domingo, 3 de julio de 2022

LOS JUBILADOS NO TENEMOS VACACIONES

 

Los jubilados no tenemos vacaciones

Poniéndonos exquisitos con el idioma –que por qué no- si partimos de la base de que las vacaciones son el “descanso temporal de una actividad habitual, principalmente del trabajo remunerado o de los estudios”, los que ya no fichamos en ningún lado no podemos tener ,sensu stricto, vacaciones ni por casualidad.

Otra cosa es que le demos un zapatazo a la rutina y nos inventemos otra nueva durante unos días o semanas para hacernos la ilusión de que movemos algo en nuestra vida, cambiando la hiperactividad (demasiado arraigada en las “clases pasivas”) por una especie de dolce far niente rayano en la holgazanería más vil.

Y digo esto porque el otro día escuché la larguísima queja de una mujer de casi setenta años que decía que no sabía de dónde había sacado durante cuarenta años tiempo para trabajar ya que al jubilarse metía más horas que nunca a base de hacer gimnasias varias, cuidar nietos, cantar en un coro, echar unas cuantas horas en una ONG del barrio, acudir a dos talleres semanales en la casa de cultura y, no te lo pierdas, seguir atendiendo la casa –con todo su continente y contenido- como lo había hecho toda la vida, marido incluído.

Me cansé tanto de escucharle –hay una empatía que fatiga, de verdad que existe- que le dije con mucha vehemencia: “¡Lo que tú necesitas son unas vacaciones…!”

Mis primeros tiempos de no ir a fichar, prejubilada a punta de pistola, me dio como una especie de locura por participar en actividades diversas, algunas intelectuales, otras físicas, alguna con cierto tinte espiritual; sentía que no podía quedarme mirando a las musarañas (o la televisión), que no bastaba con hacer algún viaje extra al año o leer el triple de libros al tener más tiempo para hacerlo.

Me metí en muchos tinglados y en alguna charca, ofrecí mi tiempo a quienes parecían tener aprecio por él; picoteé en las ong’s de cercanía, aprendí lo que no está escrito, promoví mi propio proyecto de crecimiento compartiéndolo con quien se interesó. En fin, por no aburrir, que mi agenda parecía la de un ministro con más ínfulas que cartera.

En pocos años comprendí dos lecciones importantísimas (para mí). La primera es que el mundo está lleno de gente desagradecida y la segunda es que el crecimiento personal tiene que ser silencioso y no con luz y taquígrafos.

Es por eso que ahora “ya no me voy de vacaciones” porque mi “actividad habitual” sigue siendo la misma en el Cantábrico que en el Mediterráneo. No hay diferencia alguna entre la mujer que vive en el ladrillo de la que lee en el jardín a la sombra. Sigo haciendo las mismas cosas, la misma rutina, en un lugar que en otro. Madrugar, respirar, reflexionar, caminar, leer libros, dormir la siesta, comer rico y abrazar a quienes quiero.

Ya no me pillan en voluntariados agotadores haciendo el trabajo de quienes están en nómina y cobran por ello, ni regalo mi tiempo a quien quiere “tener cosas gratis” mientras tú te dejas el escapulario en el esfuerzo. Los nietos, como están en la otra punta del mapamundi, se crían felices sin ninguna influencia de su abuela. De rebote, no discuto con mi hija –su madre- ni por casualidad.

Vivo y dejo vivir. Pero eso sí, vacaciones, lo que se dice vacaciones, no tengo…

Felices los felices.

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COMER, COMER Y COMER

 

Comer, comer y comer

*Fideus rossos. De los pocos platos catalanes por los que voy a un restaurante.

Soy muy tiquismiquis con lo que me meto entre pecho y espalda y más abajo; es decir, que mi estómago está para pocas tonterías a estas alturas de la vida y me gusta mimarlo. Como rico, muy rico, pero en casa. Y como sano, bastante sano, pero en casa. En cuanto me acerco a un restaurante ya sé que la voy a liar con mis jugos gástricos porque me van a adornar el plato con salsas de alquimista para disimular/compensar la ausencia de materia prima.

