miércoles, 30 de abril de 2014

Recargar las pilas al precio que sea


Cada uno se busca la vida como puede y, en las lides amorosas, como en la guerra -y eso lo saben bien los cernícalos que salen en la foto- todo está permitido. Igual es que leo demasiadas novelas o que soy de las que está convencida de que la realidad supera con creces la ficción, pero lo que está claro es que el que se queda de brazos cruzados viéndolas venir no va a ser feliz ni siquiera un ratito.

Gente feliz en el amor hay más bien poca tirando a escasa. Lo habitual es que la felicidad y el contento lleguen por otras vías diferentes: desde lo profesional, del ámbito social o de la tranquilidad cómoda de la familia tradicional. El amor romántico es un invento relativamente reciente que no tiene nada que ver con el matrimonio perpetuador de la estirpe y generador de seguridad y continuidad.

Todos queremos amor y creemos vislumbrarlo fugazmente en algunos momentos. El matrimonio es otra cosa, para qué engañarnos. Estar casado da prestigio social –en cualquier estamento- y presupone al individuo una estabilidad, una cordura y una sensatez que, aunque no tenga mucho ver con la realidad, es lo aceptado socialmente.

El problema es cuando se anda bajo mínimo de besos, caricias, abrazos y revolcones en general. Y ahí da lo mismo estar casado o no, que el contrato matrimonial no es garantía de coyunda fecunda. ¿De dónde se sacan esos momentos inefables que todos hemos vivido alguna vez (o muchas veces) y que parece que se han evaporado con el tiempo? Ah, el amor no es mercenario, es regalado, generoso, imprevisto… y los besos y los abrazos no aparecen con las témporas ni tienen fecha en el calendario… vuelan por el aire, con el polen de la primavera y a veces se posan en un corazón distraído y siguen bailando con el viento hasta que encuentran una ventana abierta donde esperan unos brazos amorosos que no figuran en ningún papel, que no están previstos en el Orden del Día.

Entonces es cuando hay que aprovechar y recargar las pilas; al precio que sea, que la ternura de un instante o la locura de una noche sin dormir pueden hacer recuperar la ilusión por la vida incluso al más desencantado…

En fin.
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La Inteligencia Emocional nos va a solucionar la papeleta

 
A veces se pone de moda lo que lleva de toda la vida dando vueltas por el pasillo de casa y cuando vemos que lo publicitan y le dan bombo y platillo decimos: “anda, pero si eso es más viejo que el hilo negro…” y nos queda la duda de si somos unos adelantados a nuestro tiempo o que los demás no se enteran de nada. Eso de la I.E. (Inteligencia Emocional) lo empecé a estudiar yo –aunque fuera superficialmente- allá por el año 95, a partir del famoso libro “Inteligencia emocional” de Daniel Goleman. Ya por aquel entonces empezaban a sustituirse los famosos “Test de Coeficiente Intelectual” por otros más adaptados a las teorías de Salovey y Mayer del año 1990.

Decían estos eruditos del tema que Inteligencia Emocional es “la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, de motivarnos y de manejar bien las emociones, en nosotros mismos y en nuestras relaciones”.

De ahí han surgido miles –y no exagero- de libros de autoayuda sobre el tema escritos por todos los estudiosos y enteradillos del asunto (unos con más éxito que otros), pero todos han podido abrirse paso en el mercado editorial, en las asesorías de empresas y en el famoso “coaching” que es como se le llama ahora a lo que antes se le llamaba “que alguien te enseñe a hacer las cosas bien”.

Como tengo hecho (y rehecho) mi test de I.E. –la última vez hace pocos meses- ya sé a qué atenerme con respecto a las posibilidades reales que tengo en el área experiencial y estratégica; también sé cómo ando de percepción, facilitación, comprensión y manejo emocional. Esto es como interpretar el resultado de la analítica que te hacen una vez al año en la empresa… que siempre quieres estar entre los valores medios y no destacar en ninguno por si las moscas.

Así que no tengo excusa alguna para no adaptarme a la situación actual llamada “crisis económica”, que puede verse ampliada con una incursión poco deseada a la “crisis existencial”, pasando por la “crisis de valores”, pero que se verá paliada con mi gran capacidad de “resiliencia” y el inveterado optimismo que siempre me ha caracterizado para darle una patada a lo que haga falta y salir a flote una vez más.

Me ha costado darme cuenta de que si no fuera por todos estos gurus, conferenciantes, psicólogos, psiquiatras, sociólogos y advenedizos charlatanes en general y el mensaje que emanan, yo y tantos como yo, estaríamos sumidos en el más profundo desencanto y al borde de la más mísera depresión. Ese es el único mensaje que saben enviarnos; que aprendamos a aguantar como jabatos lo que nos han echado encima con un buen entendimiento entre el neocórtex y el sistema límbico. Ni te dan peces ni te enseñan a pescar; simplemente, te enseñan a ayunar.

En fin.
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¿Te apetece compartir lo que estás leyendo?


Como cada inicio de estación me permito indicar una selección de libros que he leído en los últimos tres meses. Ni son todos los que están, ni están todos los que son, porque me da un poco de vergüenza contar que he leído cosas que no valían la pena o que me he dejado las pestañas en alguna lectura francamente extravagante. Pero lo que importa es compartir, así que ahí va mi lista a la espera de la vuestra. Sin pretensiones de ningún tipo, que conste.

Lecturas livianas.-

“Lo que me queda por vivir” de Elvira Lindo. Una novela ágil a la vez que algo difícil de leer porque llegas a cruces donde no hay letreros. La autora insiste en que no es autobiográfica, pero… 6/10

“La soledad de los números primos” de Paolo Giordano. Una novela ácida, dura, fría y real. 7/10

“Los ojos amarillos de los cocodrilos” de Catherine Pancol. Historias francesas de amor y desamor. Atrayente y fácil de leer. 6/10

“La sal de la vida” de Ana Gavalda. En su línea, ameno. 6/10

“Lo que sé de los hombrecillos” de Juan José Millás. Sorprendentemente erótica. 8/10

“La otra cara de la verdad” de Donna Leon. Brunetti forever

Sobre el transporte ilegal de residuos tóxicos. Interesante. 7/10

“Maldito karma” de David Safier. Las divertidas aventuras de una presentadora de TV que se reencarna en hormiga. 7/10

Lecturas enjundiosas.-

“Tea bag” de Henning Mankell. Esta vez el tema es la inmigración clandestina en Suecia. Denuncia social de una sociedad políticamente correcta extrapolable a toda Europa. 7/10

“Marcas de nacimiento” de Nancy Huston. La historia de una saga judía, desde el presente hasta el pasado. No te suelta. 8/10

“El cementerio de Praga” de Umberto Eco. Árido y duro. Dificilísimo de seguir. Lo de Umberto no son las novelas… -----

“El sueño del celta” de Mario Vargas Llosa. Biografía de Roger Casement, personaje inefable. La parte del Congo, estremecedora. La parte de Perú, interesante. La parte de Irlanda, un tocho. 7/10

“El paraíso en la otra esquina” de Mario Vargas Llosa. Las vidas de Flora Tristán y su nieto Paul Gaugin. Novela histórica nada liviana. 8/10

“Intérprete de emociones” de Jhumpa Lahiri. Historias de Pakistán contadas desde NY. Ameno desde la reflexión. 7/10

“Viajes por el scriptorium” de Paul Auster. A trancas y barrancas con su estilo surrealista. 7/10

“La caída de los gigantes” de Ken Follet. Lectura actual a razón de 100 páginas diarias máximo. La historia del siglo XX contada para incultos. (O así) En fin. Hay que leerlo…. -----

Lecturas con peso específico.-

“El hombre en busca de sentido” de Víctor E. Frankl. Psicoanálisis en el campo de concentración. Del tercer miembro de la escuela vienesa de psicoterapia junto a Freíd y Adler. Ameno e instructivo. 8/10

“De cuerpo y alma” de Boris Cyrulnik. La conquista del bienestar. Muy difícil de leer; santa paciencia. El padre de la “resiliencia” 8/10

“Las mujeres que escriben también son peligrosas” de Stefan Bollmann.

