jueves, 12 de agosto de 2021

Atrapados entre padres e hijos

 

Soy casi la única huérfana de mi grupo generacional de relaciones; amigas y amigos cuentan todavía con un padre o madre anciano al que querer o cuidar e incluso ambas cosas a la vez. Las expectativas de vida suman ya en los anales de los récords y es usual llegar a nonagenario con la cabeza en su sitio (más o menos) y las piernas sosteniendo el cuerpo (más o menos también).

En cualquier caso, ahí están los de cincuenta y sesenta, con sus propios achaques a cuestas, haciendo de “generación bocadillo” sin poderlo evitar: hay ancianos a los que atender, hijos a los que apoyar e incluso nietos con los que volver a tirarse por el suelo aunque luego haya que apretar el botón rojo para poderse levantar.

Esto es un sinvivir y sé de lo que hablo porque he enterrado a mi padre y a mi madre con mucho trabajo emocional y desgaste de todo tipo. Había que estar dando la talla –aunque el cansancio lo impregnara todo-, había que hacer “lo que tocaba” con el amor o el agradecimiento o la compasión debidos. Cada uno según sus sentimientos o su grado de autoinculpación. Mejor no meneallo.

La terrible –y digo “terrible”- paradoja es que a pesar de haber acompañado hasta el final a nuestros progenitores, no sé quién nos ha metido en la cabeza la idea de desechar que nuestros hijos tengan que pasar por lo mismo que hemos pasado nosotros. Es decir: se rechaza el concepto de imponer a los hijos el sacrificio y el desgaste que nos ha supuesto a nosotros la decrepitud y muerte de sus abuelos.

Este planteamiento que nos hacemos los de esa “generación bocadillo” hace equilibrios entre el sofisma, la contradicción y la paradoja, para resumirlo –por cansancio- en el manido y huero: “los hijos tienen su propia vida”. O sea: que la fórmula familiar llega a consistir en repartir amor por un lado, y por el otro convencerse de que no somos merecedores de recibirlo.

En este siglo XXI no sé cuál es el porcentaje de hijos que han volado en pos del destino elegido lejos del entorno familiar. Me falla la estadística generalista, pero la de andar por casa es contundente: más de la mitad de mis amistades con hijos de entre treinta y cuarenta años los tienen a miles de kilómetros de distancia. En otros países europeos o en otros continentes a donde sólo se puede llegar previo pago de mucho dinero y desgaste en demasiadas horas de avión.

Tanto nos hemos repetido que queremos lo mejor para nuestros hijos (al revés de nuestros padres que casi siempre exigieron lo mejor para sí mismos) que hemos ido haciendo cada vez más grande el abismo que separa una generación de la otra. Estamos asumiendo que cuando nosotros lleguemos a una más que provecta edad y seamos dependientes emocionalmente de su afecto, cariño y amor o no podamos valernos por nosotros mismos no nos salvará más que el dinero. El necesario para pagar a alguien y crear nuevos puestos de trabajo de cuidadores.

Nuestros abuelos disfrutaron de nosotros, los nietos que correteaban por todas partes y a los que querían igual cuando llegaban que cuando se marchaban; nuestros padres recuperaron la “inversión” que hicieron con sus hijos. Y nosotros…ya no seremos abuelos aunque tengamos que seguir comportándonos como padres generosos con sus hijos.

De los que no se han reproducido en uso de su libertad no puedo –ni debo- decir nada: me faltan datos.

Felices los felices. Que todavía quedan.

LaAlquimista

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