Cada vez como menos carne de todo tipo y concretamente el pollo y sus derivados me producen bastante “asquete”. Del cerdo, el jamón –y si el animal ha comido bellotas- y nada más. El pescado, si es de la mar –cosa rara en estos tiempos- me gusta mucho, pero con la condición de cocinármelo yo en mi casa para que no me hagan florituras en el restaurante poniéndome en el plato un trocito rodeado de puñeteras patatas panadera y que es tan sólo para un diente.

Los menús del día me chirrían en todas las claves del chirrido ya que, ¿qué me van a dar por 15€ y que les va a quedar a ellos de beneficio? Las cuentas no salen como no sea a base de lo más básico o lo menos sano. La comida insana es barata, eso lo saben todos los que no pueden permitirse comer “la otra”.

El caso es que, a pesar de todo lo que sabemos y de la información nutricional que tenemos, seguimos haciendo que nuestra vida gire alrededor de la comida…fuera de casa. Porque parece que no se celebra algo convenientemente si no vamos a un restaurante a invitar a parentela y amiguetes aunque aplastemos el presupuesto.

Sé cocinar lo suficiente como para no envenenar a nadie y es por eso que me gusta hacerlo para los amigos. Y por eso también sufro muchísimo cuando me invitan “por ahí” y, por no ser desagradecida y por no quedar como el culo, tengo que comerme lo que me ponen en el plato sin rechistar. Aunque… ¿por qué no voy a hacer como quienes tienen peculiaridades alimentarias y las defienden a capa y espada? Porque un vegano lo dice alto y claro: “que soy vegano y no como ni esto ni lo otro ni lo de más allá”. O un vegetariano al que no puedes satisfacerle con un pescado al horno o un marisquito a la plancha. Todos lo avisan: que soy alérgico a la lactosa o al gluten o que no puedo tomar azúcar o sal o lo que sea.

Los que no protestamos nos lo comemos todo y luego pasa lo que pasa. Igualito que con las relaciones personales, que hay que aguantar las chorradicas ajenas mientras que ocultamos las nuestras por pura vergüenza.

Como que los que fuman lo sigan haciendo a tu cara misma y tengas que disimular las arcadas que te da el humo. O el mal rollo de quien se empeña en salir por ahí y comerse un bocata en un bar, de pie y esnifando sudor ajeno y si sugieres otra opción te mira como si fueras una pija del demonio.  Y ya ni te cuento si tengo que beberme un vinazo que al segundo sorbo me avería el intelecto y tú, pues eso, que no te atreves a pedir un crianza por si te miran mal…

Todo gira alrededor de la comida y la bebida. Me da mucha rabia, sinceramente, no encontrar a alguien con quien poder compartir un buen paseo, una charla amena y luego, ya si eso, rematar la faena con algo rico “en tu casa o en la mía”.

Seguiré soñando, que no engorda ni da malas digestiones.

Felices los felices.

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Fotografía: Cecilia Casado “Fideus rossos”.

EL DÍA DESPUÉS

 

El día después

Lo único que ya me gusta de las fiestas populares es el día después. Esas mañanas silenciosas en las que el territorio se divide en dos bandos: los que duermen después de haber disfrutado y los que disfrutan después de haber dormido. Los primeros porque tienen que reacondicionar el cuerpo después de la juerga y el trasnoche y los segundos porque se hacen dueños indiscutibles de un espacio privado, ausente de ruidos, de bronca, de gente molesta…

Ayer por la noche no participé en la fiesta; la víspera de San Juan es algo importante en Cataluña, pero tienes que ser catalana o formar parte de una “colla” (cuadrilla de amigos) para sentir desde dentro las ganas de tirarte de cabeza a la fiesta de comer, beber, tirar petardos, cohetes y fuegos artificiales  como si esto fuera la guerra y hacer una hoguera por el placer de montar la juerga alrededor del fuego. O te encierras en un búnquer o te sumas a la fiesta, hay que aceptar las cosas como son, sigue siendo absurdo intentar cambiar una realidad de miles, qué digo miles, decenas de miles de personas, en grupos, en familia, en tribus y hasta en pareja, dedicados todos ellos a convertir en humo una buena cantidad de dinero (sin intervención de ningún banco, cosa curiosa) a base de lanzar petardos, cohetes, bengalas y ramilletes más o menos vistosos de fuegos artificiales.