Lo que no se cuenta en las historias sobre escritoras. 8/10

“La experiencia del deseo” de Jesús Ferrero. A la carga con los propios –e inconfesables- demonios. Para dar de comer aparte. 7/10

“Mujeres que corren con los lobos” de Clarissa Pinkola Estés.

Necesitada relectura después de diez años. Libro subrayado y lleno de apuntes, lo leo ahora y lo reinterpreto. Imprescindible. 9/10

Desde que estoy prejubilada voy superándome en cuanto a la cantidad, y espero que calidad, de mis lecturas. En los últimos tres meses he leído veintisiete libros, lo cual quiere decir que he sido feliz durante más de ocho mil páginas… El tiempo de lectura es mi tiempo perfecto, alejado de preocupaciones e inmerso en el deleite intelectual o espiritual. Soy consciente de tamaño privilegio… y lo agradezco a cada página que paso.

Quería compartirlo…
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Pobre San José. ¡Quién te ha visto y quién te ve!

 
Si el primer domingo de mayo todo son flores y peleas sobre si celebramos consumistamente el día de la Madre o no, el día de hoy –desde que nos lo apearon del calendario festivo y voló el puente por los aires- ya no es lo que era. A ver.

Y no es porque –por fin- hayamos contestado a la preguntita aquélla de: “¿a quién quieres más: a tu papá o a tu mamá”? sino porque para celebrar algo tienes que tener algún motivo. Con esto no quiero decir que la figura del padre (amorosa y temida, principio y fin de todos los traumas) deba ser ninguneada, sino que algo habrá escondido allá detrás –y que no alcanzo a comprender- para que el santo carpintero, padrastro divino, haya sido desprovisto de las medallas que tenía de toda la vida.

Como no miro la televisión, no puedo constatar si siguen vendiendo las colonias por litros, que parece que era el regalo obligado (un frasquito de Varón Dandy o los pañuelos moqueros con la inicial bordada, las corbatas eran más de Reyes), pero me da que no. La figura del padre la ensalzaba –con más o menos entusiasmo- la madre que estaba al lado. “Que no os olvidéis que el martes es el Día del Padre” –nos decía- y ese día venían los abuelos a comer y había arroz con gambas. Como para olvidarse…

No veo ahora muy por la labor a las madres divorciadas –que son legión- preocupándose mucho de que sus retoños sigan perpetuando la tradición. Por el contrario, y como cae en sábado, muchos padres separados con derecho a visita, tendrán que soportar la murria de estar con sus hijos sin que les ofrezcan un detallito.

Ahora voy intuyendo porqué trasladaron el famoso (en el mundo entero) Día de la Madre del 8 de Diciembre –festivo donde los haya- al primer domingo de mayo. Le ha costado unos cuantos años más, pero al final ha caído, también, el pobre San José.

En fin.

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jueves, 10 de abril de 2014

31 de Diciembre y yo con estos pelos

 
Se acaba el año, se acaba dentro de unas pocas horas y no sé si voy a tener tiempo de hacer la lista de buenos propósitos con la que suelo empujar las uvas de medianoche. A ver si encuentro por aquí la del año pasado que, total, bien me puede servir para este nuevo que viene porque yo soy muy clasiquita y pido siempre lo mismo. Con la más que trapacera intención de que no se me cumplan los deseos porque suelen ser alhajas con dientes.

Lo que sí me gusta hacer, en lugar de repetir viejos sonsonetes, es agarrar un tippex en forma de rotulador bien gordo e ir borrando –que no tachando- viejas costumbres, prejuicios machacones e ideas obsoletas, para aceptar algunas cosas, seguir luchando contra otras y echar a correr cuando no puedo hacer ni lo uno ni lo otro.

Y así aprender que:

- El mundo dejó de girar alrededor de mi ombligo hace ya muchos años. (Nunca es tarde para aprender verdades universales)

- No tengo que poner cara de asombro en el ascensor cuando suben los inmigrantes del tercero.(Ni los del octavo ni los del undécimo)

- Mejor no echar cuentas de lo que me queda de sueldo a día quince.(Hay misterios que es preferible no desvelar)

- Desclavar mi “listón” y volverlo a colocar quince centímetros por debajo. (Para que pueda saltarlo algún hombre interesante)

- Es de tontos rechazar un libro porque el título y la portada sean horribles. (Aplíquese en toda su extensión)

- Si sigo cruzando la calle con el semáforo en rojo cuando “no viene nadie”, acabará pillándome “el carrico del helao” cuando me despiste.

- No hay que echar margaritas a los cerdos. Nunca. Ni en los momentos de mayor desesperación.

- No debo creerme los halagos a pies juntillas. Bueno, algunos sí.

- Poner todos los huevos en el mismo cesto tiene siempre el mismo y seguro final.

Ahora os toca a vosotros, que no voy a ser la única que se “desnude” en este blog. Tenemos un largo fin de semana por delante, con campanadas y uvas de por medio. Si lo celebramos que sea sin olvidar a todos aquellos que no pueden hacerlo porque tienen menos suerte que nosotros.

Feliz salida y entrada de año con mi agradecimiento por estar ahí y aquí dentro y de paso, permitir que yo ocupe este pequeño espacio en vuestras vidas.

Amores.

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Uno sabe lo que tiene que hacer

 
Uno sabe lo que tiene que hacer sin necesidad de que nadie le dé ideas, el conocimiento brota “sin más ni más, que es como se descubren las grandes verdades que han estado frente a tus ojos sin que hayas sido capaz de prestarles atención hasta que estallan ante ti, brillantes como el sol del mediodía.” Este párrafo de Carmen Amoraga en su libro “Algo tan parecido al amor” lo transcribo literalmente, es una frase que no merece que se le cambie ni una coma porque me ha asaltado contundente, dolorosamente contundente a las cinco de la mañana, que es la hora en que la verdad se despierta de su largo letargo y entonces ya no hay nada que hacer.

