que ordenan y mandan a sus padres –entendiéndose que los hijos son adultos y los padres más adultos y mayores- que “se cuiden mucho” y para ello les conminan a no salir de casa, a abandonar el núcleo relacional que tantos años había costado tejer y rizando el rizo se escudan detrás del “cariño” que les tienen para no ir a visitarlos. Habrá muchos casos en que sí, pero lo que me huelo es que detrás está el egoísmo de: “cuídate tú para que no te tenga que cuidar yo” o “para no sentirme culpable”.

La cruel paradoja de cuando por pretender un bien se consigue un mal. Un daño del que no se puede culpar al otro porque es un daño que nos hacemos a nosotros mismos.

Con tristeza enumero en silencio las mujeres que han desarrollado una enfermedad cruel por desgaste físico y anímico por haberse dedicado “en cuerpo y alma” al cuidado santificado y esclavizado de algún familiar, bien sea un marido enfermo crónico o unos padres ancianos en situación terminal. Esas actitudes generosas y entregadas que se asumen con el convencimiento de que es “lo que hay que hacer en conciencia” y puede que detrás de esa decisión haya ocultos susurros sibilinos.

Desde quien expresa su negativa a ser cuidado por personas extrañas –y de esa manera esclavizan a las cercanas-, hasta quienes exageran su dependencia para no sentirse abandonados por el círculo familiar que, -¿quién lo dudaría?- está muy acostumbrado a ejercer el chantaje emocional sin rubor alguno.

Bien es cierto que esas decisiones, tomadas en plena posesión de (casi) todas las facultades, en algunas ocasiones, nos harán mucho más mal que bien. Ahí está el truco y hay que fijarse bien en las manos del “mago” en cuestión para darse cuenta de que cuando alguien te dice: “esto es por tu bien”, igual está diciendo “esto es por mi propio bien”, pero consigue crear la ilusión de que la paloma que sale del sombrero nunca había estado antes ahí.

Y picamos. Vaya que sí se pica. Pero cualquier momento es bueno para darle un giro al timón y dejar de hacernos daño a nosotros mismos.

Felices los felices.

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Fidelidad

 

Fidelidad

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Los tiempos cambian y ay de aquel que no se ponga al día con lo que ahora es correcto y lo que no. Ay de quien no sepa distinguir la fidelidad de la lealtad metiéndose en una charca donde ya sólo quedan sapos venenosos en vez de simpáticas ranas que otrora fueron príncipes.

Ahora mismo las parejas se enconan e incluso hablan de divorcio si una de las partes contratantes es infiel a la parte contratada. Y no hablo de cuernos ni de separar lo amoroso de lo genital ni de –al parecer- trasnochados conceptos.

Hablo de la única fidelidad que cuenta hoy en día: la de ver las series juntos, capítulo a capítulo en una especie de orgasmo simultáneo que condensa los objetivos de la pareja moderna, ergo seriéfila.

Lo sé porque lo sé y que no se me discuta. ¡Anda que iba a atreverse alguien a ver un sólo capítulo de “Juego de Tronos” sin estar agarrado de la mano en el nuevo tálamo llamado “sofá y mantita”! ¡Anda que no ha habido broncas porque uno de los dos no ha podido resistir la tentación y se ha dado el gustazo de ver en el móvil y a escondidas lo que es legítimo derecho de la pareja!

Hablo en serio y lo recalco para que nadie se piense que estoy de cachondeo o escribiendo con retranca. Ya no se estila el mosquearse porque se llega a casa a las diez de la noche porque “se ha alargado la reunión” o “había mucho tráfico”. Ya a casi nadie le importa encontrar rastros de otros seres (humanos) en la piel o la ropa de quien se acuesta al lado. Eso es lo de menos.

Lo de más es ver las series juntos, capítulo a capítulo, sin hacerse spoiler (que quiere decir contar lo que va a pasar o a quién le cortarán la mano) como prueba fehaciente y nada tácita de felicidad conyugal y de “contigo al fin del mundo” o hasta que estrenen la próxima temporada de “El cuento de la criada”.

A fin de cuentas ser fiel significa ser constante en los afectos, ideas y obligaciones. (RAE dixit). Así que los políticos chaqueteros son infieles por definición y los banqueros que roban a los pequeños accionistas, también lo son. Y ya ni te cuento lo fieles que son los que falsifican cosas: firmas de papeles oficiales, cuadros de autores famosos o trabajos de fin de máster. Si lo hacen con “fidelidad” al modelo original, es como para aplaudirles.

Lo mejor y menos trabajoso es ser fiel a uno mismo; es decir, llevarse lo mínimo la contraria y cuando nos equivocamos hacernos un quiebro a ritmo de mambo number five y recuperar el paso para seguir bailando sin que nadie se dé cuenta.