El chiringuito “de toda la vida” que fundó Jorge, un guipuzcoano emigrado a estas tierras, se ha quedado sin licencia para este año porque el ayuntamiento ha decidido cambiar el sistema; tan sólo restaurantes y nada de música en directo, ni copas bailonas, ni ambiente bullanguero. Así que la peña invade la larguísima playa con mesas y sillas de camping, las neveras portátiles, los niños y los abuelos. (Los perros se quedan en casa aullando con los tímpanos a reventar del ruido de los cohetes). Las familias y los amigos eligen: o se gastan un pastizal en algún restaurante con “Menú Revetlla de Sant Joan” o se lo llevan todo puesto en un picnic nocturno, caótico y del que luego –tristemente- quedan restos plastificados y basura mezclada con la arena.

Algunos encienden una pequeña hoguera (están prohibidas, pero ya se sabe, las reglas están para fumárselas) y otros se divierten con los potentísimos altavoces bluetooth accionados a través del Smartphone, montando la fiesta a su aire, con mucho alcohol, mucho fumeteo y sustancias químicas diversas para enajenarse durante unas horas. Este año me ha tocado solitario, así que me quedé en casita tan ricamente, viendo una peli después de una cena frugal como la de cualquier noche.

Pero esta mañana, después de la fiesta, sorteando el marasmo de restos quemados, la playa me ha ofrecido una larguísima caminata en silencio, compartido únicamente con unos pocos caminantes que, como yo, disfrutaban de la ausencia de ruido… y ese tiempo fresco, limpio, descansado y consciente ha sido lo mejor del día de fiesta que es hoy, precisamente, 24 de Junio.

Esta es la señal inequívoca de que estoy evolucionando –un poco aunque sea- como persona: ahora soy capaz de disfrutar de todo lo que la vida pone a mi alcance, sin descartar nada, sin rechazar, sin oponerme, sin esa intolerancia de otrora en la que había que hacer únicamente lo que se suponía que era propio de la edad, del momento, de la situación. Sin esa rigidez que veo en personas de mi edad que se ciñen únicamente a lo que dictan unas normas que ni siquiera ellos han ayudado a dictar. Me gusta la fiesta –cuando me invitan- y me gusta el día después de la fiesta aunque no haya participado. Así todo está en orden

Si alguien se queja del ruido de la fiesta que recuerde si alguna vez fue joven…

Felices los felices.

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NECESITO QUE ME DEN CUARTELILLO

 

Denme cuartelillo, por favor!

Ando clamando por una señal, aunque sea pequeñita, de que este año 2022 no va a ser mi annus horribilis, que esos ya los pasé y purgué hace tiempo, cuando se me pudrieron las promesas de amor o cuando perdí en manos trapaceras mis escasos dineros o, lo que nunca esperé, me hicieron motín las “amigas del alma” por mi puñetera costumbre de meter el dedo en el ojo del quejica.

Me las prometía muy felices a mi provecta edad habiendo atravesado aguas turbulentas sin ahogarme, tan sólo boqueando, creyendo que no sobreviviría a mis patéticas debacles individuales. Me aposenté en el mantra de “tengo buena salud y mala memoria” para hacerle un pase torero a eso que los demás llaman mala suerte y yo miro de soslayo haciendo como que no va conmigo la cosa.

Ahora vienen de golpe las vacas flacas de la mano de una serie de desafortunadas circunstancias que se han empeñado en pasar todas de golpe por la puerta estrecha de mi vida. Por la pequeña puerta de mi corazón, también habrá que decir.

Empecé el año sin brindis amoroso digno de recordar. Me pilló el cambio de tercio en México, anularon mis aviones, aplastaron mi maleta, minaron mi resistencia física. De tal manera que llegué a mi cueva donostiarra con un ataque agudo de lumbago que me dejó tirada durante días en el lecho del dolor. Y con un menisco roto para completar la foto. Tras meses de rehabilitación cansina y poco fructífera, me contagié de coronavirus y las pasé canutas. Al quedarme con menos defensas que un equipo de fútbol de tercera fui sumando malestares del tres al cuarto, encadenados como castigo por algo que todavía no sé qué haya hecho.

La verdad es que estoy más que harta de esa “queja continua” que se me ha instalado en la piel y que me hace escrutar el espejo cada mañana con muy poca ilusión. ¿Cuál será la nueva y ridícula avería que me va a acontecer a continuación? ¿Por dónde saldrá el Universo a tocarme las narices y ponerme a prueba…?

