sábado, 31 de octubre de 2015

En el cementerio no queda nada

 
Mi madre, que es creyente y teóloga de formación, me lo repite continuamente: en la tumba de tu padre no queda nada. Y si ella lo dice, por algo será. Así que yo misma, descreída y atea por grandes convicciones teológicas, le hago caso y paso. Paso de llevar crisantemos a la calle San Prudencio, paso de comer huesos de santo de crema o nata, paso de acordarme de mi padre en fecha fija, vaya filfa.

Mis muertos son pocos y lejanos, por más que algunos los menten como si estuvieran todavía calientes: mis abuelos, una tía abuela muy querida y mi padre. Todos ellos fallecidos según lo estipulado y lo correcto, es decir, después de una vida plena y larga. El padre de mi hija mayor y un amigo bilbaino que se fueron antes de tiempo conforman el binomio que se desmarca de lo previsto y establecido; y así todo queda en el orden natural de la cosa, un regalo del Universo no haber tenido que decir adiós a más gente de mi quinta, ni mucho menos a nadie más joven que yo.

No tengo ni idea de qué es lo que pasa después de que el cerebro se quede en off; ni me preocupa, la verdad sea dicha. No vivo pensando en beneficios futuros o castigos previsibles, pienso que lo bueno que pueda hacer en la vida es para comerlo al instante, como unos tomates ricos que hay que degustar en su punto, y que las meteduras de pata también caducan, se pudren y confunden con la tierra, en un compost anímico al que van a parar nuestros sueños rotos y nuestros anhelos abortados.

Nada importa y todo es necesario. Mi padre sigue vivo en mi corazón y no tengo que llevarle flores hoy. Reducir el recuerdo de un ser humano amado a un metro cuadrado de piedra y tierra es tan absurdo como volver a Paris una y otra vez para recorrer en soledad los muelles del Sena que una vez se pisaron agarrados al amor de toda una vida. No tiene sentido. Y si lo tiene, que baje algún dios y lo vea.

Otra cosa es que nos guste tener un sitio de referencia para identificar al ser amado que se fue, los humanos necesitamos “agarrarnos” a grandes y pequeños mitos antes de aceptar nuestra humana insignificancia. Por eso el espíritu de mi padre habita ahora en “la estrellita cariñosa”, esa luz inmensa que me saluda cada noche y que los astrónomos llaman Arturo. Buen sitio para estar presente en mi vida y en la de mis hijas…

En fin.

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jueves, 29 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "Mi actitud me refuerza, no la de los demás"


En esta sociedad tan volcada en lo externo, en lo que está a la vista, donde se considera en primera instancia lo que va a verse en el escenario y no lo que se ha trabajado detrás del telón, suele ser de lo más normal fijarse en “cómo hacen las cosas los demás” antes de considerar cómo las tenemos que hacer nosotros mismos. Es decir, que ante una situación atípica se suele tener la costumbre imbuida, adquirida, de observar la posición ajena para que la propia no se salga del camino marcado. Esto, obviamente, produce no pocos chirridos, disensiones y desencuentros desafortunados a veces porque, en no pocas ocasiones, nuestra forma de sentir, de querer y de actuar difiere sustancialmente de la del prójimo.

Personalmente formo parte del grupo de personas que tengo –porque lo cultivo y lo defiendo- criterio propio y sigo mi camino aunque éste sea divergente del de los demás. Me refiero a situaciones cotidianas, recurrentes, de esas que nos pueden ocurrir a cualquiera porque, como seres humanos occidentales, tenemos un bagaje cultural común mucho más grande de lo que queremos aceptar.

Pongamos un ejemplo. Imaginemos que un familiar anciano que vive solo debe ser hospitalizado y que los familiares más cercanos deben hacerse cargo de la situación. Imaginemos que, desperdigados por aquí y por allá, éstos, van apareciendo en escena en la medida en que ellos mismos deciden: unos, por lejanía, tirarán de teléfono varias veces al día para que se vea que están preocupados por la salud del protagonista enfermo; otros, por quehaceres laborales o familiares, escurrirán el bulto con excusas de primera clase. Algunos estarán al pie del cañón sin dar tres cuartos al pregonero y haciendo lo que consideran que quieren hacer partiendo del cariño y la buena disposición.

Y luego están aquellos a los que no se les llama, los que se enteran de lo que está ocurriendo de rebote, porque alguien se lo comenta o porque tienen un amigo médico en el hospital que les dice: “Ayer visité a tu padre en cardiología, le veo bien” y el susodicho se queda sin color en la cara porque toda la sangre se le va a la vena de la sorpresa indignada. Pero, sin embargo, se da por enterado, acude a visitar a su padre, le atiende, le acompaña, le reconforta porque está adoptando la actitud que él elige en conciencia sin importarle lo que hagan los demás…que es algo bien distinto.
No se trata de ser mejor o peor, de dar lecciones a nadie con falsas humildades o absurda generosidad sino de aprovechar cualquier oportunidad de las que se presentan a diario para hacer lo que tenemos que hacer sin importarnos lo que hacen los demás.

Por pura satisfacción personal, porque no hay cosa mejor que saberse dueño de los propios actos, porque hay una libertad incuestionable que permite elegir desde el amor hacia la persona enferma y permite también no echar cuentas de la desconsideración de los otros.

Andamos en una edad en la que ya nos ronda la ancianidad de los padres, la enfermedad se enseñorea en los más débiles sin distingo alguno y no dejo de saber de quienes tienen algún familiar enfermo, necesitado, hospitalizado y a quien deben atender. También escucho quejas: que si mi cuñada no ayuda nada, que si mi hermana escurre el bulto, que si todo me toca a mí y ya no puedo más…

A esas personas les sugeriría que se limiten a hacer lo que su conciencia y su amor les mueve a hacer y no se preocupen tanto de si cumplen “las normas de visita” que cada núcleo familiar pone en marcha. Y que no acepten reproches por parte de los que “mangonean” la familia, que a nadie hay que darle cuentas de las propias decisiones aunque a los demás no les gusten.

Que lo que importa de verdad es que cada quien haga lo mejor que pueda en cada ocasión; unos podrán “mucho” y otros podrán “menos”. Siempre ha sido así y siempre lo será.

En fin.

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martes, 27 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "El rol que nos adjudicamos"


Hay quienes piensan que en la película de nuestra vida tenemos que interpretar un papel predeterminado; por los padres, la sociedad, las circunstancias o simplemente el azar. Que a unos les toca el de “chico rico” y a otros el de un personaje de Dickens, y así sucesivamente hasta completar el abanico conocido de posibilidades: el bueno, el feo, el malo, la rubia tonta, el gordito sabihondo, la solterona amargada, el buscavidas de tres al cuarto, la mujer florero, el eterno galán, el chupatintas, la del guardarropía y “Curro el corto”. Mil personajes y uno más.

Pero una cosa es “la vida y sus entresijos inextricables” y otra muy distinta lo que cada uno puede hacer con ella instalándose en un “rol” que se ha ido trabajando a base de paciencia de hormiguita que carga con veinte veces su peso una y otra vez.

¿Por qué hay seres humanos que eligen –con muy poco acierto- ciertos roles denostados y negativos? ¿Qué beneficio e interés tienen en ello?
Me refiero, por ejemplo, al de la mujer “víctima y sufridora”. Esa que se complica la vida eligiendo la pareja menos conveniente y luego se la pasa  quejándose de su mala suerte. La que sigue, erre que erre, instalada en un malestar continuo sin hacer nada por darle la vuelta al forro del traje que le hace sudar. Que si muchas horas de trabajo, que si demasiadas obligaciones familiares…No le queda tiempo –ni mucho menos dinero- para sí misma; duerme mal, se le seca la piel, se le amarga el carácter. Fuma, bebe o toma pastillas en demasía…¡Pero sigue igual, sin cambiar nada en su vida!

