jueves, 12 de agosto de 2021

Toda una vida de mentiras

 

Lo sabemos por las novelas y lo hemos visto en películas y hasta en las mejores familias: existen personas que se envuelven en la mentira, se enredan en ella de tal manera que acaban creyéndose el retorcimiento de la realidad que han escrito como un guion personalizado.

Son esas personas que ya tienen “una edad” y siguen vendiendo el mito de una infancia feliz aunque sus padres nunca les regalaran una caricia o un “te quiero”. ¿Para qué a estas alturas de la película desmitificar una historia bonita y rascar bajo la superficie y que aflore el óxido del malquerer y peor comportarse?

Uno sigue creyendo que su padre “estuvo fuera por trabajo” y otro que su madre “les había abandonado”, cuando la realidad es que el primero se había puesto el mundo por montera y la segunda había tenido que emigrar para enviar dinero a casa y dar de comer a los suyos. Mentiras, muchas mentiras. Como la mosquita muerta que le cuenta al marido que tan sólo tuvo un novio antes que él y resulta que era conocida por su “manga ancha” con los chicos.

Bueno, tanto da, digo yo, pero a qué mentir, a qué ocultar, a qué fabricarse una autobiografía falsa, más falsa que la de Salvador Dalí o Woody Allen. Aquel otro contaba que su mujer y él se habían separado por diferencias irreconciliables y resultó que ella se había largado con otro dejándole al titular al cuidado y custodia de los hijos. Orgullo se le llama.

Las mentiras tienen su razón de ser, son el escudo perfecto para evitar estar en el candelero y que nos juzguen y nos condenen previo despellejamiento público en la terraza del bar. La gente que miente es la más cobarde que existe, lo sé, doy fe, yo también lo he hecho  cuando no tenía fuerzas ni ganas de enfrentarme a las consecuencias de mis actos. Inmadurez se le llama.

Es humano errar, claro, esa es la justificación que todos repetimos como loritos, pero… ¿qué ocurre cuando esa manipulación de la realidad afecta a otras personas que se ven perjudicadas en su equilibrio emocional? ¿Quién será merecedor de perdón por el daño infligido con mucha o poca inconsciencia?

Los mentirosos me dan ganas de vomitar, no quiero tenerlos cerca ni protegida con traje anti-Covid. Los quiero lejos, en una isla donde no haya aeropuerto, en un país para el que nunca me den el pasaporte no vaya a ser que caiga en la debilidad/tentación de ir a visitarles cuando me llamen pidiendo ayuda porque la vida les ha pasado la factura definitiva y entonces se acuerdan de ti.

Para reconocerlos –a esos falaces- basta con diseccionar su discurso que suele consistir en tildar a los demás de faltar siempre a la verdad, su queja sempiterna tiene la misma banda sonora original: rencor del otro, retorcimiento de los demás, agudeza por su parte para no dejarse engañar. Unas joyas, ya digo.

Yo he mentido como todo hijo de vecino: para protegerme, para no verme involucrada, por miedo a recibir demasiados palos. Pero nunca lo he hecho para sacudirme responsabilidades y cargarlas sobre las espaldas ajenas, como el que comete un robo, una traición, un atropello y no sólo no aguanta su vela sino que le carga la culpa a otro.

Una se harta –al fin y al cabo- de la etiqueta de “oveja negra” que le ha clavado a martillazos en la espalda la típica persona “incapaz de matar una mosca” y que ha resultado ser el paradigma de la mentira total y absoluta.

Nunca es tarde si el bálsamo es bueno, ni para desenmascarar al mentiroso que ya no es cojo sino que va en patinete eléctrico como mandan los tiempos. La decepción, el dolor y el desconcierto van aparte, qué duda cabe, pero todo se puede tirar a la basura hoy en día si sabe dónde arrojarlo. Aunque haya porquería imposible de reciclar.

Felices los felices.

LaAlquimista

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