viernes, 11 de marzo de 2022

La vida con tres piernas

 

La vida con tres piernas

Durante mis dos embarazos –allá por el pleistoceno- no veía por la calle más que mujeres embarazadas. Cuando adopté a mi perrillo Elur descubrí la ingente cantidad de perros que paseaban por la ciudad tirando de sus dueños. Ahora que me deslizo por las calles apoyada en una muleta me encuentro con no pocos humanos abocados a igual tesitura. Casi siempre nos miramos al cruzarnos y componemos un pequeño gesto solidario, algo así como de seres abandonados en el mismo desierto y que comprendemos el viacrucis ajeno por llevarlo encima de la propia chepa. Nos compadecemos mutuamente durante dos segundos para seguir cada cual su renqueante camino.

También hace veinte años también tuve que ayudarme de una muleta durante varios meses como resultado de un triste accidente de moto; yo iba por mi derecha con mi scooter y un auto se saltó una señal de stop que ahora recuerdo en un déjà-vu muy poco feliz. Pero lo que no recordaba era la consideración suscitada en el resto de viandantes –supongo que será porque ya no soy medianamente joven como entonces sino una adulta mayor de tomo y lomo- que ceden el paso, sujetan una puerta u ofrecen el brazo para bajar del autobús.

En el bar me traen el café a la mesa y me libro del puñetero cartel de “no hay servicio de terraza” porque han reducido personal aunque hayan subido los precios. En el colmado de la esquina me meten en una bolsa la fruta y las verduras y me lo acomodan todo en la mochila preceptiva, ya que también me he quedado con un solo brazo operativo (la muleta no se sujeta sola).

Como me canso al andar –aunque tenga que hacerlo- me siento en los bancos con una asiduidad inusual y es de manual que quien esté al lado me pregunte qué me ha ocurrido, cuál es mi daño o mi pena. Pego la hebra con poco ánimo –la verdad sea dicha- porque ese tipo de información da pie a que el prójimo suelte a borbotones el decálogo de sus propios males. Pero voy aprendiendo en un spoiler inevitable “la que se avecina” por el previsible deterioro físico que a los que seguimos cumpliendo años nos está por caer.

Lo peor de todo (o quizás lo único que me molesta) es la confianza con que la gente me da consejos –no solicitados- sobre cómo gestionar las dos averías que me han asaltado. De repente parece como si todo hijo de vecino tuviera colgado en su salón un título de medicina o fisioterapia, ya que me dicen lo que tengo que hacer sin preguntarme si me vendría bien su opinión. Hay una frase gloriosa que asevera: “Las opiniones son como el culo, todo el mundo tiene uno”. Ya me he puesto en manos de un traumatólogo titulado y un gabinete de rehabilitación con diplomas en las paredes: confío en ellos. ¿Qué más puedo hacer?

Lo que es curiosísimo es que cuando respondes a las preguntas de quien “se interesa por la muleta”, descubres –con poco asombro-, que lo que inconscientemente pretende tu interlocutor es desgranar el rosario completo de alguna dolencia similar que le cayó encima a él o a su cuñado o a la vecina del quinto. Muy curioso, sí, muy curioso.

En éstas ando –malamente- pues; aprovechando el parón forzoso para mirar al mundo de una forma más sosegada, sin hacer planes más allá de la sesión diaria de rehabilitación y un café o vinito al sol del invierno. Y conociendo a casi todos los que en mi barrio también andan “a tres patas”…

Felices los felices, malgré tout.

LaAlquimista

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