Qué decir del hombre “sufridor empedernido” que va a su trabajo con cara mustia y vuelve de él más mustio todavía. Se le acabó hace tiempo la ilusión por la mujer, los hijos, los amigos, las vacaciones y casi todo lo demás. Sus días son de una grisura indescriptible; año tras año camina el camino elegido sin esperar nada porque no cree en nada.

Quizás sí crean que estos roles les han sido impuestos, que son una especie de yugo o cadena con grilletes de los que no se pueden liberar…y por eso ni tan siquiera lo intentan invirtiendo su vida, toda su vida, en aferrarse al “papel” que dicen les ha tocado sin querer tomar conciencia de que lo han elegido ellos.

Ayer mismo presencié una situación paradigmática. Un hombre de unos cuarenta años, amigo de unos amigos, desgranó su “mala suerte” vital en un monólogo (lástima que no fuera interior) de veinte minutos, dejándonos a todos boquiabiertos y revueltos por dentro y con las cañas calentándose.

Todo le había salido mal. Se casó de penalti porque tuvo mala pata. La mujer tenía mal carácter y dejó de trabajar. El tuvo que meter muchas horas extras y perdió el gusto por la familia. La mujer se le fue con otro y él dejó de pasar la pensión por el hijo (que pague el que se acuesta con ella, dijo). Solo de nuevo, se fue a trabajar a un país sudamericano donde se lió con una chavala de dieciocho años a la que le hizo –mala pata de nuevo- una barriga y la familia de ella lo quería casar, pero él no estaba divorciado y no podía y casi sale por piernas dejándolo todo para que no le dieran una paliza por haberla engañado diciendo que era soltero. Y se volvió a España y buscó trabajo y lo encontró pero aceptando que le pagaran en B y sin contrato y se cayó de una escalera y se rompió el brazo (el derecho) y ahora no puede trabajar y su familia no le ayuda y el Gobierno tampoco y…¡A ver qué va a hacer él con la mala suerte que ha tenido, que le ha tocado el peor papel de la película!

Alguien le dijo que iba de “víctima” por la vida y entonces se enfadó, se levantó de la mesa del bar gruñendo…¡y se fue sin pagar su cerveza!

Así que cuando todos empezaron a criticarle a sus espaldas yo me quedé callada –más que nada porque no le conocía- y pensé que, efectivamente, uno puede colocarse un letrerito interno de lectura individual y caminar por la vida con ese rol por bandera evitando tomar conciencia de que, al igual que se ha elegido ése, se podría haber elegido otro bien distinto.

Yo elegí el mío hace ya muchos años y he tenido que ir reajustándolo cada lustro más o menos…y lo que soy ahora me lo debo a mí misma únicamente. En lo bueno y en lo malo, en los aciertos y en las equivocaciones…Ya quedó atrás el tiempo de “echar las culpas” a los demás de cualquier cosa. Evité que me encasillaran en un rol determinado y me senté en la silla del director para gestionar mi propia vida.
¡Cuánto mejor me va ahora…!

En fin.

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lunes, 26 de octubre de 2015

Los lunes, limpieza



Desde que vivo sola es que no mancho nada o será que me estoy volviendo miope, pero el caso es que paso el dedo por los muebles y ni polvo encuentro apenas… y la lavadora que antes echaba chispas cada dos días… ahora gasto menos en suavizante que mi perro en libros –que ya es decir. Pero a pesar de estas apreciaciones puramente subjetivas sobre la higiene doméstica, servidora que es muy apañadita, dedica los lunes a hacer limpieza.

Paso el aspirador por toda la casa y por la agenda, por si me sobra algún teléfono que no quiero para nada. Cambio las sábanas de la cama, las toallas de mi baño y la manera de encarar la vida, si es que veo que me hace falta. Los cristales ni los toco, que hay muchos y grandes y ya se limpian, o así, con la lluvia; también dejo algunos asuntillos íntimos pendientes por si se lavan con la lluvia… o el paso del tiempo. Los cuartos de mis hijas los aireo con la brisa mañanera y los dejo como están: perfectos, preservados y llenos de amor. La cocina que esté ordenada. El frigorífico limpio y sin ningún producto caducado –también algunas relaciones han ido a la “basura” emocional por estar “caducadas”, que los perecederos me gusta que perezcan en la plenitud de su sabor y frescura. (Entiéndaseme bien, por favor)

Los baños son mi “asignatura pendiente”; odio limpiarlos, lo odio, lo odio, lo odio… Menos mal que sólo utilizo uno de los dos que hay, que si no… Freud diría que sigo teniendo fijaciones escatológicas, me da igual, pero siempre he sido muy “fina” yo… pero llega un momento en la vida –casi siempre a partir de cierta edad- en que hay que enfrentarse con la propia porquería. (Iba a poner otra palabra, pero me ha parecido ordinaria y maleducada). La vida nos salpica mucho barro, polvos viejos y telarañas antiguas, reproches del siglo pasado, rencores apestosos y resentimientos que es mejor que vayan directamente por el desagüe del inodoro. Y no tocarlos sin guantes, que pueden contagiar algo tóxico.

Mi “niña bonita” es el cuarto de estar porque, como su propio nombre indica, es donde estoy muchas horas al cabo del día, donde escribo entre plantas y músicas, mirando la ciudad y la mar al fondo, un espacio verde (ahora hay alfombra verde, lámpara verde, cuadro verde y muchas plantas con abundante clorofila) que me acoge, me protege y me da ánimos para seguir sintiendo que puedo llenar cada día mi vida de un nuevo sentido. Aquí agarro el plumero y voy limpiando –uno a uno- el polvo de los libros, de los recuerdos de mis viajes, de los marcos y sus fotos. Lo limpio, pero no solamente los lunes, sino cada día, porque hay espacios que deben ser preservados con buena energía y aire limpio para que al respirarlo nos llene el cuerpo y el espíritu de buen temple.

De mi dormitorio no digo nada porque es un lugar “sagrado” y ya sabéis que lo sagrado merece devoción aparte.

Los lunes hago limpieza para quitarme alguna porquería que se me haya quedado pegada en el alma sin darme cuenta (o dándomela). Que no es lo mismo, pero es igual.

En fin.

LaAlquimista

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domingo, 25 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "Escuchar para comprender, no para responder"


Sigo sorprendiéndome aun por ese empeño que tienen tantas personas en fabricar en su mente respuestas ágiles, inteligentes, aceradas o acertadas para lanzarlas como dardos en el transcurso de conversaciones con sus semejantes. Es algo así como que no importa lo que diga el otro porque lo que interesa es “saber responder” con tino y, si es posible, hacer diana, casi siempre en mitad del plexo solar del otro.

Me sorprende y siento pena de tanta instrucción por parte de pretendidos “expertos”, psicólogos y sociólogos sobre todo, que se empeñan en enseñar al personal a ser cáustico, mordaz, irónico incluso, asertivo a veces, soberbio casi siempre, en la comunicación verbal con sus semejantes. Algo así como prepararse para la batalla dialéctica que puede asaltarnos en cualquier esquina, tener siempre la respuesta a mano, respuesta contundente que marque diferencias, como decir: “yo sé callar la boca a cualquiera”.

Pareciera como si la autoestima debiera basarse en la soberbia en vez de en la humildad, en la arrogancia en vez de en la sencillez, en aplastar en lugar de construir juntos.

Tengo ejemplos a mano para dar y regalar, personas que pasaron su tiempo eligiendo cómo vestir sus palabras de acero para así aplastar al contrincante; gente que viste de mordacidad su discurso, de sarcasmo su verborrea, de ironía mal calculada el pensamiento.