Cuando una sabe lo que tiene que hacer, hay que hacerlo. Terminó el tiempo de las excusas y de las prórrogas conmiserativas, finalizó el tiempo reglamentario de cualquier partido en el que se ha jugado con ventaja o sin ella, cuando la luz se enciende en la mente y nos ciega durante un instante, ese instante en el que “sabemos”, momento sublime de conocimiento imposible de rechazar.

Esto es aplicable a cualquier circunstancia, a las mías y a las de las personas más tranquilas que yo, esas personas a las que yo he querido parecerme de alguna manera haciendo como que no tiene importancia la cosa, con una cobardía de andar por casa –discreta, sencilla- que puede clavar alfileres en vez de puñales pero no por eso dejando de ser incómoda, dolorosa incluso.

Una sabe lo que tiene que hacer y no lo hace muchas veces por cobardía, porque nos da miedo el miedo que presentimos llamará a la puerta y no queremos tener que abrirle, porque le dejaremos entrar en nuestro corazón dolorido (una vez más), aun sabiendo que lo que nos duele por dentro nos ha de seguir doliendo. Siempre. La filosofía al servicio de la aceptación de la vida no es más que un hermoso ramo de flores que no va a durar más que lo justo; el tiempo suficiente para dar el empujón necesario, el balón de oxígeno para seguir aguantando un poco más, quizás esperando que se solucione el problema por sí solo y eso nunca ocurre; tampoco va a ocurrir en esta ocasión.

Así que sabiendo lo que tengo que hacer, no me queda más remedio que hacerlo. Porque los demás no van a cambiar para que yo sea feliz. Y si alguien no me quiere, más vale que me plantee si ese cariño que mendigo vale la pena o es mejor buscar en otra dirección. De hecho, nadie debería “mendigar” sentimientos. O como decía mi padre:”más vale una vez rojo que ciento “colorao”.

Hoy es el día, tan bueno como otro cualquiera, para dejar las cosas claras de una vez por todas. Porque uno sabe lo que tiene que hacer…

En fin.

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Un baño de humildad con sal

 
Algunas ilusas creemos que podemos con todo, que por el hecho de ser mujeres y además madres –navegantes de mil tormentas, misioneras en urbanas selvas o targuías de árido desierto- estamos circundadas de un halo mágico que nos protege de todo mal. Y suele ser así casi siempre, que microbios y virus danzan a nuestro alrededor sin atreverse a contagiarnos su indelicadeza, la olla de la melancolía y la tristeza mantenida a raya para que no se desborde y, en definitiva, configurando la foto de poder aguantar lo que nos echen.

Pero resulta que no, que no es de recibo –aunque esté estatuido desde siempre- que una se levante con fiebre y malestar después de una “noche toledana” a preparar la comida para los que han salido de fiesta la víspera, que se derrumbe –o casi- lo doméstico si una no lleva fiel lista de lo que falta (papel higiénico, pan y leche, cervezas y naranjas); que la casa esté hecha unos zorros gracias a la alegría que aportan los hijos que vuelven, la familia que rinde visita y la general desidia de quien no se considera con más obligación que la de sonreír y dar unos cuantos kilos de abrazos sentidos.

Esta mañana me he despertado envuelta en sudores afiebrados y , para escarnio de mi inteligencia, mi primer pensamiento ha sido: y “qué pongo para comer”… Porque tengo la fea costumbre de creer –equivocadamente- que si no me ocupo yo de lo culinario me van a poner espaghettis con tomate, porque nos hemos arrogado la exclusiva de hacerlo todo nosotras para hacerlo bien y en el fondo lo que estamos haciendo es apuntalar la autoestima sobre la desfachatez de suponer a los demás menos capaces que nosotras, creando horrendos precedentes, educando de la peor manera posible, manteniendo un engaño ancestral.

Hace sol y frío desde mi ventana, pero con el plumón hasta la barbilla parece un día magnífico. Quizás alargue los brazos hasta el libro redentor o juegue un rato con las posibilidades del portátil. Pero lo más probable es que me quede en el limbo de los ensueños esperando a que aparezcan por la puerta mis hijas y –asombradísimas- descubran que hoy tienen el nada dudoso honor de ocuparse de todo. Incluso de mi persona.

Para que luego no digan que yo me creo que puedo siempre con todo y que tengo que aflojar las riendas, hoy reconozco que no sirvo para nada y pido ayuda. Un baño de humildad que sienta de cine. Seguro que van a estar encantadas.

En fin.

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Padres responsables = padres culpables

 
Aprendimos de nuestros padres cómo había que hacer las cosas, lo que estaba bien y lo que estaba mal; nos dijeron por dónde podíamos andar y qué caminos evitar. Reglas y preceptos que fueron después refrendados por los maestros, y todos ellos –padres y educadores- independientemente de que lo que nos enseñaron sirviera para nuestro desarrollo o lo entorpeciera, nos imbuyeron el concepto de que siempre hay alguien que sabe más que tú y mejor que tú lo que tienes que hacer en la vida. Así no es de extrañar que, cuarenta años después, muchos padres de hijos jóvenes estén absolutamente convencidos de que “ellos saben más y mejor que tú mismo lo que te conviene”, perpetuando “ad nauseam” el conflicto generacional.

Lo discutía el otro día con alguien más joven que yo pero que sigue aferrado a la idea de que la vida de sus propios hijos depende de alguna manera de sus buenos oficios, cuando estos chavales llevan ya varios años yendo a votar y tienen clarísimo que van a hacer de su vida lo que les dé la real gana, se ponga como se ponga el progenitor de turno.

Y no es porque a nosotros nos cercenaran de cuajo –que en algunos casos ocurrió- el libre albedrío o la libertad elemental para elegir nuestro camino en la vida, sino porque como ahora, con el paso de las décadas, uno se da cuenta de todos los errores que cometió cuando pudo haber elegido mejor y eligió mal, no queremos que nuestros hijos comentan el mismo error y por eso se tiende a una sobreprotección que acaba ocasionando –en la mayoría de los casos- el efecto contrario al pretendido.

Ahí están, esos hombres y mujeres (porque no voy a decir chavales) de entre veinte y veinticinco años dando tumbos por la vida, sin decidir todavía si “estudian o trabajan”, pasando de empleos eventuales y sin futuro a crisis existenciales sobre el presente porque no tienen nada que les dé seguridad… más que saber –y rabiar por ello- que los padres están ahí detrás para ayudarles, sacarles del atolladero y sufrir junto a ellos las consecuencias de la falta de responsabilidad ante la vida propia y la ausencia de un proyecto vital.

Jugando al juego terrorífico de seguir fomentando en sus padres un sentimiento de culpabilidad, como si no fueran ellos los únicos responsables de sus propias vidas. Y muchos padres, dudando entre el amor y la debilidad, dejan de vivir sus propias vidas encadenados a las de sus hijos. Como suelo decir y a nadie le hace gracia: carne de psicólogo.

En fin.
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miércoles, 9 de abril de 2014

Crisis de los 40. ¿Falacia o realidad?