Lo dicho: si quieres tener la fiesta en paz con tu pareja siéntate a ver el capítulo doce de la sexta temporada (de lo que sea) como si no hubiera un mañana. Que no lo habrá si te pillan siendo “infiel”. Avisados quedáis.

Felices los felices (y los que vemos las series cuando nos da la gana.)

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Bofetadas por todos lados

 

Bofetadas por todos lados

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No hace falta tener un diploma colgado en la pared para saber que si te metes en medio de la pelea agria entre dos personas –aunque tu intención sea ayudar o hacer de cortafuegos- te van a llover las bofetadas desde ambas trincheras y, al final, te salpicará parte de la munición que están utilizando en destruirse mutuamente.

Esto ocurre muy a menudo tanto en enfrentamientos familiares como amistosos; dos se enconan y van haciendo “campaña” de sus razones entre los más allegados y, si te toca tomar partido y te niegas a tomarlo, alguien va a mirarte con malos ojos, como si el problema lo hubieras originado tú y no fuera “hijo legítimo” de quien lo ha provocado.

Me ha tocado alguna vez estar en campo abierto sin cobijo alguno de los proyectiles que dos personas –ambas de mi devoción- se lanzaban entre sí. ¿De qué lado ponerse? Es más… ¿tengo la obligación de definirme? El tema es que la gente conserva la ancestral costumbre –nunca de inteligentes- de “o conmigo o contra mí” y, claro, al que le pilla esa posición leonina lo pasa muy mal.

Es obvio que dan ganas de echar a correr en dirección contraria a los que se pelean al grito de “allá os las arregléis sin mí” o el más drástico “mataos si queréis, pero dejadme en paz”. Pero a veces el vínculo es cercano, estrecho y está comprometido por años de relación y retóricas promesas de lealtad.

En estas peleas hay mucha gente dispuesta a luchar por defender su posición o su ego o lo que sea que valoren por encima de todas las otras cosas. En el tema de la amistad –por ejemplo- cuando en un grupo bien avenido hay dos que se enconan lo usual suele ser que unos pinten bastos y los otros espadas, resultando que –obviamente- el grupo original se desintegra. Y si te he visto no me acuerdo.

En el tema familiar –por ejemplo- cuando dos se enzarzan en la pelea típica de reproches y pedir cuentas del “porque tú hiciste esto o lo otro y yo salí perjudicado”, hay muy mala solución porque la urdimbre de las relaciones familiares parece que sólo se puede romper a base de machetazos o golpes bajos. Hay grupos familiares enfadados entre sí durante lustros e incluso generaciones.

Durante gran parte de mi vida he intentado (re)conciliar a personas distanciadas e incluso mediar entre ellas por el bien común. La experiencia me ha demostrado que, a pesar de las buenas intenciones, las bofetadas te van a llover por todos lados.

Ahora, con mi casi provecta edad, dejo que los demás se peleen lo que les dé la gana pero siempre después de haberme puesto a salvo de los proyectiles que van a pasar por encima de las cabezas. Ahí os quedáis, de verdad, si tenéis ganas de pelea; ahí os quedáis, y no me busquéis más, si pensáis que vale la pena amargarse la vida con enfados, recriminaciones y venganzas.

Ya no quiero estar en medio porque luego salgo perdiendo yo. De la misma manera, cuando me enfado con alguien, cuando corto una relación de manera tajante, procuro no contárselo a nadie porque ya llega una edad en la que ni necesitamos aplausos ni empujones para hacer lo que tenemos que hacer.

Felices los felices (y los que se pelean, allá ellos).

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Tanto quejarse, tanto quejarse...

 

Tanto quejarse, tanto quejarse…

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La queja la llevamos en la sangre, todos. Quiero decir que es “normal” que protestemos cuando estamos disconformes con algo porque para eso tenemos la boca y los derechos que nos otorgan la condición de ciudadanos. En el plano más personal, tampoco es disparatado mostrar disgusto por el comportamiento ajeno si este nos provoca malestar. Hasta aquí las definiciones. No obstante…

Mi amona Julia tenía un sonsonete como respuesta a mis cantinelas: “Es que siempre te estás quejando por todo” y su aseveración quedaba invalidada al instante (a mi entender) porque utilizaba dos de las palabras absurdas por antonomasia: “siempre” y “todo”, que forman cuadrilla con “nunca” y “nada”. Yo me quejaba ofreciendo soluciones y alternativas, no era mi lamento una forma de llamar la atención.

¿Qué me daban mucho asco las natas en la leche que me ponía para desayunar? Pues nada tan sencillo como separarlas y que hiciera mantequilla, así habría más. ¿Que me molestaba ir al colegio con calcetines cortos? La solución eran unos largos hasta la rodilla que me evitaban los catarros que –Julia dixit- “entraban por los pies”.