¿Por qué lo hacen? ¿Qué ganan realmente? ¿Hay acaso tanta satisfacción en decirle al otro: “tú vales menos que yo porque yo lo he decidido así”?

Hubo un tiempo en que yo también respondía a las andanadas con otras de igual calibre; hubo un tiempo –lejano ya, afortunadamente para mí- en que “no permitía que me hablaran mal” ” y enseñaba las garras a la primera de cambio. Hubo un tiempo…que fue otro tiempo.

Ahora escucho para comprender, no para responder. Escucho al otro e intento ponerme en sus zapatos aunque me aprieten durante un rato. Luego me los quito y sigo mi camino, qué duda cabe.
He aprendido a escuchar tanto que, cuando la comunicación es telefónica, siempre me dicen: “¿estás ahí?” y yo contesto: “por supuesto, te estoy escuchando”, tan acostumbrado está el personal a que, cuando expone una idea o cuenta una vivencia, se le interrumpa, se interfiera su discurso, se responda cuando no se pregunta nada; en definitiva, un diálogo de sordos.

Y de ese aprendizaje –arduo pero no imposible- he recibido no pocas satisfacciones. La primera y más importante que cuando comprendo el discurso de los demás –aunque sea desagradable para mí o con el que yo no estoy de acuerdo- puedo darme cuenta de cuáles son los motivos por los que me hablan de esa manera. A veces descubro rencor o inquina; otras puro desconocimiento. En ambos casos, comprendo.

Entonces ya no tengo necesidad de juzgar. Comprendo y sigo mi camino. Como debe ser.

En fin.

LaAlquimista

* Amanda Arruti. Oleo sobre madera

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sábado, 24 de octubre de 2015

Actitud positiva. Alimenta y no paga impuestos




Como la crisis nos va cercando irremisiblemente a una psicosis colectiva de reducción de lo que cada uno entendía por “estado del bienestar”, igual hay que empezar a sacarle punta al lápiz por el único sitio que puede resistir sin romperse. Tener una actitud positiva ante los avatares de la existencia significa, ni más ni menos, utilizar únicamente herramientas que permitan erradicar la palabra (y el concepto) “no”.

Estamos demasiado acostumbrados a utilizar el mencionado adverbio de negación precisamente para enfatizar algo positivo. Gramaticalmente esto tiene un nombre raro –irrelevante ahora mismo- que es capaz de producir en el inconsciente el efecto contrario al deseado. Es decir, el “no” llama a lo negativo como un reclamo irresistible.

Los propósitos deben realizarse en positivo,- asertividad le dicen-, y ensalzar la meta a conseguir ninguneando olímpicamente lo que se quiere evitar. Por ejemplo, en vez de decir “no voy a volver a tratar a esta persona que me hace daño”, habría que decir, “voy a tratar únicamente con personas que me aporten bienestar”. O algo así.

¿Parece una tontería simple y fácil? ¡En absoluto! Es muy difícil pensar siempre en positivo, estamos demasiado acostumbrados a hacerlo inconscientemente en negativo. Prohibiciones, tabúes, barreras, caminos vedados, vallas de espinos y todo tipo de limitaciones nos han empujado colectivamente a movernos alejados de la parte positiva de la vida.

Personalmente llevo intentándolo un par de años –con resultados “bastante” satisfactorios-, pero sé que puedo mejorar el sistema que, por cierto, a poco que lo pienso, es para todos el mismo.

Actitud positiva para darle la vuelta a las cosas. Actitud positiva para valorar más lo que está por dentro que lo vacuo y superficial de lo que nos hemos estado rodeando. Es tan sencillo como hacer la lista íntima y “secreta” de lo que REALMENTE queremos que sea nuestra vida dejando de lado las trampas sociales que nos llevan a comportarnos de una forma que, en muchísimas ocasiones, va en contradicción con nuestra más profunda esencia pero que nos sentimos débiles para enfrentar.

Quizás el fin de semana nos apetezca más un paseo por la naturaleza que una cena con ruido y aturdimiento. (En vez de expresar: “no quiero salir de fiesta”, decir “voy a dar un buen paseo por el monte”). Acaso estemos deseando disponer de unos días libres para reposar en silencio junto con nuestro interior cansado de pelear. (En vez de decir: “no soporto el ruido”, que sea “me voy a rodear de silencio”.) Y puede que hasta suspiremos por dormir solos o abrazados a alguien y en ninguno de los dos casos seamos capaces de realizar nuestro deseo, de dar rienda suelta a nuestra voluntad. (“No quiero estar contigo”, lo cambio por “prefiero estar sola”.)

Mi actitud positiva consiste en escribir –y sentir lo que escribo- durante un folio entero sin haber utilizado la palabra “no” más que para recordarme que mi vida se sustenta en el . Lo cual me llena de satisfacción (me alimenta) y está exento de cualquier tipo de tasa, gravamen o impuesto (es gratis).

En fin.

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jueves, 22 de octubre de 2015

¿Por qué permitimos que nos hagan daño?



Esta es una de las tantas preguntas del millón que no me ha quedado más remedio que plantearme en los últimos años y las respuestas que he ido descubriendo nunca han acabado de dejarme tranquila. Luego está la opinión de los demás, esas personas amigas que te conocen y te quieren y te dan una opinión más o menos objetiva que tampoco acaba de cuadrarnos.

-“Mujer, eso te pasa porque eres demasiado buena“, y tú piensas que igual es porque la otra persona es demasiado cabrona.

-“Venga chica, no le des más vueltas, la vida es así, es lo que hay” y tú sientes que “hay” lo que alguien se empeña en que haya; nada más.

- “Lo que te pasa es que no te atreves a enfrentarte con quien te trata mal y cantarle las cuarenta” y te quedas sola frente a esa rabia disfrazada de cobardía porque sabes que como destapes la caja de los truenos la vas a liar parda

Cualquier relación humana está basada en el interés –y no soy yo quien lo dice sino que doctores tiene la santa madre iglesia- y a partir de ahí es de donde hay que ir tirando del hilo. Uno aguanta muchas cosas por miedo a las consecuencias; un mal jefe por el dinero, un mal marido por la seguridad, una mala esposa por la comodidad, una mala familia por el qué dirán. A los únicos que no se aguanta jamás –por lo menos yo- es a los malos amigos; a esos, ni agua.

Pero a lo que iba, a lo de permitir que nos hagan daño. Y no vale repetir que la culpa no es únicamente de quien inflige el daño sino de quien lo acepta, porque hay otra variable que muy poca gente tiene en cuenta y es donde puede residir la madre del cordero.

Creo sinceramente que cuando permitimos que nos hagan daño las personas a las que queremos, es precisamente por eso, porque las queremos y entendemos que, de alguna manera, ese “daño” va implícito en el concepto “amor” o “cariño”. Y hablo de amor y cariño en libertad absoluta, elegible, no tributario, ni condicionado por los diversos miedos que viajan con nosotros en nuestra mochila emocional.

Aunque, la verdad sea dicha, yo también me he hartado a veces de aguantar que me hicieran daño personas a las que quería… y las consecuencias han sido sencillas y clarísimas: las he dejado de querer a secas porque me he dado cuenta de que ellas no me querían a mí y como cuando dejas de querer a alguien le arrancas de cuajo la posibilidad de hacerte daño, muerto el perro se acabó la rabia.

En fin.

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miércoles, 21 de octubre de 2015

¿Has fingido el orgasmo alguna vez?