 
Al diccionario oficial de la cosa me remito: a partir de los cuarenta se cambia la denominación oficial “quinceañero, veinteañero, treintañero” por la de “cuarentón, cincuentón, sesentón y setentón”. A partir de ahí se dulcifica con un ligero “octogenario, nonagenario, centenario” y luego se planta. Oficialmente nadie llega a los 110 así que para qué molestarse…

Las palabras tienen mucho peso y eso lo saben quienes manejan los hilos. No es lo mismo decir “treintañero” que “treintón”, que además de sonar a bicho raro adelantaría el trauma social una década y eso no interesa a quienes tienen que vender sus productos y sus ideas al sector “joven”.

Lógicamente, al cambiar de década y de denominación la autoestima del individuo se tambalea y se pregunta qué pasará a partir de esa fecha fatídica (los 40). Con cuarenta años ya no eres “oficialmente” joven desde hace diez años (ver ofertas de Crédito Joven de cualquier entidad bancaria, de…los 18 a los 30) y estás en la mitad teórica de tu vida útil –es un decir-, así que no te queda más remedio que mirar a tu alrededor y tomar buena nota de lo que les pasa “ a los otros”.

Y si observas detenidamente te das cuenta de que “no pasa nada”, o por lo menos no es un estigma que aparezca en mitad de la frente indicando que el individuo comienza a perder sus habilidades mentales, físicas y sociales. Si acaso se pierde alo de flequillo –en el caso de los hombres- y a las mujeres nos atrapa la Ley de la gravedad por los pectorales, pero poco más. El resto, son falacias. Falacias bien estructuradas para hacer que el individuo dirija sus miras hacia otros horizontes tales como el consumo de productos “rejuvenecedores” y empiece a creerse que empieza la cuesta abajo.

Las mujeres hacemos muchas alharacas a los treinta, pero cuando cumplimos treinta y uno, treinta y dos y vemos que no pasa absolutamente nada malo, que cada día podemos seguir desarrollando nuestra inteligencia, ampliando la espiritualidad y entrando de lleno en una edad plena, madura y satisfactoria, nos echamos a reir cuando los hombres empiezan con sus aspavientos al cumplir los cuarenta.

Yo creo que es una excusa que ellos mismos se buscan para acomodarse en el sofá y exigir el mando de la tele. Se sienten viejos –o caducos- porque la sociedad les ha dicho que es lo que tiene que ocurrir y aunque no ocurra, el poder de la mente es superior y se autopsicosomatizan; es el momento del comienzo del abandono físico y mental en muchos machos de la especie.

Sólo tiene arreglo en el caso de que una hembra joven (de menos de treinta) le diga poniendo ojitos que un hombre cuarentón es lo más de lo más y que son preferibles a los jovenzuelos sin experiencia. Entonces el “trauma” se pospone otros diez años y vuelta a empezar. A menos que el hombre sea inteligente, claro.

En fin.

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Balance de Fin de Año

 
El cierre de las cuentas del ejercicio suele ser la “bestia parda” de todo financiero que se precie. Ni se sabe la cantidad de ansiolíticos que pueden llegar a recetar los médicos de cabecera a tan arriesgados profesionales; sin embargo, ellos saben y yo sé, que la contabilidad es una especie de “magia potagia” consistente en hacer desaparecer partidas por aquí y sacarlas -cuando nadie se lo espera- un poco más allá; y a los que somos de letras, siempre nos la meten doblada, claro.

Pero en la vida real esas habilidades no sirven para nada, porque si en el ámbito empresarial le puedes engañar hasta al mismísimo ministerio del ramo, en lo personal no se la cuelas ni al más ingenuo de tus amigos.

Están por un lado los que cantan beneficios que no son reales; esa gente a la que todo le va bien o incluso de maravilla. Personas que pintan su vida de colores inventados, que se miran al espejo y hacen como un Dorian Grey cualquiera sin conciencia; maridos que aseguran seguir queriendo a sus esposas, mujeres que ponen los ojos en blanco cantando las virtudes de sus “santos”, esas madres que tienen hijas que no andan en malas compañías y esos padres cuyos hijos ni fuman ni beben ni ná de ná.

Se da la mano este grupito con los que falsean la realidad inventando pérdidas que no existen para así repartir menos beneficios. Los que “van tirando malamente” y resulta que han cambiado de cochazo, se compran la ropa en esas tiendas donde lo más baratito es un pañuelo para los mocos de treinta euros y toman las uvas en un resort caribeño de super-lujo. Que junto con los que se están quejando todo el año del gobierno, de los sindicatos, de la patronal, de su pareja, de sus hijos, de sus padres, de sus amigos, de sus vecinos, del conductor del autobús y de la señora que limpia el portal, conforman la recua de quejicas oficiales del reino que aburren a un muerto.

Nadie dice la verdad –si es que se molesta en buscarla-, intentando mantener la imagen social a toda costa, engañando a los que le rodean con datos inventados –o acaso soñados-; en dos palabras, fingiendo ser lo que no son. Aunque claro, a mí me pueden engañar, (que me engañan) pero cuando se quedan frente a frente con su conciencia ante el espejo de la vergüenza… ¿se creen ellos mismos sus propias mentiras?

Así que, para mi balance personal de fin de año, ni puedo ni quiero hacer trampas. Esta vez, no. El año que termina dentro de unos días lo cierro con un balance saneado. Es decir, que no está mi vida moribunda todavía. He perdido un trabajo y un novio, pero he ganado amigas y amigos. Se han llevado los disgustos un buen trozo de salud, pero ya no está –mi salud- en números rojos. He pagado todos mis errores con intereses por aplazamiento de pago (tenía algunos pendientes desde ejercicios pasados). Un viejo corazón medio en ruinas lo he amortizado a valor 1 y he empezado de cero con un crédito de confianza y amistad a corto plazo. Mis gastos generales se han visto tan reducidos que he conseguido –para compensar- aumentar la partida de fondos de reserva para cuando vengan los malos tiempos. No le debo nada a nadie y tengo mis sentimientos en regla. Quizás sea el momento adecuado (afectivamente) para echar la persiana y retirarme a disfrutar de lo que me queda por vivir sin pensar en planes de gestión. Vivir el momento presente con todas mis fuerzas y borrar de mi vocabulario la palabra “futuro”.

Con esta pequeña reflexión y las cuentas pendientes de aprobación por los auditores del Universo, dejo el espacio abierto durante el fin de semana para que, quien quiera, le apetezca o necesite, plasme aquí su propio Balance de Fin de año. Conocerá otras realidades y diferentes opiniones para seguir creciendo. Quizás ayude a las pesadas digestiones de estas comilonas que se avecinan aligerar un poco la carga emocional.

Y que al menos en dos días no le hagamos daño a nadie… ni por casualidad.

Feliz Nochebuena y todo eso.

En fin.

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martes, 8 de abril de 2014

Gente que odia la Navidad

 
La infancia tiene cosas maravillosas y una de las mejores es la de magnificar situaciones banales o cotidianas concediéndoles un valor que sólo puede sostenerse desde la perspectiva ingenua y bondadosa de una criatura que aún no conoce toda la gama de colores. Así pues, las Navidades de mi infancia resultaron ser un compendio de imágenes idílicas que me daban fuerza para vivir el tiempo comprendido entre unas y otras.

