sábado, 4 de julio de 2015

No hay víctimas felices

 

Dicho así parece una pequeña barbaridad o una solemne boutade porque todo el mundo asocia el concepto “víctima” a cualquier tipo de abuso, ignominia o desgracia sufrida en propia carne. Sin embargo, existe un colectivo de víctimas inmenso que no pueden asociarse bajo ningún lema o razón social para alzar su voz: las víctimas de sí mismo. Y ahí entraríamos, grosso modo, uno de cada dos…

No me refiero a ser víctimas de la mala educación recibida, del agobiante entorno social, de la presión del “qué dirán”; eso no es más que “victimismo” puro y duro y tiene solución: no fácil, pero solución. Hablo de esa opresión que ejercemos sobre nuestra propia conciencia, hablo de la intransigencia inveterada para no mover esquemas y, sobre todo, del daño flagrante que nos infringimos siendo duros con nosotros mismos.

Siempre he mantenido que “no existen opresores sino oprimidos”, pero habría que añadir el matiz de que no hay peores opresores que los que se amordazan la boca y se atan las manos sin colaboración ajena. Víctimas del miedo a llevar la contraria de cualquier opinión que se suscite, víctimas de no llamar la atención ni distinguirse por contestar debidamente cuando alguien se lo merece, víctimas de la represión más sutil –y dañina- que se pueda concebir: prisioneros de la propia cárcel mental.


Ninguna persona que no se sienta libre de expresarse tal y como siente en realidad puede ser feliz; no hay felicidad en ausencia de libertad, ni siquiera cuando es una libertad a la que se renuncia voluntariamente por mor de intereses secundarios. No tiembla la voz para denunciar la opresión que se ve que sufre “el otro”; mujeres maltratadas, hombres humillados, trabajadores explotados, niños dejados a su suerte, situaciones todas públicas y notorias que claman justicia (y al cielo). Pero se deja de lado muchas veces el hecho de que es el propio ser humano el primero en “asumir” ciertas violaciones de sus derechos de forma voluntaria y consciente.

Trabajar para un mal patrón por un mal pago, cuidar y atender a personas que reciben la ayuda de forma desagradecida, aceptar escuchar cotidianamente el mismo mensaje humillante, tragarse los sapos y culebras que otros meten por la boca con el embudo del sueldo y las obligaciones… para acabar siendo víctima de la propia sumisión y así…así es imposible ser feliz.

En fin.

LaAlquimista

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