La otra noche volví a ver “Cuando Harry encontró a Sally” la deliciosa película de Rob Reiner que, a pesar de tener ya veintidós años, sigue siendo actual en cuanto al comportamiento de sus personajes. Hay una escena mítica en la que, una Meg Ryan guapa hasta decir basta, finge -en mitad de un restaurante- un orgasmo para demostrarle al estupefacto Billy Crystal lo sencillo que es engañar al partenaire masculino en algunas situaciones…

En eso somos expertas las mujeres, si queremos, cosa que los hombres, para su desgracia y desconcierto, no pueden llegar a ser ni aprendices; la naturaleza no les permite enseñar más cera que la que arde… Digamos que las mujeres estamos dotadas de más recursos y/o herramientas que los hombres para:


a)    No herir susceptibilidades.

b)    Acabar lo antes posible con una experiencia desagradable.
 

La que esté libre de culpa que tire la primera piedra… Eso suponiendo, y digo “suponiendo”, que la actividad sexual sea consentida, gustosamente compartida y afectivamente participativa.

Estando bastante hartas –en general- de la diatriba entre “hacer el amor” y “follar a secas”, la mujer ha utilizado, desde que el mundo es mundo y el primer macho cabalgó a la primera hembra, todos los recursos a su alcance para salir airosa de una situación que no siempre le es placentera o propicia. Y fingir el orgasmo es uno de los más socorridos cuando se dan la situación a) o la situación b).

Hay el caso de la que finge para “quitárselo de encima” lo antes posible al compañero no deseado (y lo que debería hacer es “pedir la cuenta” definitivamente) y la que lo hace para acabar con sesiones amatorias de casi dos horas -que se sabe cuando empiezan y nunca cuando acaban- y agotan a la más enamorada, que debería hablarlo en vez de buscar soluciones unilaterales. La que finge porque no puede sentir el orgasmo (problemón al canto que sólo se arregla con terapia) y la que lo hace porque si no su pareja se acompleja, se siente poco hombre, inútil y se le desestabiliza la autoestima.

¿Por qué esa maldita manía de los orgasmos que deben ser contabilizados y con fumata blanca cada vez que hay un encuentro sexual? ¡Cuántas veces sobran, no son necesarios, estorban, porque lo único que se anhela es la transmisión de amor, de calor, de piel contra piel…!

Por cierto que difícilmente un hombre hará esa pregunta a SU PAREJA… más bien existen los hombres que preguntan eso a alguna amiga, porque…!qué miedo recibir un sí por respuesta de la mujer con la que están…!

Allá cada cual con sus secretos de alcoba y sus armas de mujer, no se trata de demonizar la cuestión sino de sacar un tema que nos atañe a todas. Y a todos, faltaría más. ¿O no…?

En fin.

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martes, 20 de octubre de 2015

Mi perro no es tonto

 

Después de tres años y cinco meses cuidando del ex_perro de mi madre, ya le voy cogiendo más o menos el tranquillo a un animalillo que venía con sus mañas, costumbres y triquiñuelas añadidas a la hoja del pedigrí y, si bien jamás en mi vida había deseado ocuparme de ningún animal de más de dos patas ni mucho menos compartir parte de mi vida y mi espacio con él, ya está definido el camino de nuestra relación “hasta que la muerte nos separe”, pero teniendo bien claro que es él quien depende de mí y no viceversa.

Lo primero que tuve que hacer fue enseñarle a des-aprender sus trucos infalibles para conseguir del humano de turno todo lo que se le pasaba por el hocico y por su condición de macho de la especie perruna a la que pertenece –está claro que si hubiera sido “chica” no habríamos podido convivir bajo el mismo techo, demasiados estrógenos juntos…

Cuando entró en mi casa por primera vez, lo olisqueó todo y sacó a relucir olvidadas pelotillas de polvo de detrás del sofá y un calcetín desparejado de debajo de la cama donde no llega ni la escoba ni el aspirador. (Buen trabajo, Elur) Antes de que eligiera su espacio propio en el salón o en mi dormitorio le puse su camita debajo de la mesa de la cocina y al lado situé la vasija de plástico de donde come y bebe; pero no le gustó y el mismo día ya se situó a dormir en el pasillo, junto a la puerta de mi dormitorio buscando, alma de cántaro, la proximidad y el calor de otro ser, aunque fuera humano. Luego se duerme. No es tonto, no.

Cuando escribo, leo, miro una película, hablo por teléfono o realizo cualquier actividad que no me obligue a estar ni de pie ni moviéndome por la casa, se acerca y se tumba a mis pies. ¿Que me levanto a, por ejemplo, buscar un vaso de agua? Allá que se viene detrás de mí, me espera y vuelve conmigo a su posición en el suelo. No es que no pueda pasar ni un momento de su vida sin mí; es que se siente desamparado si me pierde de vista un segundo y supongo que intuye que de mi mano viene la comida que necesita. Luego se duerme. No es tonto, no.

Pero cuando me ausento de la casa y lo dejo en la cocina –no tiene visado para entrar en los dormitorios- con la comida en su cuenco, algo de luz si está oscureciendo y Radio3 prendida no muy alta para que escuche buena música, no se pone a ladrar ni monta bronca alguna. Se duerme plácidamente (o eso creo) y, simplemente, espera a que vuelva. Cuando regreso, salta como loco, caracolea, se excita hasta lo indecible, en definitiva, un recibimiento de alfombra roja que muchos humanos deberían imitar. Luego se duerme. No es tonto, no.

No me hace reproches, ni me molesta con tabarras varias; sabe cuál es su sitio y respeta el mío tan sólo a cambio de la comida y los paseos preceptivos. Cuando juego con él a lanzarle el hueso de plástico que venera, corre, salta, lo atrapa y escapa corriendo hasta su txoko con él entre los dientes. Entonces yo se lo quito y lo vuelvo a lanzar a la otra punta del pasillo y así hasta que se cansa él o me canso yo. Y sigue durmiendo. No es tonto, no.

Pero sólo se mueve por su propio interés: un paseo por el parque, la comida a sus horas y el resto del tiempo, dormir. ¿Haría otra cosa si tuviera inteligecia…?

En fin.

LaAlquimista

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domingo, 18 de octubre de 2015

Hacerse el tonto; todo un arte



Hay personas que van adquiriendo práctica y perfeccionando el método de “hacerse los tontos” para no afrontar situaciones que resultan conflictivas o desagradables. Cuando les entra el malestar ante una realidad incómoda o poco gratificante, hacen como que tienen un ataque de amnesia y se desentienden olímpicamente. Es decir, juegan a “no darse por enterados”.

Cuando a ti, que estás ahí haciendo guardia en la húmeda garita, se te agota la paciencia y llamas y dices: “eh, ¿acaso no habíamos quedado en esto o lo otro…?”, ponen su voz más inocente –habría que verles la cara- y te sueltan eso de: “Uy, por Dios, si se me había olvidado completamente, ya lo siento…”.

Pero tú sabes que están mintiendo.

Son gente que “desaparece” durante unas cuantas semanas y deja de dar señales de vida, preocupando a los demás y deslizando el subliminal mensaje de que algo les ocurre. Cuando te contienes el mosqueo y llamas a su puerta a ver qué pasa, casi siempre ofrecen un panorama desolador de males a los que han tenido que hacer frente, dolores físicos y/o anímicos que les han tenido fuera de la circulación afectiva, cansancios varios y trabajos de Hércules. Y tú, que tenías preparado el discurso admonitorio, acabas compadeciéndote de sus penas y ofreciendo tu ayuda para lo que haga falta.

Pero tú sabes que te están mintiendo.

Estas personas -¿quién no tiene alguna así a su alrededor?- utilizan las relaciones casi únicamente para su propio beneficio, cuando precisan de ayuda que no pueden obtener por sí solos, y el resto del tiempo, se recluyen en sus aposentos, creando a su conveniencia una burbuja caliente y cómoda que excluye a los demás… una vez que ya han satisfecho su deseo o visto cumplida su necesidad. Sueltan el discurso de que “necesitan su propio espacio” o de que “ahora solo quiero tranquilidad”.