Se predicaba el amor al prójimo y todos éramos buenos. La casa resplandecía con luces y colores y la buena mesa prodigaba no poca satisfacción a nuestros aburridos estómagos. Existía una “magia” inventada alrededor de un acontecimiento sencillo, como era el cumpleaños de un niño del que se contaban historias increíbles. Pero la mejor magia de todas era, cómo no, la de los regalos que llovían –literalmente- del cielo para aquellos que nos habíamos portado bien.

Este pequeño prolegómeno sirva para ilustrar lo que pudo haber sido la celebración más común por estas latitudes de una fiesta religiosa, con pequeñas variantes locales, pero básicamente compartida por casi todos.

Sin embargo, a estas alturas de la película, cuando ya peinamos canas y vestimos elegantes, se origina por estas fechas una corriente “a la contra” que rezonga y refunfuña sobre las fiestas navideñas. Voy encontrando, aquí y allá, personas que manifiestan claramente su aversión a la celebración, que opinan que “odian las navidades”, que no las soportan, que les deprimen, que se las saltarían olímpicamente.

¿Por qué? ¿Son acaso indigentes que no pueden comprar turrón? ¿O solitarios que tienen que pelar langostinos frente a un televisor agresivo? ¿Gente sin familia –o peleado con ella- que rumia viejos rencores? Aunque también pueden ser enfermos, ancianos abandonados, personas atrapadas en su propio mundo de misantropía. Y la larga lista de deprimidos, que casi me olvido.

Sin embargo, suele ser gente corriente, como tú y como yo, quienes –cada año en mayor número- proclaman sin ambages que no soportan la Navidad. Y si les tiras de la lengua te cuentan eso mismo que tú y yo estamos pensando ahora.

En fin.

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Un personaje: mi padre



Hasta que nació mi primera hija, el personaje más importante de mi vida era mi padre y siento que he podido perder la perspectiva hablando de él grandilocuentemente cuando, quizás no fue más que un hombre vulgar y corriente. Pero sigue siendo mi personaje favorito del que puedo estar horas y horas hablando sin llegar nunca al final del libro que cuenta la historia de su vida a mi lado. (O de mi vida a su lado, porque fui yo quien le eligió a él como padre aunque he tardado muchos años en comprenderlo)

Mi padre me enseñó a transgredir las normas para preservar la propia dignidad y ese aprendizaje espinoso hizo que hubiera entre nosotros una magnífica relación de amor-odio. Era un hombre con los grandes defectos que anidan en los corazones grandes, así todo puede ser perdonado.

Pero empecemos por el principio; los días en mis recuerdos infantiles comenzaban y acababan a la hora de acostarme. Entonces y sólo entonces, existía el regalo de un tiempo sagrado, íntimo e inabarcable entre los dos. Yo, ya en la cama, con mis nueve o diez años expectantes, aguardando a que él entrara en mi cuarto provisto de su pequeña radio a transistores para escuchar juntos, cómplices aislados del mundo, el serial de moda en las ondas que relataba las peripecias de la familia de Matilde, Perico y Periquín. Nosotros, mi padre y yo, soñábamos con algún día llegar a ser tan vulgares y divertidos como aquellos personajes radiofónicos que representaban el tópico familiar más vil de los años sesenta, pero que para él y para mí eran algo inalcanzable: una familia normal. (Claro, ahora tendría que explicar porqué mi familia no era normal y acabo de darme cuenta de que no me apetece. Así que seguiré hablando de las luces que proyectaba mi padre sobre mi persona; las sombras las dejo en su sitio, acogedoramente adormecidas.) El escuchaba por su cuenta las historietas de “El Zorro”, narradas por el inefable Pepe Iglesias, pero esta emisión era a hora tardía y recuerdo que al día siguiente me hacía carcajearme con su mala imitación del acento argentino del humorista y de las cuitas de “el pobre Fernández”.

A pesar de tener una profesión nada interesante –era bancario, que no banquero- sus pasiones eran variadas y a cada cual más apasionante. Desde la fotografía, con su colección de cámaras, tomavistas y proyectores, -recuerdo la Leica que me enseñó a manejar, la Kodak Brownie, y una Voigthlander, pequeñas joyas que desaparecieron en una mudanza después de su partida gracias a los buenos oficios de un cuñado rapaz (ex cuñado en el presente)- a la que se dedicaba compulsivamente y cuyos negativos trabajaba encerrado en el cuarto oscuro que se inventó en un gran armario empotrado que había en mi habitación-, hasta su locura por la música que escuchaba a todas horas, añadiendo su información de melómano a los comentarios de presentación que hacían los locutores de la radio al introducir las grandes obras clásicas. Cuántos domingos al mediodía, él y yo en el salón, escuchando sus vinilos de 72 r.p.m., Bramhs (su favorito), y todo Beethoven y, él fumando sus peculiares cigarrillos, liados en comandita con una máquina especial, con tolva y rodillos, del tamaño de un robot de cocina, la cual me concedía el privilegio de manejar ayudándole a liar la ración mensual (fumaba siete cigarrillos al día, no más), los ojos ardiendo de la picadura que colábamos en un tamiz y el polvo que invadía la habitación, la emoción de ir dándole a la manivela y ver cómo salían, uno a uno, los cigarrillos y depositarlos cuidadosamente en la tabaquera grande. ¡Qué importante me hacía sentir! Huelga decir que fue él el artífice de que yo empezara a fumar a muy temprana edad, pero nunca se lo he reprochado, eran los tiempos en los que se educaba a la brava, con criterios imposibles de digerir hoy en día.

También me aficionó a la lectura, poniendo a mi disposición su no demasiado extensa pero interesante biblioteca. Me enseñó a escribir a máquina con diez años y me regaló una de las primeras Olivetti portátiles del mercado a los dieciséis. Me compró un Vespino (él que siempre tuvo moto) a los diecisiete y le parecía bien que viajara por esos mundos en auto-stop. Me enseñó a diferenciar el cognac francés del brandy patrio, a comer las ostras con una pizquita de pimienta y una copa de champagne como desayuno el día de Navidad y siempre estuvo disponible para cuidar de mis hijas cuando yo lo necesitaba. Una vez incluso le dio una calada a un porro que circulaba en una reunión de amigos en mi casa y a la que él se incorporó porque “pasaba por ahí”. Todo un personaje, ya digo.

Y volviendo al armario, que eufemísticamente él llamaba su “taller”, en él consiguió reunir una batahola de herramientas, instrumentos de precisión, juegos de todo tipo, el meccano rojo y verde de su infancia, los álbumes de fotos con toda su historia familiar, docenas de rollos de películas de cine, miles de diapositivas, cientos de tornillos, tuercas, arandelas, enchufes, un par de kilómetros de cables de diversos grosores y calibres, botones, tijeritas, cortaúñas, limas, sierras, brocas, destornilladores y, en fin, el arsenal de todo “manitas” casero que se precie.

Y aunque no tuviera nada que arreglar, montar, recomponer o inventar, se encerraba en su “taller” con los cascos en las orejas, ajeno a la barahúnda de una casa con seis mujeres y desconectaba su vida del tiovivo del mundo.

