lunes, 29 de febrero de 2016

Primer Acuerdo. "Sé impecable con tus palabras"



Hace varios años que descubrí a Miguel Angel Ruiz, un “nahual” mexicano que ha sabido profundizar en la filosofía tolteca y la comparte de manera comprensible y sencilla. Casualidad que viva en Teotihuacan, al pie de las pirámides sagradas; casualidad que yo estuviera allí hace unos meses. Causalidad pura y dura todo lo que me ha ocurrido desde entonces (y antes, pero quizás yo no era del todo consciente).

Miguel Ruiz escribió un libro en 1997 “The Four Agreements” (“Los cuatro acuerdos” Ediciones Urano) cuyo mensaje y contenido se extendió como la pólvora entre quienes quieren ir un poco más allá o simplemente mejorar la vida que tienen en este más acá. Yo lo descubrí hace cuatro años –un año por cada acuerdo- y no hay día que transcurra sin que pueda aplicar su filosofía tan peculiar sobre la vida.

Son “cuatro acuerdos”, ni de lejos parecidos a esos “Diez Mandamientos” tramposos y con tantas fisuras por donde hacer escapar a la propia conciencia. Son cuatro acuerdos voluntarios, personales, asentados plenamente en el libre albedrío del ser humano.

Me los sé de memoria y me gusta ponerlos en práctica; me complace sorprenderme (todavía) a mí misma dándome cuenta de que hay tantas y tantas ocasiones en el día a día en las que se pueden aplicar estas “normas básicas”, que ni siquiera son normas porque nadie te obliga, es una asunción de responsabilidad desde la pura libertad del individuo.

1.- “Sé impecable con tus palabras”.

2.- “No te tomes nada personalmente”.

3.- “No hagas suposiciones”.

4.- “Haz siempre lo máximo que puedas”.

Sencillo, elemental y entendible. Pero… ¿Somos capaces?

El Primer Acuerdo es el más difícil de entender. ¿En qué consiste eso de la impecabilidad de la palabra? Evidentemente no se trata de “hablar bien” sino de NO HABLAR MAL…a los demás ni a uno mismo.

Lo que nos diferencia básicamente de nuestros amigos los animales llamados no-racionales es la palabra: ese don (divino en unos casos, maligno en muchos otros) que nos convierte en seres casi mágicos, con capacidad para modificar la vida, el mundo; ese poder que nos permite influir, manipular, modelar, dirigir, levantar o destruir a otros seres humanos.

La palabra de Jesús de Nazaret; la palabra de Adolf Hitler. Palabras al fin y al cabo. Palabras de amor, palabras de desprecio. Mensaje de paz, levantamiento a la guerra.

Pero nosotros somos seres humanos sencillos, anónimos casi siempre, nuestra palabra… ¿qué valor tiene?

¡Inmenso! Con la palabra somos capaces de levantar a quien ha caído o de tumbar en la lona a quien está sufriendo. “!Tú sí que puedes, tú eres capaz!” y esas palabras de ánimo se convertirán en una fuerza REAL. Por el contrario: “No sirves para nada, eres un desastre” y quien escucha percibirá cómo el frío de la palabra vestida de energía negativa se introduce en su alma, en su mente, para dejarlo todo arrasado a su paso. Animar a las personas en sus proyectos o criticarlos y tirarlos por tierra ANTES de que los lleven a cabo. Palabras.

Proyectar hacia fuera la propia debilidad, dar por sentado que algo va a salir mal, vociferar la baja autoestima expulsando por la boca –o a través de un teclado- el veneno de la propia cobardía. Atreverse a expresar el propio pensamiento letal, considerar que hay derecho a contagiar a los demás con la propia decepción, compartir desde la inconsciencia una visión del mundo y del ser humano indigna. Palabras.

Palabras que ofenden, palabras que denigran al otro; cotilleos, maledicencias, calumnias. Bilis. Palabras.

Su poder es TAN grande que basta una sola para decidir la ruina de un corazón humano. “Ya no te amo”. “Eres un inútil”. “Vete a la mierda”. “No te soporto”. Palabras cotidianas, palabras sociales, palabras inmundas revestidas de supuesta sinceridad.

Ser impecable con las palabras significa utilizarlas únicamente como herramienta para el crecimiento y no como espada para abatir a otro ser humano.

Palabras que, una vez pronunciadas, quedarán para siempre en el corazón herido, aunque le cuenten el cuento de que se las ha llevado el viento. Palabras que no se olvidan. “Nunca llegarás a nada”, me dijo alguien hace muchísimos años… y lo recuerdo sobre todo cada día en que me siento feliz.

Mi Acuerdo conmigo misma es intentar ser yo también impecable con las palabras. Callar las que puedan dañar al prójimo, reflexionar sobre las que pueden dañarme a mí misma. Utilizarlas para ayudar a extender las alas, que puedan ser bálsamo de las heridas del amor o suave brisa en un atardecer melancólico; y también compañía amigable en la soledad, susurro enamorado que llena el alma… Elegirlas, cuidarlas, no decir ni una sola que enturbie la paz interior.

Un acuerdo magnífico que se puede experimentar hoy mismo, simplemente poniendo atención en nuestras palabras. Que HOY sean IMPECABLES.

Y sobre todo, hablar menos y abrazar más.