Pero tú sabes que se están mintiendo.

Son tres mentiras en una. La que lanzan al Universo, volviéndole la espalda a la vida. La que lanzan al prójimo a la cara, habiéndole tratado con cariño primero y retirándoselo después. Y la que se lanzan a sí mismos, en su interior bien guardado, convenciéndose de que ellos tienen “razones”  y el resto… únicamente malas intenciones.

Y ahí siguen; haciéndose los tontos, como si la cosa no fuera con ellos, sin querer saber nada, ni mojarse, ni echar una mano…. Hasta que vuelvan a necesitar algo y entonces volverán a llamar a tu puerta como si no hubiera pasado nada.

En fin.

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sábado, 17 de octubre de 2015

Los amigos, ese tesoro.


 

Dicen que a partir de cierta edad ya no se hacen nuevas –y buenas- amistades; que éstas se fraguan en una etapa determinada de la vida –la del desarrollo- y cuando la persona ha alcanzado la madurez, es muy difícil o dificilísimo incorporar nuevas personas amigas al carro de la existencia. Y lo argumentan basándose en que hacen falta raíces comunes, experiencias vitales compartidas e idénticos afanes.

Pues ya lo pueden escribir sesudos autores en sus sesudos libros o decir los locutores del telediario, pero esta es otra de las falacias que todo el mundo repite (y se cree) sin haber probado la experiencia.

La amistad, exactamente igual que el amor, está fuera del tiempo. La emoción de experimentar atracción o afinidad hacia otra persona no tiene fecha de caducidad, antes bien, con el paso del tiempo y observando dónde pudieron quedarse los “buenos amigos de toda la vida” –que han desaparecido como tragados por la tierra-, llegaría un momento, más o menos alrededor de los cuarenta, en que si no hiciéramos nuevas amistades, se nos quedaría el contador a cero. O casi.

De la misma manera que no cejamos en la búsqueda del amor en nuestra vida y, aunque la experiencia nos resulte frustrante a veces y desilusionante otras tantas, también deberíamos permitirnos desear hacer nuevas amistades que nos alegren el corazón y acompañen en el camino. Compruebo con desagradable sorpresa que personas adultas –muy adultas- se “niegan” a hacer nuevas amistades amparándose en el prejuicio del párrafo primero.

Y yo les digo y les cuento y les explico y les muestro. Y me miran, me escuchan y me contestan siempre lo mismo: “ya, pero es que tú eres así y yo soy de otra manera”. Pues eso. Que al final no se trata de si la amistad puede funcionar o no a partir de determinada edad, sino que somos NOSOTROS los que elegimos comportarnos así.

Y desde aquí un beso con amor a la amiga que me soporta desde hace cuarenta años, -¡que ésa sí que tiene mérito…!- y mi abrazo agradecido a todas las nuevas amigas y amigos que he ido haciendo por el camino… ¿qué sería de mí sin ellos?

En fin.

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viernes, 16 de octubre de 2015

¿Has descubierto ya el sentido de la vida?

 

Los martes acudo a clase de Inteligencia Emocional y, quitando alguna juerga íntima o privada inusitada, suelen ser las dos horas más controvertidas e intensas de la semana. Los temas que saca la profesora –una vivaz y no por joven menos profesional psicopedagoga- son de los de no dejar indiferentes a nadie. Nos espolea a reflexionar, enfrenta opiniones, desarrolla potenciales. Hasta ahí bien. El problema es cuando no nos ponemos de acuerdo. Los alumnos, digo, que nos enzarzamos en discusiones bizantinas sobre cualquier tema que tenga enjundia: la libertad o el libre albedrío, las emociones que sentimos y no sabemos regular o el sentido de la vida.

Debería ser de una claridad meridiana que cualquier adulto con un nivel de inteligencia (emocional) suficiente hubiera ya descubierto a ciertas alturas de la existencia cuál es el “sentido de la vida”. Por supuesto que dejamos de lado –por no caer en un lugar común- el “quién soy, de dónde vengo y adónde voy” y nos metemos en terrenos que no solamente son metafísicos sino íntimos y personales y, en consecuencia, muchísimo más difíciles de explicar.

Porque una cosa es escribir un libro de trescientas páginas teorizando sobre conceptos tan peregrinos como “el sentido de la vida” y otra cosa muy distinta es entrar a por uvas y contestar directamente a la pregunta “¿has descubierto ya el sentido de la vida?”. ¿Parece fácil? Pues no lo es, doy fe, que allí estábamos una docena de personas, bolígrafo en ristre, estrujándonos los sesos como si de solucionar problemas de ecuaciones exponenciales o algo así se tratara.

La respuesta comodín podría ser: “ser feliz”. ¿Sí? ¿Así de sencillo? ¿Y qué significa eso? ¿Triunfar? ¿Vivir tranquilo y bien alimentado? ¿Hacer lo que uno quiere o lo que premia la sociedad? ¿Ver crecer a tus hijos sanos y fuertes? ¿Tener mucho dinero? ¿Cumplir deseos y ambiciones? Tantas preguntas hay como individuos participen en el jueguecito.

¿Qué sentido tiene la vida para los seres humanos que luchan cada día por comer cien gramos de maíz molido mezclado con agua? ¿Y para quienes no saben si despertarán al nuevo día huyendo de bombas y fusiles?

No, no es tan fácil contestar EN PROFUNDIDAD a la pregunta del millón de la clase de Inteligencia Emocional de ayer. Pero no tiene importancia mientras nos la planteemos y seamos capaces de darnos a nosotros mismos una respuesta que nos deje satisfechos. Ahí sí que nos duele…

En fin.

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jueves, 15 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "Vivir el presente"


Es ésta una frase de moda, que llena la boca de maestros y discípulos, de jóvenes y menos jóvenes, de una sociedad que se esfuerza por “ir un poco más allá” de lo puramente educacional y prescrito. Pero me doy cuenta de que, en no pocas ocasiones, la interpretación que se le da a la frasecita en cuestión es partidista, como arrimando cada uno el ascua a su sardina, en una palabra, manipulándola.

“Vivir el presente” no es el famoso “Carpe Diem” de voy a pasármelo bien y el que venga atrás que arree. Vivir el presente significa muchísimo más que quedarse en lo superfluo de la vida, sin escarbar en su esencia, acomodando la existencia a rutinas más o menos soportables y siendo “cigarra” en vez de “hormiga”.

“Vivir el presente” tiene un significado profundo que, aunque se asemeje a una paradoja, poco o nada tiene que ver con no ir más allá del día a día. Es difícil comprenderlo –a mí me ha costado no pocos insomnios-, pero tiene un valor añadido digno de ser tenido en cuenta.

Hay mil libros escritos sobre el tema –y de autores de campanillas- (*), pero a la gente le da pereza leerse 200 páginas para que le digan algo que se podría explicar en un par de folios.

 He aquí mi resumen.

“Vivir el presente” creo que significa ser CONSCIENTE del aquí y del ahora, de ESTE momento en que estoy tecleando en el ordenador, dejando que mi mente se concentre en mi acto y no divague hacia otros paisajes.

“Vivir el presente” creo que es algo así como no angustiarse por lo que pensamos que va a salir mal en un futuro más o menos cercano, produciéndonos un “dolor anticipado” por algo que no existe (todavía) y que es únicamente el MIEDO el que nos hace sentirlo como algo real cuando no es más que…probable o posible o imaginario.

¿Me mandarán al paro en la próxima reestructuración de la empresa?
¿Se quedará conmigo mi pareja o se aburrirá de mi compañía?
¿A qué continente irán a parar mis hijos?
¿Me llegarán los ahorros para la vejez?
¿Darán negativo los análisis que me han hecho?
¿Será un éxito el tratamiento de un ser querido?
¿Hará buen tiempo la próxima escapada a Paris?