Mi lógica era buena incluso antes de saber quién era Monsieur Descartes. Mis propuestas alternativas eran coherentes y aportaban contenido al planteamiento primigenio cuestionado. Vamos, que no daba puntada sin hilo y eso me sirvió a lo largo de la vida (laboral y amorosa) para crearme muchos enemigos, como no podía ser de otra manera. (Pero esa es otra historia).

El caso es que he empezado a escribir pensando en cómo nos hemos vuelto todos de quejicas con esto de la pandemia en general y de las vacunas en particular. Me parto la caja (torácica) de reir cuando escucho a quienes me miran seriamente y hacen una disquisición filosófica entre los beneficios y perjuicios que aportan hipotéticamente los compuestos químicos creados en laboratorios lejanos por científicos desconocidos… en el tiempo que se tarda en tomarse un cortado.

Siento vergüenza ajena por la queja continua de “todo” lo que hace el Gobierno sin dar el más mínimo margen a los fallos que –aunque portentosos a veces- en su condición de humanos endebles, contradictorios y asustados, no pueden dejar de cometer. ¡Seguramente quien así habla sabría hacerlo mucho mejor! El caso es quejarse…

El ser humano está lleno de contradicciones y más vale que vayamos aceptándolo de una vez por todas, que ya tenemos una edad. Mientras se habla de fútbol, de ciclismo, de moda, de estupideces televisivas en prime time, de postureo –antes llamado hipocresía- no queda tiempo para la reflexión. Y si no se reflexiona cualquier manifestación de descontento se la va a llevar el viento en cuanto salga de nuestra boca.

Cuando escucho quejas, siempre pregunto: “Y tú, ¿qué propones?” y entonces es como la canción de Dylan, que la respuesta se queda “flotando en el viento”.

Por cierto, creo que ahora mismo yo también me estoy quejando así que (me) ofreceré una alternativa: me voy a la calle a tomar el aire y un buen desayuno para agradecer que estoy sana, con fuerza en las piernas para andar, tengo dinero en el bolsillo para darme el capricho y un router con el mejor wifi.

Felices los felices.

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El lujo de leer en primavera

 

El lujo de leer en primavera

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Esta Semana Santa nos ha caído encima (otra vez) con vía crucis y penitencia incorporada. Enfermos, contagiados o asustados por la Covid-19 el ciudadano de a pie (no los VIP) no puede moverse ni en coche ni en tren fuera de las “murallas” de su propia comunidad excepto que tenga salvoconducto, visado oficial, pase de favor o documento falsificado. Más ahorro para el personal y menos ingresos para la economía. Qué le vamos a hacer.

Visto lo visto se pondrán las botas las plataformas de películas y… ¿las librerías y bibliotecas? ¡Qué buena oportunidad, si nos quedamos en casita, para leer un buen libro (o dos)! Aquí van mis últimas lecturas, que han sido muchas y muy abundantes. Entre todo lo compartido seguramente habrá algo que despierte el interés del lector. 

Lecturas livianas: (para pasar un buen rato y quizás hasta para reflexionar otro rato.) 

“La casa del padre” de Karmele Jaio. (2020) Una novela intimista…pero no tanto, porque la imaginación es espoleada ya que no todo es lo que parece, como en cualquier familia.                                                                                    8/10

Música en el aire” de Karmele Jaio (2009) Preciosa historia, correctamente narrada, de cómo un carácter cobarde, que rehúye enfrentarse a la realidad arruina  toda una vida. Notable alto.                                          8/10

“Las guerras de nuestros antepasados” de Miguel Delibes (1990) (Relectura) Un Delibes en estado puro; una obra de teatro que rompe el concepto de la novela. Dificililla de leer.                                                           7/10

“Bella del señor” de Albert Cohen (1968) (Relectura) Una terrible sátira sobre los funcionarios, la hipocresía de “los que mandan” y los matrimonios interesados. Ni el amor se libra de la quema.                                                  7/10

“Beltenebros”  de Antonio Muñoz Molina (1989) (Relectura) Leída treinta y tres años después, se queda por el camino este amago de thriller. Irreconocible M.Molina, incluso en la foto de la contraportada. Ha envejecido mal.      6/10

“El último akelarre” de Ibon Martín (2016) Un thriller en Zugarramurdi con localismos reconocibles para los de aquí y con visitas a la Santa Inquisición del siglo XVII. Descripciones desagradables.                             6/10

“Los trucos de la bestia” de Lide Aguirre (2020) Una trama entretenida, sobre todo para los donostiarras. Prosa ligera, con sobresaltos lingüísticos… Como: “ojos vascos”… ¿Qué es eso? –me quedé pensando… Bueno, se le perdona.  (Club Chardonnay)                                                                               6/10