Fue ahí, precisamente, por estar el cubículo sagrado en mi propia habitación, donde inicié de su mano hábil y su mente inquieta mi aprendizaje a destiempo. A la edad de cuatro años recién cumplidos yo ya sabía leer y escribir para horror y espanto de mi madre, mis abuelos y las monjas del colegio. Luego vinieron los quebrados, el mínimo común múltiplo con su inseparable máximo común divisor, el parchís, el dominó, las damas y su majestad el ajedrez. Pasábamos las horas “escondidos”, encerrados ambos en nuestro pequeño –pequeñísimo- mundo. Ahí éramos intocables, dioses incluso.

Y a la manera humana, felices.

La vida después nos fue zarandeando a ambos y en sus vaivenes nos alejó y nos volvió a acercar, nos encharcó de errores propios y ajenos y nos regaló el bálsamo del perdón y la reconciliación. Fue una intensa y curiosa historia de amor la nuestra.

Hoy es ocho de Abril y al igual que el dos de Enero, aunque estás en mi corazón todos los días, no puedo dejar de recordar tu último beso, la sonrisa con la que te despediste de todas nosotras tal día como hoy hace ya veinte años pasados. Mis hijas saben que estás en la brillante “estrellita cariñosa” que ha iluminado las noches de toda su infancia. Y que hoy guía sin duda alguna mi propio camino.

Siempre con nosotras, papá. No te vayas todavía.

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La mejor lotería, la salud

 
Hoy sale el gordo y ayer fue tema obligado el: “¿qué harías tú si te tocara la lotería…?” e igual para cuando se lean estas líneas mis hijas y yo somos millonarias, pero previendo que Murphy haga cumplir su Ley como hace cada año y nos deje a dos velas voy a soñar un poco en voz alta.

Cuando era pequeña me acuerdo de que, por estas fechas, andaban mi madre y mi abuela con una actividad frenética cambiándose participaciones de lotería; que dile a la amona que no se olvide que tengo aquí la lotería del Banco y que ella me tiene que dar la de la farmacia de Manolita. Oye, Cecilita, recuérdale a tu madre que me guarde cinco pesetas de la lotería del Economato y yo le daré otro tanto de la parroquia de San Ignacio. Y así todo el rato, con papeles arriba y abajo y números apuntados por todas partes. Luego había que esperar al día 23 a comprar el periódico para repasar la lista de “la pedrea” y ver si nos había tocado lo puesto o un poquillo más.

Pero se jugaba por costumbre, porque era de obligado cumplimiento el rito social de intercambiarse unas pesetillas como un juego inofensivo, aunque algunas veces se generasen enfados porque a alguien se le había olvidado ofrecer lotería y, claro, eso igual lo has hecho adrede, por si os toca a vosotros para que nos fastidiemos los demás.

Sin embargo, en tiempos de poca bonanza, como son los que atravesamos, cuando ya somos legión los descreídos en ninguna fe que no sea la de la nevera llena –o el Fondo de Inversión seguro-, cuando nos estamos retirando del mercado laboral con pensiones ridículas, cuando nuestros hijos llegan a los treinta sin saber lo que es un salario decente, ¿cómo es posible que se sigan gastando cientos de miles de euros en un juego cuyas posibilidades de ganancia son tan ridículamente pequeñas?

Me decía uno el otro día: -Bueno, total ya, de perdidos al río, yo me he comprado veinte décimos. Y otra añadía: -Pues yo, entre pitos y flautas no bajo de los trescientos euros… -¿Y tú? Pues yo… yo entono el mea culpa por haber comprado tres décimos –dos para mis hijas y uno para mí- con el firme deseo pedido con los puños apretados y los ojos cerrados muy fuerte de que me toque, como todos los años me viene tocando por estas fechas, una serie completa de salud y energía.

Que son los mejores activos para disfrutar de la vida y sus encantos. Y la lotería que les toque a los otros.

Por cierto que, dicen los ateos, una prueba irrefutable de que no existe el dios con mayúsculas, es que la lotería siempre les toca a los ricos. Los que salen en la tele pegando saltos y brindando con cava del barato no son los millonarios de verdad sino los que han jugado un decimito y punto. Los otros, los de “El Gordo” de verdad, los que siguen enriqueciéndose mientras el pueblo aúlla, se callan la boca y lo celebran a puerta cerrada con los de siempre.

En fin.
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Nunca es tarde para aprender buenos modales


Seguro que lo hizo sin querer, como un reflejo incontrolado debido a su propio nerviosismo, pero me sentó como un tiro. Resulta que estaba el otro día con mis hijas en una sucursal bancaria de esas en las que, en vez de coger número y esperar tiempo y tiempo, te tienes que poner en fila de uno y avanzar a paso tortuga hasta tu destino final, que por lo menos haces amistades comentando con el de delante o con la de atrás la subida de la luz o la nueva novia del dueño de Playboy, ese anciano que toma la píldora mágica masculina tres veces por semana para poder cumplir como un machote.

El caso es que andábamos peleándonos con el cajero automático que ahora tiene la función de ingresar dinero y te devuelve una y otra vez los billetes como no los metas milimétricamente alineados, cuando se me acerca una señora de poca más edad que la mía y me espeta señalando al cajero de hierro y metal: “¿Se cogen ahí los números?” y a mí es que se me escapó, de verdad, contestarle de igual manera, señalándole a la larga fila de personas que esperaban frente a los mostradores, “Aquí no hay números, aquí se hace la cola”.

Ante mi tono desabrido la señora en cuestión me miró de mala manera y me dijo: “Oye…¡¡¡¡”, con el tono admonitorio de que no he sido todo lo amable que ella esperaba. Pero vamos a ver, señora mía, que usted ni ha dicho buenos días, ni por favor, ni disculpad, que así, sin anestesia, se ha metido en un grupo de tres personas y ha pretendido que se le solucionara su duda, haciendo gala de una ausencia de educación total y absoluta.

Mis hijas me miran con el ceño fruncido y sé que me juzgan por lo bajini, pero saben perfectamente que los modales, las formas son necesarias y así exijo que sea, porque si no nos acabaremos convirtiendo en asilvestrados sociales. Como cuando vas por la calle y te aborda un chaval (o chavala) y sin más te suelta: “¿Tienes hora?”… cómo que tienes hora, ni hora ni puñetas tengo para ti que no sabes pedir las cosas. Ya ni te cuento los foráneos que se dirigen a ti como si llevaras un cartelito de guía turístico y sueltan a bocajarro lo primero que se les ocurre; que donde está la Catedral o por donde se va a lo viejo y luego no te dan ni las gracias.

Y a todos les digo lo mismo. ¿No sabe usted pedir las cosas como está mandado? - “Buenos días, ¿me podría decir la hora?, hayDisculpe señora, sería tan amable de indicarme por dónde queda la playa de la Concha? , o por favor, estoy buscando un taxi, ¿sabe usted dónde  una parada por aquí cerca?”
Buenos días, por favor, me permite, sería tan amable, disculpe la molestia… parecen frases de las novelas decimonónicas fuera de catálogo. Y no. Están en el diccionario todavía, no están fuera de uso en ningún caso.