Mil y una preguntas, inquietudes, miedos y angustias de algo que todavía no está ocurriendo, pero que hacemos como si fuera ya la auténtica realidad que nos toca vivir.


En el momento presente tengo la vida, la fuerza, la confianza, el amor. En el momento presente tengo que estar muy ATENTO a todo ello y no dejar que mi mente se pierda por oscuros recovecos de premoniciones dolorosas.
Y si, en este momento presente, ya, ahora, estoy inmerso en ese dolor tan temido, también vivirlo y aceptarlo como motivo para crecimiento, evolución y despertar del propio Ser.

Es sencillo si lo hacemos sencillo y complicado si lo hacemos complicado…
Ahora mismo voy a aprovechar que no tengo dolor alguno en mi interior para dar gracias por ello. Es mi forma de “vivir el presente”.

En fin.

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(*) “El poder del ahora” Eckhart Tolle

miércoles, 14 de octubre de 2015

Media hora de seguridad




Leído así, en solitario y estrenando la página, el título de este post podría no significar nada; o poca cosa. Pero para mí tiene un significado más que importante a raíz del descubrimiento que hice hace ya algún tiempo. Un “descubrimiento” simple, sencillo y, seguramente para muchos, un poco tonto. Pero como yo no ando sobrada de pudores, me voy a atrever a compartirlo por si a alguien le puede servir.

Uno de mis mayores caballos de batalla a lo largo de toda mi vida ha sido la impulsividad. Cruel paradoja para una persona que, si se lo propone, sabe ser reflexiva –todos tenemos esa capacidad, somos animales racionales-, pero que en momentos en los que la adrenalina inunda el cerebro utiliza su más atávica, y certera forma de defensa: el impulso de atacar o de huir. Curiosamente la impulsividad y la reflexividad van de la mano, no puede existir la una sin la otra, son un estado cognitivo.

Como se supone que “la virtud” está en el término medio, se me ocurrió empezar a proporcionarme un tiempo de seguridad a la hora de reaccionar ante situaciones imprevistas o intempestivas que no precisasen de una reacción primaria e inmediata.

Me explico. Recibo un e-mail (antes se decía una carta) en el que se me comunica una situación que me va a afectar de manera contundente: una noticia desagradable, que alguien ya no me quiere, que no me van a ingresar el sueldo, que un ser querido está sufriendo, que se anulan unas vacaciones, que se escapa un poquito de felicidad… lo que sea. En vez de darle directamente a la tecla de “responder” y reaccionar impulsivamente, me concedo media hora de seguridad. Treinta minutos en los que me obligo A NO HACER NADA en respuesta al estímulo recibido. Nada de agarrar el teléfono y empezar a preguntar qué pasa, cómo es posible, eso no está bien… Media hora de margen para que la noticia atempere su carga explosiva y se dispersen las ondas producidas de manera tan invasora.

No es una tontería, puesto que cuesta un montón llevarlo a la práctica. Hay momentos en la vida en que, ante un estímulo, reaccionamos al segundo –irreflexiva/mpulsivamente- y, si bien en una situación de emergencia eso puede salvarnos la vida (una agresión física, una catástrofe –natural o de las otras-), en la cotidianeidad lo único que hace es desequilibrarnos por dentro y dejarnos deshechos y a merced de las consecuencias de ese impulso incontrolado.

Esa media hora de seguridad me ha servido, sobre todo, para no enfadarme incorrectamente con quien creo que me ha agredido; para no devolver una pedrada que me dirigen a toda la cabeza; para demostrarme a mí misma que puedo y debo “encajar” ciertos comportamientos ajenos sin ponerme como loca. Y sobre todo, para instaurar un hábito en mí que no me proporciona más que beneficios. Esa “media hora de seguridad” se convierte, en la mayoría de las veces, en horas e incluso días de alejamiento de problemas y situaciones invasoras que, como han venido, luego se van.

Sin dejar rastro en nuestro ánimo. O apenas.

En fin.

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martes, 13 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "Hoy no me puedo levantar"

 

Esos días en los que cuesta tanto levantarse son los que más ayudan a aprender porque ofrecen la oportunidad de “hacer el trabajo de la vida” de forma consciente lejos de la inercia de los días “normales”, esos en los que parece que no pasa nada y, sin embargo, pasan veinticuatro horas sin que las tengamos en cuenta.

Esos días en los que cuesta levantarse, como hoy, por ejemplo, un día gris, frío y húmedo, sin ninguna ilusión en lontananza, con el frigorífico tan vacío como el corazón, con medio metro cúbico de ropa en la bañera porque la lavadora se ha estropeado y faltan hasta las fuerzas para intentar hacerla arreglar, con el pasillo oliendo a orines porque el perro no ha podido contenerse esta noche, viendo mi reflejo en la luz de la cocina, con la fregona en ristre, paradigma de la desolación doméstica, esos días, insisto, en los que preferiríamos que la hoja del calendario diera un salto mortal hacia delante y nos evitara el trabajo de vivir, es cuando tengo un motivo, aunque sólo sea uno, para no tirar la toalla.

Puedo elegir cómo hacerlo o cómo no hacerlo, soy libre y a nadie le atañe directamente mi comportamiento; si me quedo en casa todo el día dando vueltas a la murria existencial, tanto da. Si me lanzo al monte a respirar el aire que se me escapa en la ciudad y me pierdo entre la humedad y el frío del otoño gastando la última fuerza que hay en mis piernas, tanto da. Tanto da, a nadie le importa, mi vida no está sujeta al foco que sujeta otra persona, puede seguir siendo en la oscuridad, en la penumbra o en la mera luz. Yo elijo.

Esos días en los que cuesta tanto levantarse, me levanto, me abrigo, me lanzo a la oscuridad con el perro y dejo que se haga el vacío en mi cerebro; medito siguiendo la huella de mi propio paso cansado, hago el silencio en mi interior, no miro y no veo a nadie, aprovecho esa media hora en la que todavía no me enfrento a la vida. Cuando vuelvo a casa, preparo el té caliente,  agarro el ordenador y empiezo a escribir lentamente, a realizar una actividad que me sacuda por dentro; lo saco todo afuera, la pena o la rabia, la decepción y la tristeza, la queja ante el mundo y la queja ante mí misma, no dejo títere con cabeza en la órbita minúscula de mi propia existencia.

Siento el dolor de la incomunicación con quien me hubiera gustado tenerla pero no lo he conseguido en todos los años de mi vida. Siento que se me escapa el río de la memoria sin haberlo disfrutado lo suficiente. Siento que mi vida ya no la siento con la alegría de otro tiempo, que ahora ya no tengo ninguna ilusión que dependa exclusivamente de mi persona, que estoy expuesta a lo que hagan los demás, que no manejo ya ninguna rienda vital, ninguna, y por eso, esos días en los que cuesta levantarse de la cama, me levanto para no perderlos, para buscar en algún escondrijo inventado el pequeño afán que le dé significado al tiempo que va desde que me despierto hasta que me vuelvo a dormir, allá en una madrugada que muchas veces es un desierto frío y sin estrellas.

Vivir es un trabajo que demasiadas veces da vueltas y vueltas como el tambor de la lavadora, empujado por una inercia que se nos escapa, que ES a pesar de nosotros mismos… Y cuando se estropea el mecanismo, cuando hay un fallo que impide que la rueda siga girando, no me puedo permitir la estupidez de no plantearme qué es lo que está pasando en mi interior para que hoy sea un día en el que me cuesta tanto levantarme.

Así que me levanto y empiezo a buscar preguntas…

En fin.