Necesito que la vida me dé un poco de cuartelillo y como no puedo quedarme esperando a que me toque la lotería sin comprar ningún décimo, es por eso que he “cerrado la barraca” y me he venido a “mi otro mar” en busca de aires diferentes, aunque soy muy consciente de que si arrastro energía conflictiva conmigo, aquí aparecerá en forma sorprendente: una intoxicación alimentaria, una medusa que me acaricie sin permiso o un vecino tocaovarios. Y si me he traído mucha energía positiva en el equipaje puede que todo me sepa a gloria, el mar dulcifique mi piel y me tropiece con algún Mr.British amable y cariñoso que quiera echarse unos bailes conmigo al anochecer.

Llevo varias semanas en modo “stand by”, a la espera de reiniciar mi sistema operativo (espíritu, mente, cuerpo) habiendo tirado las carpetas pertinentes a la papelera de reciclaje e instalado un nuevo antivirus que me preserve de ataques lo que queda de año por lo menos. Lenguaje informático o metáforas vitales, espero que se me entienda.

Felices los felices.

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HIJOS CONSENTIDOS, FUTUROS TIRANOS

 

Hijos consentidos, futuros tiranos

Soy madre de dos mujeres adultas, hijas de la generación “Y”, más comúnmente conocida como “Millennials”. Siempre supe que quería tener hijos, para exorcizar la carencia afectiva de mis primeros lustros de vida lo cual condicionó ineluctablemente todas mis decisiones adultas. Decir que tuve una “infancia infeliz” es, ahora mismo, una vulgaridad que a nadie le interesa. Es más, si lo cuentas –excepto en terapia donde no se pueden burlar porque para eso cobran- a un amigo o persona aledaña, te expones a que te miren como diciendo: “Bah, no será para tanto”, pero cada quien sabe las piedras que ha llevado en sus zapatos y con eso basta.

Ya durante mi primer embarazo me volví loca leyendo libros sobre formas, maneras y consejos para una maternidad responsable. Eran los años 80 así que la época venía marcada por una toma de conciencia existencial y, sobre todo, por el advenimiento de una libertad individual y colectiva que no se había olido en décadas en este país.

Fui lo que los franceses dieron en llamar: “BoBo” (Bohemien-Bourgeois). Una clasificación sociológica informal que describía a los miembros de un grupo social ascendente en la era de las nuevas tecnologías, que se caracterizaba por su pertenencia funcional al capitalismo junto con sus valores asociales “bohemios” y hippies. El caso es que crie a mis hijas intentando que no hubiera autoritarismo por mi parte pero que tampoco hubiera chantaje emocional por la suya. Es decir: que con una mano les daba y con la otra les quitaba. No lo tuvieron demasiado fácil conmigo, tengo que reconocerlo, pero a la vista del resultado no debí hacerlo tan mal. (Resultado: son libres y equilibradas en sus opciones vitales elegidas.)

Dada mi condición especial de “jefa de familia monoparental” por divorcio interpuesto, (dos a falta de uno) eduqué a mis hijas como me dio la gana y sé que fui dura con ellas; que les exigí mucho y les consentí poco, que conmigo “tonterías, las justas”, que si me tomaron alguna vez por “el pito del sereno” –que por supuesto que lo hicieron- no me di cuenta porque han salido más listas que “los ratones coloraos”.

No tuvieron caprichos a tutiplén, ni los últimos juguetes de moda –las dichosas “gameboy”-, ni una consola en su cuarto, ni mucho menos televisión y no hablemos ya de la ropa que el único chándal de marca lo tuvieron como regalo navideño y cosa caprichosa no como algo “normal”. Siempre supieron el tamaño de mi nómina y lo que costaba comprar los garbanzos, con lo que conseguí que fueran “conscientes” de que el dinero no crecía en los árboles. Nunca les di “la paga” porque sí, sino a cambio de la colaboración en las tareas domésticas: pasar el aspirador, poner la lavadora…cosas así. Su trabajo recibía un pago: la paga semanal. Ya digo, tonterías, las justas. Los reproches que toda hija hace a su madre es cosa que hemos sanado y limpiado en un enjundioso y largo ejercicio de sinceridad personal. Creo honestamente que estamos en paz.