Llevo años, pero cuando digo años, digo toda la vida comprobándolo. Vete tú a Francia e intenta que alguien te mire a la cara sin haber dicho antes: “Bonjour”. Atrévete a pedir una barra de pan si no es por favor, entra en una tienda sin saludar o márchate sin despedirte…

Ve tú a Londres y no digas “Good morning, ni thank you por todas las esquinas, y el “sorry” doscientas veces al día, vamos, igual que aquí, ya te digo…

En fin

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lunes, 7 de abril de 2014

Seda roja y encaje

 
Me compré en las rebajas un precioso conjunto de ropa interior. Rojo e indecentemente caro, espero que el 70% de descuento sobre su precio original no se aplique también a su efectividad erótico-sensual. Lo adquirí porque me lo merecía y lo guardé en su celofán original a la espera del momento adecuado para presentarlo en sociedad. A veces hago pequeñas locuras de ese tipo que luego olvido por completo y que vuelven a ver la luz en mis famosas “limpiezas de armarios”. Aquel día, iba acompañada de una amiga que estaba de visita en nuestra ciudad quien también se sintió tentada –era imposible sustraerse a la promesa de excitación de la seda y la suavidad de los encajes-, aunque ella –más clasiquita que yo en lides amatorias- eligió el color champagne.

Durante el mes de Enero y todo Febrero hemos hecho chistes telefónicos semanales y apuestas entre carcajadas para ver quién de las dos lo estrena antes; bien entendido que la “inauguración” de esos doscientos gramos de emoción pasional debía reunir –como mínimo- unos requisitos nada rutinarios, extraordinarios más bien. Y como un día con otro –ella casada, yo single- el celofán seguía sin arrugarse, decidimos la semana pasada que había que proveer a nuestro pequeño tesoro de la coletilla que dice: “consumir preferentemente antes de... fecha indicada en la etiqueta de la braga”. Y convinimos el 21 de Marzo por aquello del tópico de la primavera.

Entre risas y ahogos varios hemos seguido charlando –mi amiga y yo- de la inoportunidad de estrenar –por su parte- el conjunto erótico-festivo con un marido sietemesino (es decir, que sólo lo hace cada siete meses o así porque está ya muy mayor (el marido, no mi amiga) y ha decidido ponérselo debajo de la servilleta en la cena del próximo sábado a ver qué pasa. No porque sea el día del padre sino porque su marido se llama algo que empieza por Josenosécuantos.

Servidora, fiel cumplidora de cualquier promesa o compromiso a que me lleve la amistad, se enfrenta a una duda existencial que tengo que dilucidar el próximo fin de semana: ¿el color rojo pega con las torrijas?

En fin.
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Prohibido quejarse

 
Desde que no trabajo fichando a las ocho de la mañana y puedo dedicar mi tiempo a diversas colaboraciones voluntarias, mi perfil social se ha visto ampliado de forma importante. La gente nueva que voy conociendo está inmersa en un proyecto común ajeno al mundo laboral lo que sociabiliza mi carácter de una forma exagerada.

Este fin de semana he participado –junto a otras 60 personas- en la celebración del aniversario de la fundadora de OSCUS (Obra Social y Cultural Sopeña), Fundación en la que me permiten participar como voluntaria desde hace unos meses para enriquecimiento de mi persona y (espero y deseo) entretenimiento de sus socios y socias.

Después del acto religioso en memoria de Dolores Rodríguez Sopeña, la celebración descendió a nivel más mundano con la asistencia a una comida de hermandad en la que me vi rodeada de personas que me sonreían invariablemente a pesar de que a la mayoría de ellas no las conocía, pero que me acogían como una más de un grupo, más que amistoso, familiar. Me conocen de las charlas que les hago soportar de vez en cuando, pero parece que nadie me lo reprochaba…

Mayoría femenina aplastante; por selección natural y por inquietud demostrada, las mujeres disfrutábamos con absoluta desinhibición del ambiente distendido. Cánticos al son de un acordeón y espontáneas que se lanzaban a bailar arrastrando a buena parte del grupo hasta que aquello se convirtió en una fiesta alegre y divertida.

Pero yo sabía de quienes llevan en su corazón grandes dolores –físicos y de los otros-, penas sin cuento y toda la vida a cuestas con las piedras de una mochila rebosante. Personas que se siguen regalando la pequeña alegría de reunirse para festejar dejando de lado las tristezas y los pesares, curando soledades entre risas y cantos, compartiendo, regalando y recibiendo; seres humanos muy mayores, quizás con pocos proyectos vitales por delante pero con la fuerza y el deseo de vivir el momento presente ayudando a los demás.

No dejé de sonreír en ningún momento; me sentí aliviada de tanta pena estúpida que a veces me asalta y me reafirmé en la idea de que la sonrisa de una persona mayor es tan hermosa como la sonrisa de un niño. El niño no conoce el miedo ni la queja y el anciano ya no tiene miedo a la vida y ha aprendido a no quejarse inútilmente.

Y si ellos no se quejan, menos voy a hacerlo yo. Por esto y otras cosas, gracias.

En fin.

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domingo, 6 de abril de 2014

¿Bouillabaise o sopa de sobre?


La vida es esa ingrata de mala memoria que no hace distingos entre quienes viven de acuerdo a valores morales y quienes se pasan por el arco de triunfo la ética y el respeto al prójimo. La vida no tiene escáner para detectar quiénes son merecedores de medallas y quiénes de castigos; tremendamente obscena, otorga sus favores indiscriminadamente, y no atiende a razones.

Vivir de acuerdo con lo que dicta la conciencia, ayudar al prójimo y tener humanidad no suma más puntos que avasallar al débil, pasar por encima de los demás y hacer únicamente lo que conduzca al propio interés. A los hechos me remito. Ser “bueno” no tiene premio ni ser “malo” castigo. Por lo menos según la Ley de los hombres –y si hubiera o hubiese otra no nos enteraremos hasta después de muertos-. Me sacudo el maniqueísmo y entro a por uvas.

De la observación detenida de mi cotidianeidad saco la conclusión atrevida de que, en muchas circunstancias y ocasiones, pareciera que “da lo mismo” hacer las cosas bien o hacerlas mal, que la conciencia no está despierta todos los días, que el baremo moral varía según quien lo manipule y que, cuando menos te lo esperas, aparece el golpe de buena suerte inesperado e inmerecido. Por el contrario, semanas de cuidadosa labor y reconcentrado trabajo se van por el desagüe sin poderlo evitar y sin que dependa de la voluntad personal.

Un día cualquiera recibo un inmenso regalo y al siguiente llega un golpe fatal de mala suerte. Unos días me siento a la mesa y tengo ante mí una sabrosa y sensual “bouillabaisse” y otros un mísero plato con sopa de sobre. Y no he hecho nada especial ni para lo uno ni para lo otro.

Un sobresalto continuo, una sorpresa sin fin, salir a la calle ya resulta toda una aventura, en cualquier esquina puede aparecer el avatar de la felicidad o el de la desdicha; ir preparado para cualquier eventualidad es imposible, digamos más bien que mejor perfumarse de esa resiliencia dichosa de la que todo el mundo habla ahora. Como si no supiéramos –los que ya hemos vivido un montón de años- que hay que estar a las duras y a las maduras, que lo mismo que te da, te quita. Una cabrona, la vida.