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lunes, 12 de octubre de 2015

A la salud por el dolor




Una de las grandes paradojas que me ha traído siempre por la calle de la amargura es el hecho de que cuando me duele algo y voy al médico, para curarme el dolor se empeña en causarme más dolor. ¿Qué las articulaciones de la rodilla hacen “clac” al andar? Pues nada, una infiltración de un líquido asesino que te hace ver las estrellas y a esperar a ver si hay suerte. ¿Que una lumbalgia te deja tiesa como el perro de los dibujos animados? Pues a buscar la aguja más larga para barrenar entre músculos y nervios y hacer que el paciente desee no haber abierto la boca.

Sí, ya sé que yo de medicina no entiendo nada, faltaría más, pero de lo que sí entiendo es de dolor y eso no me lo tiene por qué discutir nadie. Es decir: el médico no sabe lo que yo siento –excepto que padezca el mismo mal que yo- y tan sólo confía en que tal o cual medicamento aplicado por la vía de la pseudo tortura alivie el dolor ajeno, tal y como pone en el prospecto de la farmacéutica de turno.

Así que si me duele una parte de mi cuerpo y para curarla tengo que fastidiar otra… ¿es inteligente mi aceptación de la cosa? Por poner un ejemplo: una vulgar lumbalgia se combate con anti-inflamatorios que, a) destrozan el estómago b) atontan el intelecto c) producen somnolencia, mareos, vértigos, náuseas y algo más que no me acuerdo. ¿Para curar un dolor todo este daño añadido? ¿No sería mejor quedarse quieto parado en la cama, alternándola con el sofá, hasta que remita la hinchazón o el pinzamiento? Pues claro que sí y eso lo sabemos todos.

Recuerdo las inyecciones intramusculares que nos ponía mi padre de pequeñas: antes de clavar la aguja te daba una fuerte cachetada en el glúteo correspondiente; así te dolía una cosa y no te enterabas de que te iba a doler otra.

Supongo que en la vida es también así; que cuando nos duele algo lo tapamos –el dolor- con otro que hace más daño, pero que nos aleja del primigenio y nos sumerge en una vorágine de daño/dolor de la que es muy difícil salir.

Si se muere un ser querido, si se muere un amor,  dejamos de comer, de dormir, de pensar. Más daño colateral que se arreglará con pastillas antidepresivas, ansiolíticas, e inhibidores varios de la recaptación de la serotonina que, a su vez, nos sumergirán en las miasmas del limbo de los sufrientes. Si el ego, el orgullo o el corazón amante recibe un revés doloroso… lo taparemos con más drogas: alcohol, sustancias fumables o esnifables, compañías indeseables. O nos recluiremos en la gruta oscura de la depresión. Es una pescadilla que se muerde la cola y estamos demasiado acostumbrados a servísnosla en el plato como si tal cosa.

La otra posibilidad es ACEPTAR el dolor –siempre en la medida de lo posible- e integrarlo en nuestra vida, porque en ese momento también forma parte de nosotros, y dejar que se acomode a nuestro riego sanguíneo y a nuestro cotidiano vivir. Aceptarlo como se acepta a un ser querido que todavía “nos duele por dentro” y dejar, simplemente, que se vaya diluyendo.

En fin.

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domingo, 11 de octubre de 2015

Hay que saber sacar las garras


 

La Naturaleza, en su sabiduría inequívoca, ha dotado a cada especie  de los instrumentos de defensa y protección para preservación de su habitat y la supervivencia individual. Eso lo aceptamos fácilmente, no nos crea incertidumbre ni reconcomio, sobre todo cuando visionamos los documentales de la 2.

Otra cosa es cuando hay que aplicar el cuento a las relaciones humanas; ahí casi todos miramos hacia otro lado porque no sabemos a ciencia cierta por qué lo que es correcto en unas circunstancias no lo es en otras y nos quedamos pensativos –y no todos y no siempre- buscando la forma adecuada de utilizar nuestras “armas”.

Garras afiladas no tenemos –aunque algunas mujeres sí que han descubierto que con las uñas pueden hacer mucho daño físico-, ni colmillos para morder yugulares; nuestra arma defensora es precisamente lo que nos distingue de los animales: la palabra.

Con ella podemos matar; o ayudar a vivir. O defender el territorio. Que no es poco.

Esas “garras” mortíferas nos han enseñado a atemperarlas, a ocultarlas incluso, desde la más tierna infancia. Empezando por el “eso no se dice”, siguiendo con el “de eso no se habla”, para terminar con el “cállate la boca”. Amordazar la palabra significa amordazar el pensamiento y con el uso y abuso de tamaña artimaña puede acabar el ser humano desprovisto de sus defensas y vulnerable a los ataques de sus congéneres, que de eso se trata precisamente, de destruir las defensas del otro para someterlo con las armas propias.

Callar, lo que se dice callar, no ha sido mi costumbre por más que se empeñaron en intentarlo de muy diversas maneras. Desde el “sordabirón torero” que me soltaban en casa, hasta los castigos continuados que me regalaban en el colegio. Ya de mayor también intentaron hacerme callar, pero con métodos más sutiles aunque igual de expeditivos, -si bien se tropezaron con mi “palabra” de frente y dejaron de ser efectivos.

¡Cuántas veces no me advirtieron mis padres de los beneficios de callar!
–“Si no te callas puedes perder tu trabajo”. “Si hablas demasiado la gente te dará la espalda”. “Mejor callar sobre ese tema y hacer como si nada…”.

Mordazas y más mordazas. Y no terminan con la edad adulta, no, todavía hoy en día se siguen pretendiendo utilizar para que no se digan cosas inconvenientes, para acallar las verdades que duelen, obviar las realidades que son y someter al que no tiene fuerza para sacar las garras.

Hace ya muchísimos años que no me callo nada. Mi biografía está ausente de silencios incómodos o cobardes y utilizo mis herramientas de defensa tantas veces como es necesario. La palabra es la mayor arma que tenemos para defender el pensamiento, con la palabra mantenemos incólume la propia dignidad y con ella indicamos al resto de la “manada” que somos capaces de defendernos.

La palabra que surge y la palabra que se oculta. Porque el silencio es también un arma letal. Y si no que se lo digan a quienes lo tienen que padecer como expresión de desprecio.

Nos hemos auto-domesticado en exceso con tanto savoir faire y el invento de lo políticamente correcto. Que antes, cuando alguien nos faltaba al respeto bien que le poníamos en su sitio con cuatro frases bien dichas y ahora…parece que hay que agachar la testuz y dejar que caiga encima de la nuca la lluvia envenenada.

Nos hemos acostumbrado a “soportar” la verborrea de quienes supuestamente nos quieren, precisamente por eso, porque creemos que nos quieren, aunque con sus palabras demuestren lo contrario. Y callamos. ¡Cómo vas a DECIR lo que realmente piensas, aunque sea en defensa propia! Y se rumia por dentro la rabia y se favorece la inquina que luego es la que todo lo fagocita y el cuerpo se enferma porque no puede hacer otra cosa con todo el veneno acumulado.

En fin.

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sábado, 10 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "La vida pasa y nos quedamos en el andén"


Pocas cosas hay en este mundo que me den más satisfacción que cuando una persona querida, alguien amigo, cuenta conmigo para realizar algún plan en común. Esa sonrisa que sale del corazón al sentir que somos “especiales” para alguien, que nuestra compañía es deseada, que no nos hemos vuelto invisibles. Pero cuando más feliz me hace esta circunstancia es cuando menos proclive estoy a aceptarla… y me explico.