LaAlquimista

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martes, 23 de febrero de 2016

Yo me aburro lo normal




Cuando salgo a primera hora de la mañana –rutina contradictoria para una prejubilada como yo- para que mi perro vacíe su vejiga y olisquee las micciones de medio barrio canino, me suelo encontrar con personajes que jamás antes habían caído en mi radio de acción.

Observo y no siempre callo, porque a fin de cuentas es agradable hablar con la gente y socializarse un poco.

Ayer llovía tanto –a todas horas- que no pude salir del perímetro de soportales que circunda el edificio que alberga la piel que habito y Elur, pertrechado con su abrigo/impermeable con capucha, tampoco estaba por la labor de explorar otros territorios; así que nos limitamos a dar “la vuelta al ruedo” un par de veces. Y en estas estaba cuando me crucé con un señor (jubilado a todas luces) que, andando a paso más que ligero, iba y venía, iba y venía… haciendo kilómetros bajo los arkupes. A la tercera vez que me vino de frente, le sonreí y le dije: “¿qué, llevas ya muchos “largos” a la piscina?”.

El buen hombre, lejos de sorprenderse por mi intromisión en su pequeño cross particular, se paró y, sonriendo también, pegó la hebra conmigo.

Entre unas cosas y otras –y mientras caminábamos juntos a paso ligero, Elur un poco cabreado porque no podía hocicar a gusto- hablamos de la huelga que va a convocar Rajoy, de la patochada del jurado popular, de Garzón y su culebrón y arreglamos el panorama internacional en veinte minutos escasos. Me preguntó por mi vida y, al informarle de mi condición de prejubilada, se me quedó mirando fijamente y me espetó: “Pues ahora te tendrás que aburrir un montón, ¿no?, con tanto tiempo libre…”

Era más que evidente que el buen hombre estaba proyectando sobre mi persona un extendido prejuicio (y espero que no fuera su situación personal) –como hacemos casi todos con demasiada frecuencia- y no me apeteció darle “un corte” explicándole que no sé de dónde sacaba yo antes tiempo para trabajar con la cantidad de cosas que hago ahora, así que me limité a sonreirle afectuosamente y decirle con boquita de piñón: “no, yo me aburro lo normal…” y parece que le gustó la frasecilla y se quedó conforme con mi respuesta.

Durante muchos años había yo pensado que “sólo se aburren los tontos”, pero ahora me doy cuenta de que era en mis apreciaciones demasiado poco generosa con las personas que no han tenido la suerte de buscar dentro de sí mismas y encontrar ese don, esa pasión, ese gusto por ciertas cosas que ofrece la vida que están ahí, esperando, latentes y sin fecha de caducidad, a que simplemente les dediquemos nuestra atención.

Es un lugar común pensar que la gente que ha terminado –para los restos- su jornada laboral se aburre miserablemente y se dedica a contemplar las obras desde detrás de la valla. Eso es tan tonto como decir que la juventud se aburre tanto que todos los fines de semana va a los mismos sitios, con la misma gente, a emborracharse con la misma música y el mismo alcohol de quemar.

En realidad, yo no me aburro nada de nada, porque cuando decido no tener nada que hacer… me dedico a hacer nada y… ¡lo bien que me lo paso…!

En fin.

Laalquimista

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lunes, 22 de febrero de 2016

Arco iris sobre fondo gris




Esta noche ha sido más negra y oscura que las otras, llena de sueños deslavazados que, sin ser pesadillas, me han hecho sudar a pesar de que afuera estaba helando. Quizás se entremezclaban las escenas de la última película visionada con las páginas llenas de enjundia del libro que me da las buenas noches y por eso la noche haya sido extraña, un poco desasosegante. A veces ocurre que no tenemos un motivo aparente para sentirnos mal y, sin embargo, la sensibilidad está a flor de piel, digamos que con más ganas de mimos que de estar solos mirando la lluvia caer.

La lluvia. Como los ríos de lágrimas que alguna vez tuvieron razón de ser sobre nuestro corazón y ahora nos parece purificación natural, regalo del cielo para la tierra, las cosechas, la vida y el alma. Cuando llueve y estoy sin saber cómo estoy, procuro no quedarme encerrada en casa –y en mí misma- sino salir a mojarme (lo justo) y participar del regalo de la naturaleza. Digamos que es una manera sencilla de exorcizar cualquier tristeza y dejar que se “limpie” de forma natural. Caminar bajo la lluvia acogiéndola en nosotros de buen grado.

Por el contrario, cuando el día está tormentosamente lluvioso y me da pereza salir a la calle y me recluyo entre mis cuatro paredes, el ánimo se encoge un poco, como si le privaran de una parte del festín al que tiene derecho. Como si el día de hoy lo tacháramos del calendario, poniéndole una cruz roja encima y feos adjetivos sobre su cabeza. “Día gris, asco de lluvia, miserable domingo” y todos esos conceptos penetran con fuerza inusitada en el ánimo a través de la mente y, simplemente, le dejan a una hecha polvo.

Así que me sumo al festín de la vida aunque tenga que ser con paraguas y gabardina.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras y, en este caso, es verdad.

Así es la vida, así es mi vida a veces, con un hermoso arco iris sobre fondo gris.

En fin.

LaAlquimista

Foto: Amanda Arruti


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