viernes, 28 de agosto de 2020

Cuando sólo queda la huida

**”Huida” (Paula R. Feito)
Mi vida se ha vuelto muy sencilla con el paso de los lustros; o más bien tendría que decir que yo la he revestido de esa cualidad después de haber “invertido” los primeros cincuenta años (que se dice pronto) en “complicármela”. Soy así, qué le voy a hacer –me decía a mí misma cuando todavía no había aprendido casi nada. Ahora mismo no es que sepa mucho más, pero me funciona bien la intuición y el instinto de conservación (lo que se llama el cerebro reptiliano), y mi mente me regala flashes como luz de faro en la noche al navegante perdido.
Me puse normas sencillas para no seguir haciendo de mi vida un nudo desentrañable y en plan esquema funciono así: lucha, aceptación, huida. Como el homo sapiens que describe el gran historiador Yuval Noah Harari en su genial “Sapiens”, como lo que todos somos, evidentemente.
Así las cosas, miro la situación mundial desde mi pequeño ombligo y me siento desasosegada con tendencia a la debilidad emocional y con visos de caer en la tristeza profunda: la pena ya la llevo encima por lo que está ocurriendo.
¿Cómo luchar contra un gran mamut furioso con una pequeña lanza que va a quebrarse contra su piel? Ese proboscídeo amorfo es el MIEDO que se ha extendido muchísimo más rápido y globalmente que la Covid-19. Puedo luchar contra mi propio miedo, (mal que bien) pero no contra la psicosis general que ha invadido a la sociedad.
Aceptar la situación, sólo puedo aceptarla a la fuerza, a duras penas, con la soga al cuello y por imperativo legal. Decía el gran maestro Jiddu Krishnamurti: “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”. Ahí estamos todos, dejándonos llevar de aquí para allá como hojas barridas por un furioso vendaval. Con consciencia alternativa de creer entender las circunstancias y otras veces embarrados en el total desconocimiento de las mismas.
Queda la huida. Creo firmemente que el superviviente no es el que se adapta sino el que encuentra un camino alternativo. Un camino en el que exista la paz interior, el aire para respirar, el silencio donde meditar y la ausencia del retumbar de las pisadas del “mamut”. La contemplación del mundo que nos rodea es muchas veces insoportable y, como nos han educado para “aguantar” sobrevaloramos nuestras fuerzas y seguimos erguidos, agarrándonos a esas raíces que creemos que no podrán ser removidas, sin comprender –casi siempre demasiado tarde- que un roble puede ser arrancado de cuajo por el viento mientras que un junco, sencillo y flexible, soportará casi cualquier embate.
Estoy buscando mi camino alternativo, esa “carretera secundaria” que me permita recuperar el aliento. No me importa que alguien me llame cobarde; a fin de cuentas no tengo “convivientes” que puedan reprocharme nada. Y las etiquetas se me despegan rápido…
Me largo a respirar.
Felices los felices.
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jueves, 27 de agosto de 2020

Ya ni nos tocamos

El pasado 10 de Junio publiqué en tono irónico-festivo unas reflexiones sobre el retroceso en los temas del “roce” al que nos estaba abocando la crisis del coronavirus. Lo escribí, hace dos meses largos ya, pensando que era un punto de inflexión, que nos pararíamos todos a pensar, que tomaríamos conciencia de lo que estaba ocurriendo con los sentimientos apresados, las emociones contenidas y las libertades subyugadas. (Volverlo a leer al final del post)
Han pasado casi tres meses y la realidad nos explota en la cara misma: no más abrazos, no más besos ni caricias, mejor no tocarnos ni con un palo… por miedo. El ejemplo es mío y como cosa personal lo voy a contar, no generalizo sino que reflexiono sobre “lo mío”.
El caso es que quedamos el otro día un amigo y yo para tomar un aperitivo y ponernos al día. Al vernos, ya desde lejos, se me alegró el corazón y lo que se me veía detrás de la mascarilla. Al juntarnos, por puro instinto fui a abrazarle, como corresponde entre amigos, como se ha hecho de toda la vida de Dios.
Él pegó un brinco como si le hubiera amenazado con pincharle con una navaja trapera y retrocedió dos pasos, espantado. Como vi que había “tomate” me quedé mirándole en silencio, esperando –obviamente- su excusa o justificación al rechazo a mi gesto de cariño. –“Es que ya sabes cómo está esto, dijo, el cuidado que hay que tener, que en casa ni besamos a los aitas ni nada, que están muriendo niños y llenándose otra vez los hospitales”.
Como nuestra amistad se basa en el respeto y en no callarnos lo que pensamos, fui pergeñando mi discurso mientras nos dirigíamos a una terraza a la sombra y con las mesas bien separadas entre sí. Por puro milagro encontramos una. Ya instalados, comenzó el turno de “discursos” en la imaginaria palestra: mi amigo siguió con lo suyo y yo esperé a que me tocara meter baza (mientras me comía un pimiento relleno de txangurro) para decirle que sí, que muy bien, que el miedo sigue siendo libre, pero que “en esta película, al final, el protagonista siempre muere”. Lo entendió a la primera y se rio de mi melodramática sentencia (que por cierto, es lo más real que podré decir nunca) y todavía pude añadir que, en el mientras tanto, “esta chica” está decidida a VIVIR de la mejor manera posible su condición de hembra-humana necesitada de roce emocional y físico. Prefiero morir de un virus a morir de pena. Ya está dicho.
Ahora viene lo bueno.
Él ya hacía rato que, con toda la naturalidad del mundo se había quitado la mascarilla, sacado el tabaco y el mechero y amagó la intención de encender un cigarrillo. La distancia entre ambos rondaría el metro escaso. Como lo estaba esperando –ya sé que es fumador compulsivo- levanté la voz exageradamente y le dije que – ¡!!NO, NI HABLAR, ¿QUÉ HACES?, cómo se te ocurre quitarte la mascarilla que te puedes contagiar… ¡Y a mí no me eches el humo, por dios bendito y todas las vírgenes y los santos y los apóstoles, que se te va la olla, hombre!!!
Ni caso, obviamente. “Y eso es lo absurdo –le dije-, que estáis llenos de contradicciones los que no abrazáis tres segundos a los seres queridos ni con la mascarilla puesta y luego echáis aliento, aerosoles, salivilla y todo lo demás sin ningún pudor ni recato porque os conviene a vosotros. Y esto lo cuento, que te conste, tú, que me tenéis repodrida con tanto miedo y tanta neura para, al final, hacer lo que os peta sin consideración alguna hacia los demás.”
Le entró por una oreja y le salió por la otra, o eso me pareció.
Luego nos pusimos a hablar de libros y de los viajes que pensamos hacer algún día. Mi amigo me dijo que piensa viajar “el año que viene” y yo, pues como que soy una “inconsciente”, lo haré esta misma semana dejándole a él  que cuide de la ración de miedo que me corresponde, que yo en mi maleta no lo quiero como equipaje. Ni en mi vida mientras pueda vivirla. El spoiler está hecho: al final de la peli, la chica muere. Todos mueren. Por si se os ha olvidado.
Felices los felices.
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martes, 25 de agosto de 2020

Fallecimiento de un perro

*** “Si los perros no van al cielo cuando muera quiero ir a donde ellos van.” Will Rogers.
Pido de antemano disculpas por si las palabras que voy a escribir a continuación hieren la sensibilidad de algún lector o indignan a esos ciudadanos que tienen muy claro lo que es ético, lo que es correcto y lo que debe hacerse en todo momento. En realidad, escribo este post afectada profundamente por el hecho acaecido en esta ciudad hace unos días, en el que un perro se precipitó al vacío desde un cuarto piso después de haber permanecido “colgado” de una ventana durante media hora larga sin que nadie pudiera hacer nada por salvar su vida.
Leí la noticia una y otra vez: el can estaba solo en casa y se enganchó en el saliente de una ventana. Pobrecillo. Y pobre también su dueño al que nadie pudo localizar para que acudiera presto al domicilio para evitar la previsible tragedia. Transeúntes y vecinos impactados por la situación, alertaron a los guardias municipales, subieron al domicilio, no había nadie, intentaron tirar la puerta ¿?, improvisaron a pie de calle un freno con un pareo o toallas, pero cuando el perro se soltó, cayó y se mató.
Se me encogió el corazón al leer la noticia e imaginar la situación. Agradecí que no hubiera ningún video colgado para ilustrar el pequeño drama –aunque supongo que más de uno se dedicaría a grabar los minutos de angustia previos a la caída del pobre animal.
Pobre animal. Pobre dueño del animal. Pobres de nosotros todos. No sé si alguna vez soñé o me he inventado que los bomberos acudían a rescatar un gato de las ramas más altas de un árbol o era en un cómic de Superman. Pensé que, no habiendo otra emergencia que les ocupara, ellos, los bomberos, con una escalera y desde la fachada, habrían podido salvar al mejor amigo del hombre. No fue o no pudo ser o nadie les llamó o no se consideró oportuno. Desconozco los hechos.
Algunos comentarios a la noticia indicaban que no se debe decir “fallecer” cuando se trata de un animal, que ese verbo intransitivo es privativo de las personas humanas; que habían puesto mal la hora al redactar la noticia, que un vecino opinaba que no suponía maltrato por parte del dueño del perro al dejarlo solo en casa…  Arremetiendo contra la Guardia Municipal que “no quiso” avisar a los bomberos…
Se me revolvieron las tripas. ¡Siempre criticando, juzgando, condenando, buscándole tres pies al gato (o al perro)! Esa noche tuve pesadillas. Horribles. Con el perro llorando angustiado, enganchado de mala manera en un alféizar, consciente del peligro, luchando por su vida, viviendo el terror previo a la muerte anunciada por aplastamiento contra el asfalto. En mi sueño, el perro era Elur, yo estaba en la calle y había perdido las llaves de casa; la policía miraba, los vecinos gritaban, yo me desgañitaba pidiendo una escalera. Al final, el perro caía y caía y caía… y yo intentaba cogerlo en mis brazos, loca de angustia y desencajada, hasta que el buen animal hizo una finta y con las alas que dan los sueños, salió volando por encima de los edificios, rumbo al mar… y desapareció.
Dicen que los sueños son proyecciones del inconsciente que se activan para enviarnos un mensaje, ponerle cara a un miedo o representar alguna angustia que está escondida en los recovecos del cerebro. Seguramente sea así. En mi noche y en mi pesadilla, he gritado con gritos mudos, revuelto las sábanas dejándolas sudadas y padecido auténtica angustia y miedo consumiendo adrenalina a chorros.
Al despertar no he sentido el alivio de saber que tan solo había sido un sueño/pesadilla; he sido muy consciente del dolor ajeno, de la pena del otro, de la impotencia de quienes quisieron ayudar y no pudieron. Al despertar, me dolía la cabeza muchísimo, cosa que no es en absoluto habitual en mí. He abierto la ventana de par en par para que el frescor de la mañana aventara las miasmas nocturnas y he intentado recuperar el aliento con un té caliente con mucho azúcar. Y me he puesto a escribir.
Bendiciones a quienes intentaron ayudar; bendiciones al compañero humano del pobre animal por lo que estará sufriendo. Bendiciones para esa criatura a la que se le terminó la vida de forma tan cruel. Sé por qué estoy tan afectada.
Felices los felices.
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viernes, 21 de agosto de 2020

Los "llorones" no molan


Quien más quien menos habrá tenido que aguantar alguna vez a la típica persona que cuenta cien veces sus penas encima del hombro ajeno sin pudor alguno y sin poner coto o dar solución a lo que le acongoja. Les hemos escuchado con paciencia y cariño hasta que el fastidio ha sido evidente y difícil de ocultar. Es el momento en el que esa relación corre el riesgo de saltar por los aires (si hay descompensación) o sea el punto de inflexión perfecto para mirar dentro de uno mismo.
¿De verdad que nosotros no damos la tabarra a allegados o conocidos con los males que nos afligen o los problemas que nos quitan el sueño? Hemos pinchado en hueso, qué duda cabe.
Hace un tiempo se me fue de las manos una relación amistosa por serme imposible mantener el equilibrio emocional si tenía que estar siendo receptáculo del “llanto” ajeno día sí y día también. Expresé mi malestar, hice saber al otro lo que sentía cada vez que me volcaba encima sus malestares –que no cesaban, años y años escuchando la misma cantinela- y la parte contraria –como era de esperar- se enfadó agriamente conmigo y me dijo que yo también tenía mis defectos y que a ver que qué me había creído. Nada del otro mundo, el típico desencuentro entre amigos que puede no ir más allá de estar sin mandarse un whatsapp unas cuantas semanas.
Sin embargo, no quedó ahí la cosa; y fue mucho más allá porque no pude dejar de darle vueltas a las situaciones en las que yo había estado afligida o nerviosa o medio histérica con algún problema personal y lo había “compartido” (vía lloriqueos) con otras personas. No era tanto lo de la paja en el ojo ajeno y tal sino darme cuenta de que, en realidad, a nadie le gustan los llorones. A nadie.
Para “lloriquear” sin que se lo reprochen a una hay que pagar, principalmente al psicólogo que no te pone la Seguridad Social. Si quieres ir al psiquiatra pues vale, pero éste te dará soluciones en forma de pastillas de colores y lo que una quiere no es más que un hombro en el que descargar las frustraciones pequeñas del día a día o quizás alguna más grande que se viene arrastrando desde años atrás y para la que no tenemos lo que hay que tener para dejarla atrás.
Total, que tuve clarísimo como la luz del sol que cuando yo le contaba mis “cuitas” a alguna persona cercana estaba produciendo en ella el mismo malestar que yo padecía cuando me tocaba hacer de “confesonario” a la fuerza.
En consecuencia, me propuse (intentar) no dar más la vara a los demás con mis lloriqueos del tres al cuarto, procurar solucionarme yo solita mis pequeños problemas cotidianos, (de cualquier índole que estos sean) y para lo grande, para lo que pesa mucho o demasiado en la mochila, reflexionar.
Porque como dice el diccionario: “Reflexión: Pensamiento o consideración de algo con atención y detenimiento para estudiarlo o comprenderlo bien.”  Y, a partir de ahí, ya la mitad del trabajo está hecho. Mucho mejor que quejarse lloriqueando como niños pequeños a los que se les ha roto un juguete. Como adultos que (se supone que) somos tenemos otras herramientas a nuestra disposición para llevar al cabo la carrera de “salto de vallas” que es muchas veces la vida.
Cuando sentimos que la vida que llevamos no nos la merecemos, hay que cambiarla. Si sentimos que no se nos presta la atención o consideración de la que somos deudores, hay que plantarse. Y si, finalmente, estamos convencidos de que hemos tenido “mala suerte” en la vida, nada tan fácil (o tan difícil) como dar un golpe de timón y buscar una mejor chance en otro lado.
Lloriquear no sirve de nada. Bueno, sí; sirve para hartar al receptor de esas lágrimas de cocodrilo que buscan comprensión para no tener que enfrentar los problemas.
Felices los felices.
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jueves, 20 de agosto de 2020

Escuchar al cuerpo


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Este “oficio” mío de escribir y leer durante muchas horas al día me provoca satisfacción y unas contracturas en hombros y cuello que me dejan hecha polvo al cabo de varias semanas. Así que me voy donde mi masajista favorita y le dejo que haga lo que quiera conmigo. Una vez al mes, más o menos, lo incluyo en mi presupuesto de gastos necesarios, no me parece un lujo sino algo primordial, ya que vivir con dolor no tiene ningún sentido si es posible evitarlo.
Al terminar el masaje –tan terapéutico como relajante- le comenté que lo que me pedía el cuerpo en ese momento, las once de la mañana de un día entre semana, era volver a casa, tumbarme en el sofá de la sala y ver pasar las horas plácidamente. En vez de sonreir ante lo que yo creía que era una boutade de las mías, puso voz de seria y me dijo que lo mejor que podía hacer era meterme en la cama y escuchar a mi cuerpo, que éste ya sabe siempre lo que le conviene. Que nada de hacer la compra, poner la lavadora, dar un paseo o sentarme al ordenador: a la cama.
Me puse en “modo obediente”, llegué a casa y recorrí el camino inverso de hacía un par de horas: volví a correr las cortinas, bajé la persiana a medias, deshice la cama y me metí entre las sábanas frescas de las once y media de la mañana, pensando en dejar que mis músculos manipulados y descontracturados volvieran a su línea de salida. Me dormí al instante, sentí que los párpados se me vencían como si estuviera en una madrugada de obligada vela y escuché –o imaginé- una voz desde dentro que me decía… cuenta de diez hasta cero despacito…
Creo que fue la hora y media más profunda que había dormido en tiempos. Me desperté pasada la una de la tarde con la sensación de “estar como nueva”, además de la de “el deber cumplido”. No sabía si desayunar o comer, así que decidí escuchar (otra vez) a mi cuerpo que me pedía agua, agua y más agua. Se me despertó el hambre y comí lo que me pareció más apetecible de la nevera, con ganas, con gusto, no por rutina de que era la hora de comer.
Me asomé a la ventana para ver la ciudad, los montes, el mar (más bien a lo lejos) y respirar a grandes bocanadas, por la nariz, por la boca, por el plexo solar, ¡por todo mi cuerpo! Como seguía teniendo sed me preparé un gran plato de sandía como postre y me fui con él hasta el cuarto pensando, creyendo que sería buen momento para leer un rato.
Pues no. El cuerpo volvió a susurrar con su voz sibilina que me tumbara, que cerrara los ojos, que dejara la mente en off, que sintiera la levedad –o quizás habría que decir liviandad- de mi ser, de mi existencia, de la parte ínfima de “la vida” de la que formo parte, de lo pequeña que soy en comparación con todo lo demás y lo frágil que puedo ser cuando no me hago caso a mí misma. Me dormí. Otra vez. Profundamente feliz.
Al despertar de esa siesta inesperada volví a escuchar la voz desde mi interior que me ofrecía calma, tranquilidad y un “je ne sais quoi” como a cámara lenta. Me preparé un té caliente con bien de azúcar –está claro que necesitaba hidratarme y algo más- y, de repente, me apeteció agarrar los pinceles que tenía abandonados desde que volví de “mi otro mar”.
Una tarde feliz, un tiempo entre comillas o entre paréntesis, no sabría definirlo, pero creo que de una vez por todas he aprendido la manera de escuchar a mi propio cuerpo sin ponerme palos en las ruedas sobre lo que está bien o menos bien hacer cuando a una se le antoja y el cuerpo se lo pide.
Al acostarme, de nuevo y varias horas después, descubrí que me había dejado todo el día el móvil en modo avión. ¡Qué felicidad, por todos los dioses!
Felices los felices.
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miércoles, 19 de agosto de 2020

Mea culpa

Cada día que pasa tengo menos ganas de salir a la calle porque sí, la típica salida “para tomar el aire” ya ha dejado de tener sentido para mí. Bien cierto es que hay gran dificultad en renunciar a las rutinas que nos cercenaron en el confinamiento ahora que, mal que bien, todavía hay cuartelillo para llevarlas a cabo en una especie de acto, mitad esperanzador, mitad utópico, de creer que algo sigue siendo “normal”.
El otro día atravesé la “muga” (frontera) de mi barrio en dirección al centro ya que tenía que hacer una gestión necesaria. A mitad de camino, bajo el bochorno mareante y con el sol en la coronilla, me puse la mascarilla justo debajo de la nariz: no podía más, sudaba como un cerdo –como una cerda- y comenzaba a ponerme ansiosa por no poder respirar bien. (Padezco sinusitis crónica, pero no lo quiero usar como excusa) Sé que es algo que nos pasa a todos, no soy ninguna excepción ni tengo pase VIP para no OBEDECER lo que manda el Gobierno. (Otra cosa es que esté de acuerdo o no con lo que arrojan al BOE).
El caso es que en cuanto asomé la nariz –textualmente- una señora (de mi edad) que venía de frente, arrugó el entrecejo y al cruzarse conmigo me escupió a la cara con su peor gesto (que adiviné) y su peor tono (que padecí): – “A ver, ¡¡¡ ESA MASCARILLA ¡!!” Me sentí cogida en falta, con las manos en la masa, reo y culpable de un delito apestoso además de incívica, insolidaria, troglodita y tonta del haba.
A punto estuve de arrancarme el bozal azul clarito y pisotearlo con furia, mesarme los cabellos con gesto de orate y clamar al cielo en los varios idiomas que utilizo para las cosas de blasfemar. En vez de ese impulso –que no fue irrefrenable- me subí la mascarilla casi hasta las cejas y seguí mi camino, con esa sensación del que ha pisado una caca de perro o le ha defecado una paloma en mitad de la coronilla.
Mea culpa, mea culpa, señora civilizada, educada, diligente y bien mandada. Mea culpa, mea culpa a todos aquellos que cumplen a rajatabla lo que exigen los que pueden exigir y, rabiosos por no poder sustraerse al ordeno y mando en vigor por miedo a la multa de cien pavos con la que amenazan todos, se suben en un pequeño banquito moral para poder llamar la atención con rabia y desdén a quien no es como ellos.
Que conste que respeto las opiniones, creencias y comportamientos “mascarilleros” en general y no seré yo quien arroje la primera piedra (ni la segunda) contra nadie por hacer o no hacer lo que está permitido o prohibido. Mi opción personal es buscar el camino solitario, el parque frondoso, el bosquecillo fresco. Vivo en una ciudad festoneada de montes y con montañas en el horizonte, es muy sencillo salir a respirar aire de verdad a pleno pulmón, por la nariz, por la boca y con el corazón ensanchado.
Este post no es un alegato ni a favor ni en contra de la mascarilla, tapabocas, barbijo, cubreboca o bozal. Tan sólo es una pequeña reflexión por lo culpable que me hizo sentir la persona que me llamó la atención de forma tan desabrida. A pesar de estar cubierta –ella- desde los ojos hasta la papada, la reconocí perfectamente como una vecina del barrio. Ella a mí, no, eso está claro.
En fin. Que nunca había utilizado menos el transporte público que ahora, pues por no ir mareada, medio asfixiada y respirando lo mío y lo de los demás cojo el coche cada día para escapar de la urbe y rendirme a los pies de esa naturaleza que queda por contaminar y domesticar.
Seguramente en algún momento habrá que pedir también perdón por ello.
Felices los felices.
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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

martes, 18 de agosto de 2020

¿El Universo provee?

¿El Universo provee?

12
Parece mentira que con lo descreída que soy, más bien tirando a atea por firmes convicciones teológicas, que “crea” en que el Universo es una especie de “maestro” que va repartiendo a sus alumnos las lecciones que deben aprender. En realidad esta observación mía no llega a ser empírica del todo, tan sólo a medias, porque a veces la tangibilidad de los hechos es contundente y otras se me queda en el camino. Y me explico mejor no vaya a parecer que tengo el día espeso.
Hace ya varios años que dejé de perseguir metas, de aceptar retos y de boquear detrás de mis sueños; hace ya varios años que me dejo SER lo más tranquilamente posible y hago mi camino muy ATENTA a los silbiditos que llevan mi nombre. A veces son cantos de sirena, otras veces me señalan con el dedo con nombre y apellidos a la vez que me abren las puertas para compartir. Quería ser escéptica pero no he podido.
Ya dejé de buscar, rastrear, escudriñar e intentar hallar aquello que teóricamente me sería beneficioso, bien para la salud física o para la salud mental. Cursos y cursillos, talleres y experiencias, vida intelectual predeterminada o cualquier grupo de esos que ofrecen entretenimiento, desarrollo, crecimiento o incluso venta de humo al por mayor.
Cuando se me ocurre una idea –que a priori me parece genial- me ofrezco el margen de frustración necesario por si, al final, las cosas no son como las había imaginado. Es decir, que me gustaría poder tener un refugio en la naturaleza para HUIR del asfalto y el ladrillo cuando no puedo más, pero sé que por mucho que busque…si no me llega, es porque no me tenía que llegar. Esto se aplica también a las relaciones interpersonales, esa “búsqueda” inconsciente de una pareja amorosa que parece que está ahí, en la trastienda, con la antena activada por si aparece alguien interesante e interesado.
He decidido dejar que “el Universo provea”, que vayan llegando las cosas, las situaciones, las propuestas, las buenas sorpresas, los detalles cariñosos y el afecto de las personas… sin forzar la máquina en absoluto. Y van llegando, vaya que sí, ofertas que son regalos, llamadas que son ofrendas, personas que son casi ángeles (porque también las hay que son un poco “endiabladas”), no hay prácticamente un día entero en el que no “ocurra algo bueno” para mí. Lo que pasa es que ahora estoy muy atenta y no desperdicio las ocasiones, mientras que antes rumiaba las cosas y aparcaba las propuestas dándoles vueltas y vueltas en la mente hasta que el batiburrillo me dejaba casi paralizada.
De repente vuelve mi amona Julia con su filosofía de mesa camilla recordándome que lo que tenga que ser, será” y “lo que no puede ser no puede ser y además es imposible” y su recurrente “Dios proveerá” que quería decir que ya rezaría ella para que las cosas salieran como deseaba a fuerza de golpes en el pecho o limosnas en la iglesia, tanto da.
Pero sí que es cierto –o por lo menos es lo que me pasa a mí- que cuanto MENOS me empeño en ciertas cosas, MÁS tranquila y afortunada me siento al final del día. Cuando algo o alguien “me falla”, en vez de jurar en arameo o desmenuzar intelectualmente la situación para ver quién o qué es culpable de esa mutabilidad que tanto debería afectarme teóricamente, me pego una ducha o me tomo una cerveza y pienso que…ya proveerá el Universo de lo mejor que haya por ahí destinado para mí.
Sin método científico alguno ni comité de expertos, pero funciona. Supongo que es mi propia actitud tranquila -y cada vez menos beligerante- la que propicia que la vida transcurra más plácidamente de lo esperado teniendo en cuenta las nubes de tormenta truculenta que nos sobrevuelan a todos.
El Universo…y la propia actitud.
Felices los felices.
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