En fin.

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Viejos y jóvenes ¡Indignáos!

 
Conforme nos vamos haciendo mayores vamos transitando casi sin darnos cuenta ese desfiladero que separa generaciones, sembrando de desconcierto los campos que otros arrasaron y soñando con que la lluvia nos purifique todavía un tiempo… Rebuscamos en los armarios alguna vieja utopía que nos pueda servir, hurgamos desesperados en los bolsillos del abrigo que se nos quedó pequeño, como la vida, que ahora la necesitamos enorme para poder colocar en ella toda la decepción que atesoramos.

Y en esto llegan ellos, los jóvenes, con su arrogancia imposible y ese deje desdeñoso hacia los mayores, como si la vejez fuera contagiosa. Llegan de la mano de un programa de actividades intergeneracionales al que estamos invitados a participar los mayores de cincuenta y cinco, una cuadrilla de temerarios abueletes…

Temblando estaba la tarde en que nos reunimos por primera vez los dos “equipos” para celebrar un partido amistoso. Un “word coffee” sin mayor trascendencia, una toma de contacto para medir la temperatura ambiente. De un lado, ocho voluntarios: seis mujeres y dos hombres, representando las décadas imposibles: los veinte, treinta, cuarenta y los cincuenta, las décadas en las que hemos nacido. Y del otro lado, ellos, los de los noventa, una docena de chavales entre quince y diecisiete años. La verdad es que tanta curiosidad había de un “bando” como del otro.

El hilo conductor partía de “la escuela”, un nexo de unión intergeneracional; desde la de la postguerra con la imagen del maestro de pueblo con todos los niños en la misma clase –aunque separados chicos y chicas- hasta el colegio de monjas “al uso” de los años sesenta, en plena represión. Se sorprenden ellos de lo que les contamos –castigos, cantos, rezos, falta de libertades y machismo nada encubierto-; nos sorprendemos nosotros de lo que nos cuentan: acoso a profesores, falta de disciplina, desinterés general.

Este año tienen que elegir estudios, toca selectividad y están indecisos. Intuyen que, elijan lo que elijan, el futuro no les va a poner nada en bandeja. Pero lo más chocante, lo que más me ha impactado, ha sido el convencimiento unánime de que van a tener que estudiar hasta los veinticinco como mínimo, para poder acceder al mercado laboral. O incluso DOS carreras para competir con en la feroz batalla por el sueldo mileurista.

Irán a ir a la Universidad llevando en la mochila la premeditación de seguir estudiando –y viviendo a costa de los padres- hasta casi la treintena (si hace falta). Obviamente, los del bando “carroza” hemos puesto el grito en el cielo. ¿Será posible? No, no, qué va, si ha sido pura casualidad que en el Gazteleku donde hemos estado tomando café con pastas con este grupo de chavales ellos estuvieran desencantados de la vida antes de empezar a vivirla… ¿Casualidad?

Había un reproche soterrado en su discurso; si esta sociedad está podrida y a punto de desmoronarse… ¿a quién, sino a nosotros, sus mayores, van ellos a echarle la culpa?

Por la noche, pesadillas.

Y el manifiesto de Stéphane Hessel –escritos, militante político y diplomático francés de 93 años- “Indignez-vous!! (¡Indignaos!). Imprescindible para calentar el fuego de la nueva revolución que se avecina.
http://www.attacmadrid.org/wp/wp-content/uploads/Indignaos.pdf

En fin.

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sábado, 5 de abril de 2014

Ideas inteligentes para un "finde" feliz



Para pasar un fin de semana feliz lo primero de todo hay que estar feliz y a gusto con uno mismo. Así que nos tomamos unos cinco minutos tranquilos y reajustamos el equilibrio interno, que cinco minutos son tiempo más que suficiente para pasar lista a los problemas que nos agobian –si es el caso- y separar el grano de la paja. ¿Son nuestras preocupaciones solucionables a corto plazo? ¿No? Pues las pasamos a la lista donde ponga “problemas para el futuro” y dejamos libre la casilla donde pone “posibilidades para el presente”. Es una limpieza casera y de urgencia para disfrutar de un par de días, tampoco pedimos más…

Bueno, pues ya estamos con lo que hay a mano; es decir, ganas de estar bien y dos días estupendos por delante.

¿Van a ser compartidos o serán individuales? En el primer caso no hay que meter la pata ni engañarse a uno mismo, es decir, que la compañía sea la deseada, no la impuesta. Porque si empezamos mal pues la cosa no puede salir bien, eso está claro. Sigamos. Una vez que ya hemos decidido cuál será la compañía, vamos a decidir algo que se nos suele olvidar: el porqué hacemos las cosas.

Decía Nietschze que cuando el ser humano descubre sus “porqués” siempre acaba encontrando el “cómo”. Y se puede aplicar la máxima tanto a las grandes empresas como a las pequeñas decisiones de andar por casa.

Voy a pasar un buen fin de semana porque quiero gratificarme después de una semana laboral particularmente intensa; me regalaré dos días de descanso porque mi cuerpo lo necesita, o porque mi espíritu está clamando una tregua de la lucha cotidiana. Acaso sea porque busco un receso en el tira y afloja de una relación agobiante o, lo que es aún muchísimo mejor, porque quiero agradar y hacer feliz a las personas queridas de mi entorno. (Cada cual que se apunte a lo que más le convenga o invente sus propios porqués)

Y ya no queda más que decidir el “cómo”. ¡Eso sí que es bien fácil…!

Ahí está la naturaleza a nuestro alcance, empezando a rebosar, preparando la primavera, con su regalo de montes y playas, caminos y jardines, una naturaleza que se brinda generosa para todo aquel que sepa escuchar su llamada, una naturaleza armoniosa con la paz que nos circunda, sin huidas, ni miedos, sin angustias, ni persecuciones. ¡Cuánto privilegio el nuestro!

Otro “cómo” bien agradable es el que se disfruta de puertas para adentro (nosotros que tenemos casas con puertas, casas cómodas, calientes, llenas de comida, de almohadones de plumas y música ambiental). Un disfrute con nosotros mismos o con buena compañía, sentirse amo y señor de los fogones por un rato, sacar la mantelería de los días de fiesta, las copas buenas, ponerse guapos y… disfrutar de unos alimentos escogidos, de una buena conversación, del calor de un abrazo, dejarse mecer por cualquier ensueño con un libro entre las manos, una buena película a media tarde, unos pasos de baile improvisados, regalar cariño sin esperar a que nos lo den…

Y finalmente, los que necesiten del dinero para ser felices, que lo utilicen, que no lo escatimen, que lo gasten alegremente para que la economía se mueva. Venga… ¡ a esquiar, a cenar fuera, al teatro, al cine, a hacer turismo durante un rato, que ahí afuera el mundo se está tambaleando y tenemos que aprovechar antes de que la onda expansiva nos alcance!

Y el que quiera entender, que entienda.

En fin.

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