Lo que sí que puedo asegurar es que de hijos consentidos, con todos los caprichos otorgados, no puede salir nada bueno en el futuro, excepto esos “tiranos” que creen que todo les es debido porque todo les ha sido consentido. Como los “millennials” que ahora tienen entre 24 y 40 años y están descubriendo que la vida no es tan fácil como lo era bajo la tutela de “papá y mamá” que todo lo facilitaban y a todas las demandas accedían. Valga aquí el dicho: “Enseñar a pescar en vez de dar peces”.

Si nos quejamos –porque hay mucha queja suelta por ahí- de que los hijos ya casi adultos de hoy en día son un compendio de todas las facetas y maneras del egoísmo, también deberemos pensar qué parte de responsabilidad tenemos nosotros, los que les hemos maleducado para bregar en esta sociedad individualista, yoísta y que gira alrededor del propio ombligo.

Quizás, de tanto querer que ellos tuvieran las libertades u oportunidades que nos faltaron a nosotros, hemos resultado esclavizados. Paradojas de la inconsistencia de la mente humana. En fin.

Felices los felices.

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PRESTAR ATENCIÓN. EL RETO

 

Prestar atención. El reto

Decía la insigne Simone Weil que: “La atención es la forma más rara y pura de generosidad”. Y recuerdo sus palabras después de haber observado a una cantidad ingente de humanos enganchados a sus móviles sin hacer ni puñetero caso a quienes les acompañaban. En los tres países por los que me he deslizado últimamente, (México, Alemania y España) la “pandemia tecnológica” está extendida sin remedio aparente. En algunos locales simpáticos y que se las quieren dar de alternativos –con lo mal visto que está ahora mismo salirse del rebaño- he visto letreritos del tipo: “No tenemos Wifi, hablen entre ustedes” y a mí me resultan de una candidez supina, algo así como recordarnos que no nos machaquemos los unos a los otros de todas las formas humanas posibles mientras tenemos al alcance de la mano las herramientas para hacerlo impunemente. (Se me han venido a la mente las matanzas organizadas y las indiscriminadas de los últimos tiempos.)

Ofrecer nuestra atención al otro cuando nos cuenta lo que le preocupa o un sueño que le bulle en los aledaños del alma o, simplemente, cualquier cuita de esas de andar por casa, es todo un regalo que brilla aunque no se envuelva en papel de colores. Sencillamente: mirar al otro a los ojos y no a las moscas que vuelan. Sencillamente: que el otro sienta que le importamos porque estamos en ese momento en la misma longitud de onda o en idéntica geolocalización. Aquí estamos, juntos, compartiendo. Atento a tus palabras, a tus gestos, a todo tu ser y no con el smartphone encima de la mesa mirando de reojo los whatsapps que van entrando.

Cuantas veces me he sentido ignorada olímpicamente por un interlocutor “ausente” he tenido que reflexionar y tomar buena nota para no hacerle sentir algo parecido a otra persona. Porque puede ocurrir que –y esto es dolorosamente cierto- no nos interese nada en absoluto el discurso ajeno y entonces…!ay, entonces! ¿Decirlo libremente? ¿Expresar la molestia? ¿O acallar el bostezo interno y calcular cuánto falta para que acabe el encuentro?

Curiosamente, me ha pasado –y aún me sigue pasando de vez en cuando- justo lo contrario; que no consigo atraer la atención de todas las personas con las que comparto una mesa, una charla, un rato amigable y constato que lo que yo cuento –mis anécdotas en zapatillas- no son dignas de la atención del personal. Ya no me enfurruño, no, me lo como con patatas y pienso que no habré estado muy ocurrente o que –también puede ocurrir- esa persona está de pelea con sus monstruos internos y no es capaz de salirse de sí misma. Es raro prestar atención, como decía la filósofa, y es más raro aún ser generoso. Vamos por la vida como si todo nos fuera debido y nosotros los jueces que dictaminamos lo que está bien y lo que está mal. Nos cuesta salir de ese círculo.

De momento, cuando alguien está “supuestamente” conmigo y le presta más atención a su teléfono que a mí, me provoca la ineludible necesidad de hacérselo notar porque no soy ni ciega ni idiota. A veces, se disculpan y corrigen. Otras, no solemos repetir. De esa manera he aprendido a dejar mi teléfono en el fondo del bolso cuando estoy con personas a las que deseo prestarles atención. Así son los aprendizajes en esta vida, que siempre se cobran un peaje.

“La palabra nomofobia viene del inglés nomophobia, compuesto de no (negación), mo (de mobile phone = teléfono móvil) y phobia (del griego φοβία = miedo irracional). Se refiere al miedo irracional de estar separado del teléfono móvil.”   No todo es falta de interés o falta de educación. Ya estamos cara a cara con una nueva adicción.

Felices los felices. Y los que guardamos el móvil en un rincón.

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CANSANCIO

 

Cansancio

**Amanda Arrou-tea – Artist & muralist (amandaarroutea.com)

Hay etapas de la vida en que la energía que desarrollamos para enfrentarla, ese combustible sin el que no funcionan los motores internos, se va consumiendo ineluctablemente. Esto ocurre de manera natural con el cansancio propio de la edad provecta y, desgraciadamente, también cuando la enfermedad con toda su gama de achaques o dolencias entra sin llamar como un visitante maleducado.

Luego está el cansancio provocado, ése en el que nos sumergimos cada mañana buscando el vil metal o para satisfacer la necesidad (ésta mucho más peregrina) de obtener poder o reconocimiento. O la fatiga absurda -pero real- de llenar las horas y los días de actividad para vaciarlas de pensamiento.

Reconozco que ahora mismo me encuentro muy cansada; no solamente porque me ha tocado la china en todas sus modalidades en lo que va de año, (lumbalgia aguda y paralizante, rotura de menisco, Covid-19 (que me ha dejado para el arrastre desde hace un mes), dermatitis alérgica gracias a un suavizante de ropa venenoso, quistes inoportunos y recidivantes…y no sigo que me mareo) sino porque la contemplación del mundo que me rodea –y no digamos ya la participación en el mismo- me resulta estomagante.

Estoy cansada, muy cansada de dar explicaciones a quien se arroga el derecho de exigirlas; me cansa también  soportar los malos humores ajenos, los exabruptos estupidizantes (afortunadamente virtuales) y también de detener mis pasos ante los semáforos en rojo cuando no viene nadie y están mal sincronizados.

Se suele recomendar, incluso sin necesidad de tener título alguno colgando de la pared, “escuchar al propio cuerpo”. Pues yo tengo puesta la oreja desde hace mucho tiempo y lo que me dicen “mis carnes” tengo que pasarlo por el tamiz de la razón para no hacer ninguna tontería que me lleve a comisaría.

Quiero decir con esto que, -y no creo pasarme de frenada- llega un momento en que cuesta Dios y ayuda soportar tanta estulticia en los gobernantes y en los que quieren y no pueden gobernar. Cada vez que veo el rostro malencarado o escucho los ladridos de ciertos políticos (y ya no digo nada de las políticas con cara de muñeca y mente de Gorgona), de verdad de la buena lo digo, que me invade un tsunami de cansancio existencial que no sé qué hacer con él.

Pongo rumbo a mis refugios, esos lugares ideales de descanso que la mente guarda para situaciones de emergencia. Me refugio en mis no-pensamientos, intento hacer el vacío al aire malsano que me sopla en la nuca, incluso de forma física; aúllo llamando al silencio, busco lágrimas para lavarme, lo quiero todo no queriendo ya nada. Mi “bálsamo de Fierabrás” lo extraigo de la Madre Naturaleza y de la benefactora literatura.

Sé cuál es el problema y sé dónde está la solución. Ambas ecuaciones convergen en un único lugar que (ya) no tiene misterio alguno: yo misma.

¿Cómo conciliar los momentos en los que me amparo en la soledad con esos otros en los que tiendo las manos buscando un apoyo?

Tengo que reponerme del cansancio ya que el viaje a Ítaca no ha terminado todavía. Porque la vida es aprendizaje.

 

 

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias…

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes….

Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.”

(Konstantinos Kavafis. ¨Itaca”. Extracto.

Felices los felices.

LaAlquimista

*Mermaid” Óleo sobre lienzo Amanda Arrou-tea

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