“Delparaíso” de Juan del Val (2020) Los personajes conforman un totum revolutum cansino. Tipos poco creíbles y desagradables, propios de un folletín televisivo. Quería venderse, el autor… (C/Ch.)                                                   5/10

Lecturas enjundiosas: (que ayudan a incrementar el acervo cultural a la vez que estimulan el intelecto)

“Viajes con Heródoto” de Ryszard Kapuscinski. (2004) (Relectura) Paralelismos entre el periplo de Heródoto de Halicarnaso (siglo IV a.C) y el reportero de guerra del siglo XX. Instructivo e interesante.                     8/10

“El día que murió Kapuscinski” de Ramón Lobo (2019) Relatos novelados de terribles realidades de las guerras pasadas y presentes. El reportaje del “reportero de conflictos” y su lado humano.                        8/10

“Un caballero en Moscú” de Amor Towles (2016) Un conde ruso vive confinado en el hotel Metropol de Moscú… de por vida. Historia de la Rusia que no conocimos en forma de novela irónica con una fluidez literaria dignísima.  (C/Ch.)                                                                                            8/10

“Un millonario inocente” de Stephen Vizinczey (1985) (Relectura) Una novela magnífica sobre la voluntad y caída de una persona honrada y confiada. Ejemplo de cómo “no triunfar” en la vida.                                                    8/10

“Raras, radicales, rebeldes” de Carlos Cubeiro. (2020) Micro biografías de gente muy especial e interesante. (C/Ch)                                                8/10

“La deseada” de Marysé Conté (1997) Premio Nobel Alternativo 2018. Una novela sobre la isla de Guadalupe. Vidas esclavas en territorio francés de Ultramar. Para darles de comer aparte. (C/Ch)                                           7/10

“Confines” de Javier Reverte (2018) Polo Norte / Polo Sur. Viajes en primera persona sin pasar el frío que hace en esos lugares (C/Ch)                          7/10

“Suite italiana” de Javier Reverte (2020) Demasiada historia y pocas vivencias personales. Se le nota al viajero ya muy cansado…Algunos capítulos son (desgraciadamente) aburridos. (C/Ch.)                                                   6/10

“Una oveja negra al poder” de Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz (2015) Biografía de Pepe Mujica. Una pequeña decepción porque hablan más de política que del hombre/personaje que es Mujica.                                        6/10

Lecturas con peso específico: para abandonarse a ellas en cuerpo y alma.

“Allegro ma non tropo” . Las leyes fundamentales de la estupidez humana” de Carlo M. Cipolla (1988) Un ensayo impagable. Genialmente explicado que sigue estando vigente a pesar de los años transcurridos. En realidad, tan vigente como la estupidez…                                                      9/10

“Homo Deus” de Nuval Noah Harari (2015) Lúcida continuación de “Sapiens”. De cómo la civilización está matando (y enterrando) el humanismo. Imprescindible para comprender(nos).                                                          9/10

“El consentimiento” de Vanessa Springora (2020) Terrible testimonio, relatado por la víctima de los abusos sexuales perpetrados por un “famoso” depredador sexual y pederasta francés: Gabriel Matzneff. De cómo la sociedad ha protegido (y aplaudido) al agresor que, por fin está condenado al ostracismo.                                                                                                             9/10

“El cortejo de la libélula” de Aurora Nieva (2019) Poesía… poemas, sentimientos… emociones. Con un CD añadido con un recitado especial de la autora. Un regalo personal e intransferible de A.Nieva.                              8/10

“Las ciudades evanescentes” de Ramón Lobo. (2020) Un ensayo MUY lúcido y nada aburrido sobre las soledades del ser humano en tiempos convulsos. Subrayado, releído, disfrutado. (C/Ch.)                                      8/10

“El perfume del cardamomo” de Andrés Ibáñez (2008) “Cuentos chinos” perfumados de poesía. Un oasis de lectura pausada y tranquila para descansar la mente de cierta vorágine.   (C/Ch.)                                                               7/10

Lecturas atragantadas: (que pretendían ser interesantes y que no he podido llevar a buen puerto)

“Visión binocular” de Edith Pearlman (2018) Relatos. Con sabor de la América profunda, un concepto de la vida que nos es muy ajeno. Algunos, aburridos. Otros, incomprensibles. Hasta la pag. 50 –     ————————–

*** C/Ch. Significa “Club del Chardonnay”, el espacio y el tiempo en el que nos juntamos y hacemos trueque, préstamo o regalo de libros…Con un Chardonnay y un pintxo de tortilla. ¡Y funciona muy bien!

La puntuación es fruto de una opinión personal que no tiene más valor que el que uno le quiera dar…

Felices los felices ( y los que leemos…un poco más )

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