¡Qué fácil y sencillo es todo si tenemos el viento de popa, la salud en su sitio, la autoestima en el ático y todos los días alguien nos da un abrazo de veinte segundos! Entonces pensamos que todo nos es debido y que, precisamente, que nos llamen para compartir, que nos inviten con cariño, nos parece que forma parte del orden natural de las cosas. Entonces, aceptamos encantados de la vida las propuestas a una salida, una cena, una fiesta o una sesión de cine. Todo está en su sitio y bien ordenado.

Pero la cosa cambia cuando estamos metidos en los recovecos de nuestra conciencia y sentimos que tenemos “la moral baja”. Entonces no valoramos la atención del otro, rechazamos (amablemente, eso sí) participar y compartir, nos recluimos en nuestros aposentos y…dejamos pasar la vida. Incluso, en algunas ocasiones, nos vestimos de auto-conmiseración y enviamos el mensaje de que “no estamos para nada”. Luego, claro está, si nos toman al pie de la letra y no nos vuelven a llamar en tres meses sentiremos que somos tratados con injusto desdén…

Al final, es el eterno tema de girar alrededor del propio ombligo. ¿Que me siento bien en mi propia piel? ¡Todo perfecto, vamos de excursión, contad conmigo! ¿Que no soporto mi propio pellejo? ¡Dejad que me lama las heridas, no quiero hacer ningún esfuerzo!

Es en este tipo de situaciones –que me ocurren con alguna frecuencia- cuando me doy cuenta del PODER que tengo dentro de mí para CAMBIAR las situaciones.
¿Por qué cuando nos ofrecen amor y cariño lo rechazamos en vez de aprovecharlo para sentirnos un poco más felices?

Tenía yo un amigo al que, cada vez que le llamaba para ir al monte o al cine o a silbar a la vía, me salía con que “no estaba bien”, que “no tenía ganas de nada” y lindezas por el estilo. Un día me planté y le dije que si rechazaba a los demás acabaría quedándose solo y me miró con ojos de decirme…”¿Y qué?”. Bueno, hace ya mucho tiempo que no le veo ni sé nada de él; yo dejé de llamarle y creo que los demás también…

Por eso me he vuelto muy cuidadosa a la hora de RECHAZAR muestras de amistad y de cariño por parte de los amigos. Estoy convencida de que el día de hoy, soleado, hermoso, primaveral, no volverá a repetirse mañana por mucho que yo lo desee; soy consciente de que cuando la vida me ofrece sumarme a su fiesta y me pilla un poco “baja de moral”, me compensa con creces hacer el esfuerzo de vestirme de sonrisas e incorporarme a ese tren que hoy está pasando por mi estación y mañana… ¿Quién sabe si volverá a pasar?

Si estoy sola y quiero vivir murrias personales es mi opción libre de hacerlo; pero si en ese momento alguien llama a mi puerta para ofrecerme un regalo y lo rechazo estoy corriendo un riesgo absurdo: el de que no me lo vuelvan a ofrecer…

En fin.

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viernes, 9 de octubre de 2015

Escritura positiva




Ando enfrascada estas últimas semanas en la lectura; una forma como otra cualquiera de empezar el nuevo año saliéndome de la rutina habitual de hacer pequeñas cosas sin tomar demasiada conciencia de ellas. Mi auto-regalo de cumpleaños fueron media docena de libros escogidos con cariño, ilusión y deseo de que me proporcionaran muchas horas de silencioso, fructífero y puro deleite intelectual, mental y espiritual.

A la hora de elegir mis lecturas incido en el mensaje positivo del escritor; no me basta con que me cuente una historia que me entretenga sino que prefiero que, dentro de esa historia más o menos novelada, se encuentre un trasfondo enriquecedor producto de las reflexiones profundas del autor y que me arrastre completamente a participar del festín. No pretendo que atrape mi atención para proporcionarme divertimento, distracción y recreo superficial, todo eso es demasiado fácil. Lo que busco –y no siempre encuentro- son escritores que transmiten desde el positivismo, desde la esperanza, desde la posibilidad de evolución del ser humano.

Los voy conociendo poco a poco –y siempre agradezco que alguien me señale alguno- y disfrutándolos página a página, pensamiento a pensamiento. Y lo curioso es que no suelen ser grandes filósofos ni enjundiosos pensadores sino personas normales y corrientes que quieren compartir sin demasiada alharaca las experiencias sufridas en propia carne.

Y curiosamente son personas que escriben sobre cosas que ayudan a olvidar los problemas en vez de hacerte pensar más en ellos… Los problemas están ahí, presentes cotidianamente, -la falta de trabajo, la falta de amistades, la falta de fuerza- y la paradoja es que, hablando de trabajo, de amigos y de tesón, uno siente que el mensaje es positivo y que surgen nuevas ganas de luchar por superar los pequeños descalabros que nos acontecen.

Cuando alguien deja de quererte –por poner un ejemplo cualquiera- a veces es mejor leer sobre personas que viven el amor con éxito que enfrascarse en la lectura de historias de tristeza y amores turbios. Hay una escritura positiva que llega con la imparable fuerza del mensaje asertivo y directo, porque hay personas que prefieren mirar hacia delante en vez de quedarse estancadas en las brumas del ayer.

En fin.

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jueves, 8 de octubre de 2015

Consejos vendo y para mí no tengo



Seguro que todos conocemos a una o varias personas que tienen por costumbre andar diciendo cómo hay que actuar en determinadas circunstancias y ellas hacen todo al revés de lo que aconsejan. Esas personas –y me ha tocado lidiar con unas cuantas- me han proporcionado una de las mejores enseñanzas que he tenido en esta vida, porque mirándoles hablar y luego actuar me han mostrado el camino que NO he de seguir.

En realidad, el problema surge de cuando alguien quiere acercarse al “camino de perfección” (al de Santa Teresa, no al de Baroja) en vez de quedarse en su sitio, que es el de seres humanos falibles, con defectos, normales y corrientes, de esos que metemos la pata a menudo y vamos aprendiendo las lecciones de la vida, y pretende erigirse en “modelo” y el que no haga como ellos está condenado de antemano.

Servidora, desde el lugar que me ha tocado en el patio de butacas, mira al escenario donde se lucen los protagonistas de esta tragicómica historia.

Como generalizar es malo (y de poco inteligentes) hablaré del tema de uno en uno. ¿Quién no conoce a UNA persona que se ducha con agua bendita –por decir algo- y luego practica la falta de caridad cristiana con los demás? ¿A quién no le ha tocado padecer los consejos de UNA persona que se erige con la verdad absoluta y su vida personal es un auténtico caos? ¿Acaso no conocemos todos a UNA persona que en la calle va como un pincel y en su casa parece un homeless? Y por no hablar de quien cuida y preserva su imagen de ser equilibrado no diciendo una palabra más alta que la otra en público y en la intimidad pega unos gritos histéricos que no hay quien le aguante. Y sin olvidar a quien se reviste de un halo de espiritualidad y en cuanto se escarba un poco tiene su casa interior llena de rencores e inquina.

Pero releyendo el párrafo anterior, en el que se muestra un abanico más que completo de las “miserias” del ser humano, me doy cuenta de que he transitado yo también por esos tortuosos pasillos oscuros, húmedos y con telarañas… y llego a la conclusión de que, quizás, la única manera de resultar mínimamente coherente con uno mismo sea actuar con sinceridad no intentando “vender la moto” de una perfección basada en el tan utilizado aforismo de “consejos vendo, para mí no tengo” y trabajarse uno mismo el tema dejando en paz a los demás.

Así que, visto lo visto, la conclusión –personal- del post de hoy es que me alejo todo lo que pueda de quienes dan consejos de cómo ser perfectos siguiendo el manual de la mesilla de noche en vez de trabajar con las imperfecciones que se despiertan cada mañana con nosotros. Que ahí es donde nos duele a todos; por lo menos a mí.